El mundo de Guermantes (43 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

—Lamento este encuentro —me dijo el señor de Charlus—. Este Argencourt, bien nacido, mal educado, diplomático más que mediocre, marido detestable y mediocre, atravesado como un traidor de comedia, es uno de esos hombres incapaces de comprender, pero muy capaz de destruir las cosas verdaderamente grandes. Espero que nuestra amistad lo sea, si ha de cimentarse un día, y espero que usted me haga el honor de mantenerla tanto como yo a cubierto de las coces de uno de estos asnos que, por ociosidad, por torpeza, por maldad, aplastan lo que parecía hecho para durar. Desgraciadamente, por ese patrón están cortadas en su mayor parte las gentes de mundo.

—La duquesa de Guermantes parece muy inteligente. Hace un momento hablábamos de una posible guerra. Parece ser que la duquesa tiene en ese respecto especiales luces.

—No tiene ninguna —me respondió secamente el señor de Charlus—. Las mujeres, y muchos hombres, por lo demás, no entienden nada de las cosas de que quería hablarle. Mi cuñada es una mujer encantadora que se figura que está todavía en la época de las novelas de Balzac, en que las mujeres influían en política. Su trato no podría en la actualidad ejercer sobre usted más que una acción perniciosa como, por otra parte, cualquier trato mundano. Y precisamente es eso una de las primeras cosas que iba a decirle a usted cuando ese majadero me ha interrumpido. El primer sacrificio que tiene usted que hacerme —he de exigir tantos como dones le haga— es el de no frecuentar la sociedad. Hace un rato me ha dolido verle en esa reunión ridícula. Dirá usted que también estaba yo en ella, pero esa, para mí, no es una reunión mundana, es una visita de familia. Más tarde, cuando sea usted un hombre que ha llegado ya, si le divierte descender por un momento a la vida de sociedad, quizá no haya inconveniente en ello. No necesito decirle de qué utilidad puede serle entonces. Quien posee el «Sésamo» del hotel de Guermantes y de todos aquellos que valen la pena de que la puerta se abra de par en par ante usted, soy juez. Yo seré juez y pretendo seguir siendo dueño del momento oportuno.

Quise aprovechar el que el señor de Charlus hablase de esa visita a la casa de la señora de Villeparisis para tratar de saber quién era ésta exactamente, pero la pregunta se formuló en mis labios de otro modo que como yo hubiera querido, y pregunté qué era la familia de Villeparisis.

—Es absolutamente lo mismo que si me preguntara usted lo que es la familia, «nada» —me respondió el señor de Charlus—. Mi tía se casó por amor con un señor Thirion, por otra parte excesivamente rico y cuyas hermanas estaban muy bien casadas, y que, a partir de ese momento, tomó el nombre de marqués de Villeparisis. Con eso no hizo mal a nadie, a lo sumo un poco a sí mismo, ¡y bien poco! En cuanto a la razón de eso, no sé, supongo que era, en efecto, un señor de Villeparisi, nacido en Villeparisis; ya sabe usted que es un pueblecillo de cerca de París. Mi tía ha pretendido que su marido tenía ese marquesado en su familia, ha querido hacer las cosas regularmente, no sé por qué. Desde el momento en que se adopta un nombre a que no se tiene derecho, lo mejor es no simular formas regulares.

El que la señora de Villeparisis no fuese más que la señora Thirion remató la caída que aquélla había empezado en mi espíritu cuando vi la composición mixta de su salón. Me parecía injusto que una mujer que hasta el título y el nombre tenía casi recientísimos pudiera engañar a sus contemporáneos y hubiese de engañar a la posteridad, gracias a algunas amistades regias. Al restituirse la señora de Villeparisis a lo que me había parecido ser en mi infancia, una persona que no tenía nada de aristocrática, me pareció como si los grandes parentescos que la rodeaban quedasen como ajenos a ella. En lo sucesivo no cesó de ser amable con nosotros. Yo, algunas veces, iba a verla, y a menudo me enviaba recuerdos. Pero por mi parte no sentía ni poco ni mucho la impresión de que aquella señora perteneciese al barrio de Saint-Germain, y de haber tenido que pedir algún informe acerca de éste, hubiera sido ella una de las últimas personas a quien me hubiese dirigido.

—Actualmente —continuó el señor de Charlus— con frecuentar la vida de sociedad no haría usted más que perjudicar a su propia situación, deformando su inteligencia y su carácter. Por otra parte, habría que vigilar incluso y sobre todo las compañías con que se junta usted. Tenga usted queridas si su familia no ve inconveniente en ello; eso no es cosa mía, e incluso no puedo menos de alentarle a ello, pilluelo, pilluelo, que bien pronto va a tener necesidad de hacerse afeitar —me dijo tocándome la barbilla—. Pero la elección de amigos tiene distinta importancia. De diez jóvenes, ocho son unos granujillas, unos canallitas capaces de hacerle a usted un daño que no reparará nunca. Ahí tiene usted, mi sobrino Saint-Loup es en realidad un buen camarada para usted. Desde el punto de vista de su porvenir no podrá serle de provecho en nada; pero para eso basto yo. Y, en fin de cuentas, para salir con usted, en los momentos en que esté usted harto de mí, me parece que no ofrece ningún inconveniente serio, según creo. Ese, por lo menos, es un hombre y no uno de esos afeminados como tantos que se encuentran hoy día, que tienen toda la facha de gentes que dan el pego y que acaso lleven el día de mañana al patíbulo a sus inocentes víctimas. —Yo no sabía el sentido de esta expresión, tomada de la jerga: «dar el pego». Cualquiera que la hubiera conocido se hubiera quedado tan sorprendido como yo. Las gentes de mundo gustan de buen grado de hablar en jerga, como aquellos a quienes pueden reprocharse ciertas cosas gustan de hacer ver que no temen ni poco ni mucho hablar de ellas. Prueba de inocencia, a sus ojos. Pero han perdido la escala; ya no se dan cuenta del grado a partir del cual determinada broma pasará a ser demasiado especial, demasiado chocante; será una prueba de corrupción antes que de ingenuidad—. Ese no es como los demás, es muy buen chico, muy serio.

No pude menos de sonreír ante este epíteto de «serio», al que la entonación que le dio el señor de Charlus parecía infundir el sentido de «virtuoso», «de peso», como se dice de una obrerilla que es seria. En ese momento pasó un coche de punto que iba a la diabla; un cochero joven que había desertado de su pescante lo guiaba desde el fondo del coche, donde estaba sentado en los almohadones, con trazas de ir a medios pelos. El señor de Charlus lo detuvo rápidamente. El cochero parlamentó un momento.

—¿Hacia qué sitio va usted?

—Hacia donde usted (me chocaba, porque el señor de Charlus había rechazado ya varios coches de punto que llevaban faroles del mismo color).

—Pero es que yo no quiero volver a subirme al pescante. ¿Le da a usted lo mismo que me quede dentro del coche?

—Sí, sólo que baje usted la capota. Bueno, piense usted en mi proposición —me dijo el señor de Charlus antes de separarse de mí—; le doy algún tiempo para que recapacite sobre ella, escríbame. Se lo repito, será preciso que le vea todos los días y que reciba de usted garantías de lealtad, de discreción, que, por lo demás, debo decirlo, parece usted ofrecer. Pero he sido engañado tan a menudo en el curso de mi vida por las apariencias, que ya no quiero fiarme de ellas. ¡Caramba!, lo menos que puedo pedir antes de abandonar un tesoro es saber en qué manos lo pongo. En fin, tenga usted muy presente lo que le ofrezco; está usted como Hércules, cuya vigorosa musculatura, desgraciadamente para usted, no parece tener, en el cruce de dos caminos. Procure usted no tener que lamentar toda su vida no haber escogido el que llevaba a la virtud. ¿Cómo? —dijo al cochero—, ¿pero aún no ha bajado usted la capota? Voy a doblar yo los resortes. Por lo demás, me parece que voy a tener que guiar también yo, en vista del estado en que me parece que se encuentra usted.

Y saltó al lado del cochero, al fondo del coche, que arrancó al trote largo.

Por mi parte, apenas volví a casa me encontré con la réplica de la conversación que poco antes habían sostenido Bloch y el señor de Norpois, pero en una forma breve, inversa y cruel. Era una disputa entre nuestro mayordomo, que era dreyfusista, y el de los Guermantes, que era antidreyfusista. Las verdades y contraverdades que se oponían recíprocamente, arriba, entre los intelectuales de la Liga de la Patria francesa y la de los Derechos del hombre se propagaban, en efecto, hasta las profundidades del pueblo. El señor Reinach manejaba por medio del sentimiento a gentes que no le habían visto nunca, mientras que para él la cuestión de Dreyfus se planteaba únicamente ante su razón como un teorema irrefutable y que demostró, en efecto, con el más asombroso triunfo de política racional (triunfo contra Francia, dijeron algunos) que jamás se haya visto. A la vuelta de dos años sustituyó un Ministerio Billot con un Ministerio Clemenceau, cambió por completo la opinión pública, sacó de su prisión a Picquart para ponerlo, ingrato, en el Ministerio de la Guerra. Acaso aquel racionalista manejador de muchedumbres fuese a su vez manejado por su ascendencia. Cuando los sistemas filosóficos que contienen más verdades son dictados a sus autores, en último análisis, por una razón de sentimiento, ¿cómo suponer que en una simple cuestión política como la cuestión Dreyfus no haya razones de este género que, sin que el razonador lo sepa, puedan gobernar su razón? Bloch creía haber elegido lógicamente su dreyfusismo, y, sin embargo, sabía que su nariz, su piel y su pelo le habían sido impuestos por su raza. Indudablemente, la razón es más libre; sin embargo, obedece a ciertas leyes que no se ha dado a sí misma. El caso del mayordomo de los Guermantes y del nuestro era particular. Las olas de las dos corrientes de dreyfusismo y de antidreyfusismo que de arriba abajo dividían a Francia eran bastante silenciosas, pero los raros ecos que emitían eran sinceros. Al oír a alguien, en mitad de una charla que se apartaba voluntariamente del
affaire,
anunciar furtivamente una noticia política, generalmente falsa, pero siempre deseada, podía inducirse del objeto de sus predicciones la orientación de sus deseos. Así se hacían frente en algunos puntos, de una parte, un tímido apostolado; de otra, una santa indignación. Los dos mayordomos a quienes oí al volver a casa constituían una excepción de la regla. El nuestro dio a entender que Dreyfus era culpable; el de los Guermantes, que era inocente. No era por disimular sus convicciones, sino por maldad y avidez en el juego. Nuestro mayordomo, que no estaba seguro de que se llevase a efecto la revisión, quería de antemano, para en caso de que se llegara a fracasar, quitarle al mayordomo de los Guermantes la alegría de creer derrotada una causa justa. El mayordomo de los Guermantes pensaba que, caso de ser denegada la revisión, el nuestro estaría más fastidiado al ver que seguían teniendo en la Isla del Diablo a un inocente.

Subí a casa y encontré peor a mi abuela. Desde hacía algún tiempo, sin que supiera a ciencia cierta lo que tenía, se quejaba de su estado de salud. En las enfermedades es cuando nos damos cuenta de que no vivimos solos, sino encadenados a un ser de un reino diferente, del que nos separan abismos, que no nos conoce y del que es imposible que nos hagamos entender: nuestro cuerpo. Si nos encontramos a un bandido cualquiera en un camino, quizá lleguemos a hacerle sensible a su interés personal, ya que no a nuestra desdicha. Pero pedir clemencia a nuestro cuerpo es discurrir ante un pulpo, para el que nuestras palabras no pueden tener más sentido que el ruido del agua y con el que nos espantaría que nos condenasen a vivir. Los malestares de mi abuela pasaban a menudo inadvertidos para su atención, desviada siempre hacia nosotros. Cuando la hacían sufrir demasiado, para llegar a curarlos se esforzaba en vano por comprenderlos. Si los fenómenos morbosos de que su cuerpo era teatro permanecían oscuros e inaprehensibles para el pensamiento de mi abuela, eran claros e inteligibles para ciertos seres que pertenecían al mismo reino físico que ellos, seres de esos a quienes el espíritu humano ha acabado por dirigirse para comprender lo que le dice su cuerpo, como ante las respuestas de un extranjero va uno a buscar a alguien del mismo país para que sirva de intérprete. Ellos pueden hablar con nuestro cuerpo, decirnos si su cólera es grave o si se aplacará pronto. Cottard, a quien habían llamado para que viese a mi abuela y que nos había irritado al preguntarnos con una fina sonrisa, desde el primer momento en que le habíamos dicho que mi abuela estaba enferma: «¿Enferma? ¿No será por lo menos una enfermedad diplomática?», Cottard ensayó, para calmar la agitación de su enferma, el régimen lácteo. Pero las perpetuas sopas de leche no hicieron efecto, porque mi abuela les echaba mucha sal (aún no había hecho Widal sus descubrimientos), que por aquel entonces se ignoraba que no fuese conveniente. Porque como la medicina es un compendio de los errores sucesivos y contradictorios de los médicos, al llamar uno a los mejores de éstos tiene grandes probabilidades de implorar una verdad que será reconocida como falsa algunos años más tarde. De manera que el creer en la medicina sería la suprema locura, si no lo fuera mayor aún el no creer en ella, ya que de ese montón de errores se han desprendido, a la larga, algunas verdades. Cottard había recomendado que se le tomase la temperatura a la enferma. Fueron a buscar un termómetro. El tubo estaba vacío de mercurio en casi toda su longitud. Apenas se distinguía, acurrucada en el fondo de su cubetilla, la salamandra de plata. Parecía muerta. Pusieron la pajuela de vidrio en la boca de mi abuela. No tuvimos necesidad de dejarla mucho tiempo en ella; la minúscula bruja no se había demorado en trazar su horóscopo. La encontramos inmóvil, encaramada a la mitad de la altura dé su torre y sin rebullir ya, mostrándonos con exactitud la cifra que la habíamos pedido y que todas las reflexiones que sobre sí misma hubiese podido hacer el alma de mi abuela hubieran sido incapaces de darle: 38,3°. Por primera vez sentimos alguna inquietud. Sacudimos con fuerza el termómetro para borrar el signo fatídico, como si con ello hubiéramos podido hacer bajar la fiebre al mismo tiempo que la temperatura registrada. ¡Ay!, se vio con toda claridad que la pequeña sibila, desasistida de razón, no había dado arbitrariamente aquella respuesta, ya que a la mañana siguiente, apenas se volvió a poner el termómetro entre los labios de mi abuela, cuando, inmediatamente casi, como de un solo brinco, hermosa de certidumbre y con la intuición de un hecho para nosotros invisible, la diminuta profetisa había acudido a detenerse en el mismo punto, en una inmovilidad implacable, y seguía indicándonos la cifra 38,3° con su chispeante varita. No decía más, pero en vano era que deseásemos, que quisiésemos, que implorásemos: sorda, parecía como que esa fuese su última palabra de advertencia y amenaza. Entonces, para tratar de obligarla y modificar su respuesta, nos dirigimos a otra criatura del mismo reino, pero más poderosa, que no se contenta con interrogar al cuerpo, sino que puede ordenarle —un febrífugo del mismo orden que la aspirina, que todavía no se usaba entonces—. No habíamos hecho que bajase el termómetro más allá de los 37,5°, con la esperanza de que de esa manera no tuviese que volver a subir. Le hicimos tomar el febrífugo a mi abuela, y entonces le pusimos de nuevo el termómetro. Como un guardián implacable al que se muestra la orden de una autoridad superior, cerca de la cual se ha hecho actuar una protección, y que encontrándola en regla responde: «Está bien, nada tengo que decir desde el momento en que es así; pase usted», la vigilante tornera no rebulló de esta vez. Pero parecía decir, morosa: «¿De qué os va a servir eso? Puesto que conocéis a la quinina, ésta me dará orden de que no me mueva, una vez, diez veces, veinte veces. Y luego se cansará, la conozco. Bueno. Esto no ha de durar siempre. Así que gran cosa habréis adelantado». Entonces mi abuela sintió en sí la presencia de una criatura que conocía mejor el cuerpo humano que mi propia abuela, la presencia de una contemporánea de las razas desaparecidas, la presencia del primer ocupante —anterior, con mucho, a la creación del hombre que piensa—; sintió a este aliado milenario que le palpaba, un tanto duramente acaso, la cabeza, el corazón, el codo, que reconocía cada sitio, lo organizaba todo para el combate prehistórico que tuvo lugar inmediatamente después. En un momento, Pytón aplastado, la fiebre fue vencida por el poderoso elemento químico, al que mi abuela, a través de los reinos, pasando por encima de todos los animales y vegetales, hubiera querido dar las gracias. Y quedaba conmovida de esta entrevista que acababa de tener, a través de tantos siglos, con un clima anterior a la creación de las plantas inclusive. Por su parte, el termómetro, como una Parca momentáneamente vencida por un dios antiguo, tenía inmóvil su huso de plata. ¡Ay!, otras criaturas inferiores, que el hombre ha adiestrado para la caza de esos animales misteriosos a que no puede perseguir, en el fondo de sí mismo, nos traían cruelmente todos los días una cifra de albúmina, débil, pero suficientemente constante para que también ella pareciese hallarse en relación con algún estado persistente que no percibíamos nosotros. Bergotte había lastimado en mí el instinto escrupuloso que me hacía subordinar mi inteligencia, cuando me había hablado del doctor Du Boulbon como de un médico que no me fastidiaría, que encontraría tratamientos que, aun cuando fuesen en apariencia extraños, se adaptarían a la singularidad de mi inteligencia. Pero las ideas se transforman en nosotros, triunfan de las resistencias que les oponemos en el primer momento y se nutren de ricas reservas intelectuales completamente a punto, que no sabíamos que hubieran sido hechas para ellas. Ahora, como ocurre cada vez que las frases oídas a propósito de alguien que no conocemos han tenido la virtud de despertar en nosotros la idea de un gran talento, de algo parecido al genio, en el fondo de mi espíritu hacía yo sacar partido al doctor Du Boulbon de esa confianza sin límites que nos inspira aquel que con mirada más profunda que otro percibe la verdad. Claro es que yo sabía que era más bien especialista en enfermedades nerviosas, el mismo a quien Charcot, antes de morir, había dicho que reinaría en la neurología y en la psiquiatría. «¡Ah! No sé, es muy posible», dijo Francisca, que estaba presente y oía por vez primera el nombre de Charcot tanto como el de Du Boulbon. Pero eso no le impedía en modo alguno decir: «Es posible». Sus «es posible», sus «acaso», sus «no sé» eran exasperantes en un caso como este. Sentía uno ganas de responderle: «Pues claro está que no sabe usted, ya que no entiende usted nada de lo que estamos tratando. ¿Cómo puede usted decir siquiera que es posible o no, si no sabe usted nada de eso? Así como así, ahora no puede usted decir que no sabe lo que le dijo Charcot a Du Boulbon, etc.; lo sabe usted, puesto que se lo hemos dicho, y sus ‘acaso’, sus ‘es posible’ no vienen a cuento, toda vez que se trata de una cosa segura».

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