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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (11 page)

—¿Yo?

—Sí, cuando tenga un hijo tuyo. Me tendrás que ayudar a parir. ¿Acaso no querrás hacerlo?

El muchacho asintió, y entonces, inesperadamente, preguntó:

—¿Tendremos que esperar mucho?

—Creo que no, Dídac. Pero esperemos, ¿eh?

Y aquel verano fueron muchas veces a la playa, donde al muchacho, más que nadar, le gustaba quizá contemplar el mar, al principio desde la arena y luego, cuando una tarde encontró un patín, desde el agua que les acunaba entre las débiles olas en las cuales llameaba el sol para encenderlas y apagarlas en un vaivén ininterrumpido, siempre idéntico y siempre diferente.

Su silueta oscura y la de Alba, más clara pese a lo mucho que se había atezado, iban cambiando a medida que el sol avanzaba hacia el cenit y desde allí iniciaba su descenso, ya que cuando iban a la playa se pasaban horas, sin temor a las insolaciones, hechos como estaban a la vida al aire libre. Desde que hacía buen tiempo, en la roulotte únicamente dormían, y aún no siempre; a menudo las noches eran tan hermosas, tan estrelladas, que preferían quedarse fuera, bajo los sauces y el eucalipto que perfumaba el aire.

Y a veces se dedicaban también a pescar o a cazar cangrejos, con los cuales

Alba, o el propio Dídac, cocinaban unas sopas espesas, de pasta, quizá las últimas que se comían, ya que cada vez les era más difícil encontrar algunas que no estuvieran rancias o picadas.

Había días que se quedaban a comer en la propia playa, al cobijo de los pinos, ya que ahora habían descubierto un lugar, antes de llegar a Castelldefels, donde el bosque casi rozaba el agua. Allí debía haber habido una urbanización de casas no muy altas y donde los escombros, por lo tanto, eran pocos, y más de cuatro veces penetraron en los apartamentos a registrar un poco y, si convenía, a llevarse cosas que les podían servir.

Todas estaban llenas de electrodomésticos y de muebles de tipo funcional, y en casi todas había juguetes. Fue allí donde empezaron a recuperar discos, pese a que no podían escucharlos por la falta de electricidad; los había por todas partes. También había libros, pero pocos; principalmente eran novelas policíacas. Alba, que no había leído nunca ninguna, empezó con una y muy pronto se aficionó.

Y fue allí donde, un día, Dídac sacudió a una Alba adormilada por el calor de las primeras horas de la tarde y, casi mudo de emoción, le señaló una jibosidad extraña en el horizonte, donde por la mañana no estaba.

Corrieron al jeep, en el que tenían los prismáticos y, después de haber mirado, los dos coincidieron en que parecía un barco. Por si lo fuera, improvisaron inmediatamente todo tipo de señales con trozos de ropa sacados de los apartamentos y, con maderas y muebles, prendieron una gran hoguera en la playa, la cubrieron con mantas por consejo de Dídac y obtuvieron así, durante un rato, una gran columna de humo que desde el barco tenían que ver forzosamente.

Al anochecer, sin embargo, la nave continuaba aproximadamente en el mismo lugar; sin haberse acercado en absoluto, y al hacerse totalmente oscuro no supieron distinguir en ella ninguna luz. Como dudaban en irse, hicieron noche bajo los pinos, con uno de ellos vigilando, por turno, y cuidando de alimentar la hoguera que iluminaba las tinieblas.

A la mañana siguiente, al hacerse de día, el barco seguía aún en el horizonte, como si estuviera anclado allí.

Y se quedaron aún un par de días, pero a la tercera mañana, al despertarse, vieron que durante la noche el barco se había acercado. Se pasaron horas enteras con los prismáticos a los ojos, sin sacar ninguna conclusión concreta de las maniobras a las que debía dedicarse. Estaban seguros de que la hoguera, ininterrumpidamente encendida con trozos de muebles que cada vez tenían que ir a buscar más lejos, no les podía pasar inadvertida. ¿Qué estarían haciendo? Dídac dijo:

—Quizá tienen miedo...

Sustituyeron todos los trozos de ropa que no eran blancos por sábanas, en señal de paz, pero eso no dio la menor prisa a la gente de la nave. Al cabo de horas y horas apenas se había desplazado, y aún parecía que estuviera alejándose.

Y la espera duró más de una semana, hasta que un mediodía tuvieron la embarcación lo suficientemente cerca como para que con los prismáticos pudieran distinguir la cubierta, de cuyos extremos colgaban unos bultos que debían ser barcas con fundas de lona. Aparentemente estaba desierta.

—¿Te apuestas algo a que no hay nadie?

Y así debía ser, puesto que ninguna señal del muchacho y de la muchacha obtuvo respuesta y, al cabo de otros dos días de remolonear, como indecisa, la nave fue derivando hacia el sur, quizás ayudada por el viento. En ningún momento habían oído el menor rumor de máquinas, pero eso no quería decir nada; nunca se había acercado lo suficiente a la playa como para que pudieran oírlas, si funcionaban.

Llegaron a la conclusión de que la embarcación viajaba sola, arrastrada por las corrientes marítimas, desde el día del ataque. Seguro que transportaba un cargamento de cadáveres.

Y fue como consecuencia de este episodio que Alba pensó en la conveniencia de aprender el alfabeto Morse, por si en alguna ocasión volvían a encontrarse en, una situación por el estilo. Recordaba haber visto un libro de Morse, pero como ya no sabía dónde lo habían dejado, tuvieron que estar removiendo volúmenes durante días antes de encontrarlo.

Emprendieron ambos el estudio y más adelante, cuando ya empezaban a dominarlo, se comunicaban a menudo desde lejos, con banderas improvisadas, o desde cerca, uno a cada lado de la pared de la roulotte, a fin de practicar. Alguna vez también lo hicieron con espejos, con lo cual alcanzaban una mayor distancia.

Hacia finales del verano, ya se comprendían perfectamente. Pero no habían visto más barcos, ni confiaban en realidad en ver ningún otro.

Y, mientras tanto, habían seguido yendo a la playa y entreteniéndose con registrar otras urbanizaciones vecinas o torres aisladas, donde a veces saltaba la sorpresa, como aquel día en que descubrieron un escondrijo de armas, probablemente de alguno de los grupos que, según se decía antes, estaban disconformes con el gobierno y se preparaban. Había un poco de todo, principalmente armas largas y metralletas. Se llevaron un par de ellas, y municiones, y las probaron contra una veleta que aún presidía un tejado. Hacían mucho ruido y disparaban rápido, una bala detrás de otra, pero no se podían comparar, naturalmente, con aquella pequeña esfera que no necesitaba ser alimentada con nada y no se agotaba nunca, porque de vez en cuando Alba quería asegurarse de que continuaba funcionando, y cada vez calcinaba aquello que se le ponía por delante. Era muy misterioso. Más aún que el aparato recogido en el bosque, que debía ser una especie de termómetro/barómetro, ya que las agujas cambiaban de posición según el día o las estaciones. Pese a todo, sin embargo, eran incapaces de interpretarlo, como tampoco comprenderían jamás, probablemente, el significado de la tarjeta que llevaba la criatura con la bolsa marsupial.

Y otro día, encontraron a alguien que también había sobrevivido a la destrucción, pero que no había sabido resignarse. Era un cadáver tendido en una habitación de niños, y, entre los descarnados dedos, conservaba aún el revólver con el que se había suicidado. En la cuna había otro esqueleto, muy pequeño, y dos más en una cama. Todo parecía indicar que el hombre, porque era un hombre, los había reunido antes de matarse. No se veía, en cambio, rastro de ninguna mujer.

Pese a aquel endurecimiento inevitable en un mundo reducido a cementerio, los dos salieron de la habitación impresionados por una escena pretérita, que jamás presenciaron pero que vivían con la imaginación: el padre, salvado por milagro, que recogía uno tras otro los dos hijos mayores, quizá caídos en la playa, o en el jardín del chalet, los llevaba al lado del pequeño y, a continuación, los acompañaba en el gran viaje. Dídac pregunto:

—Y la madre, ¿dónde debía estar?

Era un detalle, un simple e insignificante detalle perdido en una destrucción a nivel planetario, pero durante algunos días les preocupó. Señal, dijo finalmente Alba, de que aún somos humanos.

Y una tarde, ahora en el pueblo, cuando se hallaban en un estanco al que habían entrado para proveerse de tabaco, al ver, cuando pasaban por delante, que los escombros no tapaban la puerta, se encontraron con que, dentro, comunicaba con otra tienda por un agujero, y que esta otra tienda era un establecimiento de material fotográfico. Había una gran cantidad de aparatos, y aún debía haber más enterrados en la parte correspondiente al escaparate, sepultado por un trozo de techumbre.

Dídac tomó uno de ellos, se lo llevó a la cara, hizo funcionar el dispositivo con un clic y, riendo, dijo:

—¡Te he hecho una foto!

Pero Alba, que se había quedado seria, reflexionó:

—Sería interesante que pudiéramos fotografiar todo esto, las casas caídas, las ruinas, las ciudades destruidas... O filmarlo. ¿Cómo no lo hemos pensado?

—Quizá porque no entendemos de eso.

—No es razón.

Y puesto que no lo era, hicieron una requisa en forma: dos cámaras cinematográficas, tres fotográficas, cintas de negativo y carretes, dispositivos de flash, y un montón de libros sobre fotografía. También se llevaron una máquina de proyectar pese a saber que, sin electricidad, jamás podrían ver ninguna película, si llegaban a rodarlas.

Aquella misma noche estudiaron las instrucciones que acompañaban a los aparatos de simple fotografía y empezaron a hojear los manuales que con el tiempo les enseñarían la forma de revelarlas. Eran totalmente ignorantes en aquella materia, pero en los libros había una gran cantidad de esquemas que les ayudarían.

Una vez en la cama siguieron hablando de ello, soñando ya en un gran documental que mostraría a las futuras generaciones la devastación de la tierra. Antes de dormirse, Dídac dijo:

—Tendré que pensar un poco en eso de la electricidad. Porque si filmamos ese documental, quiero verlo.

Y resultó que en uno de los libros de instrucciones se hablaba de unas cámaras que revelaban automáticamente las fotografías, pero no eran unos modelos como los que ellos tenían. De modo que volvieron a la tienda, donde no había, o estaban enterrados.

Tuvieron, pues, que localizar otros establecimientos del ramo en los cuales les fuera posible penetrar, y en esa búsqueda perdieron cuatro o cinco días.

Finalmente encontraron una en el estudio de un fotógrafo, donde entraron sin demasiada confianza y, más que nada, porque era un local al que podía accederse fácilmente. Y aún encontraron más, puesto que la habitación donde evidentemente revelaba los negativos, una estancia estrecha y larga que antes debía haber sido una cocina, al lado de un patio interior, se conservaba muy bien, y únicamente sería necesario retirar unos cuantos trozos de yeso caídos del techo. De momento, sin embargo, no tocaron nada.

Y aquella misma tarde se fotografiaron mutuamente delante de la roulotte donde vivían, pero las pruebas, que eran en color, no salieron demasiado claras, quizá porque los negativos eran demasiado viejos y estaban pasados, o por culpa de la luz.

A la mañana siguiente vieron que era eso último. Las fotografías, hechas al mediodía y teniendo en cuenta la posición del sol, mostraban una muchacha alegre y de expresión decidida, vestida únicamente con unos shorts, porque no se le había ocurrido ponerse una blusa para cubrirse los pechos, y un adolescente de facciones bien dibujadas y ojos grandes que ponía una cara ligeramente asustada.

Después se hicieron otras, pero aquellas dos, que consideraron las primeras, las clavaron en una pared de la roulotte.

Y casi inmediatamente estuvieron en el otoño, cuando los días se acortaban con rapidez y disponían por tanto de más horas para estudiar y conversar tranquilamente a la luz del quinqué de butano, colocado en mitad de una mesa arrinconada contra la pared de la derecha, donde primitivamente había habido una litera que ellos habían acondicionado al lado de la de la izquierda, para hacer así una cama más amplia y poder dormir juntos como habían hecho desde el primer día. Excepto que ahora ya no era exactamente lo mismo; el niño de años atrás se iba convirtiendo en un adulto que ya tenía plena conciencia de dormir con una mujer y, a menudo, la tocaba con un latente deseo, demasiado maravillado por la calidez de su piel y la dulzura del cuerpo femenino como para que la caricia no fuera aún ingenua, inocente.

Y ella asistía, complacida, a su maduración. Como si lo hubiera escogido ella y no el azar, quería a aquel adolescente.

Capítulo 4
Cuaderno del viaje y del amor

Alba, una muchacha de diecisiete años, virgen y morena, entró cargada de libros en la sala donde los guardaban y casi tropezó con Dídac, que salía, excitado, con un volumen en las manos. El muchacho se detuvo y le dijo:

—Mira lo que he encontrado...

El título era Manual del piloto, y en su interior había páginas y páginas con gráficos de motores de aviación. Ella lo hojeó.

—¿Qué tiene de particular?

—Podríamos aprender a volar.

—¿Y de qué nos serviría?

—¿No me dijiste, una vez, que en el Prat hay un campo de aviación?

—Sí.

—Y que debe haber allí aviones en buen estado, y muchos coches... ¿Por qué no vamos a verlo?

Y fueron a la mañana siguiente, un poco a ciegas, ya que la muchacha no sabía exactamente dónde se hallaba; solamente había oído hablar de él, en el pueblo.

Lo localizaron antes del mediodía. Los vestíbulos, relativamente poco destruidos, estaban llenos de cadáveres y de maletas; pero ellos pasaron por una puerta exterior y penetraron en el campo, donde había cinco aviones en las pistas y otro estrellado cerca del edificio; debía estar despegando cuando se presentaron los platillos volantes.

También uno de los que se veían enteros debía haber estado a punto de emprender el vuelo, ya que casi en todos los asientos había un esqueleto retenido por un cinturón de seguridad; pero los otros cuatro aparatos estaban vacíos. Aunque la larga permanencia a la intemperie, sin que nadie cuidara de ellos, había perjudicado su aspecto, todos parecían en buen estado.

Y el proyecto, o el sueño, murió allí mismo. Un instante de reflexión hizo ver a Alba los peligros a que se exponían si un día conseguían volar. Y dijo:

—Nos lo jugaríamos todo en una sola aventura. Esto no es un coche, que si se estropea te quedas parado y ya está. No basta con hacer funcionar los motores; hay que saber dirigir el vuelo y, después, cómo aterrizar. Entre los conocimientos teóricos y la práctica hay mucha diferencia, Dídac. Nadie ha volado nunca solo, sin un instructor, la primera vez.

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