El mundo de Guermantes (38 page)

Read El mundo de Guermantes Online

Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

Pero el príncipe de Faffenheim no era ningún ingenuo; era lo que el doctor Cottard hubiera llamado «un agudo diplomático», y sabía que el señor de Norpois no lo era menos, ni hombre que no hubiera caído por sí mismo en la cuenta de que podría hacerse agradable a un candidato con votarle. El príncipe, en sus embajadas y como ministro de Negocios Extranjeros, había celebrado, por su país, en lugar de ser como ahora por cuenta propia, conversaciones de esas en que se sabe de antemano hasta dónde se quiere llegar y lo que no le harán decir a uno. No ignoraba que, en lenguaje diplomático, charlar quiere decir ofrecer. Y por eso había hecho que el señor de Norpois recibiese el cordón de San Andrés. Pero si hubiera tenido que dar cuenta a su Gobierno de la conversación que había sostenido después de esto con el señor de Norpois, hubiera tenido que enunciar en su despacho: «He comprendido que había ido por mal camino». Porque desde el momento en que había empezado a hablar de nuevo del Instituto, el señor de Norpois le había repetido:

—Me gustaría mucho, mucho, por mis colegas. Creo que deben de sentirse realmente honrados con que usted haya pensado en ellos. Es una candidatura interesantísima, un poco fuera de nuestros usos. Como usted sabe, la Academia es muy rutinaria, se asusta de todo lo que suena un poco a nuevo. Personalmente, la censuro por ello. ¡Cuántas veces me ha ocurrido dejárselo entender a mis colegas! No sé, incluso, Dios me lo perdone, si no ha salido alguna vez de mis labios el calificativo de rancios —había añadido con una sonrisa escandalizada, a media voz, casi en un aparte, como en un efecto de teatro, lanzando al príncipe una mirada rápida y oblicua de sus ojos azules, como un actor veterano que quiere juzgar de su efecto—. Como usted comprende, príncipe, yo no quisiera dejar que una personalidad tan eminente como la suya se embarcase en una partida perdida de antemano. Mientras las ideas de mis colegas sigan siendo tan atrasadas, estimo que lo sensato es abstenerse. Créame usted, por lo demás, que si yo viese alguna vez un espíritu un poco más nuevo, un poco más vivo dibujarse en ese colegio que tiende a convertirse en una necrópolis; si diese por descontada alguna coyuntura posible para usted, sería el primero en advertirle de ello.

El cordón de San Andrés es un error —pensó el príncipe—; las negociaciones no han adelantado ni un paso; no es eso lo que él quería. No he puesto la mano en la llave que hacía falta.

Era una forma de razonamiento de que el señor de Norpois, formado en la misma escuela que el príncipe, hubiera sido capaz. Puede uno burlarse de la pedantesca simpleza con que los diplomáticos a lo Norpois se extasían ante una frase oficial punto menos que insignificante. Pero su puerilidad tiene su contrapartida: los diplomáticos saben que en la balanza que asegura ese equilibrio europeo o cualquier otro que se llama la paz, los buenos sentimientos, los discursos hermosos, las súplicas, pesan muy poco, y que el peso decisivo, el verdadero, las determinaciones, consiste en otra cosa, en la posibilidad que el adversario tiene, si es bastante fuerte, o que no tiene, de satisfacer, por medio de un trueque, un deseo. El señor de Norpois, el príncipe Von ***, habían tenido que vérselas a menudo con este orden de verdades que una persona enteramente desinteresada como mi abuela, por ejemplo, no hubiera comprendido. Encargado de negocios en los países con que habíamos estado a dos dedos de estar en guerra, el señor de Norpois, ansioso por el sesgo que iban a tomar los acontecimientos, sabía perfectamente que no se los indicarían con la palabra «paz» o con la palabra «guerra», sino con otra, trivial en apariencia, terrible o bendita, y que el diplomático, con ayuda de su clave, sabría leer inmediatamente y a la que, para poner a salvo la dignidad de Francia, respondería con otra palabra igualmente trivial, pero bajo la cual vería en seguida el ministro de la nación enemiga: guerra. E incluso, conforme a una costumbre antigua, análoga a la que daba a la primera aproximación de dos seres prometidos el uno al otro la forma de una entrevista fortuita en una representación del teatro del Gimnasio, el diálogo en que el destino dictase la palabra Guerra o la palabra Paz no se había celebrado generalmente en el despacho del ministro, sino en el banco de un «Kurgarten» a que iban, tanto el ministro como el señor de Norpois, a unas fuentes termales, a beber en el manantial unos vasitos de algún agua curativa. Obedeciendo a una a modo de convención tácita, se encontraban a la hora de la cura, daban juntos primeramente algunos pasos de un paseo que, bajo su apariencia benigna, sabían los dos interlocutores tan trágico como una orden de movilización. Ahora bien; en un asunto privado como era esta presentación al Instituto, el príncipe había utilizado el mismo sistema de inducción de que había hecho uso en su carrera, el mismo método de lectura a través de los símbolos superpuestos.

Y evidentemente no puede pretenderse que mi abuela y sus raros semejantes hubiesen sido los únicos que ignorasen este linaje de cálculos. En parte, el tipo medio de la humanidad que ejerce profesiones señaladas de antemano llega por su falta de intuición a la misma ignorancia que mi abuela debía a su elevado desinterés. A menudo hay que descender hasta los seres, hombres o mujeres, sostenidos por otros, para tener que buscar el móvil de la acción o de las palabras en apariencia más inocentes en el interés, en la necesidad de vivir. Qué hombre hay que no sepa que cuando una mujer a quien va a pagar le dice: «No hablemos de dinero», esta frase debe ser estimada, como se dice en música, como «una medida de silencio», y que si ella, más tarde, le declara: «Me has hecho sufrir demasiado, me has ocultado a menudo la verdad, estoy harta», debe interpretarlo: «otro protector le ofrece más». Y aun esto no es más que el lenguaje de una cocota bastante próxima a las mujeres de mundo. Los apaches nos proporcionan ejemplos más palmarios. Pero el señor de Norpois y el príncipe alemán, si los apaches les eran desconocidos, se habían avezado a vivir en el mismo plano que las naciones, que son también, a despecho de su grandeza, seres de egoísmo y de astucia, que sólo es posible domar con la fuerza, con la consideración de su interés, que puede llevarles hasta al asesinato, un asesinato simbólico también a menudo, ya que la simple vacilación en batirse o la negativa a batirse pueden significar para una nación: «perecer». Pero como todo esto no se dice en los Libros Amarillos y demás, el pueblo es por su gusto pacifista; si es guerrero, es instintivamente por odio, por rencor, no por las razones que han decidido a los jefes de Estado advertidos por los Norpois.

Al invierno siguiente, el príncipe estuvo muy enfermo; se curó, pero su corazón quedó irremediablemente herido.

—¡Diablo! —se dijo—, no hay tiempo que perder en lo del Instituto, porque como me demore mucho me expongo a morirme antes de que me nombren. Sería realmente desagradable.

Hizo un estudio sobre la política de estos últimos veinte años para la
Revue des Deux Mondes,
y se expresó en él, en varios pasajes, en los términos más halagüeños respecto del señor de Norpois. Este fue a verle y le dio las gracias. Añadió que no sabía cómo expresarle su gratitud. El príncipe se dijo, como quien acaba de probar otra llave en una cerradura: «Tampoco es esta», y sintiendo un ligero ahogo al acompañar al señor de Norpois hasta la puerta, pensó: «¡Demontre! Estos mozos van a dejarme reventar antes de hacerme entrar. Apresurémonos».

Aquella misma tarde encontró al señor de Norpois en la Opera:

—Mi querido embajador —le dijo—, esta mañana me decía usted que no sabía cómo demostrarme su agradecimiento; es exagerar mucho, porque no tiene usted nada que agradecerme, pero voy a tener la indelicadeza de tomarle la palabra.

El señor de Norpois no estimaba el tacto del príncipe menos que éste el suyo. Comprendió inmediatamente que no era una petición lo que iba a dirigirle el príncipe de Faffenheim, sino una oferta, y con una afabilidad sonriente se dispuso a escucharle.

—Verá usted, le voy a parecer indiscretísimo. Hay dos personas a las que estoy muy unido y de manera completamente diferente, como va usted a comprender, y que desde hace algún tiempo se han instalado en París, donde piensan vivir desde ahora: mi mujer y la gran duquesa Jean. Van a dar algunas comidas, especialmente en honor del rey y de la reina de Inglaterra, y hubiera sido su sueño poder ofrecer a sus invitados la presencia de una persona por quien, sin conocerla, sienten ambas una gran admiración. Confieso que no sabía cómo arreglármelas para satisfacer su deseo cuando supe, hace un momento, gracias a la mayor de las casualidades, que usted conocía a esa persona; sé que hace una vida muy retirada, que sólo quiere ver a muy poca gente,
happy few;
pero si usted me da su apoyo, con la benevolencia que usted me muestra, seguro estoy de que ella consentiría en que usted me presentase en su casa y que yo le transmitiese el deseo de la gran duquesa y de la princesa. Quizá consintiera en ir a almorzar con la reina de Inglaterra y, quién sabe, si no le aburrimos demasiado, en pasar con nosotros las vacaciones de Pascuas, en Beaulieu, en casa de la gran duquesa Jean. Esa persona se llama la marquesa de Villeparisis. Confieso que la esperanza de llegar a ser uno de los que frecuenten un centro de espiritualidad como ese me consolaría, haría que afrontase sin pesadumbre la perspectiva de tener que renunciar a presentarme al Instituto. También en su casa hay comercio de inteligencia y de sutiles conversaciones.

El príncipe se dio cuenta, con un sentimiento de placer inefable, que la cerradura ya no se resistía y que por fin entraba en ella esta llave.

—La opción es harto inútil, querido príncipe —respondió el señor de Norpois—; nada hay que esté más de acuerdo con el Instituto que el salón de que habla usted, y que es un verdadero plantel de académicos. Transmitiré su petición a la señora marquesa de Villeparisis; se sentirá seguramente halagada por ella. En cuanto a ir a almorzar a casa de ustedes, sale muy poco, y acaso sea más difícil. Pero yo le presentaré, y usted mismo defenderá su causa. Sobre todo, no hay que renunciar a la Academia; almuerzo precisamente, de mañana en quince días, para ir luego con él a una sesión importante, en casa de Leroy-Beaulieu, sin el cual no puede hacerse ninguna elección; yo había dejado caer ya en presencia suya el nombre de usted, que, naturalmente, conoce a maravilla. Había formulado ciertas objeciones. Pero ocurre que necesita del apoyo de mi grupo para la elección próxima, y tengo la intención de volver a la carga; le diré con toda franqueza los lazos realmente cordiales que nos unen; no le ocultaré que, si usted se presentase, yo pediría a todos mis amigos que le votaran (el príncipe lanzó un profundo suspiro de alivio), y ya sabe él que a mí no me faltan amigos. Creo que si llegase a asegurarme su concurso, las probabilidades con que usted podría contar llegarían a ser muy serias. Vaya usted esa tarde a casa de la señora de Villeparisis, yo haré de introductor y podré darle a usted cuenta de mi conversación de por la mañana.

Así había sido traído el príncipe de Faffenheim a venir a ver a la señora de Villeparisis. Mi profunda desilusión fue cuando habló. Yo no había pensado en que si una época tiene rasgos particulares y generales más acusados que una nacionalidad, de suerte que en un diccionario ilustrado en que se da hasta el retrato auténtico de Minerva, Leibnitz con su peluca y su gorguera se diferencia poco de Marivaux o de Samuel Bernard, una nacionalidad tiene rasgos peculiares más vigorosos que los de una casta. Ahora bien; tales rasgos se tradujeron en presencia mía, no en un discurso en que creía yo de antemano que oiría el roce de los elfos y la danza de los
kobalts,
sino en una transposición que no certificaba menos este poético origen: el hecho de que al inclinarse, menudo, rubicundo y panzudo, ante la señora de Villeparisis, el ringrave le dijo: «Puenos tías, senorra marrquesa», con el mismo acento que un portero alsaciano.

—¿No quiere usted que le traiga una taza de té o un poco de tarta? Está muy buena —me dijo la señora de Guermantes, deseosa de haber tenido para conmigo toda la amabilidad posible—. Hago los honores de esta casa como si fuera la mía —añadió en un tono irónico que daba un viso un tanto gutural a su voz, como si hubiera ahogado una risa ronca.

—Caballero —dijo la señora de Villeparisis al señor de Norpois—, ¿cree usted que tendrá pronto algo que decirle al príncipe a propósito de la Academia?

La señora de Guermantes bajó los ojos, hizo describir un cuarto de círculo a su muñeca para mirar la hora.

—¡Oh, Dios mío!; ya es tiempo de que diga adiós a mi tía, si he de pasarme por casa de la señora de Saint-Ferréol, y ceno en la de la señora de Leroi.

Y se levantó sin decirme adiós. Acababa de ver a la señora de Swann, que pareció bastante cortada al encontrarse conmigo. Recordaba, sin duda, que ella antes que nadie me había dicho que estaba convencida de la inocencia de Dreyfus.

—No quiero que me presente mi madre a la señora de Swann —me dijo Saint-Loup—. Es una pécora vieja. Su marido es judío y ella se nos viene con su nacionalismo. ¡Hombre, aquí está mi tío Palamedes!

La presencia de la señora de Swann tenía por mí un interés particular, debido a un hecho que se había producido días antes y que es necesario relatar a causa de las consecuencias que había de tener mucho más tarde, y que se seguirán en sus detalles cuando haya llegado el momento. Días antes, pues, de esta visita había recibido yo una que no esperaba ni por asomos: la de Carlos Morel, hijo, desconocido para mí, del antiguo ayuda de cámara de mi tío abuelo. Este tío abuelo (aquel en cuya casa había visto yo a la dama de rosa) había muerto el año antes. Su ayuda de cámara había manifestado en varias ocasiones su intención de venir a verme; yo no sabía el objeto de su visita, pero le hubiera recibido gustoso, porque había sabido por Francisca que había conservado un verdadero culto a la memoria de mi tío y emprendía a cada paso la peregrinación al cementerio. Pero, obligado a irse a cuidar a su tierra, y contando con que tendría que pasar en ella mucho tiempo, delegaba cerca de mí en su hijo. Quedé sorprendido al ver entrar a un guapo mozo de dieciocho años, vestido con más riqueza que gusto, pero que, sin embargo, parecía cualquier cosa menos ayuda de cámara. Por lo demás, desde el primer momento se afanó en cortar las amarras con la domesticidad de que salía, haciéndome saber, con una sonrisa satisfecha, que era primer premio del Conservatorio. El objeto de su visita era éste: su padre, entre los recuerdos de mi tío Adolfo, había puesto a un lado algunos que había considerado inconveniente enviar a mis padres, pero que, a lo que pensaba, eran como para interesar a un joven de mis años. Eran fotografías de las actrices célebres, de las grandes cocotas que mi tío había conocido, las últimas imágenes de aquella vida de viejo verde que le separaba, por medio de un compartimento estanco, de su vida familiar. Mientras que Morel el mozo me las enseñaba, me di cuenta de que se esforzaba por hablarme como a un igual. Cuidaba de tratarme de «usted», y me llamaba «señor» las menos veces que podía; era el suyo el placer de un hombre cuyo padre no empleaba nunca, al dirigirse a mis parientes, más que la «tercera persona». Casi todas las fotografías ostentaban una dedicatoria como: «A mi mejor amigo». Una actriz más ingrata y más avisada había escrito: «Al mejor de los amigos», lo cual le permitía, según me han asegurado, decir que mi tío no era, ni mucho menos, su mejor amigo, sino el que le había prestado más servicios de escasa cuantía, el amigo de quien se servía ella, un hombre excelente, poco menos que un viejo estúpido. En vano había tratado Morel el joven de evadirse de sus orígenes; se daba uno cuenta de que la sombra de mi tío Adolfo, venerable y desmesurada a los ojos del antiguo ayuda de cámara, no había dejado de cernerse, sagrada casi, sobre la infancia y la juventud del hijo. Mientras yo miraba las fotografías, Carlos Morel examinaba mi habitación. Y como yo buscase dónde podría guardarlas: «Pero ¿cómo es, me dijo (con un tono en que no tenía necesidad de expresarse el reproche, hasta tal punto estaba en las palabras mismas), que no veo ni una sola de su tío en su cuarto?». Sentí que el rubor me subía a la cara, y balbuceé: «Es que… me parece que no tengo ninguna». «¡Cómo! ¡No tiene usted ninguna fotografía de su tío Adolfo, que le quería tanto! Yo le mandaré una, que tomaré del montón de ellas de mi padre, y espero que la ponga usted en el sitio de honor, encima de esa cómoda que ha heredado usted de su tío». La verdad es que, como yo no tenía ni siquiera una fotografía de mi padre ni de mi madre en mi cuarto, nada tenía de extraño que no se encontrase en él ninguna de mi tío Adolfo. Pero no era difícil adivinar que para Morel, que había enseñado esta manera de ver a su hijo, mi tío era el personaje importante de la familia, del cual recibían mis padres no más que un brillo aminorado. Yo gozaba de mayor favor, porque mi tío decía todos los días que yo había de ser algo así como un Racine, como un Vaulabelle, y Morel me consideraba punto menos que como un hijo adoptivo, como una criatura de elección de mi tío. Pronto me di cuenta de que el hijo de Morel era muy «arrivista». Así, ese día me preguntó, porque tenía un poco de compositor y era capaz de poner música a unos versos, si no conocería yo algún poeta que ocupase una posición importante en el mundo aristocrático. Le cité uno. No conocía las obras del tal poeta ni había oído nunca su nombre, de que tomó nota. Pero el caso es que poco después supe que había escrito a ese mismo poeta para decirle que, siendo admirador fanático de sus obras, había puesto música a uno de sus sonetos, y se tendría por dichoso si el libretista hacía dar una audición del mismo en casa de la condesa de ***. Era ir un tanto aprisa y desenmascarar sus planes. El poeta, ofendido, no contestó.

Other books

Leather Wings by Marilyn Duckworth
A High Wind in Jamaica by Richard Hughes
Dilke by Roy Jenkins
London Overground by Iain Sinclair
The Cantaloupe Thief by Deb Richardson-Moore
The Dude and the Zen Master by Jeff Bridges, Bernie Glassman
Gertrude Bell by Georgina Howell
Barely Breathing by Rebecca Donovan