Después de darle una última calada a otro pitillo, el señor Tang tiró la colilla al suelo y la aplastó con el pie. Luego cogió su gorra y salió del cuarto.
—¿Recuerdas a este hombre: Zhang Hong? —Mei le pasó a la chica una hoja de papel—. Aquí dice que depositó una gran caja de madera el día uno de abril y que la recogió cinco días más tarde. La caja sería como mínimo así de grande —Mei dibujó un rectángulo con las manos—. Creo que era un tipo fuerte, de estatura mediana, y con una cicatriz justo encima del ojo izquierdo. Tenía acento de Henan.
La joven asentía y le sostenía la mirada a Mei. Mientras la escuchaba, adoptó la expresión de quien busca en un largo y tortuoso túnel de recuerdos.
—Llevaba algo de mucho valor en la caja. Puede que estuviera nervioso o alterado o que hiciera algo fuera de lo corriente —dijo Mei—. Pienso que habrá venido alrededor de las seis de la tarde a recoger la caja. Hay dos trenes diarios a Hong Kong y a Shenzhen más o menos a las ocho de la tarde, ¿verdad? —de acuerdo con los cálculos de Mei, eso le habría dado al tipo el tiempo suficiente para completar la transacción de la vasija ritual e irse en el siguiente tren a la región de Hong Kong.
La mujer frunció el ceño, inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos. Mei imaginó su silencioso repaso del día a día, peinando el recuerdo de caras que hasta ese momento no significaban nada.
Mei continuó, con la esperanza de que algo de lo que había dicho o estaba a punto de decir pudiera despertar la memoria de la joven.
—Era la primera vez que venía a Pekín. Tenía grandes planes. Había venido a hacerse rico. Yo diría que traía guardarropa nuevo para la ocasión: zapatos nuevos, ropa nueva, corte de pelo nuevo, maleta nueva, el conjunto entero.
La mujer abrió los ojos; tenía la mirada desenfocada. Los volvió a cerrar y a abrir. Luego habló:
—Creo que ahora me acuerdo. Tenía una gran cicatriz, como si se la hubiera hecho una máquina —bizqueó—. Sí, llevaba un traje nuevo, pero de aspecto barato, y una bolsa de mano de cuero, como suele llevar la gente de provincias —le dedicó a Mei una sonrisa cómplice—. Llevo muchos años trabajando en el ferrocarril. Siempre es igual —su pensamiento había llegado al final del túnel: la luz se acercaba. Su memoria se empezó a acelerar—. Todos quieren estar elegantes cuando vienen a una ciudad grande como Pekín, con peinados nuevos y ropa nueva que están de moda en sus ciudades. Pero todos acaban pareciendo animales del zoo. Yo les huelo la suciedad a un
li
de distancia. Así que al principio no presté atención a ese, cómo se llamaba, Zhang Hong.
—Pero te fijaste en él.
—Al final, sí. ¿Por qué? Ahora me acuerdo. Había mucho que hacer aquella tarde. Le dije que todo el mundo tenía prisa y que tenía que ponerse a la cola. Estuvo trajinando y protestando, unas veces de nuestros servicios y otras de otras cosas. Odio a la gente así. ¿Quiénes son ellos para decirnos que no ofrecemos un buen servicio?
»Ya me acuerdo, tan claro como si hubiera sido ayer. Cuando por fin le traje la caja, me gritó con un acento muy fuerte (puede que fuera de Henan, no lo sé): «¡Con cuidado, con cuidado, que es valiosísimo!».
»Todos se creen que lo que traen es el oro y el moro, cuando en realidad no vale un céntimo. Vemos un montón de gente así por aquí. ¿Sabe usted que nuestra Estación Oeste es la más grande de Asia? A veces estamos tres personas atendiendo; a veces, como hoy, sólo dos. La gente no sabe cómo es esto, o no lo entienden o son demasiado estúpidos; llegan tarde y quieren sus cosas. Nos insultan y pretenden darnos órdenes. Servimos al pueblo, pero no somos sirvientas.
Los ojos le brillaban más a medida que se iba animando.
—Como estaba diciendo, me enfadé bastante. Puse la caja en el mostrador y le dije que firmara la entrega. Se puso como loco, chillando: «¡Por todos los santos, no la estampe así en el mostrador!»; y ni siquiera la había soltado de golpe. Yo ya estaba hasta aquí —levantó el brazo derecho y se tocó la barbilla con el dorso de la mano—. Así que le dije que leyera el aviso que hay en la pared: «La Estación Oeste no se hace responsable del posible deterioro de los objetos depositados».
—¿Y qué pasó entonces?
—Pues nada. La persona que iba con él le dijo que tenían que irse. Así que cogieron la caja y se fueron.
Mei alzó la vista.
—¿Iba un amigo con él? ¿Era un tipo bastante musculoso con el pelo a cepillo?
—No —negó ella moviendo la cabeza—. Era una chica joven.
—¿Una chica joven? —eso Mei no se lo esperaba—. ¿Qué tipo de chica? ¿Qué edad tenía?
—Puede que dieciocho. Ya sabe, de esas que se hacen la permanente: un pendón.
—¿Era pekinesa?
—Si tenía algún acento, no se lo noté.
Mei inspiró profundamente. Ya había oído todo lo que quería oír.
—Gracias. Me has ayudado mucho —dijo—. Que esto que hemos hablado quede entre nosotras, ¿entendido?
—No se preocupe. Es nuestro deber ayudar a los cámaradas de la Dirección —la chica se levantó y se dieron la mano. Mei se dio cuenta de que estaban temblando de emoción. Cuando ella se fue, el señor Tang volvió a entrar. Llevaba un pitillo fijo entre los dedos como un miembro adicional. Estudió pensativamente a Mei. Ella le dijo:
—Gracias, señor Tang. Ya no le molesto más —al tocar su huesuda mano amarilla, Mei sintió un escalofrío en la espalda.
Aunque el gobierno exigía que cualquiera que pensase quedarse en Pekín más de tres días se registrara en la policía, había mucha gente que no lo hacía. Alguien como Zhang Hong sin duda no lo habría hecho. Aun cuando usara el número de su carné de identidad, era improbable que Mei pudiera dar con él por medio de los archivos policiales.
Pero la noticia de que estaba con una chica pekinesa era alentadora. El hecho de que ella conociera a Zhang Hong antes de la venta de la vasija hacía pensar que era alguien que trabajaba por aquella zona, quizá una camarera de restaurante o de hotel. Probablemente él había alardeado del dinero que iba a conseguir y le había hecho promesas.
Mei miró a su espalda mientras se adentraba en las calles sin iluminación que había a un par de manzanas de la estación. Allí, las estrechas callejuelas y las casas con patio del viejo Pekín habían sido reemplazadas por edificios de cemento armado, construidos en los años cincuenta y sesenta, cuando el gobierno apisonaba los nuevos Planes Quinquenales, que ahora subsistían adornados por el deterioro del paso del tiempo. Pronto serían demolidos para dejar paso a una nueva perspectiva.
La noche se había puesto peligrosa y fría. Tras las pilas de muebles viejos sonaban rumores amortiguados; en las sombras se movían siluetas silenciosas. Suspendida sobre la entrada de una pequeña pensión, una bombilla amarilla iluminaba un letrero que decía «Completo».
La pensión era un edificio de dos plantas, con los muros revocados en gris. Era un añadido de alguna especie, probablemente construido deprisa y con materiales pobres. Mei no habría podido decir a qué se había añadido ni para qué otro propósito habría servido antes de convertirse en pensión. Por el lado derecho, en algún punto de la planta baja, un pálido resplandor oscilaba tras una ventana.
Había una anciana sentada al mostrador de la recepción tejiendo la manga de un minúsculo jersey. De vez en cuando cruzaba las agujas de hacer punto, se apoyaba el jersey en el regazo y medía la longitud de la manga usando la distancia entre sus dedos gordo y corazón.
—¿Es para su
waisun
(el hijo de una hija suya)? —le preguntó Mei. La visión de la pequeña labor de lana y la cara de la mujer le hicieron pensar en su madre.
—No, ¡para mi
sunzi
(el hijo de mi hijo)! —la mujer hablaba con un suave acento sureño que sonaba como el agua clara que corre entre riberas verdes. El orgullo henchía sus arrugas.
—¿Qué tiempo tiene?
—Ah, no; todavía no ha nacido —dio golpecitos al jersey como si fuese un niño—. Pero como salga en algo a su padre va a ser un niño muy grande.
—¿Está usted segura de que va a ser niño?
—Es un niño, como está mandado. A mi nuera la tripa le apunta hacia delante: es un niño seguro —asintió con renovada confianza—. Todo el mundo lo dice.
—La Abuela tiene suerte —dijo Mei, contenta de ver una cara feliz.
—¿Qué puedo hacer por ti, mi niña? —preguntó la sonriente mujer.
—¿Dónde se puede encontrar algo de comer por aquí?
—Hay algunas cafeterías nocturnas dos manzanas más arriba. Pero no todas son limpias, ¿sabes lo que te quiero decir? Vete al sitio de mi nuera; se llama Lai Chun: Llegada de la Primavera.
La mujer puso su labor en un cestillo y se levantó de la silla. Era menuda y se movía con mano rápida y pie ligero. Era una mujer a la que le gustaba trabajar, y el trabajo la había mantenido joven de aspecto.
—Mi hijo está en el restaurante echando una mano. ¿Podrías darle un recado de mi parte? Se llama Lao Da. Dile que estoy un poco cansada. Debería volver y cerrar la recepción para la noche.
—¿Es de su hijo este hotel?
—Cielos, no. Nosotros no tenemos tanto dinero. Pertenece a mi primo, un tío segundo suyo. Mi hijo sólo se ocupa de él, ayuda a llevarlo, por así decirlo. Es un buen arreglo. Hemos podido venir a Pekín, y aquí tenemos cuarto gratis. El Lai Chun sí es de ellos: un negocio pequeño y agradable. Mi nuera es muy buena cocinera. La llaman la Reina del Wentún. Antes solía ayudar a mi hijo aquí, haciendo la limpieza. Ahora lleva el restaurante. Una mujer muy capaz, esta nuera mía. Cuando no hay mucho que hacer aquí, mi hijo se acerca por allí a ayudarla. Están intentando pagar todas las deudas lo antes posible para comprarle por fin su parte al tío.
La mujer se detuvo bajo la solitaria luz amarilla y le indicó el camino. Mei le dio las gracias y volvió a adentrarse en la oscuridad.
Algo más allá calle abajo, Mei se encontró en la esquina de un sucio callejón, exactamente como había descrito la anciana. Era como otro mundo. El callejón olía tanto a orina como a comida. Por la derecha estaba oscuro, amurallado de casitas con tejado de alquitrán. Al pie del muro había montones de desechos, ladrillos sueltos, basura y chatarra de sartenes o bicicletas viejas. El lado izquierdo del callejón lo delimitaban casitas similares, pero éstas mostraban sus fachadas, brillantemente iluminadas y bulliciosas. Eran las cafeterías nocturnas en las que la mayoría de los huéspedes de hotel pasaban la velada.
Mei anduvo entre el resplandor amarillo que se filtraba fuera de las ventanas. Su sombra en el muro era larga y curvada. La mayor parte de las ventanas estaban empañadas, velando las figuras que se movían dentro.
Una de las puertas se abrió. Un hombre joven salió con una jofaina de agua sucia y la vació junto al muro. Le echó a Mei una mirada lo bastante larga para hacerla sentirse incómoda.
El Lai Chun estaba hacia el fondo del callejón. Era un sitio pequeño pero aireado, con mesas blancas de plástico y sillas también de plástico. Había como una docena de clientes comiendo ruidosamente de grandes cuencos de sopa. Un joven de pies ligeros iba y venía entre las mesas y la cocina, que estaba escondida tras una cortina de flores. Tenía la misma expresión alegre que la anciana de la pensión.
—¡Jefe, salsa de soja! —llamó uno de los clientes.
Casi a la carrera, el joven le llevó la botella de salsa de soja, la dejó sobre la mesa y se volvió hacia Mei:
—Lo siento, no hay ninguna mesa libre; cinco minutos, espere por favor, en cinco minutos le tengo una mesa —también hablando era rápido.
—Estoy bien. Tu madre me ha pedido que te dé un recado —dijo Mei.
—¿Mi madre? —él detuvo su ajetreo.
—Dice que está cansada y que puedes volver para cerrar la recepción. Sólo es eso.
«¿Mi madre?», dudaron sus ojos. Eran brillantes y animosos.
—Sí, tu madre. ¿No eres tú Lao Da? Vengo ahora mismo de la pensión.
Sonrió como si se le acabara de activar algún mecanismo.
—Sí —dijo—, mi madre quiere que cierre la recepción. Gracias.
Volvió a toda prisa a la cocina, recogiendo cuencos vacíos y palillos sucios a su paso.
Cuando se hubo marchado, la cortina de la cocina se dividió y salió una mujer en avanzado estado de embarazo secándose las manos en el delantal. Saludó a los habituales con un «Hola, viejo Huang» y un «¿Cómo está, tío Ma?».
—Reina del Wentún, date un respiro —le dijeron ellos. A ella se le iluminó la mirada.
—Estoy bien. Coman sin prisa —se iba inclinando ante sus clientes a medida que pasaba junto a ellos. Trajo una silla para Mei.
—Gracias por el mensaje, Hermana Mayor. Lao Da suele volver a ver cómo anda Madre, pero hoy hemos estado ocupados. De todas formas, la hora punta ya ha pasado. Ahora está la gente que acaba de llegar en el tren nocturno, nada más. ¿No le importa sentarse aquí? Déjeme que le prepare un plato de mis
wentún
especiales.
—Eso estaría bien: estoy muerta de hambre —sonrió Mei.
—Bien —ella dio una palmada al juntar las manos. Tenía las mejillas salpicadas de manchas del embarazo, y aun así a Mei le costaba imaginar una cara más agradable.
Los
wentún
estaban exquisitos. La envoltura estaba hecha de láminas de pasta al huevo finas como el papel y liada a mano con relleno de carne fresca y de marisco. Se le deshacían en la boca. El caldo era tan sabroso que tenía que proceder de huesos hervidos pacientemente a fuego lento durante días.
Lao Da regresó y se metió en la cocina. La Reina del Wentún vino a sentarse junto a Mei, preguntándole qué tal estaba la comida. Al fondo, los habituales bebían aguardiente de arroz y charlaban.
—Deliciosa: los mejores que he probado —dijo Mei. Aquello pareció complacer a la Reina del Wentún.
—Bien —dijo—. Vuelva más veces, ya le llenaré un poco más el cuenco —movió su silla hacia delante y se inclinó hacia Mei como una comadre conversando en un mercado—. Ya sé que no es asunto mío, pero no vienen por aquí muchas chicas, sobre todo solas. Bueno, a veces sí; pero usted no parece de ese tipo...
—Pues no, no me he escapado de casa, y no, tampoco estoy casada... —Mei negó con la cabeza—. Pero tiene razón: estoy aquí por un motivo. Estoy buscando a un hombre que se llama Zhang Hong, un tipo con pinta de duro, con mucho músculo y una cicatriz por encima del ojo izquierdo. Sabe, su mujer es pariente lejana mía. Viven en Luoyang. Ella está preocupada porque él no ha vuelto a casa. Había venido a Pekín a vender una antigüedad y se suponía que luego tenía que volverse con el dinero.