Mecanoscrito del segundo origen (10 page)

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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Y el frío, aquel año, no se dejó sentir hasta bien entrado el invierno, cuando una mañana, al salir de la roulotte, vieron que los campos estaban cubiertos de una fina capa de escarcha. El brusco cambio de temperatura, sin embargo, no alteró sus costumbres; siguieron trasladándose casi cada día a la ciudad y amontonando libros en el aparcamiento hasta que, a la mañana siguiente de una noche que había llovido a cántaros, lo encontraron medio inundado de agua.

Tuvieron que interrumpir entonces aquella tarea y, durante una semana, trabajaron entre los escombros para abrir un desagüe hacia una boca de alcantarilla que les costó descubrir y limpiar. Con todo ello, ambos convinieron en que quizá no habían escogido el lugar más adecuado para convertirlo en biblioteca; de momento, sin embargo, no se les ocurría otra solución.

Y la encontraron una mañana en que, en las Ramblas, donde habían entrado por la parte de abajo, Dídac se metió por un agujero, siguió por un pasadizo, bajó unos escalones y, al final, desembocó en una sala donde había un escenario y un montón de mesitas y sillas; debía haber sido una sala de fiestas, probablemente un cabaret, y no se veía ningún cadáver. Por aquellas horas, cuando se produjo la acometida de los aviones, debía estar vacío. El techo resistía bien y, pese a la reciente lluvia, no se notaba ninguna señal de humedad.

Con cuidado, ensancharon el agujero exterior, apuntalaron con maderos la entrada y una parte del pasadizo, donde el techo se arqueaba con una cierta comba sobre las polvorientas fotos de chicas casi desnudas que colgaban de una pared, y amontonaron las mesas y las sillas a un lado. No era una sala muy grande, pero podían caber en ella miles de libros, y allí no se mojarían.

Y mientras iban trabajando, Alba, a la que siempre le habían gustado las reproducciones de cuadros y estatuas de los libros escolares y de las revistas, pensó que con los libros no había suficiente, que también valía la pena preocuparse de las obras artísticas que debía haber en los museos. Subieron pues a Montjuic, donde el Palacio Nacional, pese a que no era un edificio alto, estaba totalmente derruido, quizá porque se hallaba en la parte más alta de la montaña, y al día siguiente se abrieron paso hasta el de la Ciudadela, el cual, a la inversa del otro, seguía en pie, si bien la techumbre había sufrido en algunos lugares y algunas telas, por culpa del agua, parecían muy deterioradas.

Empezaron a trasladarlas todas hacia los rincones que ofrecían más seguridad, pero al cabo de un rato Dídac dijo:

—Si lo hacemos así, lo empezaremos todo y no terminaremos nada, Alba.

La muchacha comprendió que era una observación con sentido común y, como le parecía que, al fin y al cabo, los libros tenían prioridad, dejaron para más adelante aquel trabajo. Era una lástima, reflexionó, que no dispusieran de más manos.

Y un día que pasaban con el jeep por un lugar donde no habían ido nunca, hacia la parte del Hospitalet, Dídac, que conducía, frenó bruscamente el vehículo, ya que frente a ellos, entre dos palos largos clavados en los escombros, un trozo de ropa blanca, probablemente una sábana, les cortaba el paso con un rótulo pintado con letras negras, gruesas: «Aquí hay supervivientes». En la parte inferior, una flecha mal dibujada señalada hacia los escombros de la izquierda.

Durante uno o dos minutos permanecieron totalmente inmóviles, como si fueran de piedra, puesto que aquella era la primera señal que encontraban de la existencia de alguien más como ellos. Después, saltaron del jeep y, gritando, se metieron por entre los escombros, sin pensar siquiera que era muy extraño que nadie hubiera salido al oír el ruido del coche.

Tampoco sus gritos atrajeron ninguna presencia, pero eso, de momento, no les desanimó. Quizá los desconocidos vivían en un sótano, bajo tierra, y las voces no les llegaban... Exploraron, pues, a conciencia toda aquella parte de la calle, hasta donde había estado la calle de atrás, buscaron entradas subterráneas y penetraron en habitaciones de techumbres peligrosas, pero en ningún lado supieron ver rastros de ocupación humana. Nada, aparentemente, había turbado aquellos alrededores desde el día del cataclismo.

Finalmente, la llegada de la noche les obligó a interrumpir su búsqueda.

Y como sea que aún no estaban satisfechos, volvieron a la mañana siguiente por si el día antes aquellos supervivientes estaban fuera de donde solían vivir, en alguna expedición, pero tampoco hubo respuesta a sus voces y nadie se manifestó ni cuando decidieron disparar los máusers, que se oían desde lejos.

No fue hasta el mediodía cuando Alba observó un montón de latas arrinconadas en un saliente de pared, pero estaban al otro lado de donde señalaba la flecha. Pese a todo, aquella acumulación era lo suficientemente extraña como para que valiera la pena subir hasta el muro, y así lo hicieron.

Eran latas de conserva, abiertas y vacías, y había docenas de ellas, quizás incluso un centenar. No podía dudarse de que alguien vivía, o había vivido, por aquellos alrededores.

Dispararon de nuevo, gritaron otra vez y, luego, fueron recorriendo los edificios vecinos o lo que quedaba de ellos, sin ver nada ni a nadie que saliera a su encuentro. El lugar estaba desierto. Dídac dijo:

—Debieron marcharse, y no pensaron en quitar la sábana.

Y al cabo de un momento, cuando ya no esperaban nada, resultó que no era así.

El propio Dídac descubrió, en los bajos de un edificio, un agujero muy bien disimulado por una puerta que no le pertenecía y tras la cual había unos peldaños. El interior se perdía en la oscuridad y, antes de aventurarse, gritaron otra vez.

Después bajaron, débilmente iluminados por el encendedor que llevaba Alba y los fósforos que de vez en cuando encendía el muchacho. El lugar, un sótano, era muy profundo y, a medida que iban metiéndose en él, sintieron un cierto hedor que, al primer momento, atribuyeron a la falta de ventilación. Sólo al llegar abajo comprendieron que procedía de un cadáver.

El cuerpo, en el cual apenas se observaban las primeras señales de descomposición, era el de una mujer de unos treinta años y estaba tendido en el suelo, a los pies de su catre, como si no hubiera tenido fuerzas suficientes para subirse a él o hubiera caído durante la agonía.

No podían saber de qué había muerto, por supuesto, pero la defunción era reciente, quizá cinco o seis días como máximo. Fuera como fuese, la muerte no era debida al hambre, ya que en el sótano había comida suficiente como para sobrevivir de dos a tres años, y la mujer había sabido organizarse bien. Disponía, como ellos, de una cocina, de un quinqué, de una estufa, y en un rincón no faltaban las reservas de butano. Sobre una mesilla había un cuaderno escrito, que Alba se llevó.

Afuera, volvieron a colocar la puerta tal como la habían encontrado.

Y el cuaderno, que leyeron aquella noche, era una especie de diario con el cual la mujer había entretenido su soledad, ya que eso era lo primero que decía, que se había quedado sola. Las anotaciones, que no eran diarias, hablaban de su peregrinación de un lado a otro, ya que tenía hermanos casados y otros parientes a cuyas casas acudió para encontrarlas derruidas. Había pensado en suicidarse, pero le había faltado valor y, poco a poco, se adaptó a aquella situación que, decía, «nunca dejaré de creer provisional».

Evocaba a menudo a un prometido o amante y se refería, con una crudeza desacostumbrada para Alba, a sus necesidades sexuales; debía haber sido una mujer de mucho temperamento.

Lo más importante para ellos dos; sin embargo, era aquella página en la cual describía el espectáculo con el que se encontró, en la playa, al salir del agua. No era necesario que dijera, porque se comprendía, que había estado sumergida. No mencionaba para nada a los aviones, y Dídac se lo hizo notar a la muchacha. Ella explicó:

—Es natural. Le pasó como a ti. Cuando salió del agua, ya estaban lejos.

Y durante un montón de días volvieron a especular a menudo acerca de cómo era posible que no se hubieran salvado más personas, porque por las playas debía de haber como mínimo un buen número de pescadores submarinos, a buen seguro hundidos a mayor profundidad que no ellos dos y la mujer. A Dídac se le ocurrió:

—Quizá se salvaron y después los aviones les dieron caza. Quiero decir aviones como aquellos que vimos en la masía.

—Sí, que efectuaban un vuelo de reconocimiento... Y, naturalmente, al oírlos la gente debía salir de donde estaba, quizá para correr hacia el agua si relacionaron ambas cosas.

Dídac se mostró preocupado:

—¿No convendría que nos fuéramos a vivir a la playa, por si vuelven?

—No podemos vivir allí. Siempre necesitaremos cosas que nos obligarán a abandonarla, en un momento u otro.

El muchacho concluyó:

—Vivimos muy expuestos, entonces.

Y durante unas cuantas semanas volvieron a sentirse realmente expuestos, como antes, cuando incluso decidieron no encender fuego para que el humo no les delatara, y otra vez miraban constantemente al cielo con desconfianza, temerosos de la amenaza que podía surgir de allí.

Día tras día, sin embargo, el cielo continuaba limpio de aparatos, ahora muy bajo y oscuro, puesto que hubo un mes de nubes de tormenta que, de vez en cuando, descargaban auténticas cortinas de agua. Más debía llover sin embargo en la montaña, en la fuente de los ríos, porque después, de cara a la primavera, el Llobregat se desbordó e inundó las tierras bajas, incluido aquel campo donde vivían y del que tuvieron que salir huyendo a toda prisa una madrugada, cuando el agua ya subía más de dos palmos.

Se dirigieron hacia la parte alta del Hospitalet, con el jeep y la ropa que llevaban encima, sin tiempo ni ganas de llevarse nada al verse rodeados por aquella capa líquida que, en apariencia, cubría kilómetros enteros.

Y mientras duró el mal tiempo, vivieron en los bajos de un corredor de casitas miserables, con comedor-cocina y una habitación, que no se habían derrumbado en absoluto, pese a estar construidas con ladrillo común. Escogieron la única en la que no encontraron ningún cadáver, y tuvieron que proveerse como pudieron en las tiendas de la vecindad. No disponían de agua, de modo que sacaron un barreño, para que lo llenara la lluvia, pero siempre caía tan poca dentro que la tuvieron que racionar.

Lucharon contra el frío con una gran hoguera que fue consumiendo los escasos muebles de la barraca y, cuando era necesario, se iluminaban con las velas que desenterraron del fondo de un pequeño armario. Ambos coincidieron en que, después de la catástrofe, nunca habían pasado por un momento tan amargo.

Y al cabo de un tiempo que les pareció muy largo, cuando el sol se decidió a brillar otra vez con continuidad, bajaron nuevamente a aquel lugar que llamaban su casa, pero aún no pudieron acercarse a ella; toda la explanada era un lago de fango en el que patinaban las ruedas del jeep, y los pies se hundían demasiado como para que fuera prudente aventurarse en ella.

Por tanto, se desviaron hacia Barcelona y provisionalmente se instalaron en la misma sala donde acumulaban los libros. Ahora había ya muchos miles de ellos, pero aún quedaban más fuera, esparcidos por las bibliotecas públicas y privadas de la urbe.

Algunos, que databan de tres o cuatro siglos atrás, tenían las hojas tan amarillas que Dídac, un día, preguntó:

—¿Cuánto tiempo debe tardar un libro en estropearse?

—¿Quieres decir que no se pueda leer? Supongo que miles de años. Confío en que, antes de que éstos sean ilegibles, ya habrá gente que pueda volver a hacer ediciones.

—¿No valdría la pena intentar salvar también una imprenta?

—Sí. Una imprenta, y otras máquinas. Un día lo haremos.

Y cuando el fango se hubo secado y pudieron volver a la roulotte, vieron que los daños eran escasos. El agua no debía haber subido mucho más de cuando escaparon, puesto que no había llegado a penetrar en los vehículos y, dentro, todo estaba seco. La tierra, en cambio, y en particular el huerto, daba pena verla. Las plantas que quedaban estaban aplastadas contra el suelo, que las aprisionaba bajo una capa de barro, y la división en tablas y caballones ya no existía.

Dedicaron buena parte de la primavera a rehacerlo y a sembrar de nuevo; pero lo hacían sin demasiado entusiasmo, como si se dieran cuenta de que, al fin y al cabo, no servían como campesinos y hortelanos. Se reanimaron cuando, más adelante, les salieron unas habas espléndidas y unas judías exuberantes. Lo atribuyeron, más que a sus méritos, al abono que había supuesto la riada.

Y aquel año pudieron aprovechar todos los albaricoques y melocotones que tuvieron tiempo de recolectar, quizás incluso demasiados, porque sufrieron unas diarreas tan fuertes que ambos pensaban que iban a morirse. Las combatieron con unas pastillas del almacén de fármacos que había reunido Alba y con una dieta seguida y rigurosa de arroz hervido; pero salieron de aquello tan débiles que tuvieron que renunciar, durante una temporada, a sus actividades habituales.

Leían mucho, Alba casi siempre medicina, y ahora ya sabía perfectamente en qué lugar del cuerpo se hallaba cada órgano, cada hueso, cada músculo o cada nervio. Pero era un conocimiento teórico sobre el que nunca podría profundizar con una práctica obligada con cadáveres. En ningún lugar debía quedar ninguno entero. En cambio, en cuanto a huesos...

Y un día Alba se decidió. En una finca de más arriba, cerca de la cual pasaban a menudo, había un esqueleto caído, al pie de un muro sin terminar, en la construcción del cual debía haber estado trabajando aquel hombre el día de la hecatombe. Pero, con gran sorpresa de Alba, resultó que, de hecho, era una mujer. Las características diferenciales de la pelvis lo decían bien claro, como se lo mostró a Dídac, admirado de sus conocimientos. Le dijo:

—Hay cosas que tendría que comparar con otro esqueleto, para estar segura. Pero ¿ves esos orificios? Se les llama isquipubianos... Los hombres los tenéis ovalados, y esos son triangulares. Y el arco púbico también es muy abierto, como lo tienen la mujeres.

—¿Y qué es lo que hace que haya estas diferencias? A mí me parece que todos los esqueletos deberían ser iguales.

—Tiene una explicación muy fácil. La pelvis de la mujer ha de ser más amplia que la del hombre, por los hijos.

Dídac no estaba seguro de ello.

—Pese a todo, sigo viéndolo muy estrecho.

—Te lo parece. Y, en el momento del parto, todo se ensancha, incluso los huesos. Ya lo verás.

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