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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (57 page)

Un aspecto necesario de la investigación básica es que sus aplicaciones radiquen en el futuro: a veces décadas o incluso siglos después. Lo que es más, nadie sabe qué aspectos de la investigación básica tendrán valor práctico y cuáles no. Si los científicos no pueden hacer esas predicciones, ¿van a hacerlas los políticos o los industriales? Si las fuerzas del mercado libre están centradas sólo en el beneficio a corto plazo —como lo están ciertamente en Estados Unidos con un declive abrupto en investigación corporativa—, ¿no equivale esta solución a abandonar la investigación básica?

Cortar de cuajo la ciencia fundamental que tiene como guía la curiosidad es como comerse la semilla del maíz. Quizá nos quede un poco para comer el próximo invierno, pero ¿qué plantaremos para alimentarnos nosotros y nuestros hijos los inviernos siguientes?

Desde luego hay muchos problemas acuciantes para nuestra nación y para nuestra especie. Pero reducir la investigación científica básica no es la manera de resolverlos. Los científicos no constituyen un bloque de votantes. No tienen un grupo de presión efectivo. Sin embargo, gran parte de su trabajo es en interés de todos. Alejarse de la investigación fundamental constituye una falta de fuerza, de imaginación y de esa visión de futuro que todavía no parecemos dominar. A uno de esos extraterrestres hipotéticos podría parecerle asombroso que estuviéramos planeando no tener un futuro.

Desde luego, necesitamos alfabetización, educación, trabajo, atención médica adecuada y defensa, protección del medio ambiente, seguridad en la vejez, un presupuesto equilibrado y un montón de cosas más. Pero somos una sociedad rica. ¿No podemos alimentar a los Maxwell de nuestra época? Para poner un ejemplo simbólico, ¿es verdad que no nos podemos permitir comprar maíz para sembrar, por el valor de un helicóptero de combate, para escuchar a las estrellas?

Capítulo
24
C
IENCIA Y BRUJERÍA
[41]

Ubi dubium ibi libertas:
Donde hay duda, hay libertad.

Proverbio latino

E
l título de la Feria Mundial de Nueva York de 1939 —que tanto me impresionó cuando la visité de niño procedente del oscuro Brooklyn— era «El mundo del mañana». El mero hecho de adoptar un tema como éste constituía una promesa de que
habría
un mundo del mañana, y una simple mirada fortuita afirmaba que sería mejor que el mundo de 1939. Aunque a mí el matiz me pasó totalmente inadvertido, mucha gente anhelaba una promesa tranquilizadora en vísperas de la guerra más brutal y calamitosa de la historia humana. Al menos supe que crecería en el futuro. El «mañana» limpio y lustroso que se retrataba en la Feria era atractivo y esperanzador. Y estaba claro que algo llamado ciencia era el medio para realizar este futuro.

Pero si las cosas hubieran evolucionado de manera un poco diferente, la Feria me habría podido dar muchísimo más ¿Se había producido una lucha feroz entre bastidores? La visión que prevaleció fue la del presidente de la Feria y portavoz principal, Grover Whalen, antiguo ejecutivo de empresa, jefe de la policía de la ciudad de Nueva York en una época de brutalidad policial sin precedentes e innovador de las relaciones públicas. Era él quien había pensado que los edificios de la exposición fueran principalmente comerciales, industriales, orientados a los productos de consumo, y quien había convencido a Stalin y Mussolini de que construyeran espléndidos pabellones nacionales. (Más tarde se quejó de haberse visto obligado a saludar con frecuencia al modo fascista.) El nivel de las exposiciones, como las describió un diseñador, correspondía a la mentalidad de un niño de doce años.

Sin embargo, según cuenta el historiador Peter Kuznick de la Universidad Americana, un grupo de científicos prominentes —entre los que se encontraban Harold Urey y Albert Einstein— defendía la presentación de la ciencia por sí sola, no como el camino hacia los objetos de consumo a la venta, con el fin de destacar el método de pensamiento y no sólo los productos de la ciencia. Estaban convencidos que la comprensión popular de la ciencia era el antídoto de la superstición y el fanatismo; que, como dijo el divulgador científico Watson Davis, «el camino científico es el camino de la democracia». Un científico incluso llegó a sugerir que, si se ampliaba la apreciación del público por los métodos de la ciencia, se podría conseguir «una conquista final de la estupidez»... un objetivo meritorio pero probablemente irrealizable.

Tal como sucedieron los hechos, las exposiciones de la Feria apenas exhibían ciencia real, a pesar de las protestas de los científicos y sus llamamientos a altos principios. Y, sin embargo, parte de lo poco que había me llamó profundamente la atención y contribuyó a transformar mi infancia. Pero el enfoque central seguía siendo el de empresa y de consumo, y no había esencialmente nada sobre la ciencia como manera de pensar, menos todavía como baluarte de una sociedad libre.

E
XACTAMENTE MEDIO SIGLO DESPUÉS
, en los años finales de la Unión Soviética, Ann Druyan y yo nos encontrábamos cenando en Peredeikino, un pueblo de las afueras de Moscú donde algunos miembros del Partido Comunista, generales retirados y unos cuantos intelectuales privilegiados tenían su casa de verano. El aire estaba electrizado con la perspectiva de nuevas libertades, especialmente el derecho a expresar una opinión aunque no fuera del agrado del gobierno. Florecía la legendaria revolución de nacientes expectativas.

Pero, a pesar de la
glasnost,
las dudas estaban muy extendidas. ¿Permitirían realmente los que detentaban el poder que se oyera la voz de sus críticos? ¿Se permitiría realmente la libertad de expresión, de reunión, de prensa, de religión? ¿Sería capaz un pueblo sin experiencia de libertad de soportar la carga que ésta representa?

Algunos ciudadanos soviéticos presentes en la cena habían luchado —durante décadas y contra fuerzas superiores— por las libertades que la mayoría de los americanos dan por supuestas; ciertamente se habían inspirado en el experimento americano, una demostración en el mundo real de que las naciones, incluso las multiculturales y multiétnicas, podían sobrevivir y prosperar con esas libertades razonablemente intactas. Llegaron al extremo de plantear la idea de que la prosperidad era
debida
a la libertad... que, en una era de alta tecnología y cambio rápido, ambas cosas prosperan o decaen a la vez, que la apertura de la ciencia y la democracia, su voluntad de ser juzgadas mediante el experimento, eran maneras de pensar estrechamente unidas.

Hubo muchos brindis, como siempre ocurre en las cenas en esa parte del mundo. El más memorable fue el de un famoso novelista soviético. Se puso en pie, levantó la copa, nos miró a los ojos y dijo: «Por los americanos. Ellos tienen un poco de libertad.» Hizo una pausa, y luego añadió: «Y saben cómo conservarla.» ¿Sabemos?

T
ODAVÍA NO SE HABÍA SECADO LA TINTA
de la Declaración de Derechos cuando los políticos encontraron una manera de subvertirla... sacando provecho del temor y la histeria patriótica. En 1798, el partido federalista gobernante sabía que la tecla que debía pulsar era el prejuicio étnico y cultural. Los federalistas, explotando las tensiones entre Francia y Estados Unidos y el temor extendido de que los inmigrantes franceses e irlandeses tuvieran una ineptitud intrínseca para ser americanos, aprobaron una serie de leyes que se llamaron de extranjería y sedición.

Se aprobó una ley que elevaba el requisito de residencia para conseguir la ciudadanía de cinco a catorce años. (Los ciudadanos de origen francés e irlandés solían votar por la oposición, el partido republicano democrático de Thomas Jefferson.) La ley de extranjería otorgaba el poder al presidente John Adams de deportar a todo extranjero que despertara sus sospechas. Poner nervioso al presidente, decía un miembro del Congreso, «es el nuevo delito». Jefferson creía que la ley de extranjería se había promulgado particularmente para expulsar al historiador y filósofo francés C. F. Volney,
[42]
a Pierre Samuel du Pont de Nemours, patriarca de la famosa familia de químicos, y al científico británico Joseph Priestley, descubridor del oxígeno y antecesor intelectual de James Clerk Maxwell. Desde el punto de vista de Jefferson, ésas eran exactamente las personas que necesitaba América.

La Ley de Sedición convirtió en ilegal la publicación de críticas «falsas o maliciosas» del gobierno o el fomento de la oposición a alguno de sus actos. Se efectuó media docena de arrestos, se condenó a diez personas y se censuró o redujo al silencio a muchas más por intimidación. La ley, según Jefferson, pretendía «acallar cualquier tipo de oposición política convirtiendo en delito la crítica de los funcionarios o policías federalistas».

Jefferson, en cuanto fue elegido, durante la primera semana de su presidencia en 1801, perdonó a todas las víctimas de la ley de sedición porque, dijo, su espíritu era tan contrario a la libertad americana como si el Congreso nos ordenara arrodillarnos para adorar a un becerro de oro. En 1802, en los libros no quedaba ni rastro de las leyes de extranjería y sedición.

A dos siglos de distancia, es difícil captar el encrespamiento de ánimo que convirtió a los franceses y los «salvajes irlandeses» en una amenaza tan grave como para hacernos pensar en renunciar a nuestras más preciadas libertades. Reconocer el mérito de los logros culturales franceses e irlandeses, defender la igualdad de derechos para ellos se despreciaba en los círculos conservadores como sentimentalismo, una corrección política poco realista. Pero así es como funciona siempre. Siempre nos parece una aberración más tarde. Pero entonces ya estamos en las garras del siguiente brote de histeria.

Los que persiguen el poder a cualquier precio detectan una debilidad social, un temor que pueden aprovechar para llegar al cargo. Puede tratarse de diferencias étnicas, como era entonces el caso, quizá de diferentes cantidades de melanina en la piel; de filosofías o religiones diferentes; o quizá sea el uso de drogas, los delitos violentos, la crisis económica, las oraciones en la escuela o la «profanación» de la bandera.

Sea cual sea el problema, la solución más rápida es reducir un poco de libertad de la Declaración de Derechos. Sí, en 1942, los nipoamericanos estaban protegidos por la Declaración de Derechos, pero los encerramos de todas maneras... Al fin y al cabo había una guerra. Sí, hay prohibiciones constitucionales contra la busca y captura irracional, pero se ha declarado la guerra contra las drogas y el delito violento aumenta sin control. Sí, tenemos libertad de expresión, pero no queremos que vengan autores extranjeros a escupirnos ideologías ajenas, ¿verdad que no? Los pretextos cambian de año en año, pero el resultado sigue siendo el mismo: concentrar más poder en menos manos y suprimir la diversidad de opinión... aunque la experiencia ha dejado claros los peligros de seguir este curso de acción.

S
I NO SABEMOS DE QUÉ SOMOS CAPACES
, no podemos apreciar las medidas que se toman para protegernos de nosotros mismos. He comentado la persecución de las brujas en Europa en el contexto de la abducción por extraterrestres; confío en que el lector me perdonará por volver a ella en su contexto político. Es una apertura al autoconocimiento humano. Si nos centramos en lo que las autoridades religiosas y seculares consideraban una prueba aceptable y un juicio justo en las cazas de brujas de los siglos XV a XVII, se clarifican muchas de las características novedosas y peculiares de la Constitución de Estados Unidos del siglo XVIII y la Declaración de Derechos: entre ellas, el juicio perjurado, las prohibiciones de la autoincriminación y de los castigos crueles y exagerados, la libertad de expresión y de prensa, el proceso justo, el equilibrio de poderes y la separación de Iglesia y Estado.

Friedrich von Spee (pronunciado «Shpay») era un jesuita que tuvo la mala suerte de escuchar las confesiones de los acusados de brujería en la ciudad alemana de Wurzburgo (véase capítulo 7). En 1631 publicó
Cautio Criminalis (Precauciones para los acusadores),
donde exponía la esencia de aquel terrorismo Iglesia-Estado contra los inocentes. Antes de recibir su castigo, murió víctima de una epidemia de peste... atendiendo a los afligidos como cura de la parroquia. Aquí tenemos un extracto de su libro:

1.
Por increíble que parezca, entre nosotros, alemanes, y especialmente (me avergüenza decirlo) entre católicos, hay supersticiones populares, envidia, calumnias, maledicencias, insinuaciones y similares que, al no ser castigadas ni refutadas, levantan la sospecha de brujería. Ya no Dios o la naturaleza, sino las brujas son las responsables de todo.

2.
Así, todo el mundo clama para que los magistrados investiguen a las brujas... a quienes sólo el chisme popular ha hecho tan numerosas.

3.
Los príncipes, en consecuencia, piden a sus jueces y consejeros que abran los procesos contra las brujas.

4.
Los jueces apenas saben por dónde empezar, ya que no tienen evidencias [indicia] ni pruebas.

5.
Mientras tanto, la gente considera sospechoso este retraso; y un informador u otro convence a los príncipes a tal efecto.

6.
En Alemania, ofender a estos príncipes es un serio delito; hasta los sacerdotes aprueban lo que pueda complacerles sin preocuparse de quién ha instigado a los príncipes (por muy bien intencionados que sean).

7.
Al final, por tanto, los jueces ceden a sus deseos y consiguen empezar los juicios.

8.
Los jueces que se retrasan, temerosos de verse involucrados en asunto tan espinoso, reciben un investigador especial. En este campo de investigación, toda la inexperiencia o arrogancia que se aplique a la tarea se considera celo de la justicia. Este celo también se ve estimulado por la expectativa de beneficio, especialmente para un agente pobre y avaricioso con una familia numerosa, cuando recibe como estipendio tantos dólares por cabeza de bruja quemada, además de las tasas incidentales y gratificaciones que los agentes instigadores tienen licencia para arrancar a placer de aquellos a los que convocan.

9.
Si los desvaríos de un demente o algún rumor malicioso y ocioso (porque no se necesita nunca una prueba del escándalo) señalan a una pobre mujer inofensiva, ella es la primera en sufrir.

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