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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Mecanoscrito del segundo origen (16 page)

—Yo querría que fuera de un color como el que tienes tú durante el verano, cuando nos toca tanto el sol; de un moreno muy oscuro, sin llegar a negro. Pero las probabilidades son de que sea blanco; al fin y al cabo, yo solamente tengo una mitad de herencia negra. ¡Y quién sabe si no estará ya mezclada! ¿Tú no sabes nada de mi padre?

—No. Margarida debió hablar de ello a los de casa, quiero decidir a mi madre, pero yo era demasiado joven como para que me dijeran algo.

—Lástima.

Y volvió a sumergirse en el estudio de las leyes de Mendel.

Y al cabo de tres meses, cuando la barriga ya se le redondeaba francamente, Alba, que hasta entonces se había encontrado siempre bien, empezó a sufrir náuseas y vómitos, sobre todo por la mañana, cuando se levantaba, pero ni el uno ni la otra se preocuparon, porque era una cosa prevista y, según los textos, muy generalizada.

Eso, por otra parte, no la privaba de llevar una vida activa, recomendada por los tratados que leían, y por lo tanto seguía saliendo con Dídac y ayudándole en la tarea de recoger libros, si bien ahora se lo tomaba con más calma, para no cansarse indebidamente. De todos modos, él procuraba sustituirla en muchas cosas que hasta entonces siempre había hecho la muchacha, como era la comida, puesto que algunos olores la repugnaban. Como ella decía:

—Me estoy volviendo melindrosa.

Y después pasó por una etapa de melancolía y de lágrimas. Sin causa aparente, los ojos se le humedecían y, si bien procuraba contenerse, a veces sufría grandes accesos de llanto. Dídac asistía a aquellas alteraciones iimpotente, sin saber qué hacer ni cómo distraerla. Y más le desconcertaba el que evocara, como hacía a veces, a su madre, la cual, lloriqueaba, le hubiera hecho compañía y dado consejo. Estaba tan desamparada...

—Me tienes a mí, Alba.

En aquellos momentos, sin embargo, la presencia del muchacho no le era de ningún consuelo, y él, que se sentía rechazado, se entristecía hasta el punto de faltarle las palabras. Mudo, tenía que esperar a que ella se desahogara.

Y había otros días, en cambio, en los que se despertaba muy lánguida y tierna, devorada por una absorbente sensualidad, como si toda ella fuera una zona erógena sin solución de continuidad que vibraba con una fiebre sostenida y voluptuosa. Entonces le abrazaba y le llenaba de besos.

Dídac se preocupaba un poco ante aquellos ojos que brillaban como deslumbrados por una claridad interior y ante aquella desazón que, al fin y al cabo, se le contagiaba porque Alba, incluso con un hijo en su vientre, era cada día más y más hermosa, y él la amaba. Y en aquellos momentos el amor se convertía en una llama devoradora que Alba, sin proponérselo, por una necesidad instintiva de expresarse, alimentaba con sus susurros, con sus suspiros de hembra que se realiza en una vocación de la carne.

Y también había días en los que se levantaba terriblemente malhumorada y todo lo encontraba mal y le gritaba y le miraba con una expresión hostil, como si fuera culpable de algo, y solamente lo fuera él. Era capaz de quedarse horas enteras en un rincón de la roulotte, irritada y entonces tan quieta que Dídac, temeroso de una explosión, prefería desaparecer discretamente.

Era como si en su persona hubiera tres Albas diferentes que se iban sucediendo sin orden y de una forma tan imprevisible que el comportamiento de la víspera no era ninguna garantía del comportamiento del día siguiente.

Pero él lo aceptaba sin hacerle recriminaciones, como si una sabiduría que no provenía de él, sino de la raza, le hubiera preparado para todos aquellos cambios. Ella volvería a ser la que había sido y aquella era, simplemente, la prenda que pagaban por el hijo que mientras tanto iba madurando.

Y fue pasando el invierno y vino la primavera. Ahora Alba ya estaba de seis meses y cada día se examinaba las piernas por si se le hinchaban. Sabía que en un mundo normal hubiera debido hacerse analizar la orina y, ahora, ella misma lo hubiera hecho si hubiese encontrado algún libro con una descripción suficiente de la técnica que había que emplear, pero los textos de que disponían solamente aludían a aquello, sin detallarlo. Por suerte, solamente se le hinchaba el vientre; los pechos aún no habían sufrido cambio alguno, lo cual no dejaba de preocuparla, porque le parecía que, a esas alturas, ya hubiera debido tenerlos un poco más grandes. Alguna vez, pues, se quejaba:

—Con tal de que no me falte leche...

Y como previsión, por si se confirmaban aquellos malos presagios, Dídac dedicó muchas horas y muchos esfuerzos a la búsqueda de biberones y de botes de leche que no se hubiesen hinchado, señal ésta de que el producto se había estropeado.

No cometió el error de ir a Barcelona, sino que dedicó sus esfuerzos a los pueblos de los alrededores donde, gracias a la modestia de una buena parte de los edificios, era más fácil encontrar tiendas poco derruidas, si bien los años transcurridos habían hecho que se desplomaran los techos y muros que, en un primer momento, habían resistido.

Buscaba en tiendas de alimentación y en farmacias, y al cabo de casi un mes había reunido una cincuentena de botes, cuya concentración habría que rebajar, y media docena de biberones, un número más que suficiente, decidió Alba, para cubrir todo el período de lactancia.

Y al mismo tiempo, Dídac buscaba espéculos y sondas por si el parto presentaba alguna complicación y había que intervenir. Algunos libros de obstetricia advertían de la posibilidad de que, a veces, quedara un fragmento de placenta en el interior, y de la necesidad de limpiarla inmediatamente a fin de evitar hemorragias que podían ser fatales. Todo esto, aunque pareciera muy sencillo, preocupaba mucho a Dídac; no veía como, sin ningún tipo de práctica, podría salirse de todo aquello sin lesionar ningún órgano de la muchacha. Comentaba:

—Es todo tan delicado...

Ella le tranquilizaba:

—Lo parece más de lo que es, ya lo verás. O no lo verás, porque a buen seguro todo irá bien. Para las mujeres, dar a luz es una cosa natural.

Pero el muchacho no estaban tan convencido. Es decir, podía ser natural, pero los libros enumeraban una cantidad tan grande de problemas posibles que bastaban para atemorizarse de verdad.

Y ahora Alba ya no le acompañaba en sus salidas por miedo a perjudicar a la criatura con las sacudidas constantes del vehículo, ya que, una vez en los pueblos, siempre circulaban sobre escombros y no había, como quien dice, un palmo de terreno llano. Se quedaba en casa, donde para entretenerse, si estaba animada, recomenzó una vez más el cultivo del huerto. Sabía, de todos modos, que difícilmente medraría ninguna verdura. Los insectos y las aves eran demasiado abundantes como para que sirviera de nada perseguir a los primeros y poner espantapájaros para ahuyentar a los segundos. Y, al cabo de unas cuantas pruebas, también se convenció de que era inútil combatirlos con la esfera mortífera; cierto que caían a docenas, pero al cabo de dos minutos los árboles volvían a estar llenos de ellos. No había la menor duda de que, de momento al menos, ellos habían heredado la tierra.

Y un buen día se dieron cuenta de que, desde hacía meses, de hecho desde que sabían que estaba embarazada, no hablaban casi de nada más que de la criatura y de todo aquello que se relacionaba con su próximo nacimiento. Y es que para ellos, como dijo Alba, era un acontecimiento histórico a nivel personal y a nivel colectivo. Y sobre todo, existía el hecho de que estaban solos, desprovistos de toda asistencia profesional; era natural que hicieran un castillo de todo ello, pese a haber querido aquel embarazo y aquel hijo. Y reflexionaban:

—Con los otros que vendrán después será distinto; ya nos habremos acostumbrado.

Por otra parte, Alba estaba contenta de haber quedado embarazada en el momento en que lo estuvo, ya que así la criatura nacería de cara al verano, con cinco o seis meses de buen tiempo por delante. En las condiciones en que vivían, aquello era importante.

Y tan pronto como los días fueron un poco más cálidos, bajaron a la playa, donde una mañana Dídac trajo la barquita con el Benaura, si bien condujo inmediatamente el remolcador al muelle, a donde durante todo el invierno había acudido de vez en cuando a fin de mantenerlo en buen estado; un día u otro volverían a navegar.

Escogieron un rincón relativamente abrigado y, como había hecho el día de la tempestad, cuando costeaban la península italiana, clavó unas cuantas estacas en la arena, esta vez bien profundas y sólidas, a fin de que las mareas no se llevaran la menuda embarcación.

Le gustaba remar un rato, sin alejarse demasiado, pero Alba, en su estado, prefería quedarse en la playa, y solamente en días particularmente tranquilos, cuando casi no había olas o eran muy mansas, entraba en el agua, que allí era muy poco profunda.

Desnuda, sin ni siquiera un simple bikini, a ella misma le resultaba difícil reconocerse en aquella masa de carne que, aún conservando un torso delicado y grácil, se desparramaba en el abdomen formando un bulto que, según ella, le daba un aspecto grotesco.

Pero Dídac, que no era del mismo parecer, le decía:

—A mí me gustas.

Y se lo probaba.

Y no fue mucho después de iniciar aquellas salidas a la playa cuando los dos observaron como se le llenaban los pechos; fue una transformación que tuvo lugar casi de un día para otro y que en seguida se acentuó. Pronto los tuvo tan hinchados que le dolían y un día, tocándoselos, incluso se desprendió una gota de leche. Dídac se echó a reír pensando en aquel acaparamiento tan laborioso de botes y de biberones, y dijo:

—¡El pequeño va a tener más de la que necesita!

Y ella, que tanto había sufrido por ello, ahora se lamentaba:

—Me voy a quedar como una ama de cría...

Y durante aquellos últimos tiempos no tan sólo le habían pasado todas las molestias físicas de meses atrás, sino que ya no tenía tampoco aquellos bruscos cambios de humor que la llevaban del llanto a la ira. Confesaba, un poco sorprendida, que nunca se había sentido tan bien, y un día añadió casi seriamente que estar embarazada la probaba.

—Lo cual es una buena suerte, porque me pasaré así toda la vida.

—Toda la vida quizá no, Alba. Solamente podrás tener hijos hasta los cuarenta y tantos años, según he leído.

—¿Y te parece poco? Echa cuentas... A hijo, digamos cada año y medio, podemos tener una veintena. ¿Qué dices a eso?

Dídac se echó a reír.

—Digo que, cuando tengamos los últimos, los primeros ya habrán empezado por su cuenta...

Y cuando entraron en el último mes, hicieron un repaso de las cosas que necesitaban, y les pareció que no les faltaba nada. Durante sus correrías, Dídac se había procurado también, y espontáneamente, sin que la muchacha se lo tuviera que decir, una cuna y un montón de prendas de ropa infantil que, de todos modos, de momento no serían apenas aprovechables; de una farmacia había traído un gran cargamento de gasas y de algodón hidrófilo en paquetes donde decía «esterilizado», y de un almacén de ferretería recogió un barreño y una tina que Alba calificó de reliquias, porque eran de cinc.

Fue casi a última hora cuando cayeron en la cuenta de un olvido: ¡no tenían polvos de talco! Pero no fue problema; ahora Dídac estaba tan familiarizado con una extensa geografía de farmacias que, al cabo de una hora de haberse dado cuenta, ya volvía con un cajón lleno de botes. Divertidos, dijeron que tendrían al menos para los cinco primeros hijos.

Y tan sólo con seis días de retraso sobre la fecha prevista, a la muchacha se le presentaron una noche los primeros dolores. Sabían que podían durar horas, pero Dídac, que desde hacía una semana conservaba una hoguera encendida día y noche no muy lejos de la roulotte, le añadió un gran manojo de leña seca y puso a hervir olla tras olla de agua que después echaba en la tina y, cuando la tuvo llena, en el barreño. Sacó el botiquín donde guardaban los instrumentos médicos y, sujetándolos con unas tenazas por los extremos, los esterilizó directamente al fuego antes de dejarlos en un cacharro de aluminio en el que quemó una cuarta parte de una botella de alcohol.

Cuando lo tuvo todo listo, extendió una sábana limpia, sin estrenar, entre dos piedras escogidas con anterioridad, y a continuación acercó la cuna. Abrió un paquete de gasas y otro de algodón, y se le veía tan atareado que Alba, de pie y desnuda al lado de la roulotte, porque no sabía estar sentada, aún tuvo el suficiente humor como para hacerle observar que únicamente le faltaba una bata blanca para parecer un médico a punto de abrir a alguien.

Y como que ahora ya era totalmente oscuro, el muchacho sacó el quinqué de la roulotte y lo colocó cerca de las piedras, ya que el fuego estaba demasiado lejos y su resplandor era demasiado caprichoso como para iluminar aquel lugar del modo que él quería.

Entonces volvió al lado de Alba, la cual, pese a que no llevaba ni una pizca de ropa, estaba empapada en sudor de la cabeza a los pies; la noche era muy calurosa, sin un soplo de aire, y eso se añadía a su malestar, puesto que, aunque se jactara de valiente, se la veía sufrir y de vez en cuando se contorsionaba bajo el dolor que laceraba su vientre.

El muchacho sujetó su mano, se la apretó, y le besó la mejilla.

—¿Crees que va a tardar mucho?

Y aún transcurrió casi una hora antes de que, habiendo roto aguas, le pidiera que la acompañara hasta las piedras, entre las cuales se acuclilló, sostenida por él. Había leído en un texto escrito por un tocólogo que la posición más natural para dar a luz era agachada, con los muslos bien abiertos, y que así solían parir las mujeres hasta el siglo XVI, cuando, para comodidad de los médicos, comenzaron a hacerlo tendidas boca arriba. Y entonces, un poco románticamente, había pensado en tenerlo fuera, sobre la tierra, como un fruto más de ella, que les alimentaba.

Pero ahora resultó que las piedras en las cuales pensaba apoyarse más bien le molestaban, de modo que Dídac tuvo que apartarlas y ella se abrió más de piernas, casi arrodillada y con las manos planas apoyadas en el suelo, delante suyo.

Y casi en seguida, gimió y dijo:

—¡Ahora!

Dídac, fascinado y con el corazón tan desbocado que le dolía, asistió a las convulsiones y vio como la vulva se dilataba como si fuera de goma y se abría en un salvaje arco para dar paso a la cabeza de una criatura que resbalaba fácilmente entre las paredes que la expulsaban.

Alargó las manos, aprisa, mientras ella volvía a gemir, y la recogió antes de que tuviera tiempo de tocar el suelo. Era una cosa gelatinosa y repugnante, sujeta por el cordón umbilical a la invisible placenta, retenida en el interior.

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