Read Mecanoscrito del segundo origen Online
Authors: Manuel de Pedrolo
Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil
Ella volvía a reír:
—Pues me lo has hecho. ¡Y me harás más, muchos más, Dídac!
Y estaban tan terriblemente contentos, inmersos en ellos mismos, que casi no se daban cuenta de por donde pasaban. Quisieran o no, la conversación volvía siempre a aquel hijo, y a veces se referían a él con gravedad, como cuando el muchacho dijo:
—Ahora tendrás que cuidarte mucho; no te dejaré hacer ningún trabajo pesado. Y otras veces su alegría se traducía en comentarios que después eran motivo de carcajadas, aunque contuvieran un fondo de verdad, como cuando Alba exclamó:
—¡Hemos de poblar la tierra! ¿Te das cuenta del trabajo que tenemos todavía?
—Por supuesto; ¡si apenas empezamos!
—Afortunadamente nos gusta, ¿no?
Él la abrazaba.
—¡Es lo que más me gusta, Alba!
Y puesto que no todo debían ser alegrías ni consideraciones juiciosas, también hubo alguna discusión por motivos ridículos, como cuando una mañana Alba se encontró con que el muchacho le prohibía nadar a fin de no perjudicar a la criatura. Le dijo:
—Báñate un poco en la playa, si quieres.
Ella se burló:
—¿Un poco? ¿Los pies, quizá?
Dídac se enfadó de que se lo tomara tan a la ligera y le recordó que al fin y al cabo él era el padre y que, por lo tanto, tenía una responsabilidad. Ahora fue Alba quien se molestó:
—Naturalmente, soy una irresponsable, ¿verdad?
Se lanzó al agua sin esperar su respuesta y al volver, al cabo de veinte minutos, cuando él le hizo más reproches, se quejó:
—En el pueblo decían que los hijos unen, pero al parecer a nosotros nos pasa al revés, muchacho.
Pero después se enterneció al recordar lo que él había dicho, acerca de la responsabilidad que tenía, y ella misma quiso hacer las paces.
Y ahora el tiempo cambiaba ya decididamente, o al menos así lo parecía; el sol no calentaba tanto, los días eran ucho más cortos, y, excepto las horas del mediodía, tenían que ir vestidos. A menudo amenazaba lluvia; había montones de castillos de nubes sucediéndose en manadas de horizonte a horizonte, y aquello les engañaba. Más de una vez se precipitaron a tierra cuando el cielo se ennegrecía demasiado y cada día, por precaución, amarraban antes de la puesta del sol en algún lugar al abrigo.
El viaje, pues, era ahora más lento de lo que se habían propuesto, pero tampoco les preocupaba demasiado. Se habían aficionado realmente al mar, y lo que más lamentaban de que entrasen en el otoño era que, una vez en Barcelona, ya no podrían bajar a la playa.
Y una de aquellas noches sufrieron un sobresalto cuando oyeron ladrar, a no mucha distancia, con una insistencia feroz y de mal augurio. Los dos, que dormían, se alzaron con la mano instintivamente tendida hacia las armas que siempre dejaban cerca.
Dídac cuchicheó:
—Parece un perro, ¿verdad?
Desde aquel día de la catástrofe no habían visto nunca ninguno que no estuviera muerto y, quizá por eso, se inclinaban a creer que la especie estaba extinguida. Ahora, aquellos ladridos lo desmentían, si realmente eran caninos.
La noche era demasiado negra como para que la vista distinguiera nada más allá de la pequeña planicie de tierra que les separaba, como habían visto al anochecer, de una carretera, y en la oscuridad no se atrevían a abandonar su refugio provisional. Se limitaron a esperar, pues, al acecho, pero el animal tampoco parecía decidido a acercárseles, en el supuesto de que los hubiese olido.
Siguió ladrando, entre breves silencios, hasta poco antes de amanecer, cuando calló definitivamente y debió irse, puesto que la pequeña batida que efectuaron al salir el sol no dio ningún resultado.
Tampoco se dejó oír, ni ver, más tarde, cuando ya navegaban cerca de la costa y con los ojos atentos a cualquier forma que se moviera. No podían creer, sin embargo, que aquello fuera un engaño de los sentidos; los ladridos los habían oído los dos, y duraron demasiado rato como para haberlos imaginado. Dídac dijo, y seguramente tenía razón:
—A buen seguro debe haber quedado un poco de todo; animales esparcidos, como los hombres, aunque sean pocos...
Y no volvieron a detectar otra presencia viva en todo lo que restaba del viaje.
Ahora se hallaban más allá de Séte y descendían hacia lo que había sido la frontera.
Ahora no había ninguna en ninguna parte y, pensando en ello, a Alba se le ocurrió una idea marginal que la hizo reír:
—¿Sabes, Dídac, que somos unos indocumentados?
Él no comprendió lo que quería decir, quizá porque nunca había tenido ningún documento; aún era demasiado joven cuando existían las autoridades que los confeccionaban.
Y fue al atardecer, al disponerse a acampar, cuando a Alba todavía se le ocurrió otra cosa también relacionada con lo que había dicho:
—Nuestro hijo no figurará en ningún registro... ¿Qué te parece si, cuando nazca, empezamos uno?
Pero él tampoco sabía lo que era un registro, y se lo tuvo que explicar. La muchacha añadió:
—Y le pondremos el nombre que nos guste, sin que nadie pueda decir nada.
Porque en la tierra donde habían nacido únicamente se aceptaban nombres de santos, y nadie era libre de inventarse ninguno.
—¿Has pensado en alguno?
Pero no, Dídac aún no había pensado en ello.
Y la idea debía rondarle el cerebro, ya que al día siguiente, hacia mediodía, cuando navegaban perezosamente bajo un sol que volvía a quemar, como si el tiempo hubiera retrocedido y estuvieran de nuevo en mitad del verano, dijo:
—¿Podemos ponerle el mismo nombre, tanto si es niño como si es niña?
—Supongo que sí.
—A ti, ¿qué te parece que será?
—¿Cómo quieres que lo sepa, Dídac? ¡Quizá sea niño y niña!
Él la miró, y luego sonrió.
—¡Oh, pues estaría bien, tú!
Pero ella no lo creía, porque en su familia nunca había habido gemelos. Preguntó:
—¿Qué nombre has pensado?
—Mar.
Alba lo encontró acertado; además de ser bonito, en su idioma era a la vez masculino y femenino.
Y dos jornadas más les llevaron otra vez a Tossa, un hito en su vida ya que, como recordó ella, hacía cuatro meses habían desembarcado allí como unos niños y, al embarcar de nuevo, eran hombre y mujer. Se detuvieron en el momento en que el sol estaba más alto, y también esta vez Alba quiso hacer su entrada a la playa nadando. El tiempo seguía siendo bueno y el agua, a aquella hora, estaba tibia.
Dídac amarró la barca y se reunió con ella para nadar juntos o dejarse flotar, ahora sin protestar de que la muchacha se librase a aquel ejercicio; desde la disputa de días atrás había reflexionado que nadie podía saber mejor que Alba lo que le convenía o no le convenía: era ella quien llevaba al hijo.
En la playa, le quitó el bikini y le tocó el vientre con el delicado gesto con que siempre lo hacía; le preguntó:
—¿Todavía no lo notas?
La muchacha le sonrió, negando, y él se separó un poco, mirándola, tendida en la arena y con la piel llena de gotas de agua que iban deslizándose hacia sus inmóviles costados o surcaban la redondez de sus pechos. Después le dijo:
—Hoy es como un aniversario, ¿no?
Ella asintió, silenciosa y con una sonrisa que cambiaba. Dídac se inclinó sobre ella, arrodillado, y besó los labios que se entreabrían y parecía que se hincharan, como siempre que le esperaba.
Pero tardó mucho rato en hacerle el amor.
Alba, una mujer de dieciocho años, morena y embarazada, saltó del remolcador en el extremo del muelle de Sant Beltrá, de donde ella y Dídac habían salido poco antes del verano, y encontró el lugar triste y lóbrego, ya que la tarde era gris.
Ella misma amarró el Benaura mientras Dídac recogía la cuerda que sujetaba la barquita y la empujaba hacia el muelle, donde lo descargaron todo y lo cargaron acto seguido en el jeep que les esperaba y que les costó poner en marcha.
Tuvieron que confesarse que, curiosamente, no se sentían en absoluto en casa, quizá porque aún guardaban en sus retinas la imagen de aquellas tierras que habían recorrido y de un mar sin límites aparentes, abierto al latido del verano. Ahora volvían a la vida cotidiana.
Y antes de la noche ya estaban en el campamento, donde el camión-despensa seguía cubierto y las dos roulottes cerradas y con una apariencia más descuidada que de costumbre, o quizás a ellos se lo parecía, ya que durante aquellos pocos meses no podían haber cambiado mucho.
Dentro había polvo, pero todo tenía un aire acogedor que aún lo fue más cuando encendieron el quinqué y la claridad del gas expulsó el mundo exterior y restituyó al lugar su antigua intimidad. Hasta entonces no sintieron que sí, que habían vuelto a casa. Una vez en la cama, sin embargo, antes de dormirse, no hablaron de las tareas que habían de reemprender, sino aún del viaje; el deslumbramiento proseguía.
Y al despertarse al apuntar el día, arrancados del sueño por la algarabía de los pájaros, cada vez más y más numerosos ahora que debían salvar todas las crías, salieron a lavarse en el agua fría de la acequia y vieron que del huerto prácticamente no quedaba nada; las aves lo habían destrozado todo.
Se animaron un poco al descargar el jeep y emprender la tarea de ordenar los libros que traían en la roulotte-biblioteca. Pasaron toda la mañana y toda la tarde en aquella tarea, entretenidos en examinar con detalle, por primera vez, las láminas de los volúmenes de brujería y demonología, casi todos fechados en el siglos XVII y XVIII, y las ilustraciones de las obras eróticas, cuyos textos no podían leer porque estaban en otros idiomas.
Uno de los tratados de ciencias ocultas, sin embargo, sí que les era accesible, y decidieron dejarlo de lado, puesto que llamaba su curiosidad un tema como aquel, tan desconocido para los dos.
Y después Alba se arrepintió de ello, porque al cabo de unos cuantos días, cuando ya habían vuelto a la vida «normal», una noche Dídac dijo:
—Mira, aquí explica cómo invocar al demonio. Y no parece muy complicado. ¿Por qué no lo probamos?
Ella se quedó sorprendida y, después, preguntó:
—¿Quizá quieres pedirle algo?
—No lo sé... Para verlo, simplemente.
La muchacha hojeó el volumen.
—¿No te has fijado que dice que hay que creer en él? Y nosotros no creemos, ¿verdad?
—¿Quieres decir que no existe?
—Para los que creen en él, sí. Se lo hacen ellos.
—No me lo explicaban así, cuando era pequeño...
—Pero ahora ya no lo eres, Dídac. Todo eso era para darle miedo a la gente, para hacer que obedeciera, para que se resignara...
—¿A qué?
—A muchas cosas. Los que eran muy pobres, por ejemplo, a que los hubiera muy ricos.
Ahora eso ya no es necesario. Aquel mundo ha desaparecido y vivimos en otro donde, por ahora, no puede haber injusticia. ¿No te parece que vale la pena vivir sin supersticiones para no exponernos a transmitírselas a nuestros hijos? ¿Te gustaría que ellos creyeran en el diablo?
Dídac apenas se lo pensó:
—No; por supuesto que no.
Y pese a la respuesta, la conversación le hizo comprender a Alba que aquellos libros podían constituir un peligro. ¿Qué hambriento de poder o de inmortalidad del futuro no podía extraer de ellos los elementos de otra doctrina sobrenatural?
Pero se dijo que no tenía derecho a destruirlos, que para los hombres del futuro serían también una fuente de conocimiento de sus antepasados. De hecho, no tenía derecho a destruir nada, puesto que, si lo hacía, caería en aquella categoría de fanáticos, a menudo aludida por su padre, que quemaban todo aquello que no les gustaba y contrariaba sus opiniones; una gente que no creía lo suficiente en sí misma como para respetar, a la hora de combatirlas, las ideas de los demás.
Conservaría los libros, pues. Y se alegró de haber tenido un padre como el suyo, que había estado en prisión para que ella, hoy, pudiera decidir como decidía.
Y aquella conversación tuvo también la virtud de hacerle ver que Dídac ya tenía suficiente edad como para rehuir evasivas o respuestas poco satisfactorias cuando se referían, aunque fuera raramente, a temas que una diferencia de educación hacía conflictivos. En lugar de evitarlos, pues, ahora fue buscando ocasiones de ir hasta el fondo de su pensamiento, y mientras llevaban libros de un lado para otro o se ocupaban de tareas de una utilidad más inmediata, libraban pequeñas discusiones sobre problemas trascendentales, a menudo, pensaba Alba con una cierta ironía, expuestos de una forma tan ingenua que hubieran hecho reír a una persona realmente instruida.
O quizá ni siquiera eran discusiones, al fin y al cabo; para Dídac, aquel mundo en el cual se creía en todo aquello que no creía la muchacha, resultaba más remoto que para ella, y, por otra parte, quizá no había tenido tiempo de delimitarlo totalmente. Y también había aquellos años intermedios, tan atareados, vividos en un mundo inhabitual, y precisamente con Alba por toda compañía. Una muchacha, por si fuera poco, mayor que él y que siempre le había tratado con amor, como una hermana al principio y ahora como una amante que le hacía sentirse hombre quizás antes de hora...
De hecho, Alba se dio cuenta en seguida, le gustaba que le hablase como le hablaba. A sus años, y con el amor de la muchacha, su mundo era demasiado inmediato y concreto como para que quisiera oscurecerlo.
Y con el paso del tiempo, el vientre de Alba empezó a perder aquella lisura adolescente y una leve curva confirmó la futura maternidad. Dídac se dio cuenta de ello incluso antes que ella, un mañana que lo palpaba con su oscura mano, y dijo:
—Ya se nota, Alba.
La hizo levantarse para mirarla de perfil y volvió a recorrer aquel espacio que conocía tanto o más por el tacto que por la vista, y confirmó:
—Sí, se nota. Ahora deberá ir más de prisa, ¿verdad?
—Creo que sí.
Él abrazó sus muslos, apoyó la cabeza en su vientre, y la muchacha le acarició la mejilla.
—Pareces contento...
—¡Oh, sí! ¡No creía que me hiciera tanta ilusión haberte embarazado! ¿Te imaginas, Alba? A los doce años...
—Casi trece, Dídac.
—Pero aún no los tenía.
Era como si pusiera en ello una punta de orgullo.
Y Alba, que ya había seleccionado previamente unos cuantos textos, se puso a estudiar ginecología y obstetricia a fin de estar bien preparada en el momento del parto, que sería hacia finales de primavera. También Dídac decidió estudiarla y, si bien al principio lo hacía más que nada por un sentimiento del deber, después se fue aficionando a ella, fascinado, sobre todo, por los procesos de germinación, de transformación y de crecimiento del feto. Quedaba maravillado cuando leía que hasta al cabo de cinco o seis semanas de la fecundación no se decide el sexo de las criaturas, el cual hasta entonces es siempre femenino. Tirando del ovillo, fue preocupándose por cuestiones de genética y, con gran regocijo de Alba, pronto empezó a especular sobre genes dominantes y genes recesivos. Un día le dijo: