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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (61 page)

  • Los coleccionistas de armas tienen la libertad de utilizar retratos del presidente del Tribunal Supremo, el portavoz del Congreso o el director del FBI para sus prácticas de tiro; los ciudadanos que ven ofendida su mentalidad cívica tienen libertad de quemar la efigie del presidente de Estados Unidos.
  • Aunque se burlen de los valores judeo-cristianos-islámicos, aunque ridiculicen todo lo que para nosotros es más sagrado, los adoradores del mal (si es que existen) tienen derecho a practicar su religión, siempre que no infrinjan ninguna ley constitucional en vigor.
  • El gobierno no puede censurar un artículo científico o un libro popular que pretenda afirmar la «superioridad» de una raza sobre otra, por muy pernicioso que sea; el remedio para un argumento falaz es un argumento mejor, no la supresión de la idea.
  • Grupos e individuos tienen libertad de denunciar que una conspiración judía o masónica domina el mundo, o que el gobierno federal está aliado con el diablo.
  • Un individuo, si lo desea, puede ensalzar la vida y la política de asesinos de masas tan indiscutibles como Adolf Hitler, Iósiv Stalin y Mao Zedong. Hasta las opiniones más detestables tienen derecho a ser oídas.

El sistema fundado por Jefferson, Madison y sus colegas ofrece medios de expresión a personas que no comprenden su origen y desearían sustituirlo por otro muy diferente. Por ejemplo, Tom Clark, fiscal general y, como tal, el principal defensor de la ley de Estados Unidos, ofreció esta sugerencia en 1948: «No se debería permitir a los que no creen en la ideología de Estados Unidos quedarse en Estados Unidos». Pero sí hay una ideología clave y característica de la ideología de los Estados Unidos es que no hay ideologías obligatorias ni prohibidas. Algunos casos más recientes: John Brockhoeft, encarcelado por haber puesto una bomba en una clínica abortiva de Cincinnati, escribió, en una carta a una revista «pro vida»:

Soy un fundamentalista de mente estrecha, intolerante, reaccionario, defensor de la Biblia... fanático donde los haya... La razón por la que Estados Unidos fue en otros tiempos una gran nación, además de haber sido bendecida por Dios, es porque se basaba en la verdad, la justicia y la estrechez de miras.

Randall Terry, fundador de «Operation Rescue», una organización que bloquea las clínicas donde se practican abortos, dijo a una congregación en agosto de 1993:

Dejad que os bañe una ola de intolerancia... Sí, odiar es bueno... Nuestro objetivo es una nación cristiana... Dios nos ha llamado para conquistar este país... No queremos pluralismo.

La expresión de estas opiniones está protegida, como es de rigor, por la Declaración de Derechos, aunque los protegidos la abolirían si tuvieran ocasión. La protección que tenemos los demás es utilizar la misma Declaración de Derechos para transmitir a todos los ciudadanos lo indispensable que es.

¿Qué manera de protegerse a sí mismas contra la falibilidad humana, qué mecanismo de protección ante el error ofrecen esas doctrinas e instituciones alternativas? ¿Un líder infalible? ¿Raza? ¿Nacionalismo? ¿Una ruptura general con la civilización, excepto por los explosivos y armas automáticas? ¿Cómo pueden estar
seguras...
especialmente en la oscuridad del siglo XX? ¿No necesitan velas?

En su celebrado librito
Sobre la libertad,
el filósofo inglés John Stuart Mill defendía que silenciar una opinión es «un mal peculiar». Si la opinión es buena, se nos arrebata la «oportunidad de cambiar el error por la verdad»; y, si es mala, se nos priva de una comprensión más profunda de la verdad en «su colisión con el error». Si sólo conocemos nuestra versión del argumento, apenas sabemos siquiera eso; se vuelve insulsa, pronto aprendida de memoria, sin comprobación, una verdad pálida y sin vida.

Mill también escribió: «Si la sociedad permite que un número considerable de sus miembros crezcan como si fueran niños, incapaces de guiarse por la consideración racional de motivos distantes, la propia sociedad es culpable.» Jefferson exponía lo mismo aún con mayor fuerza: «Si una nación espera ser ignorante y libre en un estado de civilización, espera lo que nunca fue y lo que nunca será.» En una carta a Madison, abundó en la idea: «Una sociedad que cambia un poco de libertad por un poco de orden los perderá ambos y no merecerá ninguno.»

Hay gente que, cuando se le ha permitido escuchar opiniones alternativas y someterse a un debate sustancial, ha cambiado de opinión. Puede ocurrir. Por ejemplo, Hugo Black, en su juventud, era miembro del Ku Klux Klan; más tarde se convirtió en juez del Tribunal Supremo y fue uno de los defensores de las históricas decisiones del tribunal basadas en parte en la XIV Enmienda a la Constitución que afirmaron los derechos civiles de todos los americanos. Se decía de él que, de joven, se puso túnicas blancas para asustar a los negros y, de mayor, se vistió con túnicas negras para asustar a los blancos.

En asuntos de justicia penal, la Declaración de Derechos reconoce la tentación que puede sentir la policía, fiscales y magistratura de intimidar a los testigos y acelerar el castigo. El sistema de justicia penal es falible: se puede castigar a personas inocentes por delitos que no cometieron; los gobiernos son perfectamente capaces de encerrar a los que, por razones no relacionadas con la suposición de delito, no le gustan. Así, la Declaración de Derechos protege a los acusados. Se hace una especie de análisis de costo-beneficio. A veces puede liberarse al culpable para que el inocente no sea castigado. Eso no es sólo una virtud moral; también impide que se use el sistema de justicia penal para suprimir opiniones impopulares o minorías despreciadas. Es parte de la maquinaria de corrección de errores.

Las ideas nuevas, los inventos y la creatividad en general son siempre la punta de lanza de un tipo de libertad: una rotura de limitaciones y obstáculos. La libertad es un requisito previo para continuar el delicado experimento de la ciencia —razón por la que la Unión Soviética no podía seguir siendo un Estado totalitario para ser tecnológicamente competitiva—. Al mismo tiempo, la ciencia —o más bien su delicada mezcla de apertura y escepticismo, y su promoción de la diversidad y el debate— es un requisito previo para continuar el delicado experimento de la libertad en una sociedad industrial y altamente tecnológica.

Una vez cuestionada la insistencia religiosa en la opinión dominante de que la Tierra estaba en el centro del universo, ¿por qué aceptar las afirmaciones repetidas con confianza por los jefes religiosos de que Dios envió a los reyes para que nos gobernaran? En el siglo XVII, era fácil fustigar a los tribunales ingleses y coloniales y lanzarlos con frenesí contra tal impiedad o herejía. Estaban dispuestos a torturar a la gente hasta la muerte por sus creencias. A finales del siglo XVIII, no estaban tan seguros.

Rossiter de nuevo (de
Siembra de la República,
1953):

Bajo la presión del entorno americano, el cristianismo se hizo más humanista y templado, más tolerante con la lucha de las sectas, más liberal con el crecimiento del optimismo y racionalismo, más experimental con el ascenso de la ciencia, más individualista con la llegada de la democracia. Y lo que es igual de importante, un número cada vez mayor de colonos, como lamentaba en voz alta una legión de predicadores, estaba adquiriendo una curiosidad secular y una actitud escéptica.

La Declaración de Derechos separó a la religión del Estado, en parte porque muchas religiones estaban sumergidas en un marco de pensamiento absolutista, convencida cada una de ellas de que sólo ella tenía el monopolio de la verdad y deseosa en consecuencia de que el Estado impusiera esta verdad a los demás. Los líderes y practicantes de las religiones absolutistas solían ser incapaces de percibir un terreno medio o reconocer que la verdad podía inspirar y abrazar doctrinas aparentemente contradictorias.

Los formuladores de la Declaración de Derechos tenían ante sus ojos el ejemplo de Inglaterra, donde el delito eclesiástico de herejía y el secular de traición se habían vuelto casi indistinguibles. Muchos de los primeros colonos habían llegado a América huyendo de la persecución religiosa, aunque algunos de ellos no tenían ningún reparo en perseguir a otros por
sus
creencias. Los fundadores de nuestra nación reconocieron que una relación estrecha entre el gobierno y cualquiera de las religiones belicosas sería fatal para la libertad...
y
perjudicial para la religión. El juez Black (en la decisión del Tribunal Supremo
Engel V. Vítale,
1962) describió la cláusula de establecimiento de la Primera Enmienda de ese modo:

Su primer propósito y más inmediato radicaba en la creencia de que una unión de gobierno y religión tiende a destruir el gobierno y a degradar la religión.

Además, aquí también funciona la separación de poderes. Cada secta y culto, como apuntó en una ocasión Walter Savage Landor, es una comprobación moral de las otras: «La competencia es tan sana en religión como en el comercio.» Pero el precio es alto: esta competencia es un impedimento para las instituciones religiosas que actúan en concierto para dirigir el bien común. Rossiter concluye:

Las doctrinas gemelas de la separación de Iglesia y Estado y la libertad de conciencia individual son el meollo de nuestra democracia, si no ciertamente la contribución más majestuosa de Estados Unidos a la liberación del hombre occidental.

Pero no sirve de nada tener esos derechos si no se usan: el derecho de libre expresión cuando nadie contradice al gobierno, la libertad de prensa cuando nadie está dispuesto a formular las preguntas importantes, el derecho de reunión cuando no hay protesta, el sufragio universal cuando vota menos de la mitad del electorado, la separación de la Iglesia y el Estado cuando no se repara regularmente el muro que los separa. Por falta de uso, pueden llegar a convertirse en poco más que objetos votivos, pura palabrería patriótica. Los derechos y las libertades o se usan o se pierden.

Gracias a la previsión de los que formularon la Declaración de Derechos —e incluso gracias a todos aquellos que, con un riesgo personal considerable, insistieron en ejercer esos derechos— ahora es difícil acallar la libre expresión. Los comités de bibliotecas escolares, el servicio de inmigración, la policía, el FBI —o el político ambicioso que busca ganar votos fáciles— pueden intentarlo de vez en cuando, pero tarde o temprano salta el tapón. La Constitución, al fin y al cabo, es la ley de la tierra, los cargos públicos juran respetarla, y los activistas y tribunales la ponen a prueba de manera periódica.

Sin embargo, con el descenso del nivel de la educación, la decadencia de la competencia intelectual, la disminución del entusiasmo por un debate sustancial y la sanción social contra el escepticismo, nuestras libertades pueden irse erosionando lentamente y nuestros derechos quedar subvertidos. Los fundadores lo entendieron muy bien: «El momento de establecer todos los derechos esenciales sobre una base legal es ahora, cuando nuestros gobernantes son honestos y nosotros estamos unidos», dijo Thomas Jefferson.

Cuando concluya esta guerra [revolucionaria], nuestro camino será cuesta abajo. Entonces no será necesario recurrir en todo momento al pueblo para buscar apoyo. En consecuencia, lo olvidarán y se ignorarán sus derechos. Se olvidarán de ellos mismos excepto en la facultad de ganar dinero y nunca pensarán en unirse para prestar el respeto debido a sus derechos. Así pues, los grilletes, que no serán destruidos a la conclusión de esta guerra, permanecerán largo tiempo sobre nosotros y se irán haciendo cada vez más pesados hasta que nuestros derechos renazcan o expiren en una convulsión.

L
A EDUCACIÓN SOBRE EL VALOR DE LA LIBRE EXPRESIÓN
y las demás libertades que garantiza la Declaración de Derechos, sobre lo que ocurre cuando no se tienen y sobre cómo ejercerlas y protegerlas, debería ser un requisito esencial para ser ciudadano americano o, en realidad, ciudadano de cualquier nación, con más razón cuando estos derechos están desprotegidos. Si no podemos pensar por nosotros mismos, si somos incapaces de cuestionar la autoridad, somos pura masilla en manos de los que ejercen el poder. Pero si los ciudadanos reciben una educación y forman sus propias opiniones, los que están en el poder trabajan para
nosotros.
En todos los países se debería enseñar a los niños el método científico y las razones para la existencia de una Declaración de Derechos. Con ello se adquiere cierta decencia, humildad y espíritu de comunidad. En este mundo poseído por demonios que habitamos en virtud de seres humanos, quizá sea eso lo único que nos aísla de la oscuridad que nos rodea.

A
GRADECIMIENTOS

Durante muchos años he tenido el gran placer de dirigir un seminario sobre Pensamiento Crítico en la Universidad de Cornell. He podido seleccionar estudiantes de toda la universidad en base a su capacidad y diversidad cultural y disciplinaria. Concedemos especial importancia a los trabajos escritos y a la argumentación oral. Hacia el final del curso, los estudiantes seleccionan una serie de temas sociales muy controvertidos en los que tengan una importante implicación emocional. De dos en dos, se preparan para una serie de debates orales de final de semestre. Unas semanas antes de los debates, sin embargo, se les informa de que la tarea de cada uno es presentar el punto de vista del oponente de modo que sea satisfactorio para éste y pueda decir: «Sí, es una presentación justa de mis opiniones.» En el debate escrito conjunto exploran sus diferencias, pero también cómo los ha ayudado el proceso de debate a entender mejor el punto de vista opuesto. Presenté algunos temas de este libro a esos estudiantes; he aprendido mucho de la recepción y crítica de mis ideas y quiero darles las gracias. También estoy agradecido al Departamento de Astronomía de Cornell, y a su presidente, Yervant Terzian, por permitirme dar el curso que —a pesar de llevar el título de Astronomy 490— trata sólo un poco de astronomía.

Parte de este libro ha sido publicado en la revista
Parade,
un suplemento dominical de periódicos de toda América del Norte, con unos 83 millones de lectores a la semana. Las generosas respuestas que he recibido de los lectores de
Parade
me han permitido profundizar en mi comprensión de los temas que describo en este libro y en la variedad de actitudes públicas. En varios lugares he resumido parte de las cartas que he recibido de lectores de
Parade
que, creo, me han servido para tomar el pulso de la ciudadanía de Estados Unidos. El editor jefe de
Parade,
Walter Anderson, y el editor senior, David Currier, además del personal de edición e investigación de esta interesante revista, han mejorado en muchos casos mi presentación. También han permitido que se expresaran opiniones que podrían no haberse impreso en publicaciones menos respetuosas de la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Algunas partes del texto aparecieron por primera vez en
The Washington Post y The New York Times.
El último capítulo se basa en parte en un discurso que tuve el placer de pronunciar el 4 de julio de 1992 desde el Pórtico del Este en Monticello —«la cruz de la moneda»— durante el acto de admisión a la ciudadanía de Estados Unidos de personas de treinta y una naciones distintas.

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