Mecanoscrito del segundo origen (17 page)

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Authors: Manuel de Pedrolo

Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil

Alba gimió otra vez, con las piernas temblándole, y el muchacho, sin soltar al recién nacido, con la otra mano abierta presionó a ambos lados del pubis; la masa oscura, como sanguinolenta, se desprendió con un plof, y la muchacha, exhausta, cayó de rodillas.

Y Dídac, que sudaba tanto como ella y casi estaba mareado de angustia, se apoderó de las tijeras, cortó el cordón para hacerle el nudo del ombligo y, alzándose, giró boca abajo a la criatura y le administró unos golpecitos en las nalgas; la criatura lloró. Era un niño.

Dídac, como si tuviera envidia, estalló también en sollozos.

Y Alba, que le había dicho que no se ocupara de ella hasta después de haber lavado y empolvado al pequeño, siguió un rato a cuatro patas, respirando fuertemente y con la vista alzada hacia el muchacho y su hijo; pero casi no los veía, impresionada aún por aquello que acababa de ocurrirle y que no sospechaba que fuera posible. Ahora sabía algo que no le había dicho nadie, que jamás había leído en ningún texto especializado: que, en el momento de ser madre, una mujer puede conocer un gran éxtasis voluptuoso.

Estaba aturdida y, a la vez, era intensamente feliz.

Y cuando él dijo, con voz aún estrangulada, que era un macho, la muchacha sonrió, sin contestar, y fue tendiéndose sobre la sábana, donde se quedó hasta que Dídac la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la roulotte. Ahora le fallaban las piernas, pero se sentía terriblemente bien en aquel cuerpo suyo que ya no pesaba, y se tendió con gesto lánguido una vez el muchacho la hubo lavado superficialmente, tan sólo con agua.

Entonces dijo:

—Tráemelo.

Dídac salió a buscarlo y, cuando volvió, con cuna y todo, Alba se había dormido.

Y el niño, que parecía robusto y tenía un rostro del todo arrugado, era del color exacto que el muchacho había deseado, ni blanco ni negro, sino de un moreno de sol que seducía.

Se orientó muy aprisa hacia el pecho de Alba y, sin tener que monear mucho, acertó el pezón, que empezó a mamar casi por sí mismo, tan llena de leche estaba la muchacha.

Dídac, sentado a los pies de la cama, contemplaba a la madre y al hijo, unidos en un abrazo, ya que el pequeño también había alzado débilmente las manos hacia el seno, y ahora le parecía más increíble todavía que antes que fueran tres.

Y a la mañana siguiente, cuando Alba quiso levantarse y reemprender la vida normal porque, como decía ella, aquello no le había costado nada y había dado a luz con una facilidad de animal, tomó un cuaderno que tenía preparado, escribió en él el nombre de Dídac y el suyo, seguidos de la fecha de nacimiento según el calendario bajo el cual habían vivido hasta el día del cataclismo, trazó una línea y, un poco más abajo, puso «Mar», y entonces se detuvo al oír a Dídac que decía:

—Ponle tu apellido.

Y cuando ella lo miró, sorprendida, ya que nunca se le había ocurrido alterar una norma que le parecía natural, por no haber conocido ninguna otra, el muchacho le explicó:

—Esta noche he pensado mucho en esto. Los hijos tendrían que llevar el nombre de la madre.

—¿Lo dices porque tú llevas los de la tuya? No es lo mismo.

—No, no es por eso. Es porque eres tú quien lo ha llevado nueve meses y lo has parido.

Ella objetó:

—¡Pero es de los dos!

—Por supuesto. Ponle tu apellido, y después el mío.

A continuación de Mar, pues, escribió «Clarés y Ciuró». Y entonces, por primera vez, puso la fecha del nuevo calendario.

Y el vientre de Alba, que se había vuelto fláccido, como si le sobrara piel por todos lados, fue recuperando la lisura de antes del embarazo, y al cabo de poco tiempo su cuerpo volvía a ser tan armonioso que nadie hubiera dicho que acababa de dar a luz. Lo delataban tan sólo los pechos, más amplios y de un balanceo reposado y contenido cuando se desplazaba de un lado para otro. Dídac decía:

—¡Y pensar que antes yo veía a todas las madres como viejas!

—Entonces eras pequeño.

—Debe ser eso. Y tampoco las veía desnudas. Y de pronto preguntó:

—¿Crees que nos tendríamos que vestir, cuando sea un poco mayor?

—¿Por qué? Más vale hacer como ahora, que nos vestimos cuando tenemos frío, y basta.

—Y, para amarnos, ¿nos ocultaremos?

Alba reflexionó unos segundos, mirando al niño.

—No sé qué decirte, Dídac. Ya que tenemos ocasión de empezar de nuevo, más valdría hacerlo sin hipocresías; es un acto natural, ¿no? Pero... pero me temo que me sentiría cohibida. ¿Y tú?

—Sí, yo también.

Y ahora sustituyeron otra vez las lecturas, y de los libros de ginecología y obstetricia pasaron a los de puericultura; pero naturalmente resultó que estaban escritos para una gente que vivía en una civilización ahora desaparecida y muchas de las cosas que decían no les servían y casi les hacían reír. Acabaron por centrarse únicamente en las partes o capítulos que se referían a enfermedades infantiles, sobre las cuales, de todos modos, Alba tenía ya una preparación. Confiaba, sin embargo, en que no necesitaría tener que poner a prueba su ciencia en nada grave, puesto que llevaban una vida sana, al aire libre, y el peligro de las mismas infecciones procedentes de la putrefacción de tantos cadáveres hacía ya tiempo que había pasado, y el pequeño no asistiría jamás a ninguna escuela ni jugaría con otros niños. Era así, leía, como se transmitían antes muchos gérmenes y se difundían algunas epidemias. El peligro de un contagio de persona a persona quedaba, pues, prácticamente anulado.

Y tan pronto como les pareció que podían hacerlo, a los quince días del nacimiento del pequeño, volvieron a bajar a la playa, deseosos de no perderse ni un ápice de aquel verano que ahora empezaba. De un chalet, Dídac recogió un magnífico parasol con unas prolongaciones de tela por los lados que permitían cerrarlo como una caseta y lo plantó casi a la orilla del agua, pero después ocurrió que lo utilizaban poco, ya que cuando les apetecía la sombra preferían situarse entre los pinos, donde también Mar parecía más contento, quizá porque se distraía más allí cuando no dormía, que era casi siempre, con el leve movimiento de las ramas que le servían de dosel.

Alba se pasaba casi todo el tiempo a su lado, vigilando que una rendija entre el ramaje no hiciera incidir demasiado sol en sus ojos, o jugando con él y dándole el pecho a horas regulares, como recomendaban los textos, pero de vez en cuando emergía de aquella penumbra y atravesaba la arena envuelta en aquel bikini que ahora volvía a llevar, coquetamente, y Dídac, que la esperaba al borde de las olas, la arrastraba hacia el mar o la abrazaba y la hacía caer para rodar con ella, y, alguna vez, arrancarle aquella prenda blanca que la muchacha se dejaba arrebatar riendo antes de besarle con una embriaguez que les hacía recordar los días de Capri, de Taormina...

Y como se encontraban tan bien en aquel lugar, al cabo de unos días decidieron instalarse allí hasta el otoño. Escogieron un chalet edificado en terreno llano, que era el mejor conservado, ya que tan sólo tenía unas cuantas goteras como vieron el primer día que llovió, lo limpiaron, sin olvidar los dos cadáveres que había en él, para que fuera más habitable y, dos veces a la semana, Dídac volvía al campamento a buscar agua, ya que allí no la había que fuera potable.

En una de sus salidas por el vecindario descubrió, al pie de la carretera, un supermercado que les aprovisionó de muchas cosas durante aquel tiempo, pero ahora cada vez encontraban más botes hinchados o que el abrirlos olían mal. Se daban cuenta de que, por abundantes que fueran aún los productos alimenticios a su alcance, aquella fuente de provisiones acabaría por agotarse y deberían, por lo tanto, hacer un esfuerzo más serio que hasta entonces cultivando la tierra.

De momento, sin embargo, como al fin y al cabo les sobraba fruta, lo iban aplazando hasta la otra estación.

Y fue precisamente por aquel entonces, poco después de instalarse cerca de la playa, cuando Dídac se convirtió en cazador. A menudo habían pensado en la caza, pero nunca habían sabido encontrar ninguna escopeta, ya que había pocas armerías y dos que habían visto en Barcelona estaban demasiado derrumbadas como para intentar entrar en ellas.

Ahora, sin buscarla, el muchacho descubrió una en el antiguo pueblo de Gavá, donde le fue posible apoderarse no sólo de un par de armas de aquel tipo, sino de una buena cantidad de cartuchos de perdigones con los cuales comenzó a entrenarse disparando contra las gaviotas que se acercaban a la playa y los pájaros que poblaban el bosque de la urbanización.

Él y Alba, al fin y al cabo criados en una población de tierra adentro, pensaban en perdices y codornices, que eran el tipo de caza que allí abundaba, pero en la costa no las había y sabían que si querían cazarlas tendrían que internarse tierra adentro. También lo dejaron para el otoño.

Y ahora, en días de bonanza especial, hacían también alguna salida al mar, sin alejarse demasiado. En esas ocasiones se trasladaban con el jeep a Barcelona, embarcaban en el remolcador y terminaban dirigiéndose hacia alguna cala particularmente atractiva, donde se quedaban hasta media tarde. Al pequeño debía gustarle navegar, ya que, cuando entraban en el mar, nunca lloraba. Dídac encontraba extraordinariamente hermoso ver a Alba sentada en la popa, con el hijo en brazos, sobre todo cuando la criatura se le colgaba a los pezones. Más de cuatro veces los fotografiaba entre el aire y el agua a fin de hacer duradera la imagen de aquella madre tan joven, apenas salida de la adolescencia, gravemente inclinada sobre el bebé que mamaba sin dejarse distraer por el clic de la máquina.

Y el muchacho aprovechaba esas salidas para visitar los pueblos cerca de los cuales desembarcaban, si es que había alguno, cosa que casi siempre sucedía, en aquella costa donde los pueblos casi se tocaban, y fue así como una tarde volvió a la playa con una gallina. No habían vuelto a ver ninguna desde que dejaron la comarca natal, pero en otros lugares debían haber quedado algunos ejemplares, y ahora allí tenían la prueba.

La había oído cacarear antes de verla, y estuvo a punto de escapársele, o quizá se le escapó, de hecho, porque el animal, al huir, le condujo hasta otro lugar donde había al menos una docena; pudo acorralar a una de ellas, la de antes u otra, en un pequeño terreno mal cerrado por una pared que debía haber sido la de un huerto, al lado mismo de una casa baja, en la cual debían dormir las aves porque estaba llena de excrementos.

Alba le preguntó:

—¿No has visto ningún gallo?

No se había fijado, pero cabía suponer que sí, que había alguno; sin gallos, a aquellas alturas ya no habría gallinas. La que ellos llamaban la generación de la catástrofe no podía haber sobrevivido tantos años.

Y al cabo de dos días, después de haber preparado una especie de jaula provisional, volvieron al pueblecillo con una red de pescador y los tres, porque no podían dejar al niño, se encaminaron hacia el huertecillo. Esta vez, sin embargo, las gallinas, que estaban dispersas, no se dejaron coger y, para no acabar de asustarlas, decidieron retirarse y esperar a la noche, cuando fueran a cobijarse.

Prácticamente a oscuras, consiguieron atrapar a tres en la red y, cuando las tuvieron seguras, se dedicaron a un registro que les proporcionó ocho huevos.

Después vieron que eran animales jóvenes, y que las tres no eran gallinas; entre ellas había un gallo agresivo e indignado, que les plantaba cara como un chulo.

Y las metieron en una jaula provisional mientras iban a buscar otra más grande que tiempo atrás habían visto en una masía cerca del campamento. Era de maderas alistonadas, y debía haber sido de palomos, pero en ella cabían holgadamente una docena de gallinas. Olvidando momentáneamente la playa, reclavaron los listones que flojeaban o se habían desprendido y, a media altura, fijaron otras maderas para que las aves pudieran trepar.

Mientras tanto, el gallo, nervioso, no dejaba de montar a las gallinas y, puesto que éstas seguían poniendo, se prometieron una nidada de pollitos, si la una o la otra se decidía a ponerse clueca.

Y ahora volvieron a quedarse en el campamento a fin de cuidarlas y salvar todos los huevos, que recogían. Pero al cabo de una semana Alba pensó que, si hasta entonces habían ido naciendo pollitos sin ayuda de nadie, quizá valiera la pena no tocarlos y dejarlo todo al instinto de las gallinas.

Y acertó, puesto que casi en seguida, cuando los animales estuvieron un poco aclimatados a la jaula, una de ellas empezó a mostrarse un poco extraña, como inquieta, y al cabo de tres días ya incubaba cuatro huevos. La muchacha, como quien no hace nada, le metió otros tres debajo del culo. El pobre animal estaba tan enfebrecido que ni siquiera se movió.

Puesto que no iban a poder tener tantos animales en aquella jaula, donde estarían demasiado apretados por grande que fuera, Dídac, renunciando casi definitivamente a la playa, acudió a la ferretería que ya conocía, sacó de ella unos rollos de alambre y, después de haber escogido el lugar, a continuación del huerto, clavaron estacas a fin de construir un cercado.

Con la intención de que las gallinas tuvieran un lugar donde resguardarse, decidieron que colocarían la jaula de palomos dentro, ya que tenía techo.

Y todos aquellos trabajos, que para ellos no eran sencillos, les ocuparon tantos días que, poco después de haber terminado, ya nacieron los pollitos. Solamente les falló un huevo, que quizá no había sido fecundado. Y entonces empezó el auténtico trabajo.

Alba sabía que, en el pueblo, les daban moyuelo amasado, pero ellos no tenían, de modo que tuvieron que triturar maíz con unas piedras y mezclarlo, con agua, con sémolas de las que habían recogido hacía tiempo.

Y al ver que se lo comían y después empezaban a dar pequeños golpecitos con el pico en el suelo, quisieron hacer una prueba y, un día, dejaron la puerta del cercado abierta.

Todo fue tal como habían imaginado; la clueca salió, con los polluelos desplegados detrás suyo y, fuera por eso, fuera porque los animales adultos ya se habían acostumbrado a aquel ambiente, ninguno de ellos intentó huir. El gallo ni siquiera llegó a separarse más de dos metros del corral; aparentemente, había descubierto un nido de gusanos, del que seguidamente tuvo que expulsar a una otra gallina, que se lo disputaba.

Y ahora cada mañana les despertaba el canto del gallo, que era muy escandaloso.

El primer día que ocurrió se alzaron de la cama con la impresión, inmediatamente disipada, de que salían de una pesadilla y se hallaban en el pueblo, en la cama de su casa. ¡Hacía tantos años que no oían ningún gallo! Quizá por eso, al cabo de un rato se pusieron a hablar de la vida de antes, en Benaura; o más bien habló de ella la muchacha, porque Dídac pronto se quedó silencioso y después, cuando ella se lo hizo notar, dijo:

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