El mundo de Guermantes (44 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

A pesar de esta competencia más particular en materia cerebral y nerviosa, como yo sabía que Du Boulbon era un gran médico, un hombre superior dotado de una inteligencia inventiva y profunda, supliqué a mi madre que le hiciese venir, y la esperanza de que, gracias a una visión justa del mal, la curaría acaso, acabó por sobreponerse al temor que teníamos de que, si llamábamos a otro médico a consulta, asustásemos a mi abuela. Lo que decidió mi madre fue que, alentada inconscientemente por Cottard, mi abuela había dejado de salir, se levantaba apenas. De nada servía que nos contestase con la carta de madama de Sévigné a propósito de madama de La Fayette: «Decían que estaba loca porque no quería salir. Yo les decía a esas personas tan precipitadas en su juicio: Madama de La Fayette no está loca, y a eso me atenía. Ha sido preciso que haya muerto para hacer ver que tenía razón en no salir». Du Boulbon, cuando le llamamos, quitó la razón, si no a madama de Sévigné, de quien no se le hizo mención, por lo menos sí a mi abuela. En lugar de auscultarla, mientras posaba en ella sus admirables miradas en que acaso hubiera la ilusión de estar escrutando profundamente a la enferma, o el deseo de darle esa ilusión, que parecía espontánea pero que debía ser sostenida con carácter maquinal, o de no dejarle ver que pensaba en otra cosa completamente distinta, o de cobrar imperio sobre ella, el doctor empezó a hablar de Bergotte.

—¡Ah, ya lo creo, señora! Es admirable. ¡Qué razón tiene usted en quererle! Pero ¿cuál de sus libros prefiere usted? ¡Ah, sí! Acaso sea, en efecto, el mejor. En todo caso, es su novela mejor compuesta: en ella, Clara, es realmente encantadora. Y como personaje de hombre, ¿cuál le es a usted más simpático?

Al pronto creí que la hacía hablar así de literatura porque la medicina le aburriese; quizá también por dar muestras de su amplitud de espíritu, e incluso, con una finalidad más terapéutica, por devolver la confianza a la enferma, para hacerle ver que no estaba inquieto, por distraerla de su estado. Pero después he comprendido que, particularmente notable sobre todo como alienista y por sus estudios sobre el cerebro, había querido darse cuenta con sus preguntas de si la memoria de mi abuela se conservaba realmente intacta. Como de mala gana, la interrogó un poco acerca de su vida, con mirada sombría y fría. Después, de repente, como si distinguiera la verdad y estuviese decidido a alcanzarla a toda costa, con un ademán previo al que parecía como si le costara trabajo desnudarse, apartándola de la onda de las últimas vacilaciones que podía tener y de todas las objeciones que hubiéramos podido hacer nosotros, contemplando a mi abuela con una mirada lúcida, libremente y como si al fin pisara terreno firme, puntuando las palabras en un tono dulce y de seducción, cada una de cuyas inflexiones matizaba la inteligencia, habló. (Su voz, por lo demás, durante toda la visita, siguió siendo lo que era naturalmente, acariciadora. Y bajo sus cejas enmarañadas, sus ojos irónicos estaban llenos de bondad).

—Se encontrará usted bien, señora, el día lejano o próximo, y de usted depende que sea hoy mismo, en que se haga usted cargo de que no tiene nada y en que haya reanudado usted la vida ordinaria. Me ha dicho usted que no comía, que no salía.

—¡Pero, caballero, si tengo un poco de fiebre!

Le tocó la mano.

—En este momento no, por lo menos. Además, ¡vaya una disculpa! ¿No sabe usted que dejamos estar al aire libre, que sobrealimentamos a tuberculosos que tienen hasta 39°?

—Pero es que también tengo un poco de albúmina.

—No debiera usted saberlo. Lo que usted tiene es lo que he descrito yo con el nombre de albúmina mental. Todos hemos tenido, en el curso de alguna indisposición, nuestra pequeña crisis de albúmina que nuestro médico se ha apresurado a hacer duradera al hacérnosla notar. Para una afección que los médicos curan con medicamentos (por lo menos aseguran que así ha ocurrido algunas veces), producen diez en sujetos que gozan de buena salud, inoculándoles ese agente patógeno mil veces más virulento que todos los microbios: la idea de que está uno enfermo. Semejante creencia, potente sobre el temperamento de todos, obra con particular eficacia sobre los nerviosos. Si se les dice que una ventana cerrada está abierta a espaldas suyas, empiezan a estornudar; si les hace creer uno que les ha echado magnesia en la sopa, tendrán cólicos, o que su café está más cargado que de costumbre, y no pegarán ojo en toda la noche. ¿Cree usted, señora, que no me ha bastado con verle los ojos, con oír simplemente la forma en que se expresa usted, qué digo, con ver a su señora hija y a su nieto, que tanto se parece a usted, para conocer con quién tenía que habérmelas?— «Tu abuela podría ir tal vez a sentarse, si el doctor se lo permite, a alguna avenida tranquila de los Campos Elíseos, junto a ese macizo delante del que jugabas tú en tiempos», me dijo mi madre, consultando así directamente a Du Boulbon, debido a lo cual su voz cobraba un viso de timidez y deferencia, que no hubiera tenido de haberse dirigido a mí sólo. El doctor se volvió hacia mi abuela, y como era no menos culto que sabio: «Vaya usted a los Campos Elíseos, junto al macizo de laureles de que gusta su nieto. El laurel le será saludable. Purifica. Después de haber exterminado a la serpiente Pitón, Apolo hizo su entrada en Delfos con una rama de laurel en la mano. Quería librarse de esa manera de los gérmenes mortíferos de la venenosa bestia. Ya ve usted que el laurel es el más antiguo, el más venerable y añadiré —cosa que tiene su valor en terapéutica, como en profilaxia— el más hermoso de los antisépticos».

Como una gran parte de lo que saben los médicos se lo enseñan los enfermos, propenden fácilmente a creer que ese saber de los «pacientes» es el mismo en todos ellos, y se lisonjean de pasmar a aquel a cuyo lado se encuentran con alguna observación que han aprendido de aquellos a quienes han tratado antes. Así, el doctor Du Boulbon tuvo la aguda sonrisa de un parisiense que, al hablar con un campesino, esperase dejarle atónito al hacer uso de una palabra dialectal, cuando dijo a mi abuela: «Probablemente el tiempo ventoso conseguirá hacerla dormir a usted, mientras que fracasarían los hipnóticos más poderosos. —Todo lo contrario, caballero; el viento me impide en absoluto dormir. —Pero los médicos son susceptibles. —¡Ah! —murmuró Du Boulbon frunciendo el ceño, como si le hubieran dado un pisotón y como si los insomnios de mi abuela en las noches de tormenta fuesen para él una injuria personal». Con todo, no tenía demasiado amor propio, y como, en cuanto «espíritu superior», creía deber suyo no conceder fe a la medicina, recobró bien pronto su serenidad filosófica.

Mi madre, por un deseo apasionado de ser tranquilizada por el amigo de Bergotte, añadió en apoyo de sus palabras que una prima hermana de mi abuela, presa de una afección nerviosa, se había pasado siete años enclaustrada en su dormitorio, en Combray, sin levantarse más que una vez o dos por semana.

—Pues ya ve usted, señora, no lo sabía, y hubiera podido decírselo.

—Pero, caballero, yo no soy ni poco ni mucho como ella; a mí, por el contrario, mi médico no consigue hacerme guardar cama —dijo mi abuela, ya porque se sintiese un tanto irritada por las teorías del doctor o que estuviera deseosa de exponerle las objeciones que podían hacerse a aquéllas, con la esperanza de que él las refutase y de que, en cuanto se hubiera ido, ya no le quedaría a ella ninguna duda que oponer a su afortunado diagnóstico.

—Naturalmente, señora, no puede uno tener, perdóneme la expresión, todas las vesanias; usted tiene otras, no tiene usted esa. Ayer he visitado una casa de salud para neurasténicos. En el jardín había un hombre de pie en un banco, inmóvil como un faquir, con el cuello inclinado en una postura que debía de ser muy molesta. Al preguntarle yo qué estaba haciendo allí, me respondió sin hacer un movimiento ni volver la cabeza: «Doctor, soy extraordinariamente acatarrante y acatarrable, acabo de hacer demasiado ejercicio, y mientras me estaba acalorando estúpidamente de esa manera tenía el cuello apoyado contra la camiseta. Si ahora lo apartase de la camiseta antes de haber dejado caer el calor que tengo, estoy seguro de que cogería una tortícolis y quizá una bronquitis». Y la hubiera atrapado, en efecto. «Lo que es usted es un completo neurasténico», le dije. ¿Sabe usted qué razón me dio para demostrarme que no lo era? Pues que mientras que todos los enfermos del establecimiento tenían la manía de tomarse el peso, hasta el punto de que había habido que ponerle un candado al peso para que no se pasasen todo el día pesándose, con él se veían obligados a hacerle subir por la fuerza a la báscula, de tan pocos deseos como tenía de pesarse. Hacía alarde de no tener la manía de los demás, sin pensar que también él tenía la suya, y que era esa manía la que le libraba de otra. No se moleste usted por la comparación, señora, porque ese hombre que no se atrevía a volver el cuello por miedo a acatarrarse es el poeta más grande de nuestro tiempo. Ese pobre maniático es la inteligencia más alta que conozco. Aguante usted el ser calificada de nerviosa. Pertenece usted a esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra. Todo lo grande que conocemos nos viene de los nerviosos. Ellos y no otros son quienes han fundado las religiones y han compuesto las obras maestras. Jamás sabrá el mundo todo lo que les debe, y sobre todo lo que han sufrido ellos para dárselo. Saboreamos las músicas exquisitas, los hermosos cuadros, mil delicadezas, pero nada sabemos de lo que han costado a los que las inventaron, de los insomnios, de las lágrimas, risas espasmódicas, urticarias, asmas, epilepsias, una angustia de morirse que es peor que todo eso y que acaso conozca usted, señora —añadió sonriendo a mi abuela—, porque, confiéselo usted, cuando yo llegué aún no estaba usted muy tranquilizada. Se creía usted enferma, enferma de cuidado, tal vez. Sabe Dios de qué afección creía descubrir síntomas en usted misma. Y no se engañaba usted, los tenía. El nerviosismo es un imitador genial. No hay enfermedad que no remede a maravilla. Imita hasta hacerle a uno equivocarse la dilatación de los dispépticos, las náuseas del embarazo, la arritmia del cardíaco, la febrilidad del tuberculoso. Si es capaz de engañar al médico, ¿cómo no ha de engañar al enfermo? ¡Ah! No se figure usted que me burlo de sus males; si no supiera comprenderlos no intentaría tratarlos. Y, ahí tiene usted, no hay confesión buena como no sea recíproca. Le he dicho a usted que no hay ningún gran artista sin una enfermedad nerviosa; es más —añadió alzando gravemente el dedo índice—, sin ella no hay gran sabio posible. Añadiré que sin padecer uno mismo una enfermedad nerviosa, no se es, no me haga usted decir que buen médico, sino solamente un médico correcto de enfermedades nerviosas. En la patología nerviosa, un médico que no dice demasiadas tonterías es un enfermo semicurado, como un crítico es un poeta que ya no hace versos, o un policía un ladrón que ya no ejerce. Yo, señora, no me creo, como usted, albuminúrico, no tengo el miedo nervioso al alimento, al aire libre; pero no puedo quedarme dormido sin haberme levantado más de veinte veces a ver si está cerrada la puerta de mi cuarto. Y a esa casa de salud en que encontré ayer a un poeta que no volvía el cuello, a esa casa iba yo a tomar una habitación, porque, esto entre nosotros, allí me paso mis vacaciones cuidándome cuando he aumentado mis males fatigándome excesivamente en curar los de los demás.

—Pero, caballero, ¿es que tendría que hacer yo una cura por el estilo? —dijo con espanto mi abuela.

—Es inútil, señora. Las manifestaciones que acusa usted cederán ante mi palabra. Y además, tiene usted a su lado alguien poderosísimo a quien desde ahora constituyo en su médico. Es su mismo mal, su sobreactividad nerviosa. Aunque supiese el modo de curarla a usted de ella, me guardaría muy bien de hacerlo. Me basta con darle órdenes. Veo encima de su mesa una obra de Bergotte. En cuanto estuviese usted curada de su nerviosidad, dejaría de gustarle. Ahora bien, ¿podría sentirme yo con derecho a cambiar los goces que ese libro depara por una integridad nerviosa que sería harto incapaz de dárselos? Pero es que hasta esos goces son un poderoso remedio, el más poderoso de todos, acaso. No, no hago reproches a su energía nerviosa. Le pido únicamente que me escuche; la confío a usted a ella. Que dé marcha atrás. La fuerza que empleaba en impedirle a usted que se pasease, que tomase suficiente alimento, que la emplee en hacerla comer, en hacerla leer, en hacerla salir, en distraerla de todas formas. No me diga usted que está cansada. La fatiga es la realización orgánica de una idea preconcebida. Empiece usted por no pensarla. Y si alguna vez siente usted una pequeña indisposición, cosa que puede ocurrirle a todo el mundo, será como si no la tuviese, porque habrá hecho de usted, según una profunda frase del señor de Talleyrand, una persona sana imaginaria. Ya ve usted, ya ha empezado a curarla, me escucha usted derecha, sin haberse apoyado ni una vez en nada, con la mirada viva, buen semblante, y así lleva ya su buena media hora por el reloj, y no se ha dado cuenta de ello: señora, he tenido mucho gusto en saludarla.

Cuando, después de haber acompañado al doctor Du Boulbon, volví al cuarto donde estaba sola mi madre, la pena que me oprimía desde hacía varias semanas alzó el vuelo; sentí que mi madre iba a dejar estallar su alegría y que iba a ver la mía; experimenté esa impasibilidad de soportar la espera del instante próximo en que una persona va a sentirse conmovida cerca de nosotros; impasibilidad que, en otro orden, viene a ser como el miedo que se siente cuando sabe uno que va a entrar alguien a asustarnos por una puerta que todavía está cerrada. Quise decirle algo a mamá, pero mi voz se quebró, y deshaciéndome en lágrimas me estuve largo rato, con la cabeza sobre su hombro, llorando, saboreando, aceptando, acariciando el dolor, ahora que sabía que había salido de mi vida, del mismo modo que gustamos de exaltarnos con virtuosos proyectos que las circunstancias no nos permiten llevar a ejecución. Francisca me exasperó al no tomar parte en nuestra alegría. Estaba agitadísima porque había estallado una escena terrible entre el lacayo y el portero chismoso. Había habido necesidad de que la duquesa, con su bondad, interviniese, restableciese una apariencia de paz y perdonase al lacayo. Porque era buena, y en su casa se hubiera encontrado la colocación ideal si no hubiera dado oídos a los «chismorreos».

Desde hacía varios días la gente había empezado a saber que mi abuela estaba mala y a preguntar por ella. Saint-Loup me había escrito: «No quiero aprovechar estas horas en que tu querida abuela no se encuentra bien para dirigirte lo que es mucho más que reproches y en lo que ella no entra para nada. Pero mentiría si no te dijera, aunque fuese por omisión, que jamás olvidaré la perfidia de tu comportamiento y que no habrá perdón nunca para tu bellaquería y tu traición». Pero unos amigos que creían que mi abuela no estaba muy enferma (ignoraban incluso que lo estuviese ni poco ni mucho) me habían pedido que fuese a recogerlos a la mañana siguiente a los Campos Elíseos para ir desde allí a hacer una visita y asistir a un almuerzo que me divertiría. Ya no tenía ninguna razón para renunciar a estos dos placeres. Cuando le habían dicho a mi abuela que ahora, para obedecer al doctor Du Boulbon, tendría que pasear mucho, ya se ha visto que había hablado inmediatamente de los Campos Elíseos. Habría de serme fácil llevarla a ellos y, mientras ella estaba sentada leyendo, entenderme con mis amigos tocante al lugar en que debíamos volver a encontrarnos, y aún me quedaría tiempo, si me daba prisa, para tomar con ellos el tren para Ville-d'Avray. En el momento convenido, mi abuela no quiso salir, porque se encontraba cansada. Pero mi madre, aleccionada por Du Boulbon, tuvo la energía necesaria para enfadarse y hacerse obedecer. Lloraba casi ante el pensamiento de que mi abuela iba a recaer en su debilidad nerviosa, y que ya no volvería a levantar cabeza de ella. Nunca se prestaría tan bien para su salida un tiempo tan hermoso y templado. El sol, al cambiar de lugar, intercalaba acá y allá en la solidez cortada del balcón sus inconsistentes muselinas y daba a la piedra tallada una tibia epidermis, un halo de oro impreciso. Como Francisca no había tenido tiempo de mandar un «continental» a su hija, nos dejó después del almuerzo. No fue poco ya que antes de irse entrase un momento en casa de Jupien para hacer que le cogiesen un punto a la manteleta que había de ponerse mi abuela para salir. Yo, que volvía en ese momento de mi paseo matinal, fui con ella a casa del chalequero. «¿Es su señorito el que la trae a usted por aquí —le dijo Jupien a Francisca—, es usted la que lo trae a él, o bien es algún buen viento y la suerte lo que les trae a los dos?». Aunque no fuese hombre de estudios, Jupien respetaba la sintaxis tan naturalmente como el señor de Guermantes, a pesar de no pocos esfuerzos, la violaba. Una vez que se hubo marchado Francisca y que estuvo compuesta la manteleta, tuvo que arreglarse mi abuela. Como se había negado tenazmente a que mamá se quedase con ella, empleó, sola, un tiempo infinito en su tocado, y ahora que yo sabía que no tenía nada, y con esa extraña indiferencia que sentimos respecto de nuestros parientes mientras viven y que hace que los pospongamos a todo el mundo, me parecía el colmo del egoísmo por parte de ella el que tardase tanto, que me expusiese a llegar con retraso, cuan do sabía que estaba citado con unos amigos y que tenía que comer en Ville-d'Avray. Con la impaciencia, acabé por bajar antes, después que me dijeron por dos veces que iba a estar en seguida. Por fin apareció, sin pedirme perdón por su retraso, como hacía de costumbre en estos casos, arrebolada y distraída como una persona que tiene prisa y se ha dejado olvidados la mitad de sus avíos, cuando ya llegaba yo cerca de la puerta vidriera entreabierta que, sin caldearlas poco ni mucho por ello, dejaba entrar el aire líquido, gorjeante y tibio de fuera, como si se hubiera abierto un depósito entre las glaciales paredes del hotel.

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