Read Mecanoscrito del segundo origen Online
Authors: Manuel de Pedrolo
Tags: #Ciencia ficción, infantil y juvenil
Aparentemente, la criatura era una hembra, ya que el sexo, muy protuberante y completamente desprovisto de vello, se parecía a una vulva. Quizá era la existencia de la bolsa marsupial lo que hacía que lo tuviera tan desplazado hacia atrás.
Y no fue hasta al cabo de un rato cuando Alba distinguió la pequeña esfera que había rodado hasta cerca de una piedra al desprenderse de las manos de la criatura.
Porque inmediatamente comprendió que era el objeto sobre el cual había incidido el sol, hacía poco.
Mirándolo, al principio sin atreverse a recogerlo, vieron que había un pequeño botón, no más grueso que una lentilla, y a un cuarto de círculo de distancia, un orificio aproximadamente de las mismas dimensiones. Su manejo parecía lo suficientemente claro como para que Dídac dijera inmediata mente:
—Ya sé como funciona. Pulsas ese botón y la bala se dispara por el agujero. ¿Lo probamos?
Pero no era tan sencillo, puesto que antes de poder hacer funcionar el arma necesitaron aún descubrir otro lugar de la esfera donde había que apretar para que el botón se hundiera. Era un dispositivo de seguridad.
El ingenio, por otra parte, no disparaba balas; de él brotó un haz de rayos que se abría en abanico y, silenciosamente, en un momento, calcinó los dos árboles situados a ocho o diez metros y hacia los cuales lo apuntaron. No había la menor duda de que se trataba de un arma terrible, pero no sabían cómo cargarla ni con qué; la esfera no tenía fisuras por donde pudiera abrirse.
Y aquella misma noche, antes de que oscureciera, cavaron una fosa a poca distancia del huertecillo y sepultaron a la criatura venida de otro mundo. Mientras la transportaban, se dieron cuenta de que casi no pesaba nada pese a que, aun teniendo un cuerpo corto, era robusta. También les llamó la atención el que las antenas, o lo que fuesen, se hubieran encogido hasta convertirse en una especie de oreja.
Encima de la tumba colocaron un montón de piedras para que el lugar quedara señalado para siempre. Probablemente, dijo Alba, era el primer extraterrestre enterrado en nuestro planeta.
Y puesto que no sabían si podía haber otras criaturas de aquella especie por los contornos y ya hacía buen tiempo, decidieron volver al bosque, a la cueva cerca del riachuelo, donde estarían más seguros. Eso suponía perder buena parte de los frutos de su trabajo en el huerto, pero ambos convinieron que no podían exponerse a quedarse en la masía. Los alienígenas, de haber más, podían sentirse atraídos por las casas, principalmente si cerca de ellas veían tierra cultivada; pero no era de esperar que, por gusto, se adentrasen en la montaña.
Se llevaron, pues, las cosas más indispensables, y al cabo de dos días, después de tres viajes, se instalaron para todo el verano en sus antiguos dominios, donde reanudaron la vida de antes, muy conscientes de que, fueran como fuesen las cosas, todo aquello era provisional. Por eso, esta vez no se preocuparon de reunir reservas de comida; cuando empezara el otoño, se irían.
Y durante todo aquel tiempo, sólo dos veces, con un mes de distancia entre una y otra, bajaron a la masía donde, a modo de cebo, habían dejado aquel objeto que ellos llamaban el reloj. Suponían que si algún compañero del muerto llegaba hasta allí, se lo llevaría. Y las dos veces estaba, sin señales de que nadie lo hubiera tocado. Tampoco se veían pisadas extrañas, y la tumba del muerto no había sido removida.
Empezaron a creer que la criatura enterrada, náufrago del desastre que provocó la explosión, era el único superviviente. Eso no quería decir que, en otros lugares, no pudiera haber más seres de aquellos. Pero tenían el consuelo de saber que eran mortales y que podían ser vencidos.
Alba, una muchacha de dieciséis años, virgen y morena, pisó el acelerador con el fin de que el vehículo superara la pendiente de los últimos cien metros de camino y, arriba, giró hacia la izquierda. Poco acostumbrada al tractor, parecía como si quisiera ayudarlo con su propio esfuerzo y por eso se inclinaba hacia adelante con los músculos tensos y la boca ligeramente entreabierta, anhelante. Una vez en la carretera, sin embargo, se relajó.
Pasaron por las afueras de Benaura sin detenerse, con un breve vistazo a las ruinas que, más adelante, se repetían monótonamente, esparcidas bajo el sol que les acompañaba en el viaje, aún pujante. Ambos llevaban shorts y la muchacha una camisa de manga corta desabrochada sobre los pechos, dorados por el verano. Dídac, tras ella, sujetaba un máuser entre las manos; el otro descansaba a los pies de Alba.
Pero no era probable que necesitaran servirse de las armas. Tras los parabrisas de los coches sobre los cuales habían pasado dos años de sol y viento, no había más que esqueletos caídos contra el volante o encima del asiento, y los campos y los pueblos eran desiertos surcados, en el aire, por los pájaros que perseguían invisibles insectos. No se observaba ninguna otra presencia animal.
Y al llegar a la carretera general, donde un cartel, en el cruce, indicaba las direcciones, comprobaron el acierto de haber elegido el tractor, ya que inmediatamente se vieron obligados a desviarse hacia las fincas que la orillaban. En muchos lugares, los coches y camiones se habían visto sorprendidos en el momento de adelantarse, o había pequeñas caravanas que, al coincidir procediendo de lados opuestos, ocupaban prácticamente toda la anchura del asfalto. De vez en cuando, casi siempre junto a la cuneta, encontraban motos caídas, cuyos ocupantes yacían con una pierna aprisionada bajo la máquina y el casco protector envolviendo el cráneo de la calavera. La ropa, más duradera que la carne, cubría a menudo los huesos o las pieles resecas, como curtidas, con sus harapos deslucidos por la intemperie, y en muchas falanges o sobre los esternones relucían aún anillos y collares.
El cementerio de vehículos y de personas se prolongaba kilómetro tras kilómetro entre breves interrupciones que quedaban compensadas por concentraciones increíbles, donde los coches habían avanzado hasta tocarse el uno con el otro, o bien, a medio camino de una subida, habían ido rodando hasta el llano, donde a menudo se amontonaban entremezclándose huesos y chatarra. En un lugar, un pesado camión había aplastado a tres turismos cargados de gente y, en una curva, un coche remolque, una furgoneta cargada de máquinas de escribir y dos motos, se habían desplomado a un barranco.
Alba y Dídac, impresionados, apretaban los dientes, sin atreverse a hablar.
Y junto a las casas de los pueblos, o lo que habían sido casas y pueblos, había los cadáveres de la gente sorprendida en su ir y venir, hombres, mujeres y niños que habían caído en las aceras, o cruzando la calle. En una plaza se veían todavía los restos de cinco o seis cochecitos de niño cerca de los bancos de piedra donde se habían sentado las madres o las niñeras, ahora convertidas en esqueletos tan inidentificables como los huesos esparcidos por el césped, donde un día habían sido niños y niñas que jugaban y corrían.
Pies y piernas descarnados asomaban por las montañas de cascotes bajo los cuales yacían los cuerpos y, en un pueblo, donde debía haber sido fiesta mayor, se alzaba una plataforma con sillas de hierro e instrumentos de música aún aferrados por manos esqueléticas delante de una terrible mezcolanza de cadáveres enlazados; debía haber habido más de cien personas, entre bailarines y espectadores.
El tiempo se había llevado consigo las miasmas y los hedores, y por todas partes la atmósfera era limpia pese a la temperatura, alta para un día de otoño. Sólo quedaba ya la materia no putrescente, los huesos, los tendones y los cartílagos que se irían convirtiendo en polvo en un proceso largo, de años o de siglos.
Y en ningún lugar había la menor señal de vida, ya fuera de terrícolas o de alienígenas. El tractor, ahora conducido por Dídac y con Alba al acecho, con el fusil, atravesaba las calles y las plazas o rodeaba los pueblos por los arrabales sin ninguna voz, sin ningún grito que se alzase de entre los escombros al oír el rumor vivo, casi escandaloso, del motor.
Y entre pueblo y pueblo, en los campos donde de vez en cuando se distinguían un tractor y el esqueleto humano que inevitablemente lo acompañaba, tampoco había ninguna mancha de cultivo reciente, ninguna indicación, por pequeña que fuera, de una actividad ordenadora, humana. En muchos lugares, los hierbajos densos y ufanos se enseñoreaban de los bancales de árboles frondosos y despeinados que nadie podaba, y los mismos caminos de carro empezaban a cubrirse de plantas que los desdibujaban y terminarían borrándolos.
El motor roncaba en la soledad.
Y Alba, con el máuser entre las manos y la pequeña esfera mortífera en el bolsillo de la camisa, lloraba; unas lágrimas silenciosas trazaban surcos en sus morenas mejillas y se deslizaban cuello abajo, hacia los pechos que las sacudidas del tractor hacían oscilar. Nada de aquello le resultaba nuevo, pero no había tenido suficiente imaginación como para evocar tantos kilómetros de ruinas, de cadáveres, de soledad. Era mucho peor que un desierto; la compañía de todas aquellas piedras que habían sido casas y de todos aquellos esqueletos que un día habían sido gente viva, no creaban un yermo, sino un vacío.
Instintivamente, apoyó una mano en el hombro de Dídac, el cual, como si fuera un hombre y no el muchacho de once años que era, separó la suya del volante y se la acarició.
Y a últimas horas de la tarde, aún con luz del día, se detuvieron a pasar la noche en un chalet, a dos o trescientos metros de una gasolinera en la que acababan de renovar su provisión de combustible. Era una construcción baja, casi intacta, puesto que tan sólo había perdido parte del tejado y un trozo de pared, y debía pertenecer a gente de ciudad que normalmente no vivía en ella. Había una chimenea y la encendieron, sin que fuera necesario, quizá para sentirse más acompañados o para tener un poco de claridad; hacía tiempo ya que las pilas se habían pasado.
Después de cenar, Dídac dijo de pronto:
—¿Cuántos años crees que serán necesarios para que en el mundo haya tanta gente como había antes?
—Si no queda nadie más, muchos; miles y miles.
—¿Y nos recordarán a nosotros, entonces?
—Quizá no. ¿Por qué lo preguntas?
—No lo sé; me gustaría.
—Dídac y Alba... Como Adán y Eva, ¿no?
—Sí. ¿No sería hermoso?
—Sí, sí lo seria.
Y se quedó soñadoramente pensativa.
Y a la mañana siguiente, al adentrarse en las primeras ciudades industriales que, de lejos, rodeaban Barcelona, comprendieron que, en materia de desastres, aún no habían visto nada. Aquí, donde ya había construcciones realmente elevadas, los escombros obstruían totalmente las calles principales, por amplias que fueran, y sepultaban a los vehículos que estaban circulando en el momento del cataclismo. En algunos lugares, el derramamiento era tan copioso que incluso resultaba difícil distinguir el trazado de las vías de tránsito. Los dos años transcurridos desde el ataque habían terminado de nivelar los escombros, si bien algún trozo de pared o de tabique seguía todavía alzando sus aristas como un brazo mutilado.
Hubieron de dar rodeos por las calles exteriores, donde en algunas puertas de las fábricas había camiones detenidos y cadáveres que aún conservaban, podría decirse, el gesto de ir a cargar o descargar una máquina, un fardo... En el patio de una escuela, que tenía las paredes intactas, quizá porque estaban reforzadas con armazón de hierro, un gran número de pequeños esqueletos indicaba que habían sido sorprendidos por la muerte a la hora del recreo.
Y se perdieron por callejuelas sin salida que les obligaban a retroceder y por caminos y carreteras de segundo orden que conducían hacia otros pueblos, hacia otras ciudades por las cuales no hubieran necesitado pasar y, una vez, directamente a un río que había perdido el puente, ahora aplastado contra el agua, que discurría mansa y somera...
A duras penas, equivocándose continuamente, encontraron al fin la carretera principal, donde el puente también se había derrumbado; pero más arriba, allá donde había una extracción de grava, un camino conducía a las profundidades del lecho del río y el tractor consiguió atravesarlo hasta la otra orilla, demasiado abrupta como para trepar por ella.
Tuvieron que hacerlo por unas huertas, llenas de cañas secas de maíz, y proseguir a través de una viña que se prolongaba hasta la carretera. Pero no pudieron subir a ella hasta mucho más adelante, y después aún tuvieron que volver a dejarla por culpa de una aglomeración de vehículos.
Y entre una cosa y otra, ya que no llevaban ningún mapa, pronto vieron que se habían extraviado, pues casi a la caída de la noche se hallaron a la vista de lo que debía haber sido la montaña de Montserrat. Las agujas, truncadas, se habían precipitado por las laderas, y la parte de arriba, donde había estado el monasterio, no era más que un montón caótico de rocas que hacían pensar en una convulsión geológica.
Una de las cabinas del aéreo colgaba sobre el abismo, probablemente retenida por uno de los cables, y dentro se veía como un muñeco medio doblado hacia el exterior. No muy lejos descansaba un autocar, ruedas arriba, y entre las rocas se distinguían, gracias a los prismáticos, más vehículos mal sepultados por el aluvión de piedras.
Aquella hecatombe les hizo sentirse más pequeños que nunca.
Y por la noche aún les faltaba un buen puñado de kilómetros para llegar a Barcelona. La oscuridad les obligó a detenerse cerca de un grupo de árboles donde había dos roulottes y una tienda de campaña. En el interior de uno de los vehículos encontraron dos cadáveres, aparentemente de un hombre y una mujer, pero los propietarios del otro, así como tres niños, habían muerto a la intemperie. Se instalaron allí para dormir en unas literas, cuyas ropas estaban llenas de polvo, y a la mañana siguiente, al levantarse, Dídac se pasó casi tres horas con el motor del coche que la remolcaba, hasta que consiguió ponerlo en marcha. Alba, fascinada por la roulotte, había dicho:
—Sería estupendo tener una casa así, transportable...
Hubo también que trabajar con las ruedas, por supuesto, pero el vehículo disponía de una bomba de aire y los neumáticos, excepto uno, que tuvieron que cambiar, lo retenían.
Acabaron de llenar el depósito con la gasolina del depósito del otro coche, donde además había dos bidones, y a las once, al terminar, reanudaron la marcha hacia la capital, la muchacha delante, con el tractor, y Dídac detrás, al volante del nuevo vehículo. No estaban seguros de conseguir llegar con él hasta Barcelona.