»Cuando por fin volvió a Pekín, había estado un tiempo enferma y había adelgazado mucho. No sé cómo os rescató vuestra madre del campo de trabajo, nunca me habló de eso. Pero sé que tiene que haber sido un infierno para ella. Uno no salía así como así de un campo de trabajos forzados.
»Ella había cambiado. Vuestra madre era guapa de joven. Pero cuando volví a verla después del campo de trabajo, parecía vieja y su belleza había desaparecido; estaba triste y hacía grandes esfuerzos para escapar de la desgracia que parecía estarla consumiendo. Había perdido su casa, su marido y su trabajo. No tenía esperanza alguna, aparte de vosotras dos.
»Es probable que no os acordéis de lo duro que fue cuando os estabais criando. Os iban trasladando de aquí para allá, a cualquier sitio donde hubiera un cuarto libre, y nunca os llegaba para comer. Tu madre luchó mucho, hasta que al final le dieron el trabajo en la revista.
—¿Qué pasó con su trabajo del Ministerio de Seguridad del Estado? —preguntó Mei.
—Lo perdió. Como estaba casada con tu padre y había ido con él al campo de trabajo, ya no era una revolucionaria roja. Ya no podía seguir trabajando para el Ministerio de Seguridad del Estado.
—¿Y por qué ahora el ministerio se está ocupando de ella? —preguntó Lu, brillantes sus ojos de almendra.
—No sé si será el ministerio. No ha tenido nada que ver con ellos en veinticinco años —la tía Pequeña parecía reacia a continuar.
—¿Pero quién si no podría tener tanto poder? —Lu frunció el ceño.
La tía Pequeña sacudió la cabeza.
—Sea quien sea, ojalá hubiera llegado antes. Así ella no habría sufrido tanto. Mi pobre Hermana Mayor. Estaba sola y la salud se le iba. No debería haber sido así. Se suponía que ella lo tenía todo: belleza, inteligencia, pasión y un futuro brillante. Pero tuvo que casarse con vuestro padre.
—¿Tú sabes lo que le pasó a él? —durante veinte años, Mei había esperado a que alguien le diera una respuesta—. ¿Cómo murió?
—No lo sé y, francamente, creo que no deberías preguntar por él. Sobre todo ahora. ¿Por qué siempre te ha importado tanto tu padre? Eso es lo que suele poner triste a tu madre. Vuestro padre está muerto, y os destrozó la vida. Es vuestra madre la que ha sufrido, la que os ha querido y os ha criado. Espero que entendáis las dificultades que ha tenido que pasar. Escaló un monte de dagas y buceó en un mar de fuego por vosotras dos. Estáis hoy aquí porque ella os eligió. Eligió quereros a vosotras.
A medida que la tía Pequeña pronunciaba estas palabras, empezó a llorar de nuevo. Su hermana también la había querido a ella. Y ahora, la que había sido tan fuerte y tan generosa se estaba muriendo.
Mei anduvo a paso vivo a lo largo de los muros de la Antigua Sala de Plegarias. La mañana seguía fresca por el influjo de la noche. Los viejos y los enfermos habían salido al parque a hacer ejercicio, haciendo remolinos con los brazos. Un grupo de mujeres de mediana edad hacía ejercicios de sable en una glorieta. Junto a un pequeño estanque, un joven, de pie en el borde de un kiosco, cantaba ópera de Pekín.
La luz tranquila del sol, los gorriones que revoloteaban rápidos entre los árboles y las difusas campanas del Templo de los Lamas, todo parecía parte de un cuento de hadas.
—¡...nos días!
—¿Qué, sacando los pájaros a pasear?
Dos hombres se saludaban. Mecían sus jaulas de pájaros de un lado a otro. Llevaban camisas blancas de cuello mandarín y pantalones oscuros.
Fue en la plaza de más allá de la arboleda, en medio de los pajareros y sus jaulas colgadas de las ramas, con el canto de los arrendajos azules y los canarios amarillos, donde Mei encontró al tío Chen.
El tío Chen estaba haciendo taichí con un grupo de unas cincuenta personas. De lejos parecían una multitud echando una carrera lenta: estaban todos en cuclillas. Vuelto de espaldas, el profesor se movía ajeno a sus discípulos, que copiaban sus movimientos con calma y precisión.
El chándal beis del tío Chen le apretaba la tripa como un amigo, dejándole poco espacio para respirar. Cuando vio a Mei, dejó de «tejer la seda», se disculpó con una inclinación y zigzagueó para salir del grupo.
—Me ha dicho la tía Chen que te encontraría aquí —dijo Mei.
—Ha sido idea suya que haga taichí. Para adelgazar, me dice. Yo, sinceramente, preferiría quedarme durmiendo los domingos —el tío Chen se enjugó el sudor de la frente con la manga del chándal.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
—Claro. ¿Has desayunado?
Mei negó con la cabeza.
Se dirigieron hacia la entrada que daba al este, a contracorriente de los remolinos de brazos. Algunos de ellos le lanzaban un hola o un asentimiento cómplice al tío Chen, que les correspondía cumplidamente. Tenía orgullo en la mirada. En compañía de Mei se le veía no más ancho, sino más alto.
Los vendedores ambulantes habían plantado sus hornillos en la calle de la Comida Exquisita. Dados de queso de soja y carne picante de vaca crepitaban en las planchas de freír de hierro. El humo de las parrillas de carbón flotaba por todas partes. Los vecinos se saludaban calurosamente unos a otros, y clientes y vendedores gritaban.
—¿El hermano pequeño todavía se hace pis en la cama?
—Gracias a Dios que no es más que mi nieto.
Las guindillas y los granos de pimienta de Sichuan recién fritos chisporroteaban, levantando una ráfaga de toses.
—Jefe, no se pase con la guindilla, ¿eh? —un hombre abanicaba el humo con la mano.
—¡Si no pica, no sabe! —gritó el hombre de ojos negros desde detrás de una nube de vapor.
—Vamos al salón de té —el tío Chen le tiró del brazo a Mei—. La tía no me deja comer en la calle. Le parece que ésos no son sitios limpios.
El salón de té tenía la fachada abombada y la pintura desconchada. Tuvieron que darle un empujón a la puerta, que al parecer se atascaba. Dentro, la sala estaba húmeda y llena de humo.
—Éste es del Estado. Es caro, pero está limpio —dijo el tío Chen.
Encontraron una mesa en un rincón. El tío Chen se dirigió al mostrador. A los cinco minutos volvió con dos cuencos de sopa de arroz con huevo en salmuera, dos cestillos de bollitos Dragón y un plato pequeño de encurtidos.
Se sentó del otro lado de la mesa. Empujó un cestillo hacia Mei y le dijo que comiera:
—Los jóvenes como tú necesitáis comer para haceros fuertes.
Se atragantó: la sopa estaba caliente.
—¿Has encontrado el jade? —el tío Chen miró con ansiedad a Mei.
—En realidad no he venido por lo del jade.
—Ah, pensé que... —el tío Chen le dio un mordisco a un bollito Dragón. Un reguero de aceite manó de la comisura de su boca; se lo limpió rápidamente con la mano—. ¿Entonces de qué quieres hablarme? —preguntó.
Mei empujó con los palillos los huevos en salmuera, hundiéndolos en la sopa de arroz. No tenía hambre. Contempló cómo devoraba el tío Chen los bollitos Dragón.
—¿Quién se está ocupando de mi madre? ¿Son los servicios secretos? —preguntó.
Una lámina de rábano en vinagre se le atravesó en la garganta al tío Chen, que tosió:
—¿Qué te ha hecho pensar eso?
Mei frunció el ceño.
—Lo sé, tío Chen. La tía Pequeña nos lo ha contado. Tú también eres uno de ellos —apartó su cestillo de bollitos Dragón—. Tú lo sabías, ¿verdad? Por eso no te sorprendiste lo más mínimo cuando te dije que habían trasladado a mi madre.
El tío Chen enterró la cara en el cuenco de sopa. Un largo silencio cayó como una pluma.
—Song dijo que él se ocuparía —dijo al fin el tío Chen, de forma casi inaudible.
—¿Y él quién es?
El tío Chen apoyó los palillos sobre el cuenco de sopa y se enjugó la cara con sus manos rosadas.
—Ésa es una pregunta fácil de difícil respuesta —se inclinó hacia delante—. Nunca verás su foto, ni su nombre siquiera, en los periódicos. Uno ve a Song y se figura que es un limpio funcionario de grado medio de alguna unidad de trabajo sin rostro. Y no, es un hombre que puede decidir la vida o la muerte si quisiera.
A dos mesas de allí había gente que se iba, arrastrando las sillas en el suelo y hablando fuerte. El tío Chen esperó hasta que hubieron salido y luego continuó:
—Yo seguí a tu madre hasta Pekín cuando vinimos a la universidad. No dejamos de ser buenos amigos, pero en aquellos años parecía que ella iba por delante: las mujeres maduran mucho más deprisa a esa edad. Por la época en que entró en el Ministerio de Seguridad del Estado, habíamos derivado cada uno hacia un lado. Quizá por eso luché tanto por meterme en el cupo de ese mismo ministerio. Por lo que puedo recordar, ésa fue la única vez en mi vida que competí por algo con tanta determinación. Pensaba que si entraba en el mismo ministerio podría reavivar el tipo de relación cercana que teníamos en Shanghai, y que quizá algún día ella llegaría a verme como algo más que un amigo.
El tío Chen miró a otro lado. Su voz se iba irritando.
—Pero, por supuesto, el ministerio era inmenso. Tu madre y yo no trabajábamos exactamente juntos, si es que puede decirse así. En realidad, ella vivía y trabajaba dentro del recinto principal del Jardín de Poniente, mientras que yo trabajé primero en una unidad especializada cerca del Jardín del Bambú de Púrpura y luego en la Agencia de Prensa Xinhua.
»Aun así se renovó nuestra amistad, porque pertenecíamos al mismo ministerio y hacíamos trabajos parecidos. A veces pasábamos juntos los domingos. Por aquel entonces la semana tenía seis días, y el domingo era el único día libre. Tu madre le gustaba a mucha gente y tenía muchos amigos; pronto todos nos fuimos conociendo. Así fue como conocí a Song, que era el jefe del grupo de ella en aquellos tiempos.
»Song tenía dos años más que tu madre. Era alto y guapo, era una estrella. A mí no me caía bien. Puede que me sintiera amenazado por él... pero entonces me sentía amenazado por mucha gente. Había algo en él que siempre me dejaba intranquilo, tenía siempre la sensación de estar siendo observado. Es muy raro, ya lo sé, pero así es como me sentía. Como si él tuviera un tercer ojo.
»Tres años más tarde empezó la Revolución Cultural y las cosas se pusieron mucho más oscuras. Se abrían los expedientes secretos y se creaban otros nuevos. La gente era denunciada por una razón u otra, especialmente si habían dicho o escrito cualquier cosa que pudiera considerarse «antirevolucionaria». Pronto la gente empezó a morir en grandes cantidades, de formas horribles. Yo conocí a un tipo que fue apaleado hasta la muerte porque llevaba jerséis de cachemira de marca extranjera. ¡Qué locura fue todo aquello!
»La Revolución Cultural fue un golpe para tu madre. Cuando estuvimos en Luoyang, se quedó asombrada al ver lo que estaba ocurriendo en la calle.
—Creía que me habías dicho que habías ido tú solo.
—No quería meter a tu madre en la historia, pero ahora ya lo sabes. Las Guardias Rojas se habían atrincherado en el tejado de la biblioteca con ametralladoras y habían excavado túneles por debajo de sus posiciones para las líneas de abastecimiento. Hubo muchísimas muertes. Era gente muy joven y muy llena de devoción al Presidente Mao y al Partido. Tu madre no podía soportar mirar esas caras pálidas y esos cuerpos ensangrentados. No podía aguantar los gritos ni el rugido de las balas. Acababa de tenerte a ti. Eras algo tan bonito, una vida que acababa de empezar.
»Antes de que pasara mucho tiempo estábamos todos atrapados como pequeños insectos en la telaraña cada vez más apretada de la revolución, siendo denunciados, denunciando a otros, siendo enviados a campos de trabajo... Perdí por un tiempo el contacto con tu madre y por eso no tuve contacto con Song. Unos años después, empecé a oír su nombre: mientras nosotros sufríamos, él había ascendido a los puestos más altos del ministerio.
»Hacia el final de la Revolución Cultural, Song fue depuesto. Bueno, era muy difícil bandearse en la política de aquellos tiempos, las cosas se daban la vuelta todo el tiempo... Un día Deng Xiaoping era un héroe, y al día siguiente, el enemigo público número uno. Así que no era inconcebible que Song pudiera haber errado en sus cálculos. Cuando cayó, su hijo fue enviado a las montañas de Dongbei, y oí decir que casi se muere allí.
»Luego vino la muerte de su mujer. Fue una cosa misteriosa: al parecer nadie sabía los detalles. Por lo que yo sé, pudo haber sido el propio Song el que la envió a la muerte. Tenía un algo muy frío por debajo de ese aspecto seductor. Hay personas de las que uno simplemente sabe que un día podrían golpear con la mayor crueldad.
»Su pérdida de poder y el sufrimiento de su familia hicieron de él una víctima de la Revolución Cultural, lo cual le dio los títulos para volver a ascender a la muerte del Presidente Mao.
El tío Chen suspiró.
—Así que ahí lo tienes. Cuando empezamos, Song no era más que el jefe de un grupo. Ahora es el subdirector del Ministerio de Seguridad del Estado: tiene un gran apartamento, un coche con chófer y un montón de poder.
—¿Pero por qué quiere ayudar a mi madre?
—Dejando a un lado el hecho de que a mí no me cae bien, con tu madre parece que se ha comportado. Durante un tiempo creímos que iban a casarse.
»Cuando tus padres se conocieron, tu padre era un joven escritor prometedor, un poeta de cierta fama. Era también un idealista, lo contrario de gente como nosotros, cuyo trabajo era espiar a otros. Es posible que ya entonces tu madre albergara inconscientemente dudas sobre cuáles eran sus deberes y sobre el mundo que ella representaba. Me imagino que era por eso por lo que tu padre ejercía tanta fascinación sobre ella.
El tío Chen suspiró otra vez, como si la vida hubiera sido un prolongado suspiro.
—Tu madre era una mujer guapa, inteligente y llena de vida. Todos estábamos enamorados de ella. Por desgracia, ella quería a tu padre.
Una chica regordeta con un delantal sucio había irrumpido en medio para recoger los platos vacíos en la bandeja de plástico que traía bajo el brazo, golpeando los cuencos y las fuentes sin ningún cuidado mientras lo hacía. El lustre de su cara traía el aire del interior de la cocina, espeso de manteca y de olor a salchichas curadas. Mei contempló cómo pasaba el paño por las mesas. Sus movimientos eran flojos, su ser entero estaba aletargado.
—¿Tomamos un poco de té? —le preguntó Mei al tío Chen. Sin esperar la respuesta, se levantó y se dirigió al mostrador, sintiéndose mareada.