El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (26 page)

Genét llegó a Charleston, Carolina del Sur, el 8 de abril, y, con la tranquila suposición de que Estados Unidos era un aliado, procedió a poner en servicio barcos en calidad de corsarios, para que atacasen barcos ingleses en beneficio de Francia. En esto, tuvo la cooperación del gobernador de Carolina del Sur. También trató de organizar expediciones terrestres contra el territorio británico del norte y el territorio español del sur. Nada menos que George Rogers Clark fue encargado de conducir una expedición contra Nueva Orleáns.

Al viajar de Charleston a Filadelfia, a través de territorio demócrata republicano, Genét fue saludado en todas partes con enorme entusiasmo. Las reuniones a las que asistió y los discursos grandilocuentes que oyó adulando a la Revolución Francesa lo convencieron de que el país estaba con él, y no se sintió perturbado por la Proclamación de Neutralidad (que se produjo dos semanas después de su llegada) ni por la fría recepción que le brindó Washington el 18 de mayo.

Genét fue informado de que sus actividades violaban la neutralidad americana y prometió comportarse bien, pero no hizo tal cosa. Siguió estimulando a los americanos a efectuar acciones bélicas y, en verdad, cuando recibió una nueva advertencia, amenazó con apelar al pueblo americano pasando por encima de Washington.

En esto, fue demasiado lejos. Los demócratas republicanos apoyaban a Francia y estaban en contra de la neutralidad, pero ni siquiera ellos estaban dispuestos a apoyar a un diplomático extranjero contra su propio gobierno. En verdad, los excesos de Genét estaban inclinando la nación hacia el federalismo, y Jefferson reconoció el hecho de que estaba perjudicando la causa demócrata republicana. El mismo sugirió que Genét fuese expulsado. El 23 de agosto, Washington pidió a Francia que llamase de vuelta a Genét.

Francia estaba muy dispuesta a llamar a su ministro, pues por entonces su gobierno se había desplazado mucho más a la izquierda y los jefes del partido al que pertenecía Genét estaban siendo guillotinados. En verdad, el sucesor de Genét llegó con una orden de arresto de su predecesor.

Genét pidió asilo y Washington se lo concedió. Genét se estableció en Nueva York, se casó con la hija del gobernador George Clinton y se convirtió en ciudadano americano. Se convirtió en un granjero americano durante los cuarenta y un años restantes de su vida, con lo que vivió lo suficiente para ver a Francia gobernada nuevamente por reyes.

El asunto Genét benefició a los Estados Unidos, ya que puso fin de modo efectivo a la alianza con Francia y le dio la oportunidad de mantener su neutralidad durante casi veinte años. También dio a Washington, a quien se había ofendido, el empujón final hacia los federalistas y sus opiniones probritánicas. Hasta entonces, había mantenido a Hamilton y Jefferson en su gabinete pese a su intenso enfrentamiento, pero ahora estaba dispuesto a dejar que Jefferson se marchase. Este renunció como secretario de Estado el 31 de diciembre de 1793 y pasó abiertamente a la oposición.

Hamilton y Adams

No todos los problemas del segundo gobierno de Washington se relacionaban con la política externa. Hubo también problemas internos que, por un momento, llegaron a un nivel en que se los pudo calificar de «rebelión».

Hamilton, en su esfuerzo para dar estabilidad financiera a los Estados Unidos, hizo aprobar ciertos impuestos al consumo por el Congreso en 1791, y uno de ellos afectaba al whisky y otras bebidas destiladas. Era un impuesto directo, como la mal afamada Ley de Timbres de un cuarto de siglo antes, y halló un poco la misma reacción.

En Pensilvania occidental la oposición fue particularmente intensa. Los granjeros de allí tenían dificultades para transportar cereales por caminos primitivos a través de extensas soledades. Comúnmente convertían el excedente de cereales en whisky, que era más fácil de transportar, podía conservarse indefinidamente y era muy solicitado. El impuesto sobre el whisky reducía mucho sus ganancias y hubo agitadas reuniones en Pittsburgh en 1792, en las que se lanzaron invectivas contra el impuesto al whisky en términos muy semejantes a los utilizados contra la Ley de Timbres.

Un dirigente de los protestadores era Albert Gallatin (nacido en Ginebra, Suiza, el 29 de enero de 1761), quien había llegado a América en 1780 y, después de una breve estancia en Boston, se había establecido en las soledades de Pensilvania. Era miembro de una comisión que amenazaba con usar todas las medidas legales para impedír la recaudación. Y así lo hicieron. También usaron métodos ilegales. Los agentes fiscales fueron alquitranados y emplumados, y recibieron otros rudos tratos.

En 1794, cuando las leyes concernientes a la recaudación del impuesto fueron reforzadas, la resistencia también aumentó, y en julio Pensilvania occidental parecía en rebelión abierta. (Estas acciones han sido llamadas la «rebelión del whisky».)

El gobernador de Pensilvania, un demócrata republicano, no hizo nada y Hamilton urgió a Washington a usar el poder federal directo. El 7 de agosto de 1794 llamó a 13.000 soldados de Virginia, Maryland, Pensilvania y Nueva Jersey. Bajo el mando de Hamilton (que siempre soñaba con la gloria militar) y el mismo Washington acompañándole (en parte para mantener una vigilancia paternal sobre su protegido), el ejército marchó hacia la región desafecta y toda resistencia se derritió ante ellos. No hubo ninguna batalla. En noviembre todo había terminado. Dos cabecillas fueron capturados, enjuiciados por traición y condenados, pero pronto Washington los perdonó.

La importancia del incidente residía en que el gobierno federal había demostrado que podía emprender una acción directa para sofocar la rebelión. No tuvo que actuar a través de los diversos Estados. Este adicional fortalecimiento del gobierno federal convenía a Hamilton, aunque exacerbó aún más la oposición de la comunidad de los granjeros contra el Partido Federalista.

Pero a medida que el segundo mandato de Washington se acercaba a su fin, pareció estar cada vez menos por encima de las luchas partidistas que dividían al país.

Para entonces, Hamilton se había convertido en una persona tan controvertida y era tan claramente el objeto del rencor demócrata republicano que finalmente renunció como secretario del Tesoro, el 31 de enero de 1795. Fue el primero en ocupar ese cargo y, en opinión de muchos, también el más grande. Pero siguió siendo gran amigo y consejero de Washington, y fue más que nunca el poder detrás del trono, pues ahora podía actuar más tranquilamente.

Una renuncia más desdichada fue la de Edmund Randolph, quien había sido nombrado secretario de Estado en reemplazo de Jefferson. Randolph era tan profrancés como Jefferson y se descubrieron elementos de juicio que parecían indicar que Randolph recibía sobornos de Francia. Enfrentado por Washington con los elementos de juicio, Randolph renunció ante los ataques y se retiró a la vida privada. Fue reemplazado por Timothy Pickering de Massachusetts (nacido en Salem el 17 de julio de 1745), que era un ultrafederalista y un inflexible partidario de Hamilton.

Todos los ojos estaban puestos en el presidente ahora. ¿Qué decidiría con respecto a 1796? ¿Se ofrecería para ocupar la presidencia nuevamente?

Washington estaba decidido a no hacerlo en ninguna circunstancia. Tenía sesenta y cuatro años y estaba ansioso de librarse de la responsabilidad en la que había actuado casi continuamente durante veinte años. Más aún, en los últimos años de su presidencia se había visto cada vez más vilipendiado por autores y oradores demócratas republicanos a medida que él se inclinaba por el bando federalista, y hallaba esto difícil de soportar.

De modo que planeó retirarse y lo anunció en una especie de Alocución de Despedida a la nación. Fue preparada en gran medida por Hamilton, quien la redactó de manera que diera el prestigio de Washington a la doctrina federalista. El 19 de septiembre de 1796 fue publicada en los periódicos.

En esa alocución, Washington anunciaba que no aceptaría un tercer mandato y denunciaba el desarrollo de los partidos políticos y del espíritu partidista que invadía en forma creciente la política americana. (¡Ay!, su denuncia no sirvió de nada.)

Luego pasaba a defender su política de neutralidad, el punto por el que había sido criticado más frecuentemente. Advirtió a la nación que debía evitar verse envuelta innecesariamente en querellas extranjeras. Subrayó que los Estados Unidos debían atender a su propio interés al tratar con el resto del mundo y, por tanto, que «nuestra verdadera política es evitar alianzas permanentes con ninguna parte del mundo exterior».

Después de todo, Estados Unidos era una nación débil a la sazón, y si bien la alianza con una nación podía beneficiar a sus intereses en un momento determinado, en otro momento podían ser mejor servidos por la alianza con otra nación. Por ello, Washington decía que «podemos confiar con seguridad en alianzas temporales para situaciones extraordinarias».

Este consejo juicioso fue deformado en años posteriores para presentar a Washington como si hubiese aconsejado a los Estados Unidos ponerse en contra de todas las alianzas exteriores. Esto condujo a la nación a un aislamiento que sería útil en el siglo XIX, pero muy perjudicial en el siglo XX.

Así, Washington se retiró y, por primera vez en su historia, Estados Unidos estuvo frente a una lucha por la presidencia, a medida que 1796 se acercaba a su fin.

Participó en esa lucha un nuevo Estado constituido con la región occidental de Carolina del Norte. Esa región había sido reclamada por Carolina del Norte antes de la Revolución y, en fecha tan tardía como 1783, fue organizada como el condado más occidental de Carolina del Norte, con capital en Nashville (así llamada en homenaje a Francis Nash, un general de Carolina del Norte que había muerto en acción durante la Guerra Revolucionaria).

Después de la guerra, cuando Carolina del Norte puso en práctica su promesa de ceder sus tierras occidentales al gobierno central, los colonos de la región trataron de apresurar las cosas formando un Estado al que llamaron «Franklin» (por Benjamin Franklin). John Sevier (nacido en New Market, Virginia, en 1745) se desempeñó como su gobernador, pero el Estado no fue reconocido y en 1788 se disolvió.

Pero, a medida que la población crecía, no podía posponerse la creación de un Estado. El 21 de enero de 1796 se adoptó una constitución estatal, John Sevier fue nuevamente elegido gobernador y, el 1 de junio de 1796, la región ingresó a la Unión como el décimo sexto Estado, con el nombre de Tennessee, nombre de origen indio pero de significado desconocido.

El 7 de diciembre de 1796, pues, 138 electores de dieciséis Estados se dispusieron a elegir presidente y vicepresidente.

El candidato federalista lógico era Hamilton. Sin duda, Hamilton no era nativo, un requisito constitucional para ocupar la presidencia, pero una cláusula especial permitía una excepción en el caso de aquellos que eran ciudadanos en el momento de la adopción de la Constitución, aunque hubiesen nacido en el extranjero. (Se supone que se introdujo esta excepción pensando específicamente en Hamilton.)

Sin embargo, Hamilton había estado en primera fila de la batalla y si bien tal vez era el hombre más brillante de América, también era el más odiado. Había sido acusado de irregularidades financieras y de mantener relaciones con mujeres, y algo de las calumnias cundió. No era posible tratar de que se lo eligiese, para no hablar de gobernar el país.

A falta de él, estaba John Adams. Este era bajo, rechonchón, vano, frío, sin tacto y antipático, pero no había duda de que era inteligente, capaz, rígidamente honesto y merecía el reconocimiento de su país. Había sido una figura descollante en la lucha contra la Ley de Timbres, por la independencia y en las negociaciones del tratado de paz. Había sido el primer ministro de Estados Unidos ante Gran Bretaña (una posición difícil, considerando la situación) y había pasado ocho años en el ingrato cargo de la vicepresidencia, que para Adams era de una irritante impotencia.

Pero a Hamilton le disgustaba Adams, de quien pensaba que no era suficientemente federalista ni un admirador suficientemente intenso de Hamilton. Este deseaba seguir siendo la potencia detrás del trono e inició una campaña para persuadir a todos los electores que votasen por Adams a que votasen también por Thomas Pinckney (quien había hecho aprobar el Tratado de Pinckney y, por ende, era popular en regiones que eran demócratas republicanas).

La razón ostensible de Hamilton para hacer eso era impedir que Jefferson ocupase el segundo lugar y, así, se convirtiese en vicepresidente. Pero la razón real, se piensa, era la esperanza de que la impopularidad personal de Adams diese como resultado que algunos electores votasen por Pinckney y, al último momento, decidiesen no votar por Adams. Esto habría hecho de Pinckney el nuevo presidente, cosa preferible para Hamilton.

Desgraciadamente para Hamilton, su acción tuvo un efecto bumerang. Algunas de sus dudosas intenciones fueron reveladas a Adams, y los electores que favorecían a éste dieron su segundo voto a Jefferson, en algunos casos para fastidiar a Hamilton. El resultado fue que, de los votos emitidos, 71 eran para Adams, 68 para Jefferson y 59 para Pinckney.

Adams se convirtió en el segundo presidente de los Estados Unidos y Thomas Jefferson en el segundo vicepresidente.

Esta elección reveló un serio fallo en el sistema constitucional para elegir a los hombres que debían ocupar los dos cargos. Los creadores de la Constitución habían pensado en electores que elegían a sus hombres por razones elevadas, idealistas, de modo que el mejor hombre se convirtiera en presidente y el segundo mejor en vicepresidente.

En cambio, los electores votaron por consideraciones partidistas. Esto hacía muy probable, de hecho casi inevitable, que el hombre con la segunda cantidad mayor de votos fuese del partido opuesto al del hombre que recibiera la mayor votación, como en ese caso había ocurrido.

Desde el punto de vista federalista, era afortunado que el vicepresidente tuviese escaso poder. Además, los federalistas también triunfaron en el Congreso, gracias al permanente disgusto nacional por los excesos de la Revolución Francesa. En el Quinto Congreso, que se reunió en 1797, hubo una ganancia de un escaño en el Senado para los federalistas, quienes ahora llevaron la oposición por 20 votos contra 12, y en la Cámara de Diputados, donde había 58 votos contra 48.

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