El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (24 page)

Washington, quien había tratado firmemente de mantenerse por encima de la política partidista (aunque sus simpatías se dirigían hacia Hamilton), comprendió la situación y aceptó con renuencia a ofrecerse nuevamente para la presidencia.

Los electores se reunieron en Filadelfia el 5 de diciembre de 1792, y todos votaron por Washington, quien obtuvo 132 votos y fue, por segunda vez, elegido unánimemente presidente de los Estados Unidos.

Setenta y siete de los electores votaron por John Adams, además de Washington. Puesto que sacó el mayor número de votos después de Washington, fue elegido vicepresidente otra vez. Pero los electores republicanos demócratas votaron por George Clinton de Nueva York como su candidato número dos.

Clinton (nacido en Little Britain, Nueva York, el 26 de julio de 1739) era un declarado antifederalista y, como gobernador de Nueva York, se había opuesto con todas sus fuerzas a la ratificación de la Constitución. Junto con Robert Livingston (quien había formado parte de la comisión que había redactado la Declaración de la Independencia) y Aaron Burr de Nueva York (nacido en Newark, Nueva Jersey, el 6 de febrero de 1756), Clinton había ayudado a organizar el Partido Demócrata Republicano a Jefferson y Madison. Jefferson no simpatizaba totalmente con estos norteños, pero era importante que el partido estuviese representado en el Norte para que tuviese algún poder.

Clinton sólo obtuvo 50 votos (Jefferson 5 y Burr 1), lo cual demuestra que el Partido Federalista aún dominaba en la nación. También mantuvo el control del Senado, pues el Tercer Congreso fue federalista por 17 votos a 13, mientras que en el Segundo la relación había sido de 16 a 13. Pero el control de la Cámara, que había sido federalista por 37 votos a 33 en las elecciones de 1790, pasó al Partido Demócrata Republicano en 1792, por 57 a 48 votos.

Los indios

El primer mandato de Washington fue una época de paz exterior para los Estados Unidos, pero no hubo paz en la frontera occidental. Más allá de los Alleghenies, aún estaban los indios.

Incorporados ahora al territorio americano, los indios, sin embargo, no eran ciudadanos americanos y los hombres de la frontera sentían hacia ellos una profunda hostilidad. Los indios tenían tierras que poblaban escasamente y dejaban casi todo tal como había sido siempre, mientras que los colonizadores americanos querían tierras que pudiesen dividir en granjas y en las que pudiesen fundar ciudades donde vivieran millones de hombres.

El gobierno americano abrazaba principios idealistas por los cuales los indios no debían ser molestados y hostigados, sino que se los debía estimular a civilizarse, esto es, a convertirse en granjeros. Su derecho a sus tierras y su libertad era reconocido en la Ordenanza del Noroeste y en una temprana declaración del Primer Congreso. Pero el gobierno, en esta cuestión, era débil, mientras que los fronterizos estaban en el lugar y eran resueltos.

Poco a poco, las tierras de los indios fueron compradas a éstos, con o sin alguna acción militar. Se firmaban tratados con los indios después de cada adquisición, todo muy juramentado y registrado, y regularmente violado por los americanos en la siguiente ofensiva para obtener nuevas tierras.

Los indios, como siempre, ganaron en muy pocas ocasiones, pero estas pocas ocasiones figuran en lugar destacado en los libros de historia y a menudo reciben el nombre de «matanzas». En general, no se menciona el lento pero constante retroceso de los indios.

Por ejemplo, se pensaba que el Territorio del Noroeste debía ser fortificado en lugares estratégicos para reforzar la posición americana contra los británicos del Canadá. Hacerlo significaba construir fortificaciones en territorio indio, a lo que los indios se oponían, pensando (probablemente con razón) que sólo serían una cuña. Los británicos, desde sus puestos canadienses (para no hablar de algunos que aún tenían en territorio realmente americano), alentaban y armaban a los indios para debilitar a los americanos en el noroeste.

Como resultado de ello, empezó la primera de las guerras contra los indios que libraría Estados Unidos como nación, a diferencia de las guerras anteriores, libradas por los británicos y los colonos. Estados Unidos seguiría librando guerras contra los indios exactamente durante un siglo, guerras que terminarían con el completo sojuzgamiento (y, en gran medida, el exterminio) de los indios en todo el territorio americano.

En octubre de 1790, los indios miami, en lo que es ahora el estado de Indiana, derrotaron a una unidad del ejército americano; inmediatamente se hizo toda clase de esfuerzos para invertir la situación. Se pensaba que una derrota no vengada animaría a los indios a desmandarse.

Por ello, al año siguiente, la tarea de restablecer el prestigio americano fue confiada a Arthur Saint Clair (nacido en Escocia, en 1736), quien era gobernador del Territorio del Noroeste. Avanzó con 2.000 hombres, dirigiéndose hacia el norte desde lo que es ahora Cincinnati, hacia el lugar de la derrota anterior. Se hallaba aún a sesenta y cinco kilómetros de su objetivo, el 4 de noviembre de 1791, cuando fue atacado sorpresivamente por una banda de indios y sus fuerzas fueron diezmadas. Retrocedió después de que casi la mitad de sus hombres quedasen muertos o heridos.

Washington, quien había sufrido un ataque indio por sorpresa en ocasión de la derrota de Braddock, al comienzo de la Guerra contra Franceses e Indios, había advertido a Saint Clair de tal posibilidad y estaba furioso. Era absolutamente necesario compensar esas derrotas, y para ello se dirigió al Loco Anthony Wayne, quien tan eficazmente había tomado por asalto Stony Point trece años antes.

Wayne preparó un nuevo ejército y, en la primavera de 1794, se trasladó al norte a través de lo que es ahora Ohio occidental, siguiendo el camino del desafortunado avance de Saint Clair. Wayne mantuvo su ejército vigoroso e intacto, y en el Ohio noroccidental construyó Fort Defiance. Este sólo estaba a sesenta kilómetros al sudoeste de Fort Miami, que, a su vez, se hallaba a dieciséis kilómetros al sudoeste del extremo sudoccidental del lago Erie. Fort Miami, aunque se hallaba en territorio americano, estaba en manos de los británicos y servía como base de suministros a los indios.

Las fuerzas indias, en cuya tierra estaba ahora Wayne, rechazaron las ofertas de acuerdo y se retiraron hacia el fuerte británico, parapetándose tras una red de árboles caídos. El 20 de agosto de 1794 Wayne ordenó el ataque. Audazmente, las tropas americanas lanzaron sus caballos saltando por encima de los árboles y, una vez que pasaron las barricadas, se arrojaron sobre log indios, que huyeron y se dispersaron inmediatamente. Esta «batalla de los Arboles Caídos», librada cerca de donde está ahora la ciudad de Toledo, Ohio, no duró más de cuarenta minutos, pero fue suficiente. El ánimo de los indios quedó quebrantado por un tiempo.

Wayne remató esta victoria reuniendo a representantes de las castigadas tribus de la región de Ohio para celebrar una conferencia de paz en su fortaleza de Fort Greenville, a ciento cuarenta kilómetros al norte de Cincinnati. Por el Tratado de Greenville, firmado el 3 de agosto de 1795, los indios cedieron a los Estados Unidos grandes extensiones de tierra, inclusive los lugares donde hoy se alzan Detroit y Chicago.

La dominación federalista

La fijación de los límites

Una vez organizada la nación, ésta dispuso finalmente del tiempo necesario para examinar sus límites. La Guerra Revolucionaria había terminado y los británicos habían reconocido la independencia americana, pero no habían abandonado el continente norteamericano. Permanecieron en Canadá, a lo largo de toda la frontera septentrional de los Estados Unidos. Y al conceder la independencia americana, los británicos no estaban en modo alguno dispuestos a permitir que los jóvenes Estados Unidos se hiciesen fuertes. Unos Estados Unidos fuertes podían combatir con Gran Bretaña por la posesión de toda la América del Norte, como antaño había hecho Francia.

Por ello, Gran Bretaña prosiguió una política de sordo hostigamiento. Hizo la vida difícil para los americanos de muchas maneras. Por ejemplo, alentó y armó a los indios del Territorio del Noroeste y retuvo puestos fortificados en territorio americano, aunque por el tratado de paz había convenido en entregarlos todos a los americanos. Con esos puestos que aún retenían, los británicos se beneficiaban enormemente de un comercio de pieles que los inermes americanos consideraban suyo con razón.

Los británicos no sólo permanecieron en Fort Miami, sino también en Detroit, a unos pocos kilómetros al norte, y en Fort Michilimackinac, en la unión de los lagos Hurón y Michigan. Más al este, retuvieron puestos en el Estado de Nueva York, inclusive los sitios de Niágara y Oswego, además de otros sobre el río San Lorenzo y el lago Champlain. (Desde estos últimos, estimularon la agitación en Vermont, en los años anteriores a su conversión en Estado.)

Gran Bretaña podía esgrimir una justificación para todo esto en el hecho de que los Estados Unidos tampoco cumplían con sus obligaciones, establecidas por el tratado de paz. Bajo los Artículos de la Confederación, los Estados separados se negaban a pagar deudas con Gran Bretaña que habían contraído antes de la guerra, y el Congreso no podía obligarlos a que lo hicieran. Tampoco podía el Congreso asegurar un trato liberal a los «leales», como los Estados Unidos se habían comprometido a hacer en el tratado. La propiedad de los «leales» fue confiscada y éstos mismos maltratados y, en muchos casos, obligados a marchar al exilio.

Pero en ese intercambio de violaciones, la balanza estaba enteramente en contra de los Estados Unidos. Gran Bretaña restringía arbitrariamente el comercio americano y trataba con el mayor desprecio a los barcos y marinos americanos. Los barcos británicos no vacilaban en detener barcos americanos en alta mar y buscar en su tripulación hombres que pudieran ser de origen británico. Esos hombres raptados luego eran obligados a prestar servicios a los británicos, acción llamada «requisa».

En otras palabras, las acciones británicas dañaban la prosperidad americana y humillaban los sentimientos americanos. Por el estímulo a los indios, ponían en peligro vidas americanas.

Y pese a esto, en el decenio de 1790-1799 se produjo un aumento de los sentimientos probritánicos en los Estados Unidos. Entre otras cosas, la Revolución Americana había terminado ya y los viejos veteranos revolucionarios tenían seguro el poder en sus manos. No querían más revoluciones, y los sucesos en Europa habían llevado a Gran Bretaña al gran bastión del conservadurismo contra una tempestad revolucionaria que barría a Francia por entonces.

Además, pese al hostigamiento y las humillaciones infligidas por Gran Bretaña al comercio americano, subsistía lo suficiente de éste como para mantener próspera a América y, tal como estaban las cosas, el mantenimiento de esa prosperidad dependía de la buena voluntad británica.

Por consiguiente, pues, los federalistas, que eran apoyados por los hombres de negocios y los sectores comerciales, eran acentuadamente probritánicos. Sorprendentemente, Nueva Inglaterra, que había sido la más fanáticamente antibritánica antes de la Guerra Revolucionaria y durante ella, ahora dio media vuelta y en las primeras décadas de la independencia americana se hizo cada vez más probritánica, casi hasta el fanatismo.

Hamilton aprovechó el incremento del sentimiento probritánico para instar a efectuar negociaciones para dirimir las diferencias pendientes entre los Estados Unidos y Gran Bretaña. Por supuesto, había que hacerlo cuidadosamente, pues las heridas de la Guerra Revolucionaria en modo alguno se habían cicatrizado completamente. Por ejemplo, el mismo Hamilton no podía emprender las negociaciones (aunque hubiese deseado hacerlo) porque era demasiado notoriamente probritánico y tenía demasiados enemigos. En cambio, persuadió a Washington a que enviase a John Jay, presidente del Tribunal Supremo, a Londres. Jay era tan probritánico como Hamilton, pero esta inclinación era menos conocida.

El 19 de abril de 1794 Jay desembarcó en Londres, y el 19 de noviembre concluyó el «Tratado de Londres» con los británicos. En los Estados Unidos era más conocido como el «Tratado de Jay».

Según los términos del tratado, Gran Bretaña hacía escasas concesiones. La cuestión de la requisa y la ayuda británica a los indios no se mencionaban. Todo lo que los británicos concedían era una promesa de que los puestos septentrionales serían evacuados y que se levantarían algunas de las restricciones al comercio americano. Pero, considerando la debilidad americana y la fuerza británica, aun esas concesiones eran dignas de nota y podían no haber sido otorgadas si no hubiera sido porque Gran Bretaña estaba envuelta en una guerra en el continente europeo y no deseaba entrar en inútiles disputas en América del Norte.

A cambio de eso, los Estados Unidos convenían en aceptar el arbitraje en la cuestión de las deudas de los Estados; y finalmente el gobierno federal tuvo que entregar dos millones y medio de dólares a Gran Bretaña.

Toda la misión de Jay fue desde el comienzo un motivo para la lucha entre partidos. Mientras se negociaba el tratado, los republicanos demócratas proclamaron ruidosamente que los federalistas probritánicos pretendían efectuar una traición. Una vez que se publicaron los términos del tratado, aullaron que era una traición. En Virginia, donde la deuda con Gran Bretaña era grande y parecía que el Estado tendría que hacer sacrificios para pagarla, la indignación alcanzó su punto culminante.

Jay fue vilipendiado de un extremo al otro de la nación, y cuando Hamilton trató de hablar en público a favor del tratado, fue recibido con una lluvia de piedras. («Si usáis argumentos tan contundentes —dijo con sequedad— me retiraré.»)

Pero el Congreso era vigorosamente federalista. El Cuarto Congreso, elegido en 1794 en medio de un creciente disgusto de los americanos por los sucesos en Francia, vio aumentar la representación federalista en el Senado de 17 a 19, contra 13 de los republicanos demócratas. En cuanto a la Cámara de Diputados, que había tenido una mayoría demócrata republicana en el Tercer Congreso, fue reconquistada por los federalistas en el Cuarto, por 54 votos contra 52.

Washington también usó su influencia en favor del tratado. Fue ratificado exactamente por la mayoría de los dos tercios que exigía la Constitución, y Washington lo firmó el 14 de agosto de 1795.

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