El mundo perdido (40 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

—¿Qué más?

—Ian, existen otras modalidades sensoriales —afirmó Sarah—. Las serpientes tienen percepción infrarroja; los murciélagos ecolocación; las aves y las tortugas magnetosensores, es decir, son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, y así es como se orientan en sus migraciones. Los dinosaurios pueden disponer de modalidades sensoriales que ni siquiera imaginamos.

—Sarah, eso no tiene sentido.

—¿Ah, no? Entonces dime, ¿qué hacen ahí?

Afuera, cerca de los árboles, los tiranosaurios permanecían en silencio. Ya no gruñían, pero continuaban trazando lentos arcos con la cabeza.

Malcolm arrugó la frente.

—Parece como si… mirasen…

—¿Hacia los focos? No, Ian. Están cegados.

Malcolm comprendió de inmediato que Sarah tenía razón. Sin embargo, movían la cabeza a un ritmo regular.

—Entonces, ¿qué hacen? —preguntó Malcolm—: ¿Olfatear?

—No —descartó Sarah—. Mantienen la cabeza en alto y no dilatan las aletas nasales.

—Quizás estén escuchando —aventuró Malcolm.

—Posiblemente.

—Pero escuchando ¿qué?

—Quizás a la cría.

Malcolm echó un vistazo a la mesa.

—Sarah, la cría sigue inconsciente.

—Lo sé.

—No hace ningún ruido —aseguró Malcolm.

—Ningún ruido que nosotros podamos oír. —Sarah observaba atentamente los tiranosaurios—. Pero están haciendo algo, Ian. Ese comportamiento que vemos tiene algún significado, y nosotros simplemente lo desconocemos.

Desde la plataforma de observación Levine oteó el claro con los anteojos de visión nocturna y avistó a los dos tiranosaurios en el límite del bosque. Movían la cabeza de un modo extraño y sincronizado.

Avanzaron con paso vacilante hacia el tráiler, levantaron la cabeza, la giraron de un lado a otro y finalmente parecieron decidirse. Empezaron a cruzar el claro con paso rápido, casi agresivo.

Por la radio oyeron decir a Malcolm:

—¡Son las luces! ¡Los atraen las luces!

Al cabo de un instante los focos exteriores se apagaron y el claro quedó sumido en la mayor oscuridad.

—Era eso —confirmó Malcolm.

—¿Qué ves? —preguntó Thorne a Levine.

—Nada.

—¿Qué hacen?

—Se han parado.

Con los anteojos de visión nocturna Levine vio que los tiranosaurios se habían detenido, como desconcertados por el cambio de luz. Pese a la distancia oyó sus gruñidos; estaban inquietos. Balanceaban las enormes cabezas y lanzaban dentelladas al aire. Pero no se acercaban al tráiler.

—¿Qué pasa? —quiso saber Kelly.

—Aguardan —contestó Levine—. Al menos por el momento.

Levine tenía la clara impresión de que los tiranosaurios estaban nerviosos. El tráiler debía de representar una gran y temible alteración en su entorno. Quizá, pensó, darían media vuelta y se marcharían. A pesar de su extraordinario tamaño actuaban con cautela, casi con timidez.

Volvieron a gruñir. Levine vio entonces que avanzaban hacia el tráiler a oscuras.

—Ian, ¿qué hacemos?

—Y yo qué sé —susurró Malcolm.

Se hallaban agazapados en el fuelle que comunicaba los dos tráilers, para no ser vistos desde afuera. Los tiranosaurios avanzaban implacablemente. Notaban cada paso como una clara vibración: dos animales de diez toneladas cada uno dirigiéndose hacia ellos.

—¡Vienen derecho hacia aquí! —exclamó Sarah.

—Ya lo he notado.

El primero de los animales llegó al tráiler y se acercó tanto que obstruyó totalmente la visibilidad a través de la ventana. Malcolm sólo veía el vientre y las musculosas patas del tiranosaurio. La cabeza quedaba muy por encima del tráiler.

A continuación el segundo tiranosaurio se acercó por el otro lado. Los dos animales comenzaron a girar en torno del tráiler, gruñendo y resoplando. Sarah y Malcolm percibían el penetrante olor de los depredadores. Uno de los tiranosaurios rozó el costado del tráiler, produciendo un áspero sonido de piel escamosa contra metal.

Una repentina sensación de pánico asaltó a Malcolm. Se debía a aquel olor, que volvió de pronto a su memoria después de varios años. Empezó a sudar. Miró a Sarah y vio que observaba atentamente los movimientos de los animales.

—Éste no es comportamiento de caza —susurró.

—No sé —dijo Malcolm—. Quizá sí. Al fin y al cabo no son leones.

Uno de los tiranosaurios lanzó un temible y ensordecedor bramido en la noche.

—No han venido a cazar —repitió Sarah—. Están buscando, Ian.

Instantes después el segundo tiranosaurio bramó también en respuesta. Súbitamente la enorme cabeza apareció en la ventana, escudriñando el interior. Malcolm se echó al suelo, y Sarah cayó sobre él, pisándole la oreja.

—Todo saldrá bien, Sarah, no te preocupes. —Afuera se oían los gruñidos de los tiranosaurios—. ¿Te importaría salir de encima? —masculló Malcolm.

Sarah se apartó a un lado, y Malcolm se incorporó lentamente, asomándose con cuidado por encima de los almohadones de los asientos. El gigantesco ojo del rex lo miraba a través de la ventana, girando en la órbita. Vio que abría y cerraba las mandíbulas. El aliento cálido del animal empañó el vidrio.

El tiranosaurio retiró la cabeza, y por un momento Malcolm respiró aliviado. Pero al cabo de un instante la cabeza volvió a acercarse y golpeó con fuerza el tráiler, que se balanceó notablemente.

—No te preocupes, Sarah —repitió Malcolm—. El tráiler es muy resistente.

—No sabes cuánto me tranquiliza —susurró Sarah.

En el lado opuesto, el otro rex bramó también y asestó un tremendo golpe con el hocico. La suspensión chirrió con el impacto. Los dos tiranosaurios arremetieron alternada y rítmicamente contra el tráiler desde ambos lados. Malcolm y Sarah se tambalearon en el interior. Sarah intentó sujetarse, pero la siguiente sacudida la derribó. El suelo se ladeaba alarmantemente con cada golpe. El material de laboratorio salió despedido de las mesas. El suelo quedó cubierto de vidrios rotos.

De repente cesó el traqueteo y reinó el silencio.

Malcolm, gruñendo, se irguió sobre una rodilla y miró por la ventana. Vio alejarse los cuartos traseros de un tiranosaurio.

—¿Qué hacemos? —preguntó en un murmullo.

Se oyó el chasquido de la radio, y Thorne dijo:

—¿Ian, estás ahí? ¿Ian?

—¡Por Dios, apaga eso! —susurró Sarah.

Malcolm tomó el transmisor que llevaba prendido del cinturón.

—Estamos bien comunicó en voz baja, y desconectó la radio.

Sarah se dirigió a gatas hacia el laboratorio biológico. Malcolm la siguió y vio que el más voluminoso de los tiranosaurios contemplaba por la ventana a la cría atada. El tiranosaurio emitió un suave ronroneo. A continuación, sin apartar la vista de la ventana, calló durante un momento y volvió a ronronear.

—Quiere su cría, Ian —susurró Sarah.

—Yo no tengo inconveniente en que se la lleve —afirmó Malcolm. Se hallaban los dos acurrucados en el suelo, ocultos a la mirada del tiranosaurio.

—¿Cómo vamos a devolvérsela?

—No lo sé —respondió Malcolm—. Quizá podríamos sacarla por la puerta.

—No quiero que la pisen —objetó Sarah.

—¿Y qué importa eso ahora? —protestó Malcolm.

El tiranosaurio emitió una serie de suaves gruñidos seguidos de un rugido largo y amenazador. Era la hembra.

—¡Sarah…! —exclamó Malcolm.

Pero Sarah estaba ya de pie, frente al tiranosaurio. De inmediato empezó a hablar con voz tranquilizadora:

—De acuerdo… No hay problema… La cría está bien… Ahora voy a desatarla… Mira cómo lo hago…

La cabeza del tiranosaurio era tan grande que abarcaba toda la ventana. Sarah advirtió cómo se ondulaban los poderosos músculos del animal bajo la piel del cuello. Las mandíbulas se separaron ligeramente. A Sarah le temblaban las manos mientras soltaba las correas.

—Así… Tu cría está bien… ¿Ves? Está bien…

—¿Qué haces? —preguntó Malcolm en voz baja, agachado a los pies de Sarah.

Ella contestó sin variar de tono:

—Ya sé que parece un disparate… Pero a veces da resultado con los leones… Listo… Tu cría ya está libre… —Sarah retiró la manta y la mascarilla de oxígeno. Levantando a la cría con las manos, añadió—: Ahora… lo único que tenemos que hacer… es devolvértela…

De pronto la hembra apartó la cabeza, tomó impulso y golpeó el vidrio, que quedó reducido a una telaraña blanca. Sarah vio una sombra al otro lado y sintió el segundo impacto, que desprendió el vidrio. Dejó la cría en la bandeja y retrocedió de un salto mientras la cabeza penetraba en el tráiler. Por el hocico del animal adulto corrían hilos de sangre como consecuencia de los cortes producidos por los fragmentos de vidrio. Pero una vez que cesó la violencia inicial sus movimientos se tornaron delicados. Olfateó lentamente a la cría de la cabeza a los pies. Se detuvo un instante en el yeso y lo lamió. Por último apoyó la mandíbula inferior en el pecho de la cría y permaneció inmóvil en esa posición durante un largo rato. Se limitaba a parpadear, mirando a Sarah.

Malcolm, tendido en el suelo, vio la sangre que goteaba por el borde de la mesa. Levantó la vista, pero Sarah lo obligó a agachar la cabeza con la mano y le indicó que se callara.

—¿Qué pasa? —preguntó Malcolm.

—Le palpa el pecho buscando el latido del corazón.

El tiranosaurio gruñó, abrió la boca y levantó suavemente a la cría con las fauces. A continuación retrocedió despacio a través del vidrio roto, llevándose a la cría.

La dejó en el suelo, fuera del ángulo de visión de Sarah, y agachó la cabeza.

—¿Se despertó? —susurró Malcolm—. ¿Está despierta la cría?

—¡Chist!

Se oyeron repetidos lengüetazos intercalados con blandos gruñidos guturales. Malcolm vio que Sarah se inclinaba para asomarse por la ventana.

—¿Qué ocurre? —murmuró Malcolm.

—Lame a la cría y la empuja con el hocico —explicó Sarah.

—¿Y?

—Eso es todo. No hace nada más que eso una y otra vez.

—¿Y la cría? —inquirió Malcolm.

—Nada. Rueda por la hierba como si estuviese muerta. ¿Cuánta morfina le administraste en la última inyección?

—No lo sé —contestó Malcolm—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

Malcolm siguió en el suelo escuchando los lametones y gruñidos. Y finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, oyó un agudo chillido.

—¡Está despertándose, Ian! —anunció Sarah—. ¡La cría está despertándose!

Malcolm se incorporó y, de rodillas, miró por la ventana. El tiranosaurio adulto sujetaba a la cría entre las fauces y se dirigía hacia el límite del bosque.

—¿Qué hace?

—Supongo que se la lleva respondió Sarah.

Entonces apareció el segundo adulto, que siguió tras los pasos del primero. Malcolm y Sarah vieron alejarse a los dos tiranosaurios por el claro.

Malcolm se relajó, encorvando los hombros.

—Estuvimos cerca.

—Sí, estuvimos cerca —dijo Sarah con un suspiro a la vez que se enjugaba la sangre del antebrazo.

En la plataforma de observación Thorne pulsó el botón de la radio.

—¡Ian! ¿Estás ahí? ¡Ian!

—Quizá desconectaron la radio —apuntó Kelly.

Empezó a lloviznar y las gotas tamborilearon en el techo del refugio. Levine miraba hacia el claro de lo alto de la montaña con los anteojos de visión nocturna. Cayó un rayo, y Thorne preguntó:

—¿Ves qué hacen los animales?

—Yo sí —se apresuró a responder Eddie—. Parece… parece que se marchan. Todos lanzaron gritos de alegría.

Sólo Levine guardó silencio y siguió observando. Thorne se volvió hacia él.

—¿Es así, Richard? ¿Todo en orden?

—Creo que no, la verdad —contestó Levine—. Me temo que hemos cometido un grave error.

Malcolm, asomado a la ventana rota, observó cómo se alejaban los tiranosaurios. Junto a él, Sarah permanecía callada sin apartar la vista de los animales.

Había empezado a llover; el agua goteaba de los fragmentos de vidrio que seguían aún unidos al marco de la ventana. Un trueno retumbó a lo lejos y el violento destello de un rayo iluminó a los gigantescos animales. Se detuvieron junto a los árboles y dejaron a la cría en el suelo.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Sarah—. Deberían volver al nido.

—No lo sé, quizá…

—Quizá la cría está muerta —aventuró Sarah.

Pero no. A la luz del siguiente rayo vieron que la cría se movía. Aún vivía. Oyeron sus agudos chillidos cuando uno de los adultos la recogió entre sus fauces y la colocó delicadamente en la horcadura formada por dos ramas altas.

—¡Oh, no! —exclamó Sarah—. Algo no anda bien, Ian. Algo no anda bien.

El tiranosaurio hembra permaneció con la cría durante unos minutos, moviéndola, acomodándola. A continuación se dio media vuelta, abrió las fauces y rugió.

El tiranosaurio macho rugió en respuesta.

Entonces los dos animales arremetieron a toda velocidad contra ellos.

—¡Dios mío! —imploró Sarah.

—¡Agárrate, Sarah! —instó Malcolm—. El golpe va a ser fuerte.

El asombroso impacto los lanzó a los dos por el aire. Sarah gritó y se desplomó. Malcolm se golpeó la cabeza y cayó al suelo. El tráiler se balanceó con un chirrido metálico sobre los amortiguadores. Los tiranosaurios rugieron y embistieron de nuevo.

Malcolm oyó que Sarah lo llamaba y de repente el tráiler volcó. Malcolm rodó; alrededor, los objetos de vidrio y el material de laboratorio quedaron hechos añicos. Cuando levantó la vista, todo estaba de costado. Ante sí tenía la ventana que el tiranosaurio había destrozado. La lluvia le azotó en la cara. Cayó un rayo, y vio una gran cabeza que gruñía y lo miraba por el hueco. Oyó rechinar las garras del tiranosaurio contra el flanco metálico del tráiler. De pronto la cabeza desapareció, y un momento después los oyó bramar mientras empujaban el tráiler por la hierba.

Llamó a Sarah y la vio detrás de él justo cuando todo alrededor volvía a girar descabelladamente. El tráiler había quedado ahora del revés. Malcolm empezó a arrastrarse por el techo hacia Sarah. Sobre su cabeza veía el equipo de laboratorio, sujeto a las repisas. Sobre él, cayó el líquido de una docena de frascos. Algo le quemó el hombro. Oyó un siseo y comprendió que debía de ser ácido.

Sarah gemía en la oscuridad ante él. Otro rayo iluminó el tráiler, y Malcolm la vio enroscada en el techo junto al fuelle, que estaba totalmente retorcido, lo cual significaba que el otro tráiler seguía derecho. Era demencial. Todo aquello era demencial.

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