El mundo perdido (42 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Por un momento reinó el silencio.

Luego, inexorablemente, se reanudaron los golpes.

Thorne

Las escobillas del limpiaparabrisas se deslizaban a un lado y a otro. Thorne tomaba deprisa las curvas pese a la lluvia torrencial. Consultó el reloj. Ya habían pasado dos minutos, quizá tres. Quizá más. No estaba seguro.

El camino era un barrizal, resbaladizo y peligroso. Al atravesar los profundos charcos contenía la respiración. Los sistemas del vehículo habían sido impermeabilizados en el taller, pero con aquellas cosas nunca existían totales garantías. Cada charco era una nueva prueba, y hasta el momento las había superado todas satisfactoriamente.

Ya habían pasado tres minutos. Tres por lo menos.

Tras una curva un rayo iluminó el camino, y Thorne vio un profundo charco unos metros más adelante. Lo cruzó a toda velocidad, levantando olas de agua a ambos lados. El Explorer lo pasó y siguió adelante. ¡Siguió adelante! Al principio de una pendiente Thorne vio oscilar anormalmente las agujas de los indicadores y oyó la inconfundible crepitación que acompañaba siempre a un cortocircuito. Se produjo una explosión bajo el capó y un humo acre se elevó del radiador. El Explorer se detuvo.

Cuatro minutos.

Thorne se quedó sentado en el vehículo, escuchando el sonido de la lluvia contra el techo metálico. Intentó poner el motor en marcha de nuevo. No respondió.

No llegaba corriente.

Por el parabrisas caía una cortina de agua. Se recostó en el asiento, exhaló un suspiro y miró el camino. En el asiento contiguo sonó el chasquido de la radio.

—¿Doc? Ya casi debe de haber llegado.

Thorne miró fijo el camino, intentando adivinar dónde se hallaba. Calculó que se encontraba aún a casi dos kilómetros del tráiler, quizás un poco más. Demasiado lejos para intentarlo a pie. Maldijo y golpeó el asiento.

—No, Eddie. Ha habido un cortocircuito.

—¿Cómo?

—Eddie, el vehículo no funciona. Estoy…

Thorne se interrumpió.

Notó algo.

Al otro lado de la siguiente curva advirtió un resplandor rojo. Thorne escudriñó entre la lluvia entornando los ojos. No, no eran visiones suyas. Estaba allí, sin duda: un resplandor rojo.

—¿Doc? ¿Está ahí? —dijo Eddie.

Thorne no contestó. Tomó la radio y el rifle Lindstradt, salió del Explorer y, agachando la cabeza para protegerse de la lluvia, empezó a subir por la pendiente hacia el cruce con el camino de montaña. Al doblar la curva, vio claramente el jeep rojo, en medio del camino, con las luces traseras encendidas, una de ellas rota.

Corrió hacia el jeep, intentando ver el interior. Al caer un rayo comprobó que no había nadie adentro. La puerta del conductor no estaba cerrada y presentaba una profunda abolladura en la chapa. Thorne subió y buscó a tientas en la columna de dirección. Sí, tenía la llave en el contacto. La hizo girar y el motor arrancó.

Puso el jeep en movimiento, cambió de sentido y se dirigió hacia el claro. Después de unos cuantos recodos más avistó el tejado verde del laboratorio y dobló a la izquierda. Los haces de los faros trazaron un arco sobre la hierba y alumbraron a los dinosaurios, todavía concentrados en su empeño de empujar el tráiler.

Ante la presencia de aquellas otras luces los tiranosaurios se volvieron al unísono y bramaron en dirección al jeep. A continuación abandonaron el tráiler y emprendieron una veloz carrera por el claro. Thorne dio marcha atrás desesperadamente, pero enseguida se dio cuenta de que no se dirigían hacia él, sino hacia un árbol cercano. Se detuvieron ante el árbol con las cabezas en alto. Thorne apagó las luces y esperó. Sólo veía a los animales de manera intermitente bajo el resplandor de los rayos. Una de las veces advirtió que bajaban a la cría del árbol. Obviamente su repentina llegada les había hecho temer por la seguridad de la cría.

Cuando cayó el siguiente rayo, los tiranosaurios ya habían desaparecido. El claro estaba vacío. ¿Se habían marchado o simplemente se habían escondido? Bajó el vidrio de la ventanilla y asomó la cabeza. En ese momento oyó un chirrido continuo. Se asemejaba al gemido de un animal, pero era demasiado regular, demasiado constante. Escuchó atentamente y se dio cuenta de que era otra cosa: un sonido metálico.

Thorne volvió a encender las luces y avanzó despacio. Al parecer los tiranosaurios se habían marchado definitivamente. En el haz de luz de los faros vio el segundo tráiler.

Con un continuo chirrido metálico se deslizaba aún poco a poco por la hierba, hacia el precipicio.

—¿Qué hace? —preguntó Kelly en voz alta para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.

—Está en el vehículo —informó Levine, mirando en la oscuridad con los anteojos de visión nocturna. Desde la plataforma de observación veía los faros de Thorne en el claro—. Avanza hacia el tráiler. Y ahora…

—¿Ahora qué? —inquirió Kelly—. ¿Qué hace ahora?

—Da vueltas alrededor de un árbol —dijo Levine—. Un árbol grande situado en el límite del claro.

—¿Por qué?

—Debe de estar enrollando el cable alrededor del árbol —respondió Levine—. No se me ocurre otra razón.

Se produjo un momento de silencio.

—¿Qué hace ahora? —preguntó Arby.

—Salió del jeep y corre en dirección al tráiler.

Thorne estaba de rodillas en el barro y sostenía entre las manos el enorme gancho del jeep. Pese a que el tráiler seguía deslizándose hacia el precipicio, logró arrastrarse debajo y colocar el gancho en el eje trasero. Retiró los dedos en el preciso momento en que el gancho se trababa contra la cubierta de los frenos y rodó a un lado.

Recién sujetado, el tráiler se desplazó bruscamente de costado y las ruedas segaron la porción de hierba donde Thorne estaba tendido hacía unos instantes.

El cable metálico del cabrestante se tensó. La parte inferior del tráiler rechinó en protesta.

Pero la estructura aguantó.

Thorne salió de debajo del tráiler y lo miró bajo la lluvia con los ojos entornados. Observó atentamente las ruedas del jeep para comprobar si se movían. No. Con el cable enrollado al árbol, el jeep bastaba como contrapeso para mantener el segundo tráiler al borde del precipicio.

Regresó al jeep, subió y fijó el freno. Oyó decir a Eddie por la radio:

—Doc, Doc.

—Estoy aquí, Eddie.

—Logró detenerlo.

—Sí. Ya no se mueve.

La radio crepitó.

—Estupendo. Pero escuche, Doc. Ya sabe que el fuelle no es más que una malla metálica de cinco milímetros de grosor montada sobre espirales de acero inoxidable. No está pensada para…

—Ya lo sé, Eddie. Estoy en eso.

Thorne bajó del jeep y corrió hacia el tráiler bajo la lluvia. Abrió la puerta lateral y entró. El interior estaba completamente oscuro. No veía nada. Todo se había caído de las estanterías. Pisó fragmentos de vidrio. Todas las ventanas estaban rotas. Con la radio en la mano dijo:

—¡Eddie!

—Sí, Doc.

—Necesito una cuerda. —Le constaba que Eddie había reunido toda clase de material.

—Doc…

—Sólo dime dónde está.

—En el otro tráiler, Doc.

Thorne chocó contra una mesa en la oscuridad.

—¡Magnífico! —exclamó.

—Puede que haya una cuerda de nailon en el armario de herramientas —dijo Eddie—. Pero no sé cuánta—. No parecía muy esperanzado.

Thorne se abrió paso hasta el fondo del tráiler y llegó hasta los armarios empotrados. Las puertas estaban atrancadas. Tiró con fuerza en la oscuridad, pero finalmente desistió. El armario de repuestos estaba al otro lado del fuelle. Quizás allí había cuerda. Y en ese momento era cuerda lo que necesitaba.

El tráiler

Sarah Harding, todavía colgada en el extremo del tráiler, levantó la vista y contempló el fuelle retorcido que comunicaba con el segundo tráiler. Las embestidas de los dinosaurios habían cesado y el tráiler ya no se movía. Pero ahora notaba un goteo de agua fría en la cara. Y sabía lo que eso significaba.

El fuelle empezaba a rasgarse.

Miró hacia arriba y vio el principio de una rajadura en la tela que dejaba al descubierto las espirales de acero que formaban el fuelle. La rajadura era aún pequeña, pero se extendería rápidamente. Y al romperse la malla, el acero se desenroscaría, se alargaría y finalmente cedería.

Sólo disponían de unos minutos antes de que el tráiler se desprendiese y cayese al vacío.

Descendió de nuevo hasta donde se encontraba Malcolm y buscó un punto de apoyo firme junto a él.

—Ian.

—Ya lo sé —contestó Malcolm con un gesto de negación.

—Ian, tenemos que salir de aquí. —Lo agarró por las axilas y lo ayudó a enderezarse—. Y tú vienes conmigo.

Malcolm, derrotado, volvió a negar con la cabeza. Sarah ya había visto antes en su vida ese mismo gesto de renuncia, y lo detestaba. Ella jamás se rendía.

Malcolm lanzó un gruñido.

—No puedo…

—Tienes que hacerlo —instó Sarah.

—Sarah…

—No pienso escucharte, Ian. No tenemos nada de qué hablar. Y ahora vamos. —Tiró de Malcolm, y él gimió. Pese a todo Sarah lo obligó a erguirse y lo separó de la mesa.

El resplandor de un rayo iluminó el tráiler, y Malcolm pareció hacer acopio de energía. Consiguió mantenerse recto al borde del asiento situado frente a la mesa. Vacilaba, pero se mantenía recto.

—¿Y ahora qué? —preguntó Malcolm.

—No lo sé, pero tenemos que salir de aquí… ¿Hay cuerda por alguna parte?

Malcolm asintió débilmente.

—¿Dónde? —preguntó Sarah. Malcolm señaló hacia la cabina.

—Allí. Bajo el tablero.

—Vamos, pues —ordenó Sarah.

Se inclinó y buscó apoyo para los pies en el lado opuesto. Adoptó la misma posición que un alpinista en la chimenea de una montaña. El tablero se encontraba a seis metros por debajo de ellos.

—Muy bien, Ian. Vamos.

—No puedo, Sarah. De verdad.

—Entonces apóyate en mí. Yo te llevaré.

—Pero…

—¡Ahora, maldita sea!

Malcolm se levantó y asió con mano temblorosa una manija montada en la pared. Arrastraba la pierna derecha. A continuación, repentinamente, Sarah notó todo su peso sobre ella y casi resbaló. Malcolm se aferró a su cuello, ahogándola. Sarah jadeó, se echó las manos a la espalda, agarró a Malcolm por los muslos y lo levantó en el aire mientras él se sujetaba mejor a su cuello. Finalmente consiguió respirar.

—Lo siento —se disculpó Malcolm.

—No importa —dijo Sarah—. Allá vamos.

Empezó a descender por el pasadizo vertical, aferrándose a todo aquello que encontraba. En algunos sitios había manijas, y donde no las había recurría a los tiradores de los cajones, las patas de las mesas, las fallebas de las ventanas o la alfombra del suelo. En un punto la alfombra se levantó y Sarah se deslizó hacia abajo hasta que consiguió afianzarse nuevamente con las piernas. Colgado a sus espaldas, Malcolm gemía y le temblaban los brazos.

—Eres muy fuerte —comentó él.

—Fuerte pero femenina —contestó Sarah severamente.

Ya estaban sólo a tres metros del tablero. Luego a uno. Sarah encontró una manija, se colgó y dejó ir las piernas. Apoyó los pies en el volante. Bajó y colocó a Malcolm en el tablero. Él se recostó, respirando con dificultad.

El tráiler rechinó y se balanceó. Buscó a tientas bajo el tablero y encontró un pequeño armario. Al abrirlo cayeron varias herramientas. Y encontró una cuerda de nailon de algo más de un centímetro de grosor y posiblemente unos quince metros de longitud.

Se levantó y miró por el parabrisas hacia el valle, ciento cincuenta metros más abajo. Junto a ella tenía la puerta del conductor. Al abrirla, giró completamente hacia afuera y chocó ruidosamente contra la superficie exterior del tráiler. La lluvia le azotó en la cara.

Sarah se asomó y examinó el costado del tráiler. Se componía de paneles lisos de metal, sin manijas. Sin embargo, en la parte inferior tenía que haber ejes, cajas y otros puntos de apoyo. Agarrándose de la manija húmeda de la puerta, se inclinó hacia afuera para echar un vistazo a la parte inferior del vehículo. En ese momento oyó un golpe metálico y alguien dijo:

—¡Ya era hora!

Una silueta robusta apareció de pronto ante sus ojos. Era Thorne, colgado de la parte inferior del tráiler.

—¡Por Dios! —protestó Thorne—. ¿Qué esperaban? ¿Una invitación formal? ¡Vamos!

—El problema es Ian —explicó Sarah—. Está herido.

«Muy propio de él —pensó Kelly, mientras observaba a Arby en la plataforma—. Cuando las cosas se complican, es incapaz de hacerles frente. Demasiadas emociones, demasiadas tensiones, y empieza a temblar y a comportarse de un modo extraño».

Arby había apartado la vista del precipicio hacía rato y miraba en la otra dirección, hacia el río, como si no ocurriese nada. Muy propio de él.

Kelly se volvió hacia Levine.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó.

—Thorne acaba de entrar —informó Levine.

—¿Entrar? ¿En el tráiler, quiere decir?

—Sí. Y ahora… ha salido alguien.

—¿Quién?

—Creo que es Sarah.

Kelly se esforzó por ver algo en la oscuridad. La lluvia había amainado y ya sólo caía una fina llovizna. Al otro lado del valle el tráiler colgaba aún en el vacío. Kelly creyó distinguir una figura agarrada a la parte inferior del vehículo. Pero no estaba segura.

—¿Qué hace?

—Trepa.

—¿Sola?

—Sí —respondió Levine—. Sola.

Sarah Harding salió de la cabina, contorsionándose bajo la lluvia. No miró abajo. De sobra sabía que el valle se hallaba a ciento cincuenta metros. Notó que el tráiler se balanceaba. Llevaba la cuerda enrollada al hombro. Giró, bajó la pierna y se apoyó en la caja de cambios. Buscó a tientas con la mano, agarró un cable y quedó colgada en parte inferior.

Thorne, desde la cabina, dijo:

—No conseguiremos sacar a Malcolm sin una cuerda. ¿Puedes subir?

Al resplandor de un relámpago Sarah levantó la vista y examinó la parte inferior del tráiler. Vio brillar la grasa. La oscuridad reinó de nuevo.

—Sarah, ¿podrás subir?

—Sí —contestó Sarah. Alargó un brazo y empezó a trepar.

En la plataforma de observación, Kelly preguntó:

—¿Dónde está? ¿Qué pasa? ¿Está bien?

Levine miraba hacia el precipicio con los anteojos de visión nocturna.

—Está subiendo —anunció.

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