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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (49 page)

—¿Qué? ¿Los arrastraron hasta el nido? Esos animales pesan cincuenta toneladas, Richard. Ni cien raptores podrían arrastrarlos. No, no. —Suspiró—. Los esqueletos deben de haber flotado hasta un recodo en el río, donde se vararon. Los raptores formaron el nido cerca de una buena fuente de alimentación: apatosaurios muertos.

—Bueno, tal vez…

—Pero, ¿por qué tantos apatosaurios muertos, Richard? ¿Por qué ninguno de los animales llega a ser adulto? ¿Y por qué hay tantos depredadores en esta isla?

—Bueno, necesitamos más información, por supuesto… —empezó a decir Levine.

—No. ¿No estuviste en el laboratorio? Ya sabemos cuál es la respuesta.

—¿Cuál?

—Priones —respondió Malcolm y cerró los ojos. Levine frunció el ceño y dijo:

—¿Qué son los priones?

Malcolm suspiró.

—Ian, ¿qué son los priones?

—Sal de aquí —le respondió Malcolm, sacudiendo la mano.

Arby estaba acurrucado en un rincón, casi dormido. Thorne enrolló una remera y la colocó debajo de la cabeza del muchacho. Arby masculló algo y sonrió.

En escasos segundos, comenzó a roncar.

Thorne se puso de pie y se acercó a Sarah, que estaba parada junto a la ventana. Afuera, el cielo comenzaba a aclarar, celeste, por sobre los árboles.

—¿Cuánto tiempo nos queda? Thorne consultó el reloj.

—Más o menos una hora.

Sarah empezó a pasearse de un lado a otro.

—Necesitamos combustible —afirmó—. Con nafta llegaremos al helicóptero.

—Pero no hay combustible —insistió Thorne.

—Tiene que haber en alguna parte. —Sarah siguió deambulando por la tienda—. Probaste los surtidores…

—Sí. Están secos.

—Y dentro del laboratorio.

—Lo dudo.

—Entonces, ¿dónde? ¿Y en el tráiler?

Thorne negó con la cabeza.

—Es sólo un remolque pasivo. La otra unidad disponía de un generador auxiliar y algunos bidones de nafta. Pero se ha caído por el precipicio.

—Tal vez los bidones no se hayan roto con la caída. Aún tenemos la motocicleta. Podría ir hasta allí y…

—Sarah —dijo Thorne.

—Vale la pena intentarlo.

—Sarah… —repitió Thorne.

—¡Miren! —advirtió Levine en voz baja desde la ventana—. Tenemos visita.

Una buena madre

En la tenue luz previa al amanecer los animales salieron de entre el follaje y avanzaron directamente hacia el jeep. Eran seis: enormes dinosaurios de pico de pato marrones, de cuatro metros y medio de altura.

—Maiasaurios —anunció Levine—. No sabía que también hubiese en la isla.

—¿Qué hacen?

Los gigantescos animales rodearon el jeep y de inmediato empezaron a destrozarlo. Uno arrancó el techo de lona. Otro empujó la barra estabilizadora y sacudió el vehículo de un lado a otro.

—No me explico —comentó Levine—. Son hadrosaurios. Herbívoros. Esta agresividad no es propia de ellos.

—Veo —dijo Thorne.

Los maiasaurios volcaron el jeep. Uno de ellos se irguió y apoyó las patas delanteras sobre los paneles laterales y aplastó el vehículo. De pronto cayeron al suelo dos cajas blancas de poliestireno, y los maiasaurios se concentraron en ellas. Mordisquearon tirando los pedazos sobre la hierba. Actuaban apresuradamente, con desesperación.

—¿Buscarán algo de comer? —aventuró Levine.

Entonces la parte superior de una de las cajas se rasgó. En el interior vieron un huevo agrietado. Del cascarón asomaba un trozo de carne arrugada. Los movimientos de los maiasaurios se tornaron más cautos, más delicados. Graznaron y gruñeron. Los grandes cuerpos de los animales les impedían ver.

Se oyó un chirrido.

—¡No es posible! —exclamó Levine.

Un pequeño animal se agitaba en el suelo. Era de color marrón claro, casi blanco. Trató de levantarse, pero se desplomó al instante. Medía menos de medio metro y tenía pliegues alrededor del cuello. Al cabo de un momento apareció junto a él un segundo animal. Sarah lanzó un suspiro.

Uno de los maiasaurios bajó lentamente la cabeza y abrió el ancho pico ante la cría. Al subir la cabeza mantuvo la boca abierta. La cría, posada tranquilamente en la lengua del adulto, miraba alrededor.

Otro maiasaurio recogió a la segunda cría. Tras permanecer allí un momento, como si no supiesen si quedaba algo por hacer, se alejaron graznando.

Atrás dejaron el jeep destrozado.

—Creo que la nafta ya no es problema —comentó Thorne.

—Eso parece —dijo Sarah.

Thorne observó los restos del jeep con un gesto de asombro.

—Es peor que un choque de frente —afirmó—. Parece que hubiera pasado por un compresor. Desde luego no estaba concebido para esta clase de presiones.

—Los ingenieros de Detroit no esperaban que un animal de cinco toneladas se subiese encima —dijo Levine con un bufido.

—Me habría gustado ver cómo soportaba nuestro vehículo una cosa así —comentó Thorne.

—¿Por lo reforzado que estaba, quieres decir?

—Sí —respondió Thorne—. Lo construimos para resistir extraordinarios esfuerzos. Simulamos choques por computadora, añadimos los paneles de carbono y todo eso…

—¡Un momento! —exclamó Sarah, apartando la vista de la ventana—. ¿De qué hablan?

—Del otro vehículo —aclaró Thorne.

—¿Qué vehículo?

—El que trajimos. El Explorer.

—¡Claro! —dijo Sarah con repentino entusiasmo—. ¡Hay otro vehículo! Me había olvidado por completo. ¡El Explorer!

—Bueno, ahora ya es historia pasada —explicó Thorne—. Anoche, cuando venía al tráiler, me metí en un charco y se produjo un cortocircuito.

—Pero puede que todavía…

—No —desechó Thorne con un gesto de negación—. Un cortocircuito como ese acaba con los sistemas. Es un vehículo eléctrico. No tiene remedio.

—Me sorprende que no coloquen disyuntores para estos casos.

—Bueno, antes no los poníamos, aunque en esta última versión… —Se interrumpió y movió la cabeza con un gesto de estupefacción—. ¡No puedo creerlo!

—¿El vehículo tiene disyuntores?

—Sí. ¿Cómo he podido olvidarme? Eddie los instaló en el último momento.

—Es decir, puede que el Explorer aún funcione —dijo Sarah.

—Sí, probablemente, reajustando los disyuntores.

—¿Dónde está? —preguntó Sarah, encaminándose ya hacia la motocicleta.

—Lo dejé en el camino que baja de la montaña a la plataforma. Pero Sarah…

—Es nuestra única posibilidad —afirmó Sarah. Se colocó los auriculares de la radio, se ajustó el micrófono junto a la boca y empujó la motocicleta hasta la puerta.

Asomados a la ventana la vieron alejarse hacia la montaña.

—¿Qué probabilidades crees que tiene? —inquirió Levine. Thorne se limitó a mover la cabeza.

Al cabo de un momento crepitó la radio.

—Doc.

—Sí, Sarah.

—Estoy ya en el camino. Veo… seis.

—¿Raptores?

—Sí. Están… Oye. Voy a intentarlo por otro camino. Veo una…

La radio crepitó.

—¿Sarah?

Se estaba cortando la comunicación.

—… especie de paso de animales que… Aquí. Creo que será mejor…

—Sarah, se corta la comunicación —advirtió Thorne.

—… lo haga ahora. Así que… ojalá tenga suerte.

Por la radio llegaba el zumbido de la motocicleta. A continuación oyeron otro sonido, que podía ser un gruñido o una interferencia estática. Thorne se inclinó, pegándose la radio a la oreja. De pronto sonó un chasquido y quedó en silencio.

—¿Sarah? —llamó Thorne. No hubo respuesta.

—Quizá la ha desconectado —apuntó Levine. Thorne negó con la cabeza.

—¿Sarah?

Nada.

—¿Sarah? ¿Estás ahí?

Esperaron.

Nada.

El tiempo pasó lentamente. Levine miraba por la ventana. Kelly roncaba en un rincón. Arby yacía junto a Malcolm profundamente dormido.

Thorne estaba sentado en el suelo, recostado contra la caja registradora. De vez en cuando tomaba la radio e intentaba hablar con Sarah. Probó en vano por los seis canales.

Finalmente se rindió.

De pronto la radio crepitó.

—… odio estas porquerías. Nunca funcionan bien. —Un gruñido—. No entiendo… ¡Maldita sea!

Levine se dio vuelta. Thorne agarró la radio.

—¿Sarah? ¿Sarah?

—Por fin. ¿Dónde estabas, Doc?

—¿Estás bien?

—Claro que estoy bien —aseguró Sarah.

—La radio falla. Se ha cortado la comunicación.

—¿Sí? ¿Qué tengo que hacer?

—Aprieta el tornillo que sujeta la tapa de la batería. Probablemente se ha aflojado.

—No. ¿Qué hago con el Explorer?

—¿Cómo? —dijo Thorne.

—Estoy en el Explorer, Doc. ¿Qué hago? Levine consultó el reloj.

—Faltan veinte minutos para la llegada del helicóptero. Quizá lo logre.

Dodgson

Dodgson se despertó, dolorido y entumecido, en el suelo de hormigón del cobertizo. Se levantó y miró por la ventana. Vio vetas rojas en el cielo azul. Abrió la puerta del cobertizo y salió.

Tenía sed y le dolía todo el cuerpo. Empezó a andar bajo los árboles. Alrededor la selva estaba en silencio. Necesitaba agua. Ante todo necesitaba agua. A su izquierda oyó el gorgoteo de un arroyo. Se encaminó hacia el sonido, caminando más deprisa.

A través de los árboles vio que clareaba. Eso significaba que Malcolm y su grupo se encontraban aún allí. Debían de tener un plan para marcharse de la isla. Y si ellos podían marcharse, también él podía.

Llegó a una pendiente. Abajo corría un arroyo. El agua parecía limpia. Descendió apresuradamente. Poco antes del arroyo tropezó con una raíz y cayó.

Se puso de pie y volvió la vista atrás. Advirtió que no era una raíz el motivo de su caída.

Era la correa de una mochila.

Dodgson tiró de la correa y la mochila entera salió de entre el follaje. Estaba rajada y tenía manchas de sangre seca. Al moverla, el contenido se desparramó entre los helechos. Alrededor zumbaba un enjambre de moscas. No obstante, vio una cámara, una fiambrera metálica y una botella de agua. Echó otro vistazo entre los helechos, pero no encontró nada más, salvo unos chocolates mojados.

Dodgson bebió el agua y notó que tenía hambre. Abrió la fiambrera con la esperanza de encontrar comida decente. Pero la fiambrera no contenía comida. Estaba llena de espuma de embalar.

Y en el centro había una radio.

La conectó. El piloto de la batería brilló con intensidad. Pasó de un canal a otro, oyendo interferencias estáticas.

De pronto sonó la voz de un hombre.

—¿Sarah? Aquí Thorne. ¿Sarah?

Al cabo de un momento una voz femenina dijo:

—Doc. ¿Me oyes? He dicho que estoy en el Explorer.

Dodgson escuchó y sonrió.

Así que había un vehículo.

En la tienda, Thorne sostenía la radio cerca de la boca.

—Muy bien, Sarah. Escucha atentamente. Sube al coche y haz exactamente lo que te diga.

—De acuerdo —contestó Sarah—. Pero antes una cosa. ¿Está ahí Levine?

—Sí, aquí está.

—Pregúntale si es peligroso un dinosaurio verde con la frente abovedada y una altura aproximada de un metro veinte.

Levine asintió.

—Dile que sí. Se llaman paquicefalosaurios.

—Dice que sí —transmitió Thorne—. Se llaman paqui no sé qué, y debes andar con cuidado. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque hay unos cincuenta alrededor del Explorer.

El Explorer

El Explorer estaba en medio de un tramo sombrío del camino, bajo los árboles. Se había detenido poco después de una profunda depresión donde sin duda se había formado un charco la noche anterior. El charco era en esos momentos un barrizal gracias a la docena de animales que bebían, chapoteaban y se revolcaban en él. Eran algunos de los dinosaurios verdes de frente abovedada que venía observando desde hacía unos minutos mientras intentaba decidir qué hacer. Ya que no sólo estaban en el charco, sino que se habían acomodado asimismo frente al Explorer y a los costados. Había contemplado a los paquicefalosaurios con inquietud, pues si bien en su vida había pasado mucho tiempo entre animales salvajes, normalmente se trataba de animales que conocía bien. Basándose en una larga experiencia, sabía cuánto podía aproximarse y en qué circunstancias.

Se acercó el micrófono a la boca y dijo:

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Veinte minutos.

—Entonces mejor será que entre ya. ¿Alguna sugerencia?

Se produjo un silencio. Luego la radio crepitó.

—Según Levine, nadie sabe nada de estos animales, Sarah.

—Estupendo.

—Levine dice que no se ha recuperado ningún esqueleto completo, así que de su comportamiento sólo se sabe que probablemente son agresivos.

—Estupendo —repitió Sarah.

—Levine sugiere que te acerques lentamente y veas si la manada te deja pasar. Pero sin movimientos rápidos, sin gestos bruscos. Sarah observó a los animales y pensó: «Tienen esas cabezas abovedadas por alguna razón».

—No, gracias —contestó—. Voy a probar otra cosa.

—¿Qué?

En la tienda, Levine preguntó:

—¿Qué dijo?

—Dijo que iba a probar otra cosa.

—¿Como qué? —preguntó Levine. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. El cielo estaba aclarando. Frunció el ceño. Eso tenía una implicancia. Algo que sabía, pero en lo que no estaba concentrado.

Algo con respecto a la claridad. Y el territorio.

El territorio.

Levine volvió a mirar hacia el cielo, tratando de comprender. ¿Qué diferencia representaba el hecho de que estuviera amaneciendo? Sacudió la cabeza y se dio por vencido por el momento.

—¿Cuánto tiempo lleva reajustar los disyuntores?

—Uno o dos minutos —respondió Thorne.

—Entonces quizá todavía haya tiempo.

Se oyó un silbido estático de la radio y Harding que decía:

—Bien, estoy arriba del auto.

—¿Dónde?

—Estoy arriba del auto. En un árbol.

Sarah trepó a un árbol cercano cuyas ramas se extendían sobre el Explorer. Eligió una rama que parecía flexible y empezó a deslizarse por ella. Se hallaba a unos tres metros por encima del coche. Sólo algunos animales se habían fijado en ella, pero la manada estaba inquieta. Los que momentos antes reposaban en el barro se habían levantado y giraban sin cesar. Sarah vio cómo sacudían las colas nerviosamente.

Avanzó por la rama y ésta se inclinó. Estaba resbaladiza a causa de la reciente lluvia. Intentó calcular su posición respecto del coche. Parecía la adecuada.

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