El ojo de jade (17 page)

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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

—¿Qué era eso que no podías decirme por teléfono? —le preguntó Mei.

—Tengo los datos del número de matrícula que me diste. El Audi pertenece al Ministerio de Seguridad del Estado.

—¿A los servicios secretos?

El Ministerio de Seguridad Pública, donde Mei solía trabajar, era el cuartel general de la policía, el equivalente de Scotland Yard. Sin embargo, el Ministerio de Seguridad del Estado era la auténtica envidia de todos los demás: el cuartel general de la policía secreta y los servicios de espionaje, la KGB china.

Shuming alzó las cejas y asintió significativamente.

Mei se sintió perdida. ¿Wu el Padrino se veía con alguien de los servicios secretos? Mei se hizo cabalas sobre quién sería en realidad aquel marchante de antigüedades.

—¿Podrías averiguar a quién está asignado el coche? —preguntó.

—Desde nuestro organismo, no. La asignación de coches oficiales es un asunto interno del ministerio.

Mei se sintió decepcionada.

Shuming se puso más cerca de ella y bajó la voz:

—No sé en qué tipo de caso estás trabajando ni lo que pretendes hacer pero, por favor, ten cuidado, Mei —se levantó para marcharse—. Adiós. Si necesitas algo más, llámame.

Bajó los escalones, y al poco su cuerpo rechoncho y su Paloma Voladora habían desaparecido de la vista.

Mei se abrió paso para salir del parquecillo. El tráfico empezaba a aliviarse en la calle de las Diez Mil Fuentes. Una línea de farolas centelleaba como un collar de perlas. El humo se elevaba de las chimeneas de restaurantes de reciente construcción. Su aroma de grasa churruscada con espesa salsa picante y azúcar vagaba por el aire.

Una mujer de rostro mezquino se levantó de un salto de su taburete de madera cuando vio a Mei entrando en el aparcamiento, que estaba vacío a excepción del Mitsubishi rojo y un gran autocar turístico azul.

—¡Habías dicho que sólo ibas a dejar el coche un momento! —le espetó la mujer. Se acercó a zancadas, con una gran bolsa militar de lona oscilando sobre las caderas. Tenía las manos oscuras, semejantes a garras y cruzadas de prominentes venas. Le plantó una de ellas a Mei delante de la cara—. Cinco yuanes más —dijo agriamente.

—¡No puede decirse que el aparcamiento esté lleno! —protestó Mei.

—Aunque no lo esté, eso no es asunto tuyo. Te he hecho un favor.

Mei sacó un billete de cinco yuanes y se lo soltó en la mano a la mujer. Estaba demasiado cansada para discutir.

Capítulo 23

Cuando Mei llegó a su casa era ya de noche. Llamó a la tía Pequeña.

—Hermana Mayor sigue más o menos igual. A ratos está espabilada y con la mente clara, y a ratos está confusa. No ha comido nada en más de tres días ya, así que el médico le ha puesto alimentación asistida para que pueda nutrirse un poco. Han venido varias personas a visitarla. Por la mañana vino el director de Asuntos de los Camaradas Ancianos. Preguntó por su estado y habló con el médico. Dijo que su unidad de trabajo hará lo posible por sufragar los gastos sanitarios. Luego vino un señor que se llama Song Kaishan. Dijo que era un viejo amigo.

—¿Vio a Mamá?

—Hermana Mayor estaba despierta, así que habló con ella un rato, unos diez minutos.

—¿De qué hablaron?

—No lo sé —dijo la tía Pequeña—. Quería quedarse a solas con ella. Por la tarde vino el tío Chen. Hermana Mayor estaba dormida, así que charlamos un poco. Me dijo que conocía al señor Song.

—En todo caso, ¿quién es ese señor? ¿Por qué de pronto viene a ver a Mamá?

—Ah, no es más que un viejo amigo —dijo rápidamente la tía Pequeña—. ¿Estás bien?

—Eso creo. Estoy trabajando en un caso. Eso me ayuda a no pensar en otras cosas —Mei hizo una pausa; acababa de recordar algo—. ¿Ha ido Lu a ver a Mamá? Quedamos de acuerdo en que hoy iría ella.

—No ha podido. Llamó para decir que le había surgido algo importante.

—¿Quieres que vaya yo para que puedas descansar un poco?

—No necesito descansar —dijo la tía Pequeña—. La asistente se encarga de buena parte del turno de noche.

Unos instantes después colgaron el teléfono.

Mei se fue al cuarto de baño, se lavó los dientes, se lavó la cara y se la secó con una toalla. Se untó una generosa dosis de crema de noche y luego se arrastró hasta debajo del ligero edredón de plumón. Lo único que quería hacer en ese momento era acurrucarse como un gato y dormirse.

El ruido del tráfico de la carretera de circunvalación persistía. Como solía ocurrir, justo cuando se estaba quedando dormida pasó una motocicleta a toda velocidad.

Se volvió para recostarse de lado. La suavidad de la almohada la abrazaba, y al cabo de un rato la arrastró a un sueño profundo.

Entonces sonó el teléfono.

¿Cómo era posible? Estaba segura de haberlo apagado.

Se levantó y se dirigió al salón, donde el teléfono descansaba en la mesa próxima al sofá.

—¿Diga?

Nada.

—¿Diga? ¿Diga?

Nadie.

—¿Quién está ahí? —gritó.

Se oyó un chasquido, y a continuación un largo pitido.

¡A Mamá le había pasado algo! Mei fue presa del pánico. Tenía que irse al hospital. Empezó a correr, pero cayó de rodillas; algo le había dado un golpe en la cabeza: un gran murciélago. Oyó un golpe violento, y luego otro, y otro. Abrió los ojos como un ciervo atrapado ante los faros. Estaba sudando y con el corazón acelerado. Los estruendosos golpes no cesaron. Alguien estaba aporreando la puerta.

Se dio la vuelta y encendió la luz. En el despertador ponía «23:55». Soltó un gemido, mientras sus pies buscaban las zapatillas de plástico que se había quitado de un puntapié dos horas antes.

—¿Quién es? —preguntó.

Giró el cerrojo y abrió una rendija en la puerta. Era Hermana Mayor Hui, con ojos de enfado y la boca abierta.

—¿Dónde has estado? Llevo dos días intentando hablar contigo. ¿No has oído mis mensajes?

—El contestador está roto.

—¿Y se puede saber qué estás haciendo? —Hermana Mayor Hui se quedó mirando el pijama de Mei.

—Dormir.

—¡Pero si es viernes por la noche!

Hermana Mayor Hui iba profusamente maquillada. Llevaba las cejas pintadas. Se había puesto colorete de color melocotón en las redondas mejillas y carmín en los labios; el carmín se le había corrido un poco en las comisuras de la boca. Le brillaba la frente. Llevaba unos pantalones de satén naranja y una camisa de cuello mandarín con bordados rojos en los puños. La fragancia de su perfume se derramó sobre Mei como una ola.

—Tienes que venir ahora mismo conmigo —Hermana Mayor Hui entró con decisión.

—¿A dónde?

—Una fiesta.

Mei cerró la puerta y siguió a su amiga hasta el salón.

—Pero yo no quiero ir a ninguna fiesta. Estoy cansada. Llevo un par de días muy duros.

—Tonterías. Te vienes. Le he prometido a Yaping que te iba a llevar.

Hermana Mayor Hui depositó su maternal trasero en el sofá.

—¿Qué me estás diciendo? —a Mei se le heló el pensamiento.

—Yaping está en Pekín en viaje de negocios. Todos nuestros compañeros de clase se han reunido en su hotel. Se ha divorciado.

A Mei se le oprimió la garganta. No podía hablar.

—No te quedes ahí. Ve a arreglarte —Hermana Mayor Hui sacó un estuche de maquillaje y lo abrió: la paleta se encendió como una pequeña bomba de colorete—. ¡Date prisa! —ladró.

Mei se fue al cuarto de baño. Sintió vértigo. En su interior los pensamientos se arremolinaban como en una tormenta. «Yaping está en Pekín.» Ni siquiera mientras se estaba repitiendo a sí misma esas palabras podía creer que fueran ciertas. Aquello sonaba a broma. A lo mejor alguien estaba jugando con su mente. Miró a su alrededor. No había nada fuera de lo corriente. Sus cosméticos yacían esparcidos en un cestillo junto al lavabo; había un jabón rosa en el platillo de porcelana blanca. En el espejo vislumbró su propio rostro, pecoso como siempre, aunque más pálido.

Se lavó la cara con agua fría. Hacía nueve años que él se había ido. Ella había quemado todas sus cartas, había intentado olvidarle. No había sido fácil. De cuando en cuando, todavía le volvía al pensamiento. Ella había imaginado que un día se encontrarían, algún día del futuro lejano en que ambos fueran viejos y canosos. Había imaginado que cuando volvieran a verse ella estaría tranquila y dispuesta a perdonar. Y ahora, sin previo aviso, él estaba de vuelta, soltero otra vez. ¿Qué había pasado? Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Estaría él triste? ¿Habría cambiado? ¿La reconocería? ¿Le reconocería ella a él? ¿Qué se dirían? ¿Había algo que decir?

Una abrumadora mezcla de emociones brotó en su interior, como el agua que brota de un pozo profundo, y sus pensamientos se enmarañaron. Por un instante no quiso ir. Se sentía herida, humillada. No quería que él viera que seguía soltera y pensara que todavía le amaba. Pero cuando el instante pasó deseó volver a verle, oír su voz, aunque sólo fuera por una noche.

Sacudió la cabeza. Se maquilló, se vistió y salió al salón.

—¿Qué has estado haciendo tanto rato? —protestó Hermana Mayor Hui—. Vamonos. El coche está esperando.

Bajaron a la calle. Había un Mercedes Benz negro aparcado ante su edificio. El conductor saltó fuera y les abrió la puerta a las damas.

—¡Por todos los santos!, ¿qué es esto? —preguntó Mei, sin creer lo que veían sus ojos. Hermana Mayor Hui era profesora en la Universidad de Pekín, y su marido, ingeniero, no era tampoco un magnate.

—Es de Yaping. Lo ha enviado por ti.

Capítulo 24

Desde el asiento trasero del coche, Mei miró pasar las calles de Pekín. Era como el desfile de los años: las farolas se acercaban, trayendo consigo hongos de luz amarilla, y luego desaparecían, dejando sólo oscuras sombras y secretos perdidos.

Como cualquier otra ciudad, Pekín parecía más romántico de noche. Torres de oficinas de reciente construcción iluminaban con portentosas expectativas el horizonte. Las ventanas de deteriorados cuchitriles se habían encendido ahora con la promesa de amor y cariño. Los últimos vendedores callejeros estaban cerrando, recogiendo barbacoas de barril y taburetes de madera en carretillas que luego empujaban con la espalda doblada hasta los dormitorios de chapa infestados de ratas que compartían con otros inmigrantes de provincias. Se les encendía la cara al pensar en el calor, las camas y los pueblos natales. Autobuses medio vacíos runruneaban nostálgicos por estrechas callejuelas. La noche era como un pincel mágico que cubría de negro toda la fealdad para que la hora del amor y los deseos pudiera desplegarse.

—Intenté hablar antes contigo con la esperanza de que vinieras a cenar —le dijo a Mei Hermana Mayor Hui—. Todo el mundo ha preguntado si ibas a venir. Bueno, todos menos Yaping.

Mei contempló las luces amarillas que venían y se iban. Estaban cogiendo velocidad.

—Después de la cena se han ido varias personas; porque les quedaba un largo camino en autobús hasta su casa, o porque tenían que recoger a los niños de donde los abuelos, o por lo que fuera. Al final sólo hemos ido cinco al salón reservado. Yo veía que Yaping se estaba poniendo nervioso como una hormiga sobre una estufa caliente, así que le he dicho que iba a venir yo misma a buscarte. Me ha dicho: «Que te lleve mi chófer». Te lo digo, a nosotros nos aguanta, pero la única persona a quien tiene interés en ver eres tú.

—Siempre estás exagerando —dijo Mei, sin conmoverse—. Se casó con otra, ¿recuerdas?

El coche salió de la carretera de circunvalación. Al final de la salida se les juntaron otros coches y algunas bicicletas.

—Sabía que vendrías —dijo Hermana Mayor Hui—. Sólo necesitabas que alguien como yo te diera un empujón.

Mei se volvió a mirar a su vieja amiga, por un momento una cara embadurnada con los labios corridos y al siguiente, con las farolas abandonadas a sus espaldas cual palillos usados, sólo un par de ojos brillantes.

Entrando en el hotel Sheraton Gran Muralla, desde el techo del vestíbulo, a siete pisos de altura, caían en cascada lámparas de cristal ambarinas y blancas. Entre dos columnas gigantescas, los ascensores de vidrio se elevaban como luminosos fanales hacia lo alto. Sobre el suelo de mármol, frío como un espejo, tocaba una banda de jazz. Ejecutivos con trajes oscuros y turistas con ropa informal sorbían cócteles en los sillones del bar.

Mei tuvo la impresión de estar siendo observada mientras Hermana Mayor Hui la conducía por el vestíbulo del hotel. Pese a haberse puesto su mejor conjunto de noche, se sintió fuera de lugar. Su túnica de cachemir morado con el cuello redondo no procedía del Centro Lufthansa, ni era importada de Hong Kong, Japón o Corea del Sur. Era de los grandes almacenes de Wangfujing, donde ella sabía que podía conseguir el mejor cachemir por un precio que podía permitirse. Por desgracia, ese establecimiento había dejado de renovar su estilo en 1982. Hasta entonces nunca le había importado, pero de pronto era dolorosamente consciente de ello.

Hermana Mayor Hui la guió al Club Noche de Pasión. Atravesaron una discoteca en plena agitación, un espacio repleto de buscadores de placer. Los focos de láser bombardeaban la pista de baile, congelando figuras y rostros en extrañas actitudes y expresiones.

Siguieron adelante; la música se iba debilitando a sus espaldas, hasta que sólo quedó la machacona percusión. Volvieron una esquina y entraron en un vestíbulo estrecho. Una larga alfombra se extendía hacia lo lejos.

La siguieron hasta el final del vestíbulo, hasta la última puerta a su izquierda.

La sala apestaba a tabaco y alcohol. Mei vio un grupo de siluetas. Una pareja se abrazaba en el sofá de la esquina. Una chica con un
qipao
azul se inclinaba sobre la máquina de karaoke; las aberturas laterales del vestido revelaban hasta las ligas sus blancas piernas. Un hombre cantaba por un micrófono, otro sostenía con una mano una botella de cerveza y con la otra hacía gestos de director de orquesta.

—¡Mirad quién ha venido! —gritó Hermana Mayor Hui.

La mano del director de orquesta se quedó en el aire. La pareja de la esquina se separó. El que cantaba dejó de cantar y se volvió hacia ellas; dos mechones de pelo mojados de sudor le caían por la frente. Su camisa blanca, con los dos últimos botones abiertos, mostraba un cuerpo en forma.

Sus ojos se encontraron con los de Mei.

Yaping se acercó con pasos largos, agarrado todavía al micrófono. En la pantalla del karaoke la letra de una canción de amor se iba dibujando en silencio.

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