El mundo de Guermantes (47 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

—¡Ay, hija mía!, es espantoso esto de quedarse en cama con ese sol hermoso cuando quisiera una salir a pasearse; es que lloro de rabia contra vuestras prescripciones.

Mas no podía impedir el gemido de sus miradas, el sudor de su frente, el sobresalto convulsivo, reprimido inmediatamente, de sus miembros.

—No me duele nada, me quejo porque estoy en mala postura, siento que tengo el pelo revuelto, me dan náuseas, me he dado un golpe contra la pared.

Y mi madre, al pie de la cama, clavada a aquel sufrimiento como si, en fuerza de calar con su mirada aquella frente dolorida, aquel cuerpo que ocultaba el mal, hubiera debido acabar por llegar a éste y vencerlo, mi madre decía:

—No, mamaíta, no te dejaremos sufrir de esa manera; ya se encontrará algo, ten paciencia un segundo; ¿me dejas que te bese sin que te tengas que mover?

E inclinada sobre el lecho, doblándosele las piernas, medio arrodillada, como si, a fuerza de humildad, tuviera más probabilidades de hacer acoger favorablemente la apasionada donación de sí misma, inclinaba hacia mi abuela toda su vida en su rostro como en una custodia que le tendía, decorada con relieves de hoyuelos y pliegues tan apasionados, tan desolados y tan suaves que no se sabía si habían sido excavados por el cincel de un beso, de un sollozo o de una sonrisa. Mi abuela intentaba también tender hacia mamá su cara. Esta había cambiado tanto que, sin duda, si hubiera tenido fuerzas para salir, sólo se la hubiese reconocido por la pluma del sombrero. Sus rasgos, como ocurre en las sesiones de modelado, parecían afanarse, en un esfuerzo que la apartaba de todo lo demás, por ajustarse a cierto modelo que nosotros no conocíamos. Este trabajo de estatuario tocaba a su fin, y si el rostro de mi abuela había disminuido, se había endurecido igualmente. Las venas que lo surcaban parecían no las de un mármol, sino las de una piedra más rugosa. Inclinada siempre hacia delante por la dificultad para respirar, al mismo tiempo que replegada sobre sí misma por la fatiga, el rostro tosco, reducido, atrozmente expresivo, parecía, en una escultura primitiva, casi prehistórica, el rostro rudo, violáceo, rojo, desesperado, de la salvaje veladora de una tumba. Mas no estaba acabada toda la obra. Pronto habría que destrozarla, y luego bajar a esa misma tumba —que tan trabajosamente había sido velada, con aquella dura contracción.

En uno de esos momentos en que, según la expresión popular, ya no sabe uno a qué santo encomendarse, como mi abuela tosía y estornudaba mucho, seguimos el consejo de un pariente que afirmaba que con el especialista X… estaba todo arreglado en tres días. Las gentes de mundo dicen esto de su médico, y se les cree como Francisca creía en los anuncios de los periódicos. El especialista vino con su estuche cargado de todos los catarros de sus clientes, como el odre de Eolo. Mi abuela se negó en redondo a dejarse reconocer. Y nosotros, apurados por el médico que se había molestado inútilmente, accedimos al deseo que expresó de inspeccionar nuestras respectivas narices, que, sin embargo, no tenían nada. El doctor pretendía que sí, y que dolor de cabeza o cólico, padecimiento del corazón o diabetes, todo es una afección de la nariz mal entendida. A cada uno de nosotros le dijo: «Ahí tiene usted un cornete que me gustaría volver a examinar. No espere usted demasiado. Con unos cuantos toques de cauterio le despejo». Nosotros, claro está, pensábamos en muy otra cosa. Sin embargo, nos preguntamos: «Pero ¿despejar de qué?». En resumen, que las narices de todos nosotros estaban malas; el médico sólo se equivocó al ponerlo en presente. Porque desde el día siguiente, su examen y su cura provisional habían producido su efecto. Cada uno de nosotros tuvo su catarro. Y como el médico se encontraba en la calle con mi padre, sacudido por los golpes de la tos, sonrió ante la idea de que algún ignorante pudiera creer que el mal se debía a su intervención. Él nos había reconocido en el momento en que estábamos ya enfermos.

La enfermedad de mi abuela dio a varias personas ocasión de manifestar un exceso o una insuficiencia de simpatía que nos sorprendieron tanto como el género de casualidad gracias al cual las unas o las otras nos descubrían eslabones de circunstancias, e incluso de amistades, que no hubiéramos sospechado. Y las muestras de interés dadas por las personas que sin cesar venían a informarse nos revelaban la gravedad de un mal que hasta entonces no habíamos aislado suficientemente, separado de las mil impresiones dolorosas que sentíamos al lado de mi abuela. Avisadas por telégrafo, sus hermanas no se movieron de Combray. Habían descubierto un artista que les daba sesiones de excelente música de cámara, en cuya audición pensaban encontrar, mejor que a la cabecera de la enferma, un recogimiento, una elevación dolorosa cuya forma no dejó de parecer insólita. La señora de Sazerat escribió a mamá, pero como una persona de quien nos han separado para siempre unos esponsales bruscamente rotos (la ruptura era el dreyfusismo). En cambio, Bergotte vino a pasar todos los días varias horas conmigo.

Siempre le había gustado ir a anclar durante algún tiempo en una misma casa en que no tuviera él que hacer el gasto. Pero en otro tiempo era para hablar sin que le interrumpiesen; ahora, para guardar silencio largo rato sin que le pidiesen que hablara. Porque estaba muy enfermo: unos decían que de albuminuria, como mi abuela. Según otros, tenía un tumor. Iba perdiendo fuerzas; con dificultad subía nuestra escalera; con mayor dificultad aún la bajaba. A pesar de apoyarse en el pasamanos, tropezaba a menudo, y creo que se hubiera quedado en su casa si no hubiera temido perder por completo la costumbre, la posibilidad de salir, él, el «hombre de la barbita», al que había conocido yo tan despierto, no hacía tanto tiempo. Ya no veía gota, e incluso se le trababan a menudo las palabras.

Pero al mismo tiempo, inversamente, la suma de sus obras, conocidas solamente de los enterados en la época en que la señora de Swann patrocinaba sus tímidos esfuerzos de diseminación, ahora crecidas y vigorosas a los ojos de todos, había cobrado entre el gran público un extraordinario poder de expansión. Sin duda ocurre que sea únicamente después de su muerte cuando un escritor llega a hacerse célebre. Pero él era en vida aún y durante su lento encaminarse hacia la muerte, todavía no alcanzada, como asistía al de sus obras hacia la Fama. Un autor muerto es, a lo menos, ilustre sin fatiga. El brillo de su nombre se detiene en la piedra de su sepultura. En la sordera del sueño eterno no se ve importunado por la Gloria. Mas por lo que hace a Bergotte, la antítesis no era enteramente acabada. Existía aún suficientemente para que le hiciera sufrir el tumulto. Se movía aún, bien que con trabajo, al paso que sus obras, rebrincando como muchachas a las que tenemos amor, pero cuya impetuosa mocedad y cuyas ruidosas diversiones nos cansan, arrastraban cada día hasta el pie de su lecho nuevos admiradores.

Las visitas que nos hacía ahora llegaban para mí con algunos años de más de retraso, porque ya no le admiraba tanto. Lo cual no está en contradicción con ese acrecentamiento de su fama. Una obra es raras veces cabalmente comprendida y victoriosa sin que la de otro escritor, oscuro aún, no haya empezado, para algunos espíritus más difíciles, a sustituir con un nuevo culto el que ha acabado casi de imponerse. En los libros de Bergotte, que yo releía a menudo, sus frases estaban tan claras ante mis ojos como mis propias ideas, como los muebles en mi habitación o los coches en la calle. Todas las cosas se veían en ellas fácilmente, si no tales como las había uno visto siempre, a lo menos tales como tenía costumbre de verlas ahora. Ahora bien, un escritor nuevo había empezado a publicar obras en que las relaciones entre las cosas eran tan diferentes de las que para mí las ligaban, que yo no comprendía casi nada de lo que escribía. Decía, por ejemplo: «Las mangas de riego admiraban el buen estado de conservación de las carreteras (y esto era fácil, yo resbalaba por esas carreteras) que partían cada cinco minutos de Briand y de Claudel». Entonces yo no comprendía ya nada, porque había esperado un nombre de ciudad y lo que se me daba era uno de persona. Sólo que me percataba de que no era que la frase estuviese mal hecha, sino que yo no era bastante fuerte y ágil para llegar hasta el final. Volvía a tomar carrerilla, me ayudaba con los pies y con las manos para llegar al punto desde donde vería las nuevas relaciones entre las cosas. Todas las veces, al llegar aproximadamente a la mitad de la frase, volvía a caer, como más tarde en el servicio militar, en el ejercicio llamado de la escalera horizontal. No por ello dejaba de sentir hacia el nuevo escritor la admiración de un niño torpe, al que le ponen un cero en gimnasia, ante otro niño más diestro. Desde entonces admiré menos a Bergotte, cuya limpidez me pareció insuficiencia. Hubo un tiempo en que se reconocían bien las cosas cuando era Fromentin el que las pintaba, y en que ya no se las reconocía cuando el pintor era Renoir.

La gente dotada de gusto nos dice hoy que Renoir es un gran pintor del siglo XVIII. Pero al decir esto se olvidan del Tiempo y de que ha sido menester mucho, aun en pleno siglo XIX, para que Renoir fuese saludado como un gran artista. Para lograr ser así reconocido, el pintor original, el artista original proceden a la manera que los oculistas. El tratamiento por medio de su pintura, de su prosa, no siempre es agradable. Cuando ha acabado, el perito nos dice: ahora, mire usted. Y he aquí que el mundo (que no ha sido creado una sola vez, sino con tanta frecuencia como ha surgido un artista original) se nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente claro. Pasan por la calle mujeres diferentes de las de antaño porque son Renoir, los Renoir en que nos negábamos ayer a ver mujeres. También los coches son Renoir, y el agua, y el cielo: sentimos ganas de pasearnos por el bosque parecido al que el primer día nos parecía todo excepto un bosque, y sí, por ejemplo, una tapicería de matices numerosos, pero en la que faltaban justamente los matices propios de los bosques. Tal es el universo nuevo y perecedero que acaba de ser creado. Durará hasta la próxima catástrofe geológica que desencadenen un nuevo pintor o un nuevo escritor originales.

El que había sustituido para mí a Bergotte me cansaba no por la incoherencia, sino por la novedad, perfectamente coherente, de relaciones que no tenía yo costumbre de seguir. El punto, siempre el mismo, en que me sentía caer de nuevo indicaba la identidad de cada esfuerzo que había que hacer. Por lo demás, cuando una vez por cada mil podía seguir al escritor hasta el final de su frase, lo que veía era siempre de una gracia, de una verdad, de un encanto análogos a los que en otros tiempos había encontrado en la lectura de Bergotte, pero más deliciosos. Pensaba yo que era Bergotte el que no hacía tantos años me había traído la misma renovación del mundo, análoga a la que yo esperaba de su sucesor. Y llegaba a preguntarme si había algo de verdad en esa distinción que hacemos siempre entre el arte, que no se halla más avanzado que en tiempos de Homero, y la ciencia, cuyo progreso es continuo. Acaso el arte se asemejaba en esto, por el contrario, a la ciencia; cada nuevo escritor original me parecía que representaba un progreso respecto del que le había precedido, y ¿quién me decía a mí que dentro de veinte años, cuando yo supiese acompañar sin fatiga al nuevo de hoy, no surgiría otro ante el que correría el actual a reunirse con Bergotte?

Hablé a este último del nuevo escritor. Me quitó menos el gusto por él con asegurarme que su arte era rugoso, fácil y vacuo, que al contarme que lo había visto y que se parecía, hasta el punto de confundírseles, a Bloch. Esta imagen se perfiló desde entonces sobre las páginas escritas, y ya no me creí obligado al trabajo de comprender. Si Bergotte me había hablado mal de él, no era tanto, a lo que creo, por celos de su fracaso como por ignorancia de su obra. No leía casi nada. Ya la mayor parte de su pensamiento había pasado de su cerebro a sus libros. Estaba enflaquecido como si le hubiesen operado de ellos. Su instinto reproductor no le inducía ya a la actividad, ahora que había sacado al exterior casi todo lo que pensaba. Vivía la vida vegetativa de un convaleciente, de una parida; sus hermosos ojos permanecían inmóviles, vagamente deslumbrados, como los ojos de un hombre tendido a la orilla del mar, que en un vago ensueño mira solamente cada ola pequeña. Por otra parte, si yo tenía en charlar con él menos interés del que hubiera tenido en otro tiempo, no sentía remordimientos por ello. Hasta tal punto era Bergotte hombre de costumbres, que, así las más sencillas como las más lujosas, una vez que las había adoptado, se le volvían indispensables durante cierto tiempo. No sé lo que le hizo venir a casa la primera vez; pero luego, todos los días, fue por la razón de que había venido la víspera. Llegaba a casa como hubiera ido al café, para que no le hablasen, para que pudiera —muy raras veces— hablar él, de modo que se hubiera podido, en fin de cuentas, encontrar un indicio de que le conmoviese nuestra aflicción o de que hallase gusto en encontrarse conmigo, si se hubiese querido inducir algo de una asiduidad tal. No le era ésta indiferente a mi madre, sensible a todo lo que podía considerarse como un homenaje a su enferma. Y todos los días me decía: «Sobre todo, no te olvides de darle las gracias».

Recibimos —discreta atención de mujer, como la merienda que nos sirve entre dos sesiones de
pose
la compañera de un pintor—, suplemento a título gracioso de las que nos hacía su marido, la visita de la señora de Cottard. Venía a ofrecernos su «camarista»; si nos gustaba el servicio de un hombre, iba a «ponerse en campaña», y aún más: ante nuestras negativas, dijo que al menos esperaba que no se trataría por nuestra parte de una «salida», palabra que en su mundo significaba un falso pretexto para no aceptar una invitación. Nos aseguró que el doctor, que nunca hablaba en su casa de sus enfermos, estaba tan triste como si se hubiera tratado de ella misma. Más tarde se verá que aun cuando esto hubiese sido cierto, hubiera sido a la vez bien poco y mucho por parte del más infiel y más agradecido de los maridos.

Ofrecimientos tan útiles, e infinitamente más conmovedores por su forma (que era una mezcla de la inteligencia más elevada, de la mayor grandeza de corazón y de un raro acierto de expresión), fueron los que me dirigió el gran duque heredero de Luxemburgo. Habíale conocido yo en Balbec, adonde había ido a ver a una de sus tías, la princesa de Luxemburgo, cuando aún no era más que conde de Nassau. Se había casado algunos meses después con la encantadora hija de otra princesa de Luxemburgo, excesivamente rica por ser hija única de un príncipe al que pertenecía un inmenso negocio de harinas. Tras lo cual, el gran duque de Luxemburgo, que no tenía hijos y adoraba a su sobrino Nassau, había hecho aprobar por el Parlamento que aquél fuese declarado gran duque heredero. Como en todos los matrimonios de esta índole, el origen de la fortuna es el obstáculo, como es también la causa eficiente. Yo me acordaba de este conde de Nassau como de uno de los jóvenes más notables con quienes me había tropezado, devorado ya entonces por un sombrío y magnífico amor a su prometida. Me impresionaron mucho las cartas que no cesó de escribirme durante la enfermedad de mi abuela, y la misma mamá, conmovida, repitiendo tristemente una frase de su madre, aseguró que madama de Sévigné no hubiera dicho mejor aquellas cosas.

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