—Sé que estás preocupada por tu madre —sacó un par de zapatillas de franela blanca del zapatero—, pero escucha a la tía: tienes que cuidar de ti misma. Es lo mismo que le digo a Lu. No dejes que esto te hunda, porque entonces tu madre no podrá tenerte como apoyo.
Mei se puso las zapatillas. Estaban nuevas como la nieve virgen.
La tía Zhang señaló con la barbilla hacia la ventana.
—Siéntate. Te traeré un té.
Mei bajó dos escalones hasta el salón. Había largos trincheros antiguos de laca roja arrimados a las paredes. Por todas partes relucían objetos: un Buda de oro, un par de copas de vino antiguas, dos caballos de porcelana tricolor de la dinastía Tang, una caja de arras pintada con oro auténtico (eso decía Lu), un equipo de música Bang & Olufsen, premios, trofeos y fotos en marcos brillantes. Había dos macetas de orquídeas blancas en soportes con forma de clepsidra, con veinte flores cada una. El techo era tan alto que le hacía sentir vértigo.
Mei se sentó en el sofá al pie de un retrato a lo Warhol de Lu. Resultaba extraño ver en la pared a Lu en lugar de a Mao Zedong o a Marilyn Monroe.
Mei cogió de la mesita baja un lujoso libro sobre el río Azul y lo hojeó. En una de las páginas vio un junco solo, con su enorme vela amarilla, meciéndose en la margen de una oscura extensión de agua. A Mei le impresionó su solitaria grandeza. Algunas páginas más allá había fotos de las famosas cuevas y los «caminos celestiales». Esos caminos estaban cincelados en acantilados verticales: durante siglos, los ejércitos habían marchado lealmente por ellos. «La gente de la zona cree», explicaba el texto, «que por la noche aún puede oírse a los fantasmas de los soldados muertos que se afanan en subir los acantilados».
Todo eso estaría muy pronto bajo el agua, desaparecido para siempre, cuando la presa de las Tres Gargantas estuviera terminada. Mei pensó que tenía que ir y ver por sí misma el río antes de que fuera demasiado tarde.
—Aquí tienes el té —la tía Zhang entró con una bandeja en la que había una tetera de hierro fundido y delicadas tazas con ribete de oro.
—¿Dónde está Lu? —preguntó Mei.
—Ha ido al salón de belleza, pero estará de vuelta muy pronto.
La tía Zhang sirvió la primera taza, verde como el valle.
—Bebe sin prisa —dijo—. Si no me necesitas, tengo que ir a ayudar a la cocinera.
Las dos mujeres se sonrieron. Luego la tía Zhang salió, balanceando sus largos brazos.
Mei se acercó con su té a la ventana. El crepúsculo rosa cubría los tejados de Pekín. Ella siempre había sentido ajena esa parte de la ciudad, con sus chalés vallados, sus embajadas de otros países y su arquitectura de escaparate a lo largo del paseo de la Paz Eterna. No había puesto el pie en esa zona hasta su último año en la universidad. Un estudiante japonés de intercambio la había llevado de compras a la Tienda de la Amistad, que estaba dedicada a los extranjeros, a dos manzanas hacia el sur de allí, en el paseo de la Puerta Interior de Jianguo.
Era la primera vez que Mei entraba en la Tienda de la Amistad. No podía creer lo que veían sus ojos. Las salas forradas de mármol estaban llenas de cosas que nunca había visto antes: oro, perlas, zapatos españoles, ropa deportiva estadounidense, cosméticos y perfumes. Y todas ellas eran extraordinariamente caras. Su compañero llevaba cupones por valor de cincuenta mil yenes japoneses. Mei apenas recordaba ya a aquel acompañante, salvo que siempre llevaba un largo abrigo negro y que era buen cocinero. La había enseñado a hacer sushi.
—Mei —dijo una voz suave detrás de ella.
Mei se volvió y vio a la tía Pequeña. Llevaba una camisa azul recién planchada. Su pelo negro brillaba del lavado y el suavizante.
—¿Has dormido bien?
—Profundamente, como hacía días que no dormía —la tía Pequeña sonaba animada.
—Hay té, pero se está quedando frío. A lo mejor la tía Zhang te puede hacer otro.
—No, ya he tomado mucho té.
Se sentaron en el sofá. Mei le preguntó a la tía Pequeña por su familia y si había alguna novedad cuando les llamó por la tarde. Intercambiaron noticias de otros parientes. Desde algún punto de la parte de atrás se oyó un suave tintineo de platos y vasos: la tía Zhang debía de estar poniendo la mesa para la cena en el comedor.
—¿Está ya la cena? —las sorprendió la voz cantarína de Lu. Se volvieron y la vieron en lo alto de los escalones con un vestido rosa. Era como si un trozo del cielo ardiente se hubiera desprendido y hubiera entrado con ella. Su pelo largo brillaba y lanzaba destellos de luz reflejada—. ¡Estoy muerta de hambre! —se quitó de un puntapié los zapatos de tacón y saludó con la mano a su hermana y a su tía.
La tía Zhang le llevó sus zapatillas de piel de cordero.
—Ya está preparada, ya está —asintió.
—Muy bien. ¡Mei! ¡Tía Pequeña! —les hizo gestos con la mano—. Venga, vamos a comer —Se disculpó por llegar tarde—: Hoy mi manicura estaba enferma y me ha tenido que atender otra que no entendía lo que yo quería que me hiciera. ¡Uf, qué dolor de cabeza!
Luego cogió del brazo a la tía Pequeña y le dijo amablemente:
—¿Por qué no te vas mañana al salón de belleza con mi tarjeta de socia? Que te hagan la cara, un corte de pelo o lo que a ti te apetezca.
Entraron en el comedor. Había una gran mesa de palo de rosa cubierta con un mantel y puesta con centelleante cristal y palillos de punta de marfil. Las paredes eran blancas y estaban decoradas con pinturas abstractas al óleo. Del techo colgaba una araña tan grande que más parecía propia de un salón de baile.
La tía Zhang y una mujer fornida traían platos servidos en fuentes de un azul Ming.
—Tienes que probar ese tratamiento nuevo que llaman «envoltura de algas» —le dijo Lu a Mei cuando estuvieron sentadas a la mesa—. Es fantástico, garantizado contra la energía negativa y la celulitis.
—¿Ah, sí? —dijo educadamente Mei.
—Ya sé que piensas que los salones de belleza son una cosa artificial. Pero, mi querida hermana, podemos darnos una ayudita de vez en cuando, sobre todo ahora que ya tenemos cierta edad —Lu le guiñó el ojo a su hermana y sonrió. La tía Zhang les trajo arroz blanco como la nieve.
Lu dijo a sus invitadas:
—He estado leyendo el
Última edición de Pekín
en el salón de belleza. Dice que el gobierno ha mandado cerrar todos los puestos de compraventa de acciones. Parece que por fin van a tomar medidas para acabar con la Bolsa de andar por casa.
La tía Pequeña asintió, mirando primero a Lu y luego a Mei.
—Últimamente en Shanghai todo el mundo se dedica a la Bolsa de andar por casa. En cuanto se abren los puestos de compraventa por la mañana están las abuelas haciendo cola para comprar y vender.
—Se meten a especular como quien apuesta en las carreras de caballos —dijo Lu—. La mayor parte de los pequeños inversores son unos ignorantes. Mira a esas abuelas, por ejemplo: apenas tienen estudios. ¿Qué sabrán ellas del mercado de valores? Al fin y al cabo, el mercado de valores no es lo mismo que el mercado donde hacen la compra por las mañanas.
»Bueno, en los negocios te encuentras con el mismo problema —continuó—. La cantidad de empresas que hay últimamente, construyendo hoteles, apartamentos, oficinas, y hasta carreteras; algunas pueden ser bastante corruptas y harían lo que fuera por dinero. El gobierno tiene que mirar con cuidado a quién encarga esos proyectos. Eso no es ni monopolio ni elitismo. Es como lo que ha dicho la Central del Partido: capitalismo con una orientación socialista. Si el gobierno puede regularlo y hacer que manejen la economía buenos hombres de negocios, a China sólo puede irle mejor. Mirad Singapur: se valora más a la gente que tiene una educación superior porque, bueno, afrontémoslo, son mejores.
»Cuando Lining y yo vamos al extranjero, la gente siempre nos dice: «Qué cosmopolitas sois». Nos ven como representantes de la China moderna.
La tía Pequeña asintió:
—La gente como Lining y tú es lista.
—Pero también trabajamos mucho —dijo Lu—. El elitismo es un error si los que son especiales no cumplen con sus obligaciones. Somos un modelo de comportamiento, no debemos olvidarlo.
Después de la cena les sirvieron té de jazmín en el salón. Sobre la mesa baja la tía Zhang dispuso pipas de girasol tostadas, lichis secos y cacahuetes salados en cuencos de cristal.
—Gracias por esta estupenda cena —dijo la tía Pequeña. Se recostó con cuidado de no verter té en el sofá de plumón de oca blanca de Lu.
—Nuestra cocinera es de verdad muy buena, ¿a que sí? Le diré que os ha gustado cómo cocina. Es una pena que Lining y yo no cenemos en casa más a menudo —Lu hablaba suavemente, tomando sorbitos de su taza de té ribeteada de oro—. Mei, ¿qué te parece mi suelo nuevo? —sonrió, ladeando un poco la cabeza—. Me lo acaban de hacer. Ahora todo el mundo pone los suelos de mármol —señaló al suelo con sus dedos de uñas esmaltadas en rojo—. La piedra es importada de Italia.
—Muy bonito —dijo la tía Pequeña, asintiendo mientras pelaba ruidosamente pipas de girasol con los dientes.
—Al principio no quería molestarme en hacerlo; al fin y al cabo, nos vamos a mudar muy pronto. Pero luego, ya me conoces, no me gusta dar mi brazo a torcer.
—¿Que te vas a mudar? Pero si no llevas ni dos años viviendo aquí —a Lu siempre le pasaba algo nuevo: otro jade, otro rubí, un coche más nuevo, un asistente de mejor aspecto, amigos más deseables. Mei apenas lograba estar al tanto.
—Nos hemos comprado un apartamento en ese edificio nuevo del paseo de la Puerta de Jianguo que se llama Torre Jianguo. De hecho, ayer firmamos el contrato. ¿Sabes tú cuál digo, Mei? Lo tienes que haber visto: es inmenso.
—¿Pero es que te vas a mudar sólo por un par de manzanas? Si este apartamento es precioso.
—Ah, querida, el paseo de la Puerta de Jianguo es el Park Avenue de Pekín, y la Torre Jianguo va a ser el único edificio de apartamentos permitido dentro de la Puerta de Jianguo. La gente ya está hablando de ella. Vas a ver cómo la Torre Jianguo se convierte en el mejor sitio de Pekín.
—Los apartamentos tienen que ser muy caros —dijo la tía Pequeña con envidia.
—Lo son, y además te tienen que dar el visto bueno los directores del proyecto. Quieren sólo a la gente más respetable —Lu se estaba animando. La cara le brillaba de autosatisfacción.
Mei la miró estupefacta.
—¿Fue por eso por lo que no fuiste ayer a ver a Mamá? ¿Porque estabas comprándote un apartamento nuevo?
—Era importante. Llevábamos meses esperando a que nos dieran la aprobación.
—¿Más importante que ocuparte de tu propia madre? —le espetó Mei.
—No me critiques a mí. Tú tampoco estabas allí —replicó Lu.
—Qué egoísta eres. Sólo te preocupas de ti misma. «Ay, no puedo ir a ver a mi madre, que se está muriendo, porque tengo que ir a comprarme un apartamento más grande y mejor.»
—¿Que yo soy egoísta? —Lu se puso de pie, los almendrados ojos llameando de rabia—. ¿Qué has hecho tú por Mamá? Yo he traído a la tía Pequeña de Shanghai y he pagado todos sus gastos. También habría pagado los gastos de hospital de Mamá, que muy bien podrían haberle salvado la vida. ¿Y qué puedes hacer tú? Nada; porque no tienes nada. Eres un gran fracaso. De hecho, lo único que has hecho siempre ha sido dar disgustos a Mamá. Probablemente es culpa tuya que esté en el hospital.
Mei se levantó.
—¿Cómo te atreves? Yo quiero a Mamá. Haría cualquier cosa por ella. ¡Tú has triunfado porque has utilizado a todas las personas que has conocido!
—¡Chicas, chicas! —la tía Pequeña se puso de pie, moviendo los brazos como una demente—. ¡Parad ahora mismo este absurdo! —gritó—. Le rompéis el corazón a vuestra madre —de pronto rodaron lágrimas por sus mejillas—. ¿Tenéis idea de todo lo que ha pasado vuestra madre? Esto no está bien, sobre todo después de lo que ella ha hecho por vosotras.
Mei y Lu cogieron cada una de un brazo a la tía Pequeña y la ayudaron a sentarse en el sofá. Lu trajo rápidamente un paquete de clínex. La tía Pequeña lloraba, ora gimiendo dolorosamente, apretándose el pecho, ora haciendo mudos pucheros. Las hermanas contemplaron las lágrimas que se vertían por sus mejillas como si no tuvieran fin. Las conmocionó que su tía, a quien siempre habían conocido como la feliz hermanita menor de su madre, pudiera albergar tanta pena en su diminuto cuerpo; le temblaban los hombros, tenía los ojos rojos y llenos de aflicción.
—Háblanos de eso —dijo Mei. Le echó una mirada a su hermana: no la había perdonado, pero ahora tenían que dejar de lado sus diferencias y hablar con la tía Pequeña.
—Queremos saberlo —dijo Lu.
La tía Pequeña sacudió la cabeza:
—Le prometí a vuestra madre...
—Tía Pequeña —la dulce voz de Lu tenía autoridad—. Yo sé que Mamá no habría querido tener secretos para mí si supiera que se iba a morir.
Mei le sirvió una taza de té a la tía Pequeña. La fragancia del jazmín llenó el aire.
—Tía Pequeña, cuéntanos, por favor. Nosotras ya hemos descubierto muchas cosas. Sabemos que Mamá y el tío Chen trabajaron juntos. ¿Cuándo fue eso? ¿Qué hacía Mamá?
Poco a poco, la tía Pequeña dejó de sollozar. Se enjugó la cara con un clínex limpio y cogió la taza de té.
—Tendré que empezar por el principio —dijo pausadamente, mirando a las pipas de girasol del cuenco de cristal como si les estuviera hablando sólo a ellas.
Sus sobrinas asintieron. La presión en el cuarto había llegado a tal intensidad que daba la impresión de que una palabra más o un simple movimiento podían hacer que aquella confrontación se viniera abajo.
Despacio, suavemente, la tía Pequeña empezó:
—Vuestra madre fue seleccionada por el Ministerio de Seguridad del Estado antes incluso de licenciarse en la universidad. Hablaba bien el ruso, era una estudiante brillante y disciplinada, y además la representante del Partido Comunista en su clase. Sí, entró en los servicios secretos. Era un trabajo de mucho prestigio, como os podéis imaginar.
»Lógicamente, había mucha reserva: nunca podía decirme exactamente lo que hacía, y a veces ni siquiera dónde estaba. Pero yo sabía que era feliz. Se hizo nuevos amigos y volvió a conectar con viejos amigos, como el tío Chen, que también entró en el ministerio. Y conoció a vuestro padre, un joven escritor en alza, atractivo e inteligente. Vuestra madre se enamoró profundamente.
»Luego vino la Revolución Cultural. De pronto las instituciones, lo que solíamos llamar la Vieja Guardia, se convirtieron en enemigos del Estado. Yo me alisté en las Guardias Rojas, como tantos millones de adolescentes. Viajábamos por el país rebelándonos contra lo antiguo. Al poco tiempo, el país entero estaba siendo puesto patas arriba. Entonces vuestro padre fue denunciado y enviado a un campo de trabajos forzados por sus opiniones contra Mao. Vuestra madre fue con él, llevándoos a vosotras dos.