Read Mecanoscrito del segundo origen Online
Authors: Manuel de Pedrolo
Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil
Vomitó allí mismo, sin tiempo a retirarse, y después se sentó un rato en la parte de atrás del edificio, para no tener que decirle nada a Dídac, que bastante trabajo tenía con el coche.
Y no pudieron cargar hasta al cabo de cuatro horas, ya que tuvieron que cambiar la batería y los neumáticos y engrasar el motor, que seguía resistiéndose a funcionar incluso después de que el muchacho hubiera restablecido todas las conexiones. Y cuando se puso en marcha, lo hizo como de mala gana, con una especie de silbido que persistió hasta el vado, donde se detuvieron a lavarse. Después, inesperadamente, el ruido se fue normalizando, y ya pensaban que todo iría bien cuando de algún lado brotó un poco de humo y el vehículo se inmovilizó.
Por suerte, estaban ya a más de medio camino y por tanto no les costó mucho transportar un bidón para alimentar al tractor, con el cual, al día siguiente, bajaron a recoger el cargamento y todos los aparejos de pesca que había en el interior del coche. El auto, que Dídac intentó poner en marcha otra vez, se negó a moverse.
Y pocos días después fueron al río a pescar, una cosa que hasta entonces no les había pasado nunca por la cabeza. Por los caminos de carro, desembocaron cerca de unos cañizales donde el agua se demoraba formando como un remanso y parecía profunda, pero no debía haber peces, ya que el corcho no se hundió ni una sola vez durante las dos horas que permanecieron allí.
Más tarde, sin embargo, cuando lo probaron en otra hondonada, quizá cien metros más abajo, pescaron cinco, dos de ellos pequeños, que devolvieron al agua, y tres que medían aproximadamente un palmo. Eran unos peces un poco alargados, no sabían de qué clase, y por la noche, mientras se los comían, observaron que la carne era blanda y a la vez fibrosa. Sin embargo, como hacía tanto tiempo que no comían pescado, los encontraron buenos.
Y fue al cabo de tres días, al salir del bosque, donde habían ido a ver si todavía encontraban setas, cuando distinguieron cinco aparatos de lo más extraño en el cielo de poniente. Por instinto, Alba sujetó la mano de Dídac y lo arrastró al suelo, donde se dejaron caer tras unos arbustos.
Los aparatos, que volaban con mucha lentitud, eran totalmente redondos, pero no esféricos, ya que su forma era aplastada, y tenían dos cuerpos superpuestos, más pequeño e inmóvil el de arriba. El otro giraba poco a poco con un movimiento continuo que desde el suelo no se hubiera apreciado sin aquella línea blanca, de arriba a abajo, que surcaba la superficie negra. Cada vez que la línea del cuerpo inferior coincidía con la del cuerpo superior, se encendía un breve resplandor, una especie de pequeño relámpago, como si dos hilos eléctricos hubieran entrado en contacto.
Los cinco aparatos eran idénticos, lisos y cerrados, sin ninguna abertura de ventanilla o puerta, y volaban lo suficientemente bajos como para que Alba y Dídac pudieran examinarlos bien. El muchacho susurró:
—¿Son como aquellos que me dijiste?
—No. Tenían otra forma, y eran de un color acerado.
Por otra parte, su vuelo no producía ninguna vibración; eran tan silenciosos como una nube que se aleja, del mismo modo que se alejaban ellos, hacia el horizonte.
Y durante unas cuantas semanas los dos vivieron angustiados con el temor de que aquellos aparatos hubieran descubierto su presencia en la masía y decidieran volver. Tan sólo les tranquilizaba un poco el hecho de que no se divisara ningún rastro de actividad humana, como una edificación en curso, un campo recientemente cultivado, o la circunstancia afortunada de que el fuego, cuando pasaron los aviones, debía hacer horas que se había apagado y de la chimenea, por lo tanto, no salía ya ningún humo.
Decidieron no volver a encenderlo de momento, pero el invierno aún era muy crudo y, a fin de protegerse del frío, cuando no tenían nada que hacer se metían en la cama. Fue durante aquellos días cuando, quizá por nerviosismo, Alba se acostumbró a fumar.
Y a la muchacha le sorprendió, ahora, el no haber pensado que aquella gente, fuera quien fuese, volvería. Si realmente todo aquello, la destrucción de las ciudades y de los hombres, era obra de alguien de fuera, como había admitido, quizá coaccionada por el muchacho que, al ver los aparatos, había exclamado: «¡Son platillos volantes, tú!», o quién sabe si por la forma y la abundancia de los aviones, ¿cómo se explicaba el que, después de reducir la tierra a escombros, la hubieran abandonado?
No la habían abandonado. Aquellos seres debían haberse instalado en un lugar u otro y, desde aquella cabeza de puente, la irían colonizando. La presencia de los cinco aparatos circulares lo demostraba. No tan sólo ella y Dídac eran probablemente los últimos seres humanos que quedaban, sino que ahora vivían en un territorio ocupado.
Y se dedicaron, por tanto, a adoptar todo tipo de precauciones en las que hasta entonces no habían pensado. Desde aquel día, cada vez que salían del cobertizo, escrutaban el cielo con los prismáticos procedentes de la armería y, por poco que tuvieran que alejarse, se llevaban los máusers en previsión no sabían de qué encuentro inesperado.
Ya no volvieron a tocar el tractor por miedo de llamar la atención con el ruido que hacía, y cuando iban al río a pescar, una vez a la semana, lo hacían a pie, a campo través. Repentinamente, la vida se había hecho aún más miserable.
Y a la entrada de la primavera les cayó encima otra desgracia, puesto que una mañana Dídac, que creían se había resfriado, se levantó con los ojos tan hinchados y lagrimeantes y la mucosa del paladar tan irritada, que Alba lo obligó a volverse a la cama. Tenía también una tos seca y rasposa que dolía en los oídos. No se alarmó, sin embargo, hasta que al ponerle uno de los termómetros que había recogido con los fármacos, vio que señalaba 38,2.
Le dio dos aspirinas y le puso unas gotas descongestivas en la nariz para facilitar su respiración, pero a mediodía, cuando volvió a tomarle la temperatura, la fiebre había aumentado. Le miró la garganta, de la que se quejaba, y vio que la parte interior de las mejillas tenía unos puntitos blancos, muy diminutos, que no supo interpretar pese a que le parecía haber leído algo sobre aquellos síntomas.
Se guardó el descubrimiento para sí misma, pero se le encogió el corazón al pensar que podía ser una afección grave, y se volvió rápidamente para que el muchacho no viera como los ojos se le llenaban de lágrimas.
Y por la tarde, de pronto, supo lo que tenía. Le había hecho comer un poco de patata hervida y un trocito de pescado, ya que precisamente el día anterior habían ido al río, cuando, al acostarlo, se dio cuenta de que detrás de las orejas y cuello abajo se le habían formado un montón de manchitas de un color rojo oscuro, como una erupción. Se le ocurrió en el acto que se trataba del sarampión.
El diccionario se lo confirmó. Todos los síntomas correspondían: el enfriamiento, la fiebre, los puntos blancos en el interior de las mejillas o manchas de Köplick, como decía el libro, y la erupción que acababa de descubrir... Se alarmó más al leer que había peligro de difteria, bronconeumonía, otitis, laringitis y otros diversos tipos de enfermedades.
Retuvo el hecho de que, si bien las sulfamidas y la penicilina no eran de ninguna utilidad contra el virus del sarampión, combatían en cambio con eficacia las posibles complicaciones bronco-pulmonares. Inmediatamente, pues, repasó su provisión de medicamentos hasta que encontró uno a base de penimepiciclina en cápsulas; casi todos los demás tenían el inconveniente de que eran inyectables, y ella no disponía de agujas hipodérmicas.
Y al crepúsculo, cuando quiso alimentarlo de nuevo, se dio cuenta de que había otro problema muy grave. El diccionario de medicina recomendaba leche, mermeladas, sopas, sémolas, huevos, únicamente comidas ligeras o semilíquidas, y ella no tenía nada de todo aquello. Podía continuar dándole patatas hervidas, o en puré, y jugos de hierbas, pero no bastaba.
Se tendió angustiada en una yacija de paja un poco separada de la del muchacho, al otro lado del hogar que se había decidido a encender por primera vez después de tanto tiempo, puesto que era esencial que él no tuviera frío y, comparado con el peligro de las complicaciones que le amenazaban, el de un posible retorno de los aparatos parecía poco importante; pero apenas durmió. Dídac no cesaba de desabrigarse, y había que vigilarle.
Y a la mañana siguiente, el muchacho tenía todo el cuerpo lleno de flores rojas y su temperatura rozaba los cuarenta. Alba lo comprobó dos veces, puesto que él, pese a la calentura, parecía bastante animado. Por primera vez desde el mediodía anterior, pidió para orinar.
Le hizo tomar penimepiciclina y le explicó que tenía el sarampión y que no debía asustarse por ello, porque todo el mundo lo pasa un día u otro, como también lo había pasado ella; y Dídac asintió, ahora tranquilo, y después, inesperadamente, le preguntó:
—¿Tú me quieres, Alba?
—Claro que te quiero, Dídac; ya lo sabes.
—¿Y no me dejarás nunca?
No pudo evitar el abrazarlo, sin preocuparse de la posibilidad, más bien remota, de un contagio, y con la mejilla contra su mejilla, que ardía, le aseguró:
—No, Dídac; nunca.
—Es que yo también te quiero mucho, ¿sabes?
Y fue al cabo de un rato, mientras le daba el puré de patatas, cuando decidió arriesgarse a bajar al pueblo a buscar una comida más conveniente. El muchacho, que se había ido apagando otra vez y ahora apenas tenía ánimos para tragarse las cucharadas, se recuperó un poco y se inquietó:
—¿Y si vinieran aquellos aviones?
—Iré aprisa, no te preocupes. Ya hace mucho tiempo que no los hemos visto: quizá no vuelvan más. Pero has de prometerme que te portarás bien...
A fin de asegurarse de que no se desabrigaría mientras dormía, entró cuatro piedras grandes y pesadas, colocó una en cada extremo de la manta de encima y, con cuerdas, las ató a las cuatro puntas.
Puso otro tronco en el fuego, que estaba languideciendo, y, al alzarse para salir, vio que Dídac se había amodorrado de nuevo; su respiración, de todos modos, era tranquila.
Y Alba, con un pañuelo empapado de formol que le protegía la nariz y la boca, bajó al pueblo con el tractor y se metió por las calles hasta la esquina donde estaba la tienda de comestibles de la cual se habían llevado tantas provisiones. La mañana era fría, sin el menor aire, y tuvo la impresión de que aunque no se cubriera no sentiría ningún hedor; la gran mayoría de los cadáveres que vio tenían un aspecto apergaminado, como los de la gasolinera, y otros debían haber sufrido un proceso de descomposición muy rápido, porque de ellos solamente quedaba el esqueleto bajo los harapos de la ropa consumida por el invierno.
La tienda se había desmoronado un poco más a causa de las lluvias y la nieve, y nada, excepto los potes y las latas, era aprovechable. Pero encontró casi todo aquello que buscaba: mermeladas, leche en polvo, sémolas y verduras preparadas.
Lo cargó todo sin entretenerse, con una indiferencia impresionante hacia aquella soledad que la rodeaba, y después fue a la farmacia a buscar bolsas de goma, jeringuillas y agujas y, ya que estaba allí y lo tenía a mano, recogió también un montón de compresas que le facilitarían la higiene íntima, cuando menstruaba.
A continuación se dirigió a la armería a fin de tomar un par de escopetas de caza y cartuchos, pero el invierno había sido poco clemente con aquellas ruinas y si bien quedaba un agujero por donde deslizarse al interior, era tan estrecho que decidió renunciar.
Y antes del mediodía ya volvía a estar en casa, donde, una vez se hubo asegurado de que Dídac seguía tapado, se despojó de toda la ropa que llevaba, se lavó escrupulosamente, se desinfectó, y se puso ropa limpia; la que había llevado la quemó en la era.
Al entrar de nuevo en el cobertizo, Dídac acababa de despertarse y estaba empapado de la cabeza a los pies, de modo que tuvo que calentar una camisa, que era lo único que llevaba, y cambiarlo para que el sudor no se le enfriara encima.
Después el muchacho comió, sin hambre, medio plato de sopa de verduras y unas cuantas cucharadas de mermelada, pero no se pudo contener y, al cabo de pocos minutos, lo vomitó todo.
Alba tuvo que renovarle toda la yacija.
Y entonces se sucedieron seis días y seis noches más de combate con una enfermedad que en circunstancias normales no hubiera preocupado a nadie, pero que ahora, cuando solamente eran ellos dos, constituía una tragedia para la muchacha, que no conseguía tranquilizarse, siempre atenta a sus necesidades, a evitar que se desabrigara, a medicarlo a horas regulares, a velar su sueño profundo y atormentado.
Sólo abandonaba el cobertizo cuando le era absolutamente indispensable y, de noche, se instalaba cerca de él y, a veces, le daba la mano durante largos ratos, puesto que este contacto parecía tranquilizarlo y ahuyentar las pesadillas que la fiebre, siempre alta, provocaba.
De día se movía como una sonámbula, casi maquinalmente, y al final tuvo que decidirse a tomar estimulantes. Sentía su piel seca. y ardiente, como si también ella hubiera enfermado.
Sin embargo, el termómetro le indicaba que no tenía fiebre. Era el ansia, la angustia.
Y una noche, la última, fue la peor de todas. La temperatura subió aún más, y Dídac respiraba de una forma tan agitada, tan ansiosa, como si tan sólo pudiera hacerlo a bocanadas, que ella pensó que se estaba muriendo.
Se abrazó a él y lo agitó, casi histérica, mientras suplicaba:
—¡No te vayas, Dídac, no te vayas!,¡No quiero que te mueras!
Lo besó con una especie de extraña pasión y él, como llamado por aquella caricia, o por las palabras del fondo del pozo en el cual parecía haber caído, abrió unos ojos blancos y rojos, movió sus agrietados labios y murmuró:
—Me salvarás, ¿verdad, Alba?
La muchacha sollozó, abatida sobre el pecho donde el corazón martilleaba afanosamente, como agotado, y tan sólo pudo responderle con un pequeño gesto de la cabeza, de las manos.
Y a la mañana siguiente hubo el inicio de un cambio que se acentuó rápidamente.
La fiebre cedía aprisa, y Alba observó que la piel se escamaba, sobre todo en el lugar de las manchas, donde se formaba como una especie de caspa. El diccionario de medicina la informó que se hallaba en período de efervescencia.
Al cabo de veinticuatro horas, los indicios favorables quedaron confirmados por el primer sueño tranquilo que tenía Dídac en ocho días, y por la posterior lectura del termómetro: el mercurio se detuvo a treinta y siete uno.