El odio a la música (5 page)

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Authors: Pascal Quignard

Tags: #Ensayo, Filosofía

Así, el sonido que resuena resulta ya de una verdadera competencia sonora. Cada especie animal apropiada al aire se dota de una melodía que le permite diferenciarse de las demás especies, participando en un sistema sonoro donde solo desempeña la parte que se espera de ella para que se asocie a su "familia sonora" mediante la sobreimposición y negación de las otras partes que es capaz de oír. Nos imitamos a nosotros mismos imitando. No es sólo la infancia. Una suerte de conversación sonora, de resonación y comparecencia incesantes, funda, trabaja y define sin tregua cada lengua en el sistema de las voces, de la misma manera que crea y alerta cada sonido en la jungla sonora.

*

El bramido es la añoranza del canto de los hombres. El cambio de voz de los jóvenes no puede superar su profundidad ni su violencia petrificante.

Para el hombre, el bramido es el canto imposible. Fue el canto identitario ya que fue el canto inimitable que confió al secreto invisible del bosque.

*

La séptima puede ser tocada en las cuerdas -en los arcos- y en los vientos -en las flautas-. Jamás se la escucha en el clavecín o en el piano. Pero la oyen quienes leen en silencio las obras escritas para teclado. Y sin embargo el auditor cree oír aquello que no suena.

Sólo con el ojo "oímos" las sensibles.

Elevamos un poco, para el
oído del ojo,
lo que la tecla no puede producir.

Incluso para las cuerdas, Johann Sebastian Bach gustaba anotar en la partitura redondas y blancas ligadas a dos cuerdas de distancia, sólo audible s mediante la vista.

*

Notas ininterpretables, sones no sonoros, signos inscritos por la mera belleza de la escritura.

Propongo denominar "notas inauditas" aquellos sones escritos e intocables que evocan las "consonantes inefables" de los gramáticos. (Lap en psalmo.)

*

Junto a los cantos vedados para el hombre que está cambiando de voz están las vocales inefables. Y no sólo en el domicilio de los dioses que reinan sobre las nubes sombrías y el Sinaí, cuyos nombres consonánticos se susurran junto con la brisa, en la boca de las cavernas anteriores a la historia.

También en los bosques. (La a en
daine
{15}
).

*

Todo lo que milenios sobre el Ganges han visto de la historia de los hombres cabe en un relámpago de mediodía: "Todo lo que has oído se asemeja a la pieza que toca el músico una vez que el lacayo llevó a reparar su cítara y después que el ratón mordisqueó la partitura".

*

De ciertas lluvias se dice que martillan. De otras que tamborilean.

De otras que crepitan. Estas imágenes, aparte de la sensación de verdad que procuran, son en realidad extraordinarias -un tamboril, un fuego, un martillo- para decir la lluvia.

Son imágenes que inducen a invertir la comparación en su origen. Lo que tamborileaba no era la lluvia. El tamborín llamaba a la lluvia.

Thor empuña el martillo.

*

En la Edad Media, el aparecido tenía por costumbre golpear tres veces el batiente de la ventana o la puerta antes de mostrarse. Aquellos golpes resucitaban el martilleo de los tres clavos en la cruz. (Y prefiguraban los tres golpes que en el teatro de hoy preceden la aparición de los fantasmas coloreados y parlanchines.)

Los muertos tamborilean. En el nó japonés este tamborileo alcanza, en cada intervención, una intensidad perturbadora que nada parece poder igualar.

Lo que denomino tarabust es el tambor de seda de Zeami: el tambor aguarda a un tamborilero cuyo amor será tan fuerte que hará sonar un paño de seda. El tambor de Zeami es una consonante inefable en Kyoto, a mediados del siglo quince.

En un relato de Cesario de Heisterbach (de la primera mitad del siglo trece), un padre muerto, acostumbrado a visitar con frecuencia la casa de su hijo, daba verdaderos puñetazos
(fortiter pulsans)
en la puerta; a tal extremo que el hijo se quejó a su padre porque no podía dormir, incluso cuando él no aparecía.

*

Los primeros textos escritos en la historia del mundo (las literaturas sumeria, egipcia, china, sánscrita, hitíta) son crepusculares. Sus cantos, sus letras, sus diálogos y sus relatos están marcados por el
terror
y la reiteración gemebunda, trágica. En griego, "trágica" significa la voz mudadiza y ronca del macho cabrío cuando muere. La desesperación subyacente en los textos más antiguos es tan absoluta como la muerte a su término y la ruina al final de su destino. Textos acosados por la muerte y los muertos. Textos
tarabustados.

Autores que se les suponen: otros tantos Job.

Frescor, esperanza, regocijo. Hay que esperar las religiones reveladas y las ideologías de los Estados nacionales para ver perfilarse en el horizonte siluetas seductoras: sentido de la vida, sentido de la tierra, acrecentamiento de la guerra, progreso de la historia, aurora, deportación.

*

En tiempos del emperador Ti Yao vivía Hiu-yeou. El emperador envió a Hiu-yeou una tropa de sus mejores oficiales para rogarle que aceptara el imperio. Una náusea imparable se apoderó de Hiu-yeou frente al emisario, ante la sola idea de que el emperador celeste proyectara ofrecerle la dirección del mundo.

Se tapó la boca con la mano. No pudo responder. Se retiró.

Al día siguiente, antes del alba, cuando los oficiales aún dormían, huyó.

Llegó a los pies del monte Tsi-chan y descubrió un lugar tan desierto que sintió deseos de establecerse. Examinó a su alrededor las rocas que podrían abrigarlo y posó su hatillo bajo una de ellas.

Entonces bajó al río para lavarse las orejas.

*

Tch'ao-fu llevó más lejos que Hiu-yeou el desprecio por las cosas políticas.

Tch'ao-fu vivía en una pequeña ermita que nadie podía ver, oculta bajo la fronda de los faldeos del monte Tsi-chan, justo encima del valle. Poseía en total y para todo un campo y un buey. Mientras bajaba el flanco del valle para llevar el buey a beber en el río, Tch'aofu vio a Hiu-yeou acuclillado en la ribera, inclinando la cabeza hacia la derecha, inclinando la cabeza hacia la izquierda, mientras se lavaba las orejas.

Tch'ao-fu se acercó a Hiu-yeou y, después de saludarlo varias veces, inquirió el motivo de aquellos gestos rítmicos.

Hiu-yeou replicó:

- El emperador me propuso tomar las riendas del imperio. Por eso

procedo a lavarme cuidadosamente las orejas.

Tembló el cuerpo entero de Tch'ao-fu. Contempló, llorando, el río Ying.

Tch'ao-fu tiró a su buey por el ronzal y no le permitió beber más en el río donde Hiu-yeou lavaba unas orejas que habían oído semejante proposición.

*

Sucede, en dos de los tríos de Londres de Joseph Haydn, algo muy extraño: frases que se contestan y casi tienen un sentido. Están en el límite del lenguaje humano.

Pequeñas sociedades sin alaridos. Consonar. Una reconciliación sonora.

*

La
suavitas.

Suave, en latín, quiere decir dulce.

Que no se enfada. Padres que no castigan. Hombres que no alzan la voz para dominar. Mujeres que no lamentan ser niñas cuando no son madres y que no gimen por ser madres cuando dejaron de ser niñas.

Que acaricia.

Cuya voz es amante, fluida y cantarína como una pequeña corriente de nieves derretidas que baja del monte Tsi-chan.

Que no ofende.

*

Suasio.
La persuasión. ¿Qué es
suavis
en latín? La extraordinaria obertura del segundo libro de Lucrecio responde tres veces. Tres veces Lucrecio define lo
suave.

Suave
mari
magno turbantibus aequora ventis et terra magnum ollerías spectare laborem ...

"Es
suave,
cuando el mar inmenso es perturbado por los vientos, observar desde la orilla la desgracia del prójimo." N o que se experimente una agradable
voluptas
al ver sufrir al prójimo: simplemente es suave contemplar los males que nos son evitados.

"Es
suave
además asistir sin riesgo a los grandes combates de la guerra y contemplar desde lo alto las batallas en línea en las planicies. "

"Pero, de todo lo que es
suave,
lo más dulce
(dulcius)
es habitar acrópolis fortificadas por la
doctrina
de los sabios..."

Los argumentos que propone Lucrecio fueron comentados durante siglos por la tradición de la manera más seca, más moralizadora. Se los juzgó cínicos o insuficientes
{16}
. Con todo, su final revela el secreto: ¿No oyes "lo que ladra la naturaleza?" La naturaleza ladra (¿airare), no "habla" (dicen), lo real no está provisto del sentido que sólo el imaginario y las instituciones simbólicas o sociales de los hombres parlantes anudan en el acecho aterrorizado del sonido. Lo que enuncia la naturaleza es, más allá de la queja o la intensidad agresiva, un sonido realmente cínico
{17}
, un sonido de perro: un sonido no semántico nos precede en la garganta misma. Lotrant, non loquuntur: "Ladran, no hablan". Antes de todo significado preexiste el sonido zoológico que sobresalta el corazón. El ladrar del ladrido es el bramar.

A partir del ladrido que cierra el texto, lo suavis presenta de inmediato un significado mucho más concreto que los argumentos muy ideológicos y trifuncionales propuestos por Lucrecio: lo suavis es menos el alejamiento descrito por el texto que la consecuencia sonora de lo lejano. El texto repite tres veces una sola cosa: estamos demasiado lejos para oír. No oímos los gritos de los náufragos. Estamos en la ribera. Vemos gesticular pequeñas figuras: son trabajadores del mar y comerciantes que se pierden a lo lejos en la superficie del océano. Y en tomo de nosotros sólo oímos el ruido de las olas que rompen en la orilla. N o oímos los gritos de los guerreros ni el choque de armas y de escudos ni el fuego que crepita en las granjas y en los campos. Estamos en el bosque, en lo alto de la colina. Vemos pequeñas figuras que caen a tierra. Y en torno de nosotros sólo oímos el canto de los pájaros. En lo alto de la acrópolis y el templo no oímos nada en absoluto. Es más, entre los pájaros, el buitre es el único que sacrificó el grupo a la soledad y el canto a la elevación. Ni siquiera oímos el ladrido de los perros ni el jadeo del trabajo -ni el vientre, que también en Roma, igual que la naturaleza, "ladra" su hambre
(latrans stomachus)-
ni el pisoteo de los rebaños que regresan ni las chimeneas que roncan: sólo el silencio de los átomos que llueven en el espacio nocturno y las letras mudas del alfabeto alineadas en las
paginae
(los surcos) de los
volumen.
Ni el
auctor
ni el
lector
oyen gritar o ladrar las
litterae.
La
litteratura
es el lenguaje que se separa del ladrido. Tal es la
suavitas.
La
suavitas
no es noción visual, es auditiva. El alejamiento no procura, por medio de la visión panorámica, la
voluptas
propia de los Celestes: ahonda el apartamiento de la fuente sonora. Es la
suavitas
del silencio, la
suavitas
no del
tu
sino del
callar,
la
suavitas
del
ladrido perdido a lo lejos
en el horror. Un tabique cuya materia es la distancia en el espacio. Un sufrimiento que ya no tiene gritos. Un recuerdo de infancia de Titus Lucretius Caras.

*

En Fontainebleau. En mil seiscientos trece. Marie de Médicis amaba a Francois de Bassompierre.

El señor de Saint-Luc y el señor de La Rochefoucauld, ambos enamorados de Mademoiselle de Néry, ya no se dirigían la palabra. Bassompierre apostó a Créqui lo siguiente: no sólo los reconciliaría sino que obligaría a Saint-Luc y La Rochefoucauld a abrazarse ese mismo día.

El jardín de Diana se extendía bajo las ventanas de la reina.

Concini está con Marie de Médicis, junto al vasto hueco de la ventana. Él le muestra a Bassompierre, abajo. Concini, con su guante, apunta a los cuatro hombres que discuten con las manos y se abrazan entre las flores.

Concini explica a la reina que esos besu- queos y promesas, esos abrazos entre hombres que de ningún modo prefieren los atributos de su propio cuerpo, tienen algo anormal.

Sin embargo sólo son siluetas diminutas que gesticulan a lo lejos en el silencio, en el frescor y la luz del día que nace.

Concini enfatiza su puntilla. Susurra casi para sí que es un proco extraño ver a Bassompierre animando a La Rochefoucauld, como si esa brasa sombría precisara del auxilio de una llama. Se pregunta en voz alta si traman "cábalas". ¿Tal vez "intrigan"? ¿Si no es así, para qué sirven, agrega, esos besos entre gente que se ve todo el tiempo?

Llegada la tarde, Marie de Médicis rehúsa la entrada de sus apartamentos a Monsieur de Bassompierre por haber tocado en la mañana el brazo de Monsieur de La Rochefoucauld y besado a Monsieur de Saint-Luc en el diminuto jardín situado bajo su ventana. La interpretación verbal de las "palabras inaudibles", propuesta por Concini, había triunfado. Agrego que Concini es como Orfeo: el cuerpo de Concini fue despedazado y comido crudo por el pueblo de París, al son del carillón de los campanarios. Experimento una fascinación espontánea ante estas escenas de "malentendido" que son en verdad "no-entendidos". Se lee esta anécdota en el diario de Bassompierre. La completé con la ayuda de una carta de Francois de Malherbe. Pienso en las pinturas del Lorenés. Tiene trece años entonces (cuando la escena se desarrolla en el jardín de Diana, en Fontainebleau). Su padre y su madre han muerto. Llega a Roma. Personajes perdidos en la naturaleza. No tienen la estatura de un dedo. Están en primer plano y parlotean. En las pinturas del Lorenés se está siempre demasiado lejos para oír. Están perdidos en la luz. Hablan vivamente y solo oímos el silencio y la luz que cae.

*

Se llamaba Simón, pescador, hijo y nieto de pescadores de Betsaida. El mismo era pescador en Cafamaum
{18}
. Esta palabra francesa que dice el cuchitril y el caos era entonces un atrayente villorrio. Un dios particularmente antropomorfo se acercó a la barca, haló al pescador y decidió quitarle el nombre, para substituirle un patronímico de su propio cuño. Le ordenó abandonar el Lago de Genezaret Le ordenó abandonar la caleta. Le ordenó dejar caer la red. Le llamó Pedro. Lo súbito y extraño de este bautismo empezaron a enturbiar, a descompensar el sistema sonoro en que Simón había estado sumergido hasta entonces. Algunas conductas involuntaria s o inopinadas traicionaron a veces esas silabas nuevas a cuya sonoridad ahora debía responder, la expulsión y enmascaramiento de las viejas sílabas que lo habían nombrado, la represión de las emociones y el repliegue de las pequeñas fábulas que poco a poco se habían asociado con esos sonidos en la infancia. El ladrido de un perro, una loza quebrada, las olas, un canto de zorzal, de ruiseñor o de golondrina, de pronto lo derrumbaban sollozando. Según Cneius Mammeius, Pedro habría confesado un día a Judas Iscariote que su única añoranza por su antiguo oficio no era la barca ni la caleta ni el agua ni las redes ni el olor intenso ni la luz que se adhiere a las escamas de los peces que mueren en una suerte de sobresalto; san Pedro confesó que añoraba en los peces el silencio.

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