Read Mecanoscrito del segundo origen Online
Authors: Manuel de Pedrolo
Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil
Tanta belleza casi constreñía el corazón y Alba, con un acento extraño, dijo:
—¡Y pensar que de no haberse producido este cataclismo, no lo hubiéramos visto nunca!
Dídac opinó:
—Quizá sí, cuando hubiéramos sido mayores. Pero ella pensó que, de mayores, Dídac hubiera sido un pobre asalariado, quizás un médico, y ella... ¿qué hubiera sido ella?
Le angustiaba la monstruosa certeza de que eran felices sobre una montaña de cadáveres.
Y más adelante, cuando estaban ya cerca de Tarquinia, la primera tempestad que les sorprendió les obligó a refugiarse cuarenta y ocho horas en una cala en la cual estuvieron a punto de quedarse sin embarcación cuando las olas, que luchaban con el motor, la embarrancaron. Novicios como eran en los incidentes de la navegación, se les ocurrió clavar estacas en la arena a fin de sujetarla, y tuvieron la suerte de que resistiese; pero después, al amainar el temporal, quedó tan alta que no podían devolverla al agua.
Hasta la mañana siguiente no vieron que la marea lo hacía por ellos.
Tuvieron que descargarla y poner sus posesiones a secar, ya que todo estaba empapado. Pero en ningún momento llegaron a asustarse; en el transcurso del viaje habían visto tantas embarcaciones que, aunque fuera a remo y por pequeñas etapas, sabían que, de uno u otro modo, volverían a casa.
Y como que estaban casi al lado, Alba creyó que valía la pena visitar la necrópolis etrusca, a una veintena de kilómetros si la escala del mapa era exacta; pero no pasaron del museo, donde se les hizo de noche mientras, embobados, recorrían el lugar donde había también tumbas reconstruidas y muchos sarcófagos y vasos grabados que la destrucción había respetado; de hecho, el museo se conservaba sin más daño que unas cuantas grietas tan superficiales que no llegaban a separar las paredes.
Durmieron en una especie de nicho, y a la mañana siguiente regresaron al mar; les daba un poco de angustia dejar tantas horas el remolcador abandonado. Alba, como había hecho en Nápoles, no supo resistir la tentación de llevarse un modesto botín, esta vez dos losetas en las cuales los etruscos habían grabado centauros y otros animales fabulosos.
Y a la altura de Piombino, al día siguiente, dejaron la costa para acercarse a la isla de Elba, que Alba asociaba a la historia de Napoleón Bonaparte... Casi todas sus remembranzas eran de sus lecciones de historia, en el colegio; pero el recuerdo de un emperador allí confinado se borró de su mente al ver, una vez en tierra, que aquí se repetía un poco el prodigio de Ischia o de Taormina. Visitaron un pueblecito de pescadores, donde las casitas se conservaban, pero pasaron aprisa porque el lugar estaba lleno de esqueletos. Únicamente había dos, en cambio, en una iglesia pintoresca y de aspecto muy viejo.
Al día siguiente por la mañana, cuando se marchaban después de haber pasado la noche en un bosquecillo, a nivel del agua, de Porto Azurro, Alba, que filmaba, se quedó sin película.
Y cuando ya habían pasado de nuevo La Spezia y se acercaban a Génova, se dieron cuenta de que los víveres no les alcanzarían ya que, durante el temporal, las olas les habían arrebatado una gran parte de sus reservas. Atracaron, pues, en un puerto aún lleno de embarcaciones intactas, y se adentraron por un amontonamiento de cascotes como aplastados contra el suelo, sin encontrar, en ningún lugar, un agujero por el cual meterse en una tienda; era como si no hubiera habido ninguna. Pero aquello que les negaban los establecimientos se lo proporcionó un palacio de la via Garibaldi, un edificio imponente del que tan sólo había caído la fachada y una parte de la techumbre que se apoyaba en ella.
En la parte de atrás, que correspondía a una cocina inmensa, necesitaron retirar dos cadáveres que impedían la entrada a una habitación dividida en dos piezas desiguales. La más pequeña contenía una buena cantidad de botes de conservas de frutas y mermeladas de fabricación casera, y en la otra, las estanterías estaban generosamente llenas de tarrinas de foie-gras, jarras de manteca como las que Alba había visto en su casa, quesos, paquetes de pasta, pastillas de mantequilla, embutidos envueltos en papel de aluminio... No todo era aprovechable, sin embargo.
Con las sábanas de una cama improvisaron una especie de alforjas en las cuales metieron las provisiones en buen estado, y al día siguiente hicieron aún otro viaje para llevarse las conservas.
Y en el palacio, que registraron de arriba a abajo, sin dejar cajón por ver ni armario por consultar, había una biblioteca con unos cuantos miles de libros, algunos de ellos muy antiguos, en pergamino e iluminados como lo hacían antes los frailes, y otros, ya de los tiempos de la imprenta, con láminas extrañas e inquietantes, de brujos, demonios, mujeres despeinadas y personajes contrahechos que participaban en ceremonias infernales. Se veían tan antiguos, y aquellos grabados eran tan sugestivos, que a Alba le dolía dejarlos.
Tomó la decisión de llenar con ellos dos cestos rectangulares, de mimbre, que debían haber servido para poner ropa, y al vaciar los estantes se encontró, detrás, con otra biblioteca que, al hojear los primeros volúmenes, la dejó sin respiración. Eran cerca de un centenar de obras eróticas, maravillosamente encuadernadas, impresas en papel de calidad y, todas, con ilustraciones increíbles en las cuales los dibujantes se habían dejado arrastrar, según su temperamento, por la fantasía más desbordada o por un afán de realismo que no retrocedía ante ningún detalle.
Inmediatamente comprendió que, en aquel género, eran obras valiosas y, con la ayuda de un Dídac más asombrado aún que ella, llenó dos cestos más. Al terminar, y cuando empezaban el traslado, en cuatro viajes, se echó a reír al pensar que estaban salvando para el futuro los libros prohibidos del pasado.
Y al salir del palacio con el último cargamento, se encontraron de pronto con una mujer vestida con una especie de camisa de dormir, larga, sucia y tan hecha jirones que casi exhibía todo su seno, dos pechos vacíos y caídos que causaban repugnancia. Iba sola y no se la veía armada, pero ellos dejaron caer inmediatamente el cesto que llevaban entre los dos y tomaron los máusers que colgaban de sus hombros.
La mujer, como si no observara aquel gesto amenazador, pronunció una palabra, bambina, les sonrió con una expresión entre amistosa y extraviada, como si ignorase que sonreía, alargó una sarmentosa mano hacia Alba y entonces, sin llegara tocarla, su expresión cambió, dio media vuelta y echó a correr sin decir nada más. La siguieron, un poco separados y con las armas siempre apunto por si salía alguien más, pero ella saltó detrás de una montaña de piedras y, cuando llegaron, había desaparecido. Luego la oyeron cantar. Estaba en una especie de cueva que formaban los mismos cascotes, donde tan sólo había una yacija de ropas desordenadas y una cuna que ella mecía mientras canturreaba.
Dentro de la camita se distinguían unos cuantos huesos; eran tan pequeños que debían haber pertenecido a una criatura de un par de años como máximo.
Alba y Dídac dieron la vuelta sin molestarla; estaba muy claro que la mujer se había vuelto loca.
Y creían que no volverían a verla, pero entonces ocurrió que, al salir del puerto, el motor del Benaura les falló unas cuantas veces, como si tosiera para librarse de una obstrucción, y finalmente se paró.
Lo revisaron allí mismo, de momento sin poder descubrir qué era lo que se había estropeado, y cuando al cabo de dos horas seguían hallándose en la misma situación, aún empeorada porque tan sólo les quedaban un par de horas o no mucho más de luz, decidieron regresar a tierra, donde hicieron noche.
Al día siguiente, a media mañana, Dídac había solucionado el problema, al fin y al cabo muy sencillo, puesto que se trataba simplemente de una pieza gastada cuyo juego fallaba, y necesitó únicamente sustituirla por otra de las que llevaban de recambio para que todo funcionara otra vez normalmente.
Una vez hubieron comido, estaban a punto de reemprender el viaje cuando Alba se dio cuenta de la presencia de la mujer, quizás a cincuenta metros; se lo hizo notar a Dídac, el cual se volvió y dijo, inseguro:
—¿Te parece que querrá algo? ¿Quizá que la llevemos con nosotros?
—No lo sé...
Le hicieron señas de que se acercara, pero ella seguía sin moverse, mirándoles, hasta que Alba dijo:
—Vayamos nosotros...
Y la mujer, al ver que avanzaban hacia ella, retrocedió y echó a andar por entre los escombros, pero esta vez lentamente, como si quisiera, precisamente, que la siguieran.
De vez en cuando se volvía, para asegurarse de que continuaban detrás de ella. Los condujo hasta la misma cueva donde la habían visto el día anterior y, cuando ellos llegaron, ya mecía los huesecillos. Al cabo de un momento se interrumpió, se dirigió hacia Alba, la tomó de la mano y medio la arrastró hasta cerca de la cuna. Entonces, con un suave gesto, le sujetó un pecho. La muchacha retrocedió bruscamente, mientras Dídac preguntaba:
—¿Qué quiere?
La mujer repitió el gesto, pero ahora no pudo tocarla, por que Alba se había dado vuelta y se dirigía hacia la salida de la cueva con una expresión que Dídac no había visto nunca en ella. La siguió afuera e insistió:
—¿Qué quería?
—¿No lo has entendido? ¡Que les diera el pecho a los huesecillos!
Dídac, asombrado, la miró, volvió a mirar al interior. La mujer, al lado de la cuna, la mecía.
Y al cabo de una hora volvían a estar en el mar, con un apesadumbrado Dídac al timón. Le costaba mucho creer que alguien pudiera enloquecer hasta el extremo de querer dar de mamar a una criatura muerta hacía más de tres años.
—¿Estás segura, Alba?
—¿Por qué me cogió el pecho, si no?. ¿Por ganas de tocarme?
—No, claro... Di entonces que, de normales, solamente debemos quedar nosotros.
La muchacha, que se sentía de un humor quebradizo, contestó:
—No, ni nosotros. ¿A ti te parece normal que, a los doce años, duermas con una mujer?
¿Y que yo quiera dormir contigo?
Dídac aseguró, sin ninguna vacilación:
—¡Sí; absolutamente! No es la edad lo que cuenta, Alba.
Y la muchacha tuvo que darle la razón; al fin y al cabo, era la misma reflexión que se había hecho ella.
Y ya en las costas francesas, tuvieron que detenerse seis días en Tolón por culpa de otro temporal. Esta vez, sin embargo, habían sabido captar las señales precursoras de la tempestad, muy elaboradas, y cuando los elementos se desencadenaron, con un despliegue delirante de rayos y truenos, ellos ya se habían refugiado en el puerto.
Se resguardaron en un edificio que debía haber sido unas dependencias oficiales, pero no escogieron muy bien, puesto que al anochecer se desprendió un ángulo del techo, hinchado por el agua, y un trozo de yeso hirió a Alba en la sien.
Dídac, bajo una lluvia densa y enfurecida, corrió al remolcador y volvió con el botiquín.
Se trasladaron a otra habitación del mismo edificio y, una vez hubo desinfectado la herida, que era extensa pero superficial, se la protegió con una gasa y un esparadrapo. Después, con trozos de muebles, encendieron un fuego sobre las baldosas del suelo, porque el muchacho estaba empapado y desnudo, y hacía frío.
Ya no dejaron que se apagara hasta que la tempestad se alejó.
Y fue mientras esperaban cuando los dos se convencieron de que el viaje, tan decepcionante en ciertos aspectos, no había sido totalmente inútil. Ahora sabían que no podían contar con nadie. Si bien quedaba demostrado que no eran los únicos habitantes de la tierra, nada de lo que habían visto les invitaba a asociarse con los supervivientes de la catástrofe. Alba dijo:
—De modo que vamos a tener que proceder como si no hubiera nadie más. Seguiremos haciendo lo que hacíamos.
—Pero eso no debe impedirnos volver a salir, el verano próximo. Me parece bonito, ir de un lado para otro...
Ella asintió, un poco reticente, como distraída; pero el muchacho no le hizo caso, porque ya sabía que Alba no era tan nómada como él.
Y puesto que el tiempo no se prestaba a salir y a explorar la ciudad, se pasaron prácticamente los seis días en aquel caserón oficial. Lo visitaron de uno a otro extremo, eso sí; pero era un lugar sin sorpresas, y se cansaron de él antes de que amainara el temporal.
Lo hizo casi inesperadamente, una tarde, cuando el chaparrón cesó y por las ventanas sin cristales entró una claridad dorada que lamió la hoguera y a ellos les hizo correr al exterior, donde el aire era terriblemente húmedo y, en el horizonte, un sol, ahora liberado de las nubes, avanzaba hacia su ocaso. Un inmenso arco iris atravesaba el firmamento como un puente entre dos mundos. Entre los escombros brillaba una multitud de fragmentos de vidrio y abajo, en el muelle, el remolcador era una barquita insignificante que chorreaba agua.
Era demasiado tarde para irse, y aquella noche aún durmieron cerca de la protección del fuego.
Y hacia la madrugada, Dídac supo que la reticencia de Alba, días atrás, no tenía nada que ver con su falta de espíritu nómada. Ambos se habían despertado, como les pasaba a menudo a aquellas horas, cuando la hoguera, consumida, ya no desprendía calor, y el muchacho se alzó para reavivarla.
Al volver al lado de Alba, la acarició y, cuando la joven lo abrazó, se deslizó sobre ella. Fue entonces cuando la muchacha susurró:
—¿Quieres saber una cosa?
—Sí.
—Me parece que estoy embarazada.
Él casi se apartó, impresionado.
—¿Desde cuándo?
—Tú no te has dado cuenta, pero hace más de dos semanas que hubiera debido tener la regla...
Y le besó, con los labios henchidos de excitación, antes de repetir:
—Me has embarazado, Dídac...
Y a la mañana siguiente, ya en el mar, el muchacho no dejaba de mirarle el vientre pese a que ella, riendo, le había dicho:
—Aún no se puede ver, tan pronto.
Pero a él le fascinaba el que allí, en aquellas entrañas, germinara una criatura que sería suya, que él había engendrado. Era muy distinto a hablar de ello como de un proyecto futuro, como habían hecho durante tanto tiempo. El hijo crecía ya, oculto en el vientre todavía liso, y eso lo cambiaba todo. La miraba, pues, con ansia y maravilla, casi sorprendido de que ella dijera:
—¡Sí, soy la misma, Dídac!
—¡Oh, no!
—¿Por qué?
—No lo sé... Porque, ahora que es verdad, no puedo imaginarme que te haya hecho un hijo.