Mecanoscrito del segundo origen (7 page)

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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Nada era de tan buen augurio, sin embargo, como el rostro del muchacho y el hecho de que, nuevamente, se interesara por las preocupaciones que tenían en el momento de caer enfermo.

Una de las primeras cosas que quiso saber fue si los aviones circulares habían vuelto.

—No; no han vuelto.

La verdad es que hacía muchos días que no pensaba en ello.

Y Dídac, durante aquella estancia en la cama, había crecido tanto que, entre eso y la delgadez provocada por la fiebre y la escasa alimentación, ahora las costillas se le marcaban de una forma casi extravagante; era como si descansaran directamente bajo la piel, que se aplastaba contra ellas. También Alba había adelgazado lo suficiente como para poder decir.

—¡Parecemos dos esqueletos!

Pero lo decía despreocupadamente. Dídac se mostraba animado ante la comida, obligatoriamente monótona, que ella le servía, y Alba, que se sentía desganada, hacía todo lo posible por no quedarse atrás. Ahora empezaba a comprender que tantos productos en conserva no podían resultar buenos, y que el cuerpo necesita frutas y verduras frescas. Era preciso que, de un modo u otro, solucionaran aquel problema.

Y una de aquellas mañanas, cuando el muchacho, aunque muy delgado todavía, parecía ya completamente recuperado, fueron a explorar el huertecillo que había tenido la masía, una franja de tierra que los payeses debían regar a mano y que ahora, al cabo de un año y medio de no cuidarla nadie, era una mezcolanza de plantas y hierbas silvestres, el resultado de las germinaciones que habían tenido lugar durante el invierno, favorecidas por las lluvias y la nieve.

Recogieron unos cuantos puñados de habas, de guisantes y de judías ya duras, que habían caído, quién sabe cuanto tiempo antes, de las vainas no recolectadas y ahora desaparecidas en su mayor parte de los tallos secos que, en algunos lugares, colgaban aún de los encañados con que los payeses habían apuntalado las plantas para que treparan.

Alba dijo:

—Las plantaremos.

Y como no sabían exactamente en qué momento había que plantar, lo hicieron inmediatamente, pero se reservaron la mitad de las semillas a fin de poder repetir la plantación al cabo de un mes.

Limpiaron un cuadrado de cerca de cuatro metros de lado, hicieron una serie de caballones para facilitar el riego y, entonces, con un palo puntiagudo, fueron cavando multitud de agujeros en cuyo interior dejaban caer dos o tres semillas antes de cubrirlos de nuevo. Después, ya que estaban en ello, desbrozaron el resto del huerto, y con más precauciones que al principio, por si encontraban alguna planta aprovechable. A Alba le pareció que identificaba un par de tomateras pequeñas, como de plantel, pero el gran hallazgo lo hicieron con las espinacas y las acelgas; de éstas, bajo un auténtico bosque de hierbajos, había docenas. Aquella misma noche pudieron ya comerlas.

Y una tarde, mientras proseguían aquella especie de labor, Dídac preguntó:

—Ya no vamos a movernos de aquí, ¿verdad?

—¿Por qué lo dices?

—Porque la gente, cuando eiipieza a trabajar el campo, se vuelve sedentaria.

Alba se echó a reír, complacida por otra parte de que el muchacho hubiera asimilado tan bien las lecciones que le daba y que les eran útiles a los dos: a él porque aprendía y a ella porque le ayudaban a retener todo aquello que había leído o le habían explicado sus padres o sus maestros. Pero dijo:

—No, no nos quedaremos; primero tenemos que saber un poco mejor lo que ha ocurrido y si queda alguien, ya lo sabes. De modo que no te preocupes.

—¡Oh, no, si yo estoy bien aquí!

—Entonces, ¿no te importaría quedarte?

—Creo que no.

—¿Y te dedicarías siempre a cuidar el huerto?

El reflexionó brevemente y, al final, dijo:

—Es bonito, ¿no crees?

La muchacha asintió, un poco sorprendida, con el presentimiento de que Dídac no lo decía todo.

(46) Y hasta al cabo de unos cuantos días no supo que había acertado, cuando el muchacho, que contemplaba como ella encendía el fuego, le dijo:

—¿Por qué ahora ya no tomamos precauciones?

Lo comprendió inmediatamente, por supuesto.

—No lo sé... No podemos vivir siempre como conejos. Y, pensándolo bien, sería una casualidad que volviesen.

—¿Dónde te parece que deben estar?

—Quizás han vuelto allá de donde venían.

—Pero, ¿y si viven en algún lugar y nos encontramos con ellos?

Alba se levantó:

—¿Es por eso por lo que querrías quedarte aquí?

Dídac desvió la mirada.

—Por todo.

La muchacha se dirigió lentamente hacia la puerta, al otro lado de la cual una mañana aún gris merodeaba entre los árboles del bosque, más hacia arriba, y, pasados unos momentos, Dídac la siguió y la tomó de la mano.

—¿Te has disgustado, Alba?

—¿Por qué habría de disgustarme?

—Por el miedo que tengo...

—Lo tenemos los dos, Dídac. Pero hemos de irnos aunque lo tengamos. Si no queda nadie más, tenemos que salvar muchas cosas para que no se pierda el esfuerzo de tantos y tantos hombres... un día lo entenderás.

—Si ya lo entiendo, Alba.

Y se apretó contra ella, como para estar más cerca.

—¿Cuándo nos iremos?

—El próximo otoño.

Y aquella primavera hubo muchos pájaros, más de los que habían visto nunca, cómo si les probara una tierra sin hombres que les pusieran trampas ni muchachos que destruyeran sus nidos. Se acercaban, confiados, a la masía, donde al principio divertían y al final molestaban. A fin de poder salvar el huerto, en el que pronto sus afanes fueron recompensados con el tímido y como inseguro crecimiento de algunas plantas, tuvieron que rodear el cuadrado de tierra cultivada con cañas y colgar unos cuantos harapos que, al agitarse, asustaran a las aves.

Muchas semillas, sin embargo, habían fallado, quizá porque estaban demasiado secas, quizá porque las habían plantado fuera de estación. Tal como se habían propuesto, pues, repitieron la siembra en otros caballones abiertos a continuación de los primeros y, un día sí y otro no, los regaban con la esperanza de acelerar la germinación.

Y una madrugada, cuando aún era oscuro, oyeron un estrépito que los despertó, como si en algún lugar, no muy lejos, se hubiera producido una explosión.

Se quedaron acurrucados el uno contra el otro, con el corazón latiéndoles alteradamente y la lengua trabada por la emoción, puesto que la violencia del ruido hacía pensar en un cañonazo. Cuando al cabo de diez minutos, sin embargo, no se repitió, se atrevieron a abandonar la yacija para salir a la era, desde donde vieron que, a una distancia de quizá cuatro o cinco kilómetros, ardía un gran fuego que en seguida se fue extendiendo, como si el bosque se hubiera incendiado.

No se lo explicaban, y una inquietud sorda les impidió volver a dormirse aquella noche y les robó horas de descanso durante el día y la noche siguientes, puesto que el fuego seguía ardiendo. Sabían que no podía haberlo provocado un relámpago; no había habido ninguna tormenta, y el ruido no se parecía en nada al de una descarga entre las nubes y la tierra.

Y a los dos días, cuando aún se alzaba una ancha columna de humo en el lugar donde habían visto el fuego, decidieron ir hasta allí, pero esperaron a que se ocultara el sol y se encaminaron a pie, sin preocuparse de caminos ni senderos. Tuvieron que dar un buen rodeo a fin de atravesar el río y, una vez al otro lado, se desorientaron, puesto que la noche era muy oscura y no se distinguía ningún tipo de resplandor. Al cabo de un rato, sin embargo, olieron a humo, quizá porque el viento había cambiado de dirección, y avanzaron de nuevo en línea recta hasta el lindero de lo que, como pensaban, había sido un bosque.

Aún quedaban muchos esqueletos de árboles que las llamas no habían podido consumir y se habían limitado a desnudar, pero otros, y la vegetación baja, habían quedado totalmente carbonizados. Con la salida del sol pudieron apreciar mejor la magnitud de la catástrofe. El fuego había devorado una arboleda de unos dos kilómetros cuadrados, hasta las próximas fincas de cultivo, donde los campos desnudos lo habían detenido. Fue allí, en el linde del bosque, donde Dídac encontró un extraño aparato, como una especie de reloj sin cristal, quizá porque se había roto, con tres manecillas adheridas a la superficie, donde nada las sujetaba excepto una fuerza de imantación lo suficientemente débil como para que el muchacho pudiera retirarlas.

Y ninguno de los dos había visto nunca un aparato que se pareciera a aquel objeto, el cual, cuando Dídac dejó otra vez las manecillas, las recuperó hasta que las tres, tras un desplazamiento pausado e ininterrumpido, ocuparon de nuevo la posición exacta que tenían antes. Más extraños todavía eran los números o letras que estaban alineados en él de arriba a abajo y de izquierda a derecha, formando una cruz irregular. Todas las figuras estaban constituidas por un palo ligeramente oblicuo que presentaba a uno y otro lado, o a veces solamente en uno, un número desigual de puntitos vagamente triangulares. El aparato, que parecía hecho de una sola pieza, debía haber sido proyectado con fuerza desde algún lugar, porque estaba abollado. Dídac preguntó:

—¿Qué debe ser, Alba?

La muchacha intentó restarle importancia:

—No lo sé; debió perderlo algún excursionista...

Pero se dio cuenta de que Dídac no la creía.

Y al cabo de muy pocas horas los dos supieron que procedía de otro mundo. También esta vez fue Dídac quien descubrió al intruso, quizá porque precedía a Alba en el momento de ir a salir de la protección del margen a lo largo del cual habían ido avanzando hacia la masía, por la parte de abajo.

La criatura, puesto que difícilmente se podía decir que fuera un hombre, estaba escondida tras un montón de hierbas, en un extremo del huerto, y parecía vigilar la masía.

De espaldas, tal como la veían, tenía la apariencia de una especie de pigmeo al que le hubiera crecido un cuello muy largo y, encima, una protuberancia en forma de pera invertida, o sea con la parte de arriba considerablemente más gruesa, más ancha, que la parte de abajo. No se distinguían ni pelos ni cabellos y la piel, rosada como la de un gorrino, daba una inquietante sensación de desnudez. De hecho iba desnuda. Tenía unas piernas, o patas, ligeramente torcidas y robustas, y los brazos, uno de los cuales se apoyaba en el montón de hierbajos, parecían, comparativamente, largos y delgados. Del lugar donde la pera de la cabeza empezaba a afinarse salían unos pequeños apéndices de forma tubular que no dejaban de agitarse. Imaginaron que podían ser unas antenas.

Y tendidos en el suelo, tras el parapeto del margen por encima del cual apenas se atrevían a espiar, pese a que unos cuantos rebrotes de una olivera desaparecida disimulaban su presencia, fueron observando a la extraña criatura, tan inmóvil como ellos. Los dos iban armados, Alba con el máuser, pero el descubrimiento del intruso era tan reciente e inesperado que las manos aún le temblaban demasiado como para atreverse a disparar. Por otra parte, sentía curiosidad, y el desconocido, observó, no llevaba armas de ninguna clase. Después vio que se había equivocado.

Porque, finalmente, la criatura se movió y corrió hacia el otro extremo del huerto, donde se arrojó al suelo rozando las plantas de aquella parte. Fue entonces cuando ambos pudieron ver el objeto que llevaba en las manos y que un breve destello, al incidir el sol sobre él, delató. De no ser así, no se hubieran dado cuenta, puesto que debía ser una cosa redonda, o aplanada, sin culata ni cañón, por pequeños que fueran. En aquel momento, Alba comprendió que tenían que matarlo.

Y, poco a poco, Alba fue desplazando el fusil hasta que el cañón reposó en el suelo, entre los retoños de la olivera, apuntando hacia el huerto. La criatura se movía de nuevo y, doblaba en dos, como si avanzara de cuatro patas, se dirigía hacia la masía.

Excepto que ahora echó una mirada dos o tres veces hacia donde ellos estaban escondidos y, por primera vez, les presentó el rostro.

A ambos se les heló la sangre en las venas, ya que era un rostro que recordaba imágenes de pesadilla. La cara, muy plana, tenía tres ojos, uno de ellos en el lugar que hubiera correspondido a la frente en un ser humano, y los otros dos más abajo; eran simplemente tres agujeros abiertos en una pared, puesto que no les protegía ningún arco ciliar. La parte de abajo, aquello que hubiera debido ser el labio superior, la barbilla y la boca, formaba como una especie de hocico porcino que se correspondía con el color de la piel, pero que daba una impresión de insensibilidad al rostro.

Y Alba se alegró de que tuviera aquella apariencia, porque le sería más fácil matarlo. Sin mirar a Dídac, que apenas se atrevía a respirar a su lado, alzó el arma, comprobó que había quitado el seguro y, con el dedo, rozó el gatillo. Fue siguiendo el avance de la criatura y, con la culata bien apoyada en el hombro, esperó a que se detuviera.

Lo hizo en la esquina de la casa, donde se irguió, ahora de espaldas a ellos. Ofrecía un blanco inmejorable, y ella no sintió ningún trastorno de conciencia al pensar que estaba apuntándole traidoramente, sin darle ninguna oportunidad de defensa. Era un enemigo, y su raza había demostrado ya hasta la saciedad ser implacable.

Así pues, disparó. E inmediatamente disparó dos veces más. Pero quizá ya no hubiera sido necesario. La criatura se inclinó sobre la vertical, como empujada por una mano, y con una lentitud que hasta el último momento no se convirtió en una caída acelerada, se derrumbó boca abajo en el suelo.

Y ambos aguardaron sin moverse, con la vista clavada en el cuerpo yaciente y las armas en la mano por si se incorporaba. Pero no advirtieron ni un sólo estremecimiento del cuerpo.

Al cabo de cinco minutos, pues, dejaron el margen y, con el dedo en el gatillo, atravesaron el campo que les separaba de la masía, cerca de la cual retuvieron el paso. La criatura permanecía quieta, inanimada.

Dos balas, vieron inmediatamente, le habían perforado la espalda, mientras que la tercera debía haberse perdido porque, cuando Alba la disparó, él ya estaba cayendo. Los agujeros sangraban con un líquido más claro que la sangre humana, casi rosado, que resbalaba cuerpo abajo y, en la parte delantera, donde había dos agujeros más, ya que las balas lo habían atravesado, la tierra estaba empapada.

Le dieron la vuelta con la punta del máuser, y entonces pudieron ver de cerca aquella cara que combinaba rasgos porcinos y humanos, e incluso de insecto, ya que el ojo frontal, que tenía abierto, era facetado, como el de las abejas. El cuerpo, en cambio, hacía pensar en un marsupial debido a la bolsa del vientre, en la cual hallaron una especie de placa, como una tarjeta, de un metal ligero inscrito con multitud de orificios que dibujaban líneas y puntos triangulares, como los del aparato encontrado en el bosque, si bien aquí también había otros, redondos y de dimensiones desiguales, en el extremo superior izquierdo.

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