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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (18 page)

—Pensaba que si no hubiera ocurrido todo esto, no serías mi mujer. Claro que supongo que entonces no me hubiera importado, pero ahora, pensando en ello...

—¿Volverías atrás, si pudieras?

—No lo sé, Alba, no lo sé. Ya sé que es una enormidad eso que digo, pero... no, no volvería.

La miró casi tímidamente.

—Te debe parecer que soy un monstruo, ¿verdad?

—No, Dídac... O, en todo caso, lo somos los dos.

Y fue al cabo de dos días de aquel primer despertar al canto del gallo cuando Dídac descubrió y pudo entrar en una casa donde se habían vendido herramientas agrícolas ligeras, sobre todo de horticultura y de jardinería, y encontró una gran cantidad de sobres con simientes de flores, de legumbres y de especias. Los recogió todos, y después volvió a las roulottes con el jeep tan cargado que incluso llevaba cosas entre las piernas.

Alba se quedó maravillada y, durante un montón de días, no hizo más que clasificarlos y leer las instrucciones, impresas en cada sobrecito. Decían cuándo se habían de plantar, si querían sol o no, si se habían de regar mucho, y cuáles abonos eran más convenientes.

Y aunque en cada sobre había pocas, entre todos tenían suficientes como para plantar dos veces toda la extensión de aquel terreno que llamaban el huerto. Ahora sólo faltaba que no hubieran perdido el poder de germinar, siendo tan viejas.

Y empezaron a plantar en seguida aquellas que más encajaban con la estación en la cual estaban o podían plantarse en cualquier tiempo, y ahora, aunque no confiasen mucho en ello, porque estaban escarmentados, extendieron de lado a lado del huerto una auténtica red de cordeles y colgaron de ella, a intervalos más o menos regulares, muchos harapos que el aire hacía mover. Procuraron también hacer una limpieza de pájaros a base de perdigonadas, y a muchos de ellos los colgaron como advertencia, si querían hacer caso, para los supervivientes. También prepararon una buena cantidad de maleza seca a todo su alrededor con la intención de prenderle fuego cuando las plantas salieran; confiaban que la humareda ayudaría a ahuyentar a los intrusos.

Y cuando lo tuvieron todo listo, como fuera que el verano terminaba, quisieron aprovechar que el cielo seguía limpio y claro para bajar otra vez a la playa, donde les esperaba una sorpresa. Además de su barca, bien varada, había otra encallada en la arena. Pese a que no se veía a nadie, se escondieron de nuevo inmediatamente entre los pinos, donde se pasaron unas horas espiando y escuchando. No se oía ningún rumor sospechoso ni se notaban señales de personas extrañas, pero la barca no estaba antes y era difícil creer que hubiera llegado hasta allí por casualidad.

Cuando al final decidieron examinarla desde más cerca, salió solamente Dídac y Alba se quedó oculta, con una metralleta en las manos y la esfera mortífera entre la piel y la camisa que se había puesto. Pero nadie interceptó el paso del muchacho ni le impidió mirar la embarcación desde todos lados. Era vieja y dentro no había nada, excepto un remo; se veía claramente que hacía agua, y lo más admirable era que hubiera podido llegar a la playa.

Pese a todo, y para tranquilidad propia, se quedaron hasta que ya fue oscuro; nadie se dejó ver.

Y a la mañana siguiente la barca continuaba en el mismo sitio, como si la marea no hubiera sido capaz de arrancarla de la arena donde se había incrustado, de modo que no se preocuparon más por ella, y tampoco les inquietó el hecho de que, al cabo de cuatro días, ya no estuviera; aquella noche se había levantado el viento y las aguas, agitadas, debían habérsela llevado mar adentro, o quizá a una playa como la de donde la había sacado antes.

Hoy hacía un poco de fresco, como si en algún lugar hubiera habido temporal, y solamente se quedaron hasta después del mediodía, sin saber, cuando se marchaban, que aquel verano ya no volverían allí, ya que por la noche llovió un poco y al día siguiente, aunque hiciera sol, era pálido, y de vez en cuando las nubes lo cubrían.

La lluvia se repitió en la madrugada del día siguiente, se hizo más intensa, disminuyó de nuevo, y entonces, lenta y persistente, los mantuvo dos días aislados en el campamento.

Y Dídac y Alba, que recordaban la anterior inundación y temían que pudiera repetirse, no quisieron que esta vez les cogiera de improviso y se preocuparon, pues, de cargar en el jeep un montón de cosas que necesitarían si tenían que huir. No querían quedarse sin fuego, sin luz y prácticamente sin comida como la otra vez; ahora estaba el pequeño que, si bien crecía fuerte y robusto, no estaba acostumbrado a pasar dificultades como ellos.

Durante aquellos dos días, y también los dos días que siguieron al temporal, siempre hubo uno de ellos vigilando por la noche la posible subida de las aguas, pero ahora no subieron; apenas hubo un ligero aumento del caudal que circulaba por la acequia. El huerto, sin embargo, estaba tan empapado que, de momento, no se podía entrar en él.

Y poco después, como fuera que la tierra se apelmazaba y cuarteaba y eso, según Alba, podía impedir que las plantas salieran, se pusieron los dos a entrecavar las tablas y los caballones, vigilados por las gallinas y los gallos, puesto que en la pollada también había un gallito de lo más vivaracho y que muy pronto, por lo que se veía, le haría la competencia a su padre.

Alba dijo:

—Dentro de unos pocos meses vamos a tener que separarlos.

—¿Por qué?

—Siempre oí decir que en un gallinero no puede haber dos gallos.

Dídac se sentó, con la azadilla entre las piernas, y miró a las aves como si las viera por primera vez. A Alba le hizo gracia su expresión, y preguntó:

—¿Qué te ocurre?

El muchacho desvió los ojos hacia ella y le sonrió:

—Nada... Pensaba que también a mí me gusta ser el único gallo.

Y aquella noche, cuando al coger un libro le cayó entre las manos aquel Manual del piloto, que tiempo atrás les había hecho recorrer el Prat, lo abrió, lo cerró, y ya iba a guardarlo cuando lo abrió de nuevo, como si alguna cosa hubiera llamado su atención.

Dijo:

—Escucha, Alba... ¿Verdad que con un motor podríamos fabricarnos electricidad?

—Oh, no lo sé. ¿Por qué?

—Dije que lo estudiaría, pero... Se me ha ocurrido que, si es posible, quizá nos servirían los motores de los aviones; son más potentes que los de los coches.

—Sí, supongo... Pero antes de ir a sacarlos es mejor que leas un poco como funcionan esas cosas.

—Tan pronto como acabemos de ablandar la tierra iré a buscar libros; sé que hay algunos entre los que encontramos en aquella librería técnica. ¿No crees que vale la pena?

—Sí, siempre estaría mejor que esto del gas. Por cierto, tendrás que ir a buscar, se nos están terminando las bombonas.

Dídac asintió.

—Aprovecharé el viaje; lo haré a la vuelta.

Y listo ya el trabajo del huerto, que les llevó aún otros dos días, porque era cansado para ellos ya que no estaban acostumbrados a trabajar agachados, Dídac, después de desayunar, tomó el jeep y se alejó hacia Barcelona, de donde calculaba volver a la hora de comer, si bien Alba lo dudaba, ya que tenía la impresión de que aquellos libros de electricidad estaban muy enterrados bajo otros volúmenes.

Por eso no le extraño en absoluto cuando a primera hora de la tarde aún no estaba en casa. Se había pasado la mañana jugando con el niño, contenta porque, mientras entrecavaban, el día antes, habían visto que algunas plantas ya estaban a punto de brotar; si todo iba bien, pronto tendrían que hacer otra limpieza de pájaros y quemar los matojos para protegerlas mientras aún eran tiernas. Incluso estaba dispuesta a perder horas vigilándolas.

Así pues comió sola, le dio el pecho a Mar, y después se sentó con un libro en las manos hasta que sintió un ligero dolorcillo en la parte baja del abdomen y, en seguida, una cosa cálida y húmeda entre los muslos. Era la regla; siempre se le presentaba así, ahora, desde que había tenido al niño.

No le sorprendió tampoco, puesto que ya sabía que las probabilidades de volver a quedar embarazada durante los primeros meses posteriores a un parto son escasas, sobre todo cuando la mujer le da el pecho al hijo; confiaba, de todos modos, en volver a quedar encinta antes del invierno.

Se levantó, calentó un poco de agua, se lavó, se colocó un apósito y, encima, se puso el bikini; sólo cuando hubo acabado con todo aquello pensó que Dídac se estaba entreteniendo demasiado.

Y al cabo de dos horas más, cuando la luz ya estaba muy baja, aquello que había sido un pensamiento pasajero se convirtió en inquietud, puesto que el muchacho seguía ausente. Tenía tiempo de sobra de haber hecho lo que quería hacer y, por otra parte, siempre que se tenía que marchar volvía antes de la noche; por experiencia sabían que no era cómodo circular a oscuras por un mundo lleno de escombros.

Pero aún había luz suficiente, de modo que tampoco era para preocuparse; de un momento a otro, estaba segura de ello, oiría el ruido del jeep... Siempre se oía desde lejos.

Salió afuera, con el niño que se había despertado de una larga siesta, y se sentó en una piedra, bajo el eucalipto. Pero estaba demasiado nerviosa como para quedarse allí mucho rato y, al cabo de unos minutos, cruzó hacia la parte de atrás de la roulotte y dio unos pasos por el lado de la acequia; ahora ya casi no se veía nada.

Y cuando ya no se veía nada en absoluto, retrocedió de nuevo hacia la roulotte, dejó al niño en la cuna y encendió el quinqué. Lo sacó afuera y, sentada al lado de la luz, siguió esperando.

El pequeño la obligó a levantarse y acudir de nuevo a la roulotte; se había orinado y estaba dormido, pero lloraba. Aquello le pareció una señal de mal agüero y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar sus nervios. El que Dídac aún no estuviera allí no quería decir nada. Podía haber sufrido una avería, como les había ocurrido otras veces, y en ocasiones lo suficientemente graves como para necesitar horas para repararlas.

Y si no la había podido reparar a oscuras, quizá volvía a pie...

Y si venía andando, la avería debía haber ocurrido muy lejos, porque a medianoche el muchacho seguía ausente. Puesto que el niño había vuelto a dormirse profundamente y no corría el riesgo de asustarle, se le ocurrió tomar un máuser y hacer unos cuantos disparos. Quizás él, que también iba armado, como siempre, no había tenido esa idea...

Disparó dos veces y escuchó. Al no oír ninguna respuesta, disparó otra vez, hizo una pausa, y repitió. La noche, después de cada disparo, parecía más silenciosa, como si incluso las hojas de los árboles se inmovilizaran temerosamente. Tan sólo su corazón martilleaba.

Y apenas había un asomo de claridad cuando Alba se aseguró de que no quedaba ningún fuego ni ninguna luz encendida y, dejando al. niño, que ahora volvía a dormir, encerrado en la roulotte, puso en marcha el tractor y, bien armada, emprendió el camino que normalmente seguían para ir a la ciudad. Pero no llegó a ella. Antes, como asaltada por una premonición, se desvió hacia el lugar de donde ahora, desde que habían agotado las del camión, se proveían de bombonas de butano.

En seguida vio el jeep, parado delante del almacén y con la portezuela abierta, tal como Dídac debía haberla dejado al saltar del vehículo. Él, sin embargo, no estaba. Tampoco había cargado ninguna bombona, porque dentro únicamente vio media docena de libros sobre electricidad, depositados en el asiento delantero.

Se volvió y empezó a llamarlo.

Y Dídac no contestaba, ni le encontró en el almacén, donde entró a continuación.

Volvió a salir y, desorientada y angustiada, miró a su alrededor. Ahora, la luz era ya más intensa, pero ella estaba demasiado desconcertada como para identificar como una pierna aquella extremidad donde posó los ojos y que sobresalía de un amontonamiento de piedras, quizás a cuarenta o cincuenta metros de donde se había detenido.

Cuando finalmente el cerebro captó el mensaje de la vista, la muchacha dio un salto, disparada por los nervios, y echó a correr hacia el montón de escombros, al cual ya llegó llorando.

Era Dídac, sepultado hasta las rodillas. En el momento de entrar en unos bajos, por una razón que ella nunca llegaría a saber, el techo le había caído encima.

Y frenéticamente, con las manos, empezó a sacar cascotes mientras sollozaba y lo llamaba. Había gran cantidad, y al cabo de un rato las manos le sangraban. Pero ella no se permitió ni un solo minuto de reposo hasta que, al cabo de una o dos horas, o quizá más, porque había perdido la noción del tiempo, emergieron el tronco y la cabeza. En aquel momento ya sabía que estaba muerto, porque el cuerpo se había enfriado y estaba rígido, de modo que no tuvo ninguna sorpresa, pero sí aumentó su desconsuelo al ver que tenía todo el pecho hundido y el cráneo abierto bajo los cabellos blancos de yeso.

Bajó su rostro hasta el de él, en nada desfigurado, ya que tan sólo estaba surcado por una herida delgada y larga, desde la oreja hasta la base de la nariz, y descansó sobre él sin palabras, apretando aquel cuerpo con unos dedos agrietados y que habían perdido el tacto.

Y ya era casi mediodía cuando volvió a alzarse y, con un esfuerzo que la hacía tambalearse, lo cargó a su espalda y lo llevó al jeep, donde lo sentó sobre los libros, apoyado contra la portezuela cerrada.

Puso en marcha el motor como un autómata y, poco a poco, porque le costaba enfocar la vista, condujo el vehículo hasta más allá de los escombros, hacia el camino que llevaba al campamento, pero antes de llegar a él tuvo que detenerse un par de veces, porque había momentos en los que no distinguía nada, como si fuese ciega.

Y al llegar a casa, el llanto del niño, que debía tener hambre, la ayudó a serenarse un poco. Pero no quiso darle de mamar, ya que estaba convencida de que, con el disgusto, la leche se le debía haber agriado. Lo alimentó con unas cucharadita de azúcar que puso en un pañuelo húmedo y atado, para que lo chupase, y salió otra vez al exterior.

Tendió el cadáver de Dídac sobre una sábana, lo desnudó y lo lavó de cabeza a pies con una esponja, hasta que quedó completamente limpio, sin rastro de sangre ni de yeso. Entonces lo cubrió con otra sábana a fin de protegerlo de los insectos, y escogió un lugar entre dos sauces.

Inmediatamente se puso a cavar.

Y hacia media tarde se sentó en el suelo, al lado del muchacho, y tomó una de sus manos entre las de ella. Durante dos horas permaneció quieta, únicamente con los labios moviéndose silenciosamente a medida que iba recordando, y recordándole, una historia común de esfuerzo y de amor.

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