El mundo perdido (39 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Adentro estaba vacío. Del suelo salían unas cuantas tuberías, en otro tiempo conectadas a algún tipo de maquinaria. Sin embargo, en ese momento no había ninguna máquina; sólo quedaban las manchas de óxido allí donde habían estado sujetas al suelo.

En un rincón había una lámpara eléctrica provista de un temporizador programado para que se encendiese por las noches. Ésa era la luz que había visto. ¿Había corriente eléctrica en la isla? ¿Cómo era posible? No le importaba. Entró tambaleándose en el cobertizo, cerró la puerta a sus espaldas y se desplomó en el suelo de hormigón. A través de los sucios vidrios de la ventana vio a los compis, que golpeaban el vidrio por fuera y brincaban con manifiesta frustración. Pero por el momento estaba a salvo.

Naturalmente tenía que seguir. De un modo u otro debía abandonar aquella maldita isla. Pero no en ese instante, pensó.

Más tarde.

Más tarde se preocuparía por todo.

Dodgson apoyó la mejilla en el suelo húmedo de hormigón y se quedó dormido.

El tráiler

Sarah Harding envolvió con papel de aluminio la pata herida de la cría, que seguía inconsciente, respirando con normalidad. Estaba relajada e inmóvil. El oxígeno fluía con un suave silbido.

Terminó de darle forma a la abrazadera de quince centímetros de longitud y, con la ayuda de un pincel, recubrió de resina el papel de aluminio.

—¿Cuántos raptores hay? —preguntó Sarah—. Yo no estoy muy segura de cuántos vi. Creo que eran nueve.

—Me parece que son más —rectificó Malcolm—. Yo conté once o doce.

—¿Doce? —repitió ella, levantando la vista—. ¿En una isla tan pequeña?

—Sí.

La resina desprendía un olor penetrante, como de pegamento. La extendió de manera regular sobre el papel de aluminio.

—Ya sabes qué pienso, ¿no? —dijo Sarah.

—Sí —respondió Malcolm—. Son demasiados.

—Sí, es una cantidad excesiva, Ian. —Sarah trabajaba sin pausa—. Eso no tiene sentido. En África los depredadores activos como los leones están muy dispersos. Hay un león cada diez kilómetros cuadrados, a veces cada quince. El ecosistema no admite más. En una isla de esta superficie no debería haber más de cinco raptores. Sujeta esto.

—Sí. Pero no te olvides de una cosa: aquí la presa es enorme. Algunos de estos animales pesan veinte o treinta toneladas.

—Dudo de que ése sea un factor decisivo —objetó Sarah—, pero suponiendo que lo sea, debería haber como mucho diez raptores, y tú afirmas que hay doce. Además viven en la isla otros grandes depredadores, como los tiranosaurios.

—Sí, así es.

—Son demasiados —insistió Sarah, moviendo la cabeza en un gesto de negación.

—La densidad de población animal es bastante alta —adujo Malcolm.

—En todo caso, no lo suficiente para tantos depredadores. En general los estudios sobre depredadores, ya sean los tigres de la India, ya sean los leones africanos, indican que la proporción debe ser de un depredador por cada doscientas presas como mínimo. Eso significa que aquí, para mantener veinticinco depredadores, debería haber al menos cinco mil presas. ¿Existe esa cantidad de animales?

—No —contestó Malcolm.

—¿Cuántos crees que hay en conjunto?

—Unos doscientos —calculó Malcolm, encogiéndose de hombros—. Como mucho quinientos.

—Es una proporción muy desequilibrada, Ian. Sujeta esto. Voy a acercar la lámpara.

Enfocó la lámpara de calor hacia la cría para endurecer la resina y le ajustó la mascarilla de oxígeno.

—La isla no admite esa cantidad de depredadores —comentó Sarah—, y sin embargo, aquí están.

—¿Qué explicación podría haber? —preguntó Malcolm.

—Debe de existir alguna fuente de alimentos que desconocemos.

—¿Una fuente artificial, quieres decir? Dudo de que la haya.

—No —corrigió Sarah—. Las fuentes de alimentación artificiales amansan a los animales. Y estos depredadores no son para nada dóciles. La única posibilidad que se me ocurre es que se dé un índice de mortalidad diferencial entre las presas. Si crecen muy deprisa o mueren jóvenes, eso podría representar una mayor cantidad de alimento del previsto.

—He notado que los animales más grandes tienen un tamaño menor del que les correspondería, como si no hubiesen alcanzado la madurez. Quizá mueren prematuramente.

—Puede ser —admitió Sarah—, pero si existiese un índice de mortalidad diferencial suficientemente alto para mantener esta población de depredadores, tendrían que verse muchos restos de cadáveres y esqueletos por la isla. ¿Has visto alguno?

—No. Ahora que lo mencionas, no he visto un solo esqueleto.

—Yo tampoco. —Sarah apartó la lámpara—. Hay algo extraño en esta isla, Ian.

—Lo sé —convino Malcolm.

—¿Sí?

—Sí —repuso Malcolm—. Lo he sospechado desde el primer momento.

Retumbó un trueno. En el valle ya había anochecido y desde la plataforma de observación no se oía nada salvo los gruñidos lejanos de los raptores.

—Quizá deberíamos volver —sugirió Eddie, impaciente.

—¿Por qué? —preguntó Levine, que se había puesto los anteojos de visión nocturna, contento de tenerlos a mano. A través de los anteojos, el mundo se mostraba en toda una gama de tonos verde claro. Veía claramente a los raptores en el lugar donde habían abatido a su presa, donde la alta hierba aparecía pisoteada y salpicada de sangre. Aunque ya habían devorado el cadáver, se oían aún los crujidos de los huesos mientras los animales los roían.

—Como ya es de noche —insistió Eddie—, pienso que estaríamos más seguros en el tráiler.

—¿Por qué? —repitió Levine.

—Bueno, está reforzado, es resistente y muy fiable. Además, allí tenemos todo lo que necesitamos. Simplemente creo que sería mejor estar allí. Porque, ¿no estará pensando quedarse aquí toda la noche?

—No —replicó Levine—. ¿Qué te crees que soy? ¿Un fanático?

Eddie dejó escapar un gruñido.

—En todo caso, quedémonos un rato más —dijo Levine. Eddie se volvió hacia Thorne.

—¿Doc? ¿Usted qué dice? Va a ponerse a llover de un momento a otro.

—Sólo un poco más —respondió Thorne—. Luego regresaremos todos juntos.

—Habitan dinosaurios en esta isla desde hace cinco años, quizá más —explicó Malcolm—, y no habían aparecido en ninguna otra parte. De pronto, el año pasado, empezaron a encontrarse cuerpos de animales muertos en las playas de Costa Rica y también, según los informes, en algunas islas del Pacífico.

—¿Arrastrados por las corrientes?

—Se supone. Pero la cuestión es: ¿Por qué ahora? ¿Por qué de repente después de cinco años? Algo ha cambiado, pero no sabemos… Un momento. —Se acercó a la consola de la computadora y miró la pantalla.

—¿Qué haces? —preguntó Sarah.

—Arby logró entrar en la antigua red —informó Malcolm— y todavía se conservan algunos archivos de los años 80. —Agarró el mouse y se desplazó por la pantalla—. No los hemos examinado… —Vio aparecer el menú, que incluía archivos de trabajo y archivos de datos. Comenzó a pasar páginas de texto—. Hace unos años tuvieron problemas con alguna enfermedad. En el laboratorio quedan muchos documentos.

—¿Qué clase de enfermedad?

—No lo sabían.

—Entre los animales hay muchas enfermedades de evolución lenta —dijo Sarah—. Una vez contraídas pueden tardar cinco o diez años en manifestarse. Son provocadas por virus o priones. Ya sabes, fragmentos proteínicos, como el carbunco o la actinomicosis en el ganado.

—Pero en esas enfermedades el agente patógeno es siempre la comida contaminada.

—¿Con qué alimentaban a los animales? —inquirió Sarah—. Porque si yo criase dinosaurios, tendría mis dudas. ¿Qué comen? Leche, supongo, pero…

—Leche, sí —respondió Malcolm sin apartar la vista de la pantalla—. Las primeras seis semanas leche de cabra.

—Ésa es la elección lógica —convino Sarah—. En los zoológicos siempre dan a las crías leche de cabra, porque es hipoalergénica. Pero ¿y después?

—Un momento —pidió Malcolm.

Harding sostenía la pata de la cría con la mano en espera de que la resina se endureciese. Observó el yeso y lo olfateó. Despedía aún un olor intenso.

—Espero que no haya problemas —comentó—. A veces si los padres perciben un olor extraño, no aceptan a las crías. Pero quizá se disipe cuando la resina esté seca. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Malcolm consultó el reloj.

—Unos diez minutos. Estará totalmente seca en otros diez.

—Me gustaría devolver la cría al nido cuanto antes —dijo Sarah. Volvió a tronar. Miraron por la ventana y advirtieron que ya era noche cerrada.

—Probablemente ya es demasiado tarde para llevarla —observó Malcolm, que seguía tecleando y leyendo el texto de la pantalla—. ¿Con qué los alimentaban? En el período comprendido entre 1988 y 1989… los herbívoros recibían una sustancia vegetal macerada tres veces al día… y los carnívoros… —Se interrumpió.

—¿Qué daban a los carnívoros?

—Parece que un extracto de proteínas animales…

—¿De qué animales? —preguntó Sarah—. Por lo general se utiliza pavo o pollo y se añaden antibióticos.

—Sarah, usaban extracto de cordero.

—¡No es posible! —exclamó Sarah.

—Sí, aquí consta. Lo recibían de su proveedor, que usaba carne de cordero picada.

—No puedo creerlo.

—Me temo que así es —afirmó Malcolm—. Veamos ahora si podemos averiguar…

De pronto sonó una suave alarma. En el panel de la pared, sobre la pantalla de la computadora, destelló una luz roja. Un instante después se encendieron los focos instalados en el techo del tráiler, bañando el área circundante en un vivo resplandor halógeno.

—¿Qué es eso? —preguntó Sarah.

—Los sensores. Algo los ha activado. —Malcolm se apartó de la computadora y escudriñó el claro a través de la ventana. Sólo vio la alta hierba y, más allá, los oscuros árboles del perímetro. Todo estaba en calma.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Sarah, pendiente aún de la cría.

—No lo sé. No veo nada.

—Pero algo deben de haber detectado los sensores.

—Supongo —dijo Malcolm.

—¿El viento?

—No hay viento.

En la plataforma de observación Kelly advirtió:

—¡Eh, fíjense!

Thorne volvió la cabeza. Desde su elevada posición en el valle veían la cresta de la montaña que se alzaba tras ellos y los dos tráilers estacionados en lo alto.

Los focos exteriores se habían encendido.

Thorne agarró el transmisor que llevaba prendido en el cinturón.

—¿Ian? ¿Estás ahí?

Tras una breve crepitación Malcolm contestó:

—Aquí estoy, Doc.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé —respondió Malcolm—. Se encendieron los focos del techo. Por lo visto se han activado los sensores. Pero afuera no vemos nada.

—La temperatura del aire baja muy deprisa —observó Eddie—. Quizá la alarma se haya disparado a causa de las corrientes de convección.

—¿Todo en orden, Ian? —preguntó Thorne.

—Sí. No te preocupes.

—Ya me temía yo que nos habíamos excedido con el grado de sensibilidad —comentó Eddie—. Debe de ser eso.

Levine frunció el entrecejo pero guardó silencio.

Sarah dio por terminada la cura de la cría, la envolvió en una manta y la sujetó a la mesa mediante correas de tela. A continuación se acercó a Malcolm y miró por la ventana.

—¿Qué crees que puede haber sido?

—Según Eddie, el sistema es demasiado sensible —dijo Malcolm con un gesto de duda.

—¿Y lo es?

—No lo sé. No se había probado antes. —Malcolm observó la línea de árboles que delimitaban el claro, atento a cualquier movimiento. Le pareció oír un resoplido, casi un gruñido. Al instante tuvo la impresión de que, en respuesta, llegaba un sonido semejante del otro lado del tráiler. Fue a mirar por la ventana del costado opuesto.

Malcolm y Sarah aguzaron la vista intentado detectar algo en la oscuridad. De pronto Malcolm, tenso, contuvo la respiración. Al cabo de un momento Sarah lanzó un suspiro.

—No veo nada —anunció.

—No. Yo tampoco —dijo Malcolm—. Habrá sido una falsa alarma.

Entonces Malcolm sintió la vibración, un golpe resonante en el suelo. Miró a Sarah, que tenía los ojos muy abiertos.

Malcolm sabía qué era aquello. La vibración se repitió, esta vez de manera inconfundible.

Sarah se asomó a la ventana.

—Ian —susurró—. Lo veo.

Malcolm se dio vuelta y se acercó a ella, que señalaba hacia los árboles cercanos.

—¿Qué? —preguntó Malcolm.

En ese momento vio aparecer la enorme cabeza entre el follaje a la altura de la sección central de un árbol. La cabeza giró lentamente de un lado a otro, como si escuchase. Era un Tyrannosaurus rex adulto.

—Mira, Ian, hay dos.

A la derecha un segundo animal surgió entre los árboles. Era de mayor tamaño: la hembra de la pareja. Los animales gruñeron, un profundo rugido en la noche. Salieron lentamente al claro. Parpadearon ante la intensa luz.

—¿Son los padres? —quiso saber Sarah.

—No lo sé. Supongo.

Malcolm echó un vistazo a la cría. Seguía inconsciente y respiraba con normalidad; la manta subía y bajaba a un ritmo regular.

—¿Qué han venido a hacer aquí? —dijo Sarah.

—No lo sé.

Los animales permanecían inmóviles al borde del claro. Parecían indecisos, expectantes.

—Quizá buscan la cría.

—Sarah, por favor —desdeñó Malcolm.

—Hablo en serio.

—Eso es absurdo.

—¿Por qué? Deben de haberle seguido el rastro hasta aquí —afirmó Sarah.

Los tiranosaurios levantaron la cabeza con el hocico en alto y la movieron a izquierda y derecha trazando lentos arcos. Después de repetir varias veces el mismo movimiento avanzaron un paso hacia el tráiler.

—Sarah —dijo Malcolm—. Estamos a kilómetros del nido. Es imposible que nos hayan seguido el rastro.

—¿Cómo lo sabes?

—Sarah…

—Tú mismo lo has dicho —recordó Sarah—: no sabemos nada de estos animales. Desconocemos por completo su fisiología, su bioquímica, su sistema nervioso, su comportamiento. Y tampoco sabemos nada de su dotación sensorial.

—Sí, pero…

—Son depredadores, Ian. Poseen un buen sentido de la vista, un buen sentido del oído y un buen sentido del olfato.

—Supongo que sí —admitió Malcolm.

—Pero ignoramos qué más poseen.

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