El mundo de Guermantes (36 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El señor de Norpois hacía estas preguntas a Bloch con una vehemencia que, al mismo tiempo que intimidaba a mi camarada, le lisonjeaba; porque el embajador parecía como si se dirigiese en él a todo un partido, como si interrogara a Bloch, ni más ni menos que si éste hubiese recibido las confidencias de ese partido y pudiera asumir la responsabilidad de las decisiones que se adoptasen.

—Si no cejasen ustedes —continuó el señor de Norpois sin aguardar a la respuesta colectiva de Bloch—; si antes, inclusive, de que estuviera seca la tinta del decreto que dispusiese el incoamiento del proceso de revisión, ustedes, obedeciendo a no sé qué insidiosa consigna, no cejaran, sino que se confinasen en una oposición estéril que parece ser para algunos la
ultima ratio
de la política; si se retirasen ustedes a su tienda y quemasen sus naves, sería con grande perjuicio para ustedes mismos. ¿Son ustedes prisioneros de los fautores de desorden? ¿Les han dado ustedes rehenes?

Bloch se veía perplejo para responder. El señor de Norpois no le dio tiempo.

—Si la negativa es veraz, como quiero creerlo, y si tiene usted un poco de lo que me parece que, desgraciadamente, les falta a algunos de sus jefes y de sus amigos, cierto espíritu político, el mismo día en que esté segura la Sala de lo Criminal, si no se dejan ustedes alistar por los que pescan en río revuelto, tendrán ustedes ganada la partida. No respondo de que todo el Estado Mayor pueda salir muy airoso del trance, pero no es poco ya que parte de él, por lo menos, pueda sacar alta la cara sin plantar fuego al polvorín ni armar gresca.

Por lo demás, se cae de su peso que es al Gobierno a quien incumbe hacer hablar al derecho y cerrar la lista, demasiado larga, de los crímenes impunes, no, ciertamente, obedeciendo a las incitaciones socialistas ni a las de no sé qué soldadesca —añadió, mirando a Bloch a los ojos y acaso con el instinto que tienen todos los conservadores para buscarse apoyos en el campo contrario—. La acción gubernamental debe ejercerse sin hacer caso de pujas, vengan éstas de donde vinieren. El Gobierno no está, a Dios gracias, a las órdenes del coronel Driaut ni, en el otro polo, a las del señor Clemenceau. Hay que meter en cintura a los agitadores de profesión e impedir que vuelvan a levantar cabeza. ¡Francia, en su inmensa mayoría, desea el trabajo dentro del orden! En este respecto, tengo formada mi religión. Pero no hay que tener miedo de ilustrar a la opinión; y si algunos borregos, de los que tan bien conoció nuestro Rabelais, se lanzasen al agua de cabeza, convendría hacerles ver que ese agua está turbia, que ha sido turbada adrede por una ralea que no es de casa, para disimular sus peligrosos fondos. Y el Gobierno no debe aparecer como que sale a la fuerza de su pasividad cuando ejerza el derecho que es esencialmente su derecho; quiero decir, poner en movimiento a la Señora Justicia. El Gobierno aceptará todas las indicaciones de ustedes. Si se demuestra que ha habido un error judicial, el Gobierno estará apoyado por una mayoría aplastante que le permitiría obrar con entera libertad.

—Usted, caballero —dijo Bloch, volviéndose hacia el señor de Argencourt, a quien había sido presentado al mismo tiempo que a los demás—, de seguro que es dreyfusista: en el extranjero lo es todo el mundo.

—Esa es una cuestión que sólo atañe a los franceses entre sí, ¿verdad? —respondió el señor de Argencourt con esa particular insolencia que consiste en atribuir al interlocutor una opinión que se sabe manifiestamente que no comparte, puesto que acaba de emitir una opinión opuesta.

Bloch se sonrojó; el señor de Argencourt sonrió, mirando en torno suyo, y si la sonrisa, mientras la dirigió a los demás visitantes, fue malévola para Bloch, se atemperó de cordialidad al detenerla finalmente en mi amigo, con objeto de privar a éste de pretexto para molestarse de las palabras que acababa de oír y que no por ello dejaban de ser menos crueles. La señora de Guermantes dijo al oído al señor de Argencourt algo que no oí, pero que debía de referirse a la religión de Bloch, porque en ese momento pasó por el semblante de la duquesa esa expresión a que el temor que tiene uno de ser observado por la persona de quien habla comunica un viso vacilante y falso, y a la que se mezcla el regocijo curioso y malévolo que inspira un grupo humano a que nos sentimos radicalmente extraños. Bloch, por desquitarse, se dirigió al duque de Châtellerault:

—Usted, caballero, que es francés, sabe de seguro que en el extranjero son dreyfusistas, aunque se pretenda que en Francia no se sabe nunca lo que pasa en el extranjero. Además, yo sé que se puede hablar con usted; me lo ha dicho Saint-Loup.

Pero el joven duque, que sentía que todo el mundo se ponía en contra de Bloch, y que era cobarde como a menudo se es en sociedad, usando de un ingenio preciosista y mordaz que, por atavismo, parecía heredar del señor de Charlus:

—Perdóneme, caballero, que no discuta acerca de Dreyfus con usted, pero es una cuestión que tengo por principio no hablar de ella como no sea entre jaféticos.

Todo el mundo sonrió, excepto Bloch, no porque éste no tuviese costumbre de pronunciar frases irónicas a cuenta de sus orígenes judíos, a propósito de su ascendencia, que venía un tanto del Sinaí. Pero en lugar de una de esas frases, que sin duda no estaban a punto, el resorte de la máquina interior hizo subir otra a la boca de Bloch. Y sólo se pudo recoger esto:

—Pero ¿cómo ha podido usted saber?… ¿Quién le ha dicho a usted?… —como si hubiera sido hijo de un presidiario. Por otra parte, dados su apellido, que no pasa precisamente por cristiano, y su cara, su extrañeza denotaba cierta ingenuidad.

Como lo que le había dicho el señor de Norpois no le hubiera satisfecho completamente, se acercó al archivero y le preguntó si no se veía algunas veces en casa de la señora de Villeparisis al señor Du Paty de Clam o a José Reinach. El archivero no respondió nada; era nacionalista y no cesaba de predicar a la marquesa que bien pronto habría una guerra social y que ella debiera ser más prudente en la elección de sus relaciones. Se preguntó si no sería Bloch un emisario secreto del Sindicato que hubiera venido con objeto de informar a éste, y se fue a repetir inmediatamente a la señora de Villeparisis las preguntas que Bloch acababa de hacerle. La marquesa juzgó que Bloch estaba, por lo menos, mal educado, que acaso fuera peligroso para la posición del señor de Norpois. Por último, quería dar gusto al archivero, la única persona que le inspiraba algún temor y por quien era adoctrinada, sin gran resultado (todas las mañanas le leía el artículo del señor Judet en el
Petit Journal
). Quiso, por tanto, dar a entender a Bloch que no se empeñase en volver, y encontró con mayor naturalidad en su repertorio mundano la escena con que una gran dama pone a alguien a la puerta de su casa, escena que en modo alguno comporta el dedo en alto y los ojos llameantes que la gente se figura. En el momento en que Bloch se acercaba a ella para despedirse, hundida en su butacón, pareció extraída a medias de una vaga somnolencia. Sus ahogadas miradas tuvieron tan sólo el fulgor apagado y encantador de una perla. Los adioses de Bloch, desplegando apenas en el rostro de la marquesa una lánguida sonrisa, no le arrancaron una palabra, y no le tendió la mano. Esta escena puso a Bloch en el colmo del asombro, pero como era testigo de ella un círculo de personas en torno suyo, no pensó que pudiera prolongarse sin inconveniente para él y, por obligar a la marquesa, la mano que no venían a tomarle se la tendió él mismo. La señora de Villeparisis se molestó. Pero sin duda, con importarle dar una satisfacción inmediata al archivero y al clan antidreyfusista, quería, sin embargo, guardar miramientos al porvenir; se contentó con bajar los párpados y entornar los ojos.

—Me parece que está dormida —dijo Bloch al archivero, que, sintiéndose sostenido por la marquesa, adoptó una expresión indignada—. ¡Adiós, señora! —gritó.

La marquesa hizo el ligero movimiento de labios de una moribunda que quisiera abrir la boca, pero cuya mirada ya no reconoce a nadie. Después se volvió, desbordante de una vida que vuelve a encontrarse, al marqués de Argencourt, mientras Bloch se alejaba persuadido de que estaba «chocha». Lleno de curiosidad y con el propósito de poner en claro un incidente tan extraño, volvió a verla algunos días después. Ella le recibió muy bien porque era buena, porque no estaba allí el archivero, porque le importaba el sainete que había de hacer representar en su casa Bloch, y, en fin, porque había hecho la comedia de gran dama que deseaba, que fue universalmente admirada y comentada aquella misma noche en diversos salones, pero conforme a una versión que ya no tenía ninguna relación con la verdad.

—Hablaba usted de las
Siete Princesas,
duquesa; ¿sabe usted (no estoy más orgulloso de ello por eso) que el autor de ese… cómo diré, de ese memorial, es un compatriota mío? —dijo el señor de Argencourt con una ironía matizada por la satisfacción de conocer mejor que los demás al autor de una obra de que se acababa de hablar—. Sí, es belga de nación —añadió.

—¿De veras? No, no le acusamos a usted de entrar para nada en las
Siete Princesas.
Afortunadamente para usted y para sus compatriotas, no se parece usted al autor de esa inepcia. Conozco belgas muy amables, usted, su rey, que es un poco tímido, pero lleno de ingenio, mis primos los de Ligne y otros muchos; pero, afortunadamente, ustedes no hablan la misma lengua que el autor de las
Siete Princesas.
Por lo demás, si quiere usted que le diga la verdad, es demasiado hablar de ello, sobre todo porque eso no es nada. Son gente que trata de parecer oscura y que si es preciso se las arregla para ser ridícula, para ocultar que no tiene ideas. Si debajo de eso hubiera algo, yo le diría a usted que no les temo a ciertas audacias —añadió en un tono serio— desde el momento en que haya en ellas algún pensamiento. No sé si ha visto usted la obra de Borelli. Hay gente a quien le ha molestado; a mí, aun cuando hubiera de hacerme lapidar —añadió sin darse cuenta de que no corría grandes riesgos—, confieso que me ha parecido infinitamente curiosa. ¡Pero las
Siete Princesas
! De nada sirve que una de ellas tenga mimos para su sobrino; no puedo soportar los sentimientos familiares…

La duquesa se detuvo en seco, porque entraba una señora que era la vizcondesa de Marsantes, madre de Roberto. La señora de Marsantes era considerada en el
faubourg
de Saint-Germain como un ser superior, de una bondad, de una resignación angelicales. Me lo habían dicho, y yo no tenía ninguna razón particular para estar sorprendido de ello, ya que en ese momento no sabía que fuese la mismísima hermana del duque de Guermantes. Más tarde me he extrañado cada vez que he sabido, en esta sociedad, que mujeres melancólicas, puras, sacrificadas, veneradas como ideales santas de vidriera, habían florecido en la misma capa genealógica que unos hermanos brutales, estragados y viles. Hermanos y hermanas, cuando son tan enteramente iguales de cara como lo eran el duque de Guermantes y la señora de Marsantes, me pareció que debían tener en común una sola inteligencia, un mismo corazón, como los tendría una persona que podrá tener momentos buenos o malos, pero de quien no cabe esperar, con todo, amplitud de miras si es de espíritu limitado, o una abnegación sublime si es dura de corazón.

La señora de Marsantes asistía a los cursos de Brunetière. Entusiasmaba al
faubourg
Saint-Germain, y, con su vida de santa, lo edificaba asimismo. Pero la conexión morfológica de la bonita nariz y de la mirada penetrante incitaba, sin embargo, a clasificar a la señora de Marsantes en la misma familia intelectual y moral que su hermano el duque. Yo no podía creer que el simple hecho de ser mujer y acaso de haber sido desgraciada y tener la opinión de todos a su favor, pudiera hacer que una persona fuese tan diferente de los suyos, como en las canciones de gesta en que todas las virtudes y las gracias están reunidas en la hermana de unos hermanos feroces. Me parecía que la naturaleza, menos libre que los antiguos poetas, tenía que servirse casi exclusivamente de los elementos comunes a la familia, y no podía atribuirle tal poder de innovación que hiciese, con materiales análogos a los que componían un tonto o un patán, un gran espíritu sin tara alguna de necedad, una santa sin ninguna mácula de brutalidad. La señora de Marsantes llevaba un traje de surá blanco con grandes palmas, sobre las que se destacaban unas flores de tela que eran negras. Es que había perdido, hacía tres semanas, a su primo el señor de Montmorency, lo cual no le impedía hacer visitas, asistir a comidas íntimas, pero de luto. Era una gran dama. Por atavismo, su alma estaba llena de la frivolidad de las existencias de corte, con todo lo que hay en ella de superficial y de riguroso. La señora de Marsantes no había tenido fuerzas para lamentar mucho tiempo la pérdida de su padre y de su madre, pero por nada del mundo hubiera vestido de color en el mes siguiente a la muerte de su primo. Estuvo más que amable conmigo, porque yo era amigo de Roberto y porque no era del mismo mundo que Roberto. Esta bondad iba acompañada de una timidez fingida, de la especie de movimiento de retirada intermitente de la voz, de la mirada, del pensamiento que se recoge como una falda indiscreta, para no ocupar demasiado sitio, para permanecer bien erguida, inclusive en la flexibilidad, como requiere la buena educación. Buena educación que no hay que tomar demasiado al pie de la letra, por lo demás, ya que muchas de esas damas caen en seguida en la licencia de costumbres sin perder nunca la corrección casi infantil de los modales. La señora de Marsantes irritaba un poco en la conversación porque, cada vez que se trataba de un plebeyo (por ejemplo, de Bergotte, de Elstir), decía, recalcando la palabra, haciéndola valer y salmodiándola en dos tonos diferentes con una modulación que era peculiar de los Guermantes: «He tenido el
honor,
el gran
ho
-nor de encontrarme con el señor Bergotte, de conocer al señor Elstir», fuese por hacer admirar su humildad, fuese por el mismo gusto que tenía el señor de Guermantes de volver a las formas desusadas para protestar contra los usos de la mala educación actual en que no se dice suficientemente «honrado». Cualquiera de estas dos razones que fuese la verdadera, de todas maneras se sentía que cuando la señora de Marsantes decía: «He tenido el
honor,
el gran
ho
-nor», creía desempeñar un gran papel y demostrar que sabía acoger los nombres de los hombres de valía como hubiera recibido a éstos en persona en su castillo, si se hubieran encontrado en sus inmediaciones. Por otra parte, como su familia era numerosa, como la quería mucho; como, lenta de palabra y amiga de explicaciones, quería hacer comprender los parentescos, se encontraba (sin ningún deseo de deslumbrar y aun sin que, sinceramente, le gustase hablar más que de campesinos conmovedores y de guardas de caza sublimes) citando a cada instante a todas las familias ennoblecidas de Europa, cosa que no le perdonaban las gentes menos brillantes, y, si eran un tanto intelectuales, se burlaban de ello como de una estupidez.

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