El ojo de jade (24 page)

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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

—Hoy va a llover —dijo.

Mei asintió:

—Esa pinta tiene. ¿Podrías llamar al Instituto de Investigación Minera y preguntar si hay alguien que sepa lo que es el ojo de jade?

Gupin ya había alcanzado el teléfono, cuando de pronto se detuvo.

—¿No querrás decir
quién
es el ojo de jade?

—¿Quién?

—Sí, eso es lo que decimos en Henan. El jade es la piedra del emperador, por eso «el ojo de jade» significaba «un espía de palacio». Ahora la expresión se usa para cualquiera que esté espiando para alguien de más arriba, como el jefe.

Mei observó a Gupin, pensando a toda velocidad. Luoyang es la capital de Henan y fue la capital de trece dinastías antiguas.

Gupin la miró nervioso.

—Lo siento, no era eso lo que querías decir. Ahora mismo hago la llamada.

Mei despertó de sus cavilaciones. De pronto recordó dónde había visto al hombre de más edad de la foto que tenía en la pared Wu el Padrino.

—Está bien, olvídate de la llamada —sonrió, y añadió—: gracias.

Capítulo 32

El tío Chen vivía en una torre de apartamentos en la avenida de la Puerta de Fucheng.

Era la hora de comer. Ciclistas de todas las edades venían de todas partes, levantando al desmontar nubes de polvo. Los alumnos de instituto con sus uniformes llegaban como atletas. Todo el mundo tenía prisa por llegar a casa a comer.

El ruido de la calle aumentó. Los coches y los camiones avanzaban con estruendo. Los trolebuses azules y blancos, que parecían babosas con dos antenas negras, arrancaban chispas de los cables suspendidos por encima.

Mei tenía que conducir despacio, zigzagueando tras las bicicletas con su coche, que se ahogaba en su propio tubo de escape. Los ciclistas o la ignoraban o le echaban desde delante miradas de desdén.

Por fin encontró un sitio para aparcar en un lado del edificio del tío Chen, que lindaba con dos construcciones idénticas de color negro y gris.

Esas torres se habían levantado a finales de los años ochenta. En la época de su construcción, con sus ascensores y sus ventanales en los pasillos, eran los edificios de viviendas más codiciados de Pekín. Ahora parecían marchitas prostitutas luciendo sus gastados cuerpos en la acera. Los transeúntes les escupían y hablaban de su fealdad.

Ante el ascensor se había juntado un gentío.

—¿Te pasas a jugar una mano de poker esta noche? —gritaba un tipo bovino desde detrás de dos chicas modernas con tacones.

Un hombre con gafas miró a su mujer, que fingía estar enfrascada en la calvescente cabeza que tenía delante. El hombre le echó una sonrisa amarga a su vecino:

—Me parece que no.

Cuando el ascensor llegó, la gente se apretó en su interior, acalorada y sudorosa. A una de las chicas modernas se le enganchó la falda entre las piernas del tipo bovino, que le lanzó una sonrisa. Ella liberó de un tirón su falda, soltó una imprecación y le susurró algo a su amiga. Las dos volvieron la cara hacia otro lado con desagrado.

Mei se bajó en el décimo piso. Al fondo del pasillo había una bicicleta con candado apoyada en la mugrienta ventana. Atisbo el exterior: nubes oscuras se agolpaban en el horizonte. A su izquierda, a lo largo de un pasillo amarillento, vio las puertas cerradas, algunas cubiertas con planchas de hierro. Un delicioso olor a comida se escapaba de una de ellas.

Mei llamó al timbre del tío Chen. Oyó pasos pesados y el correr de los cerrojos.

—¡Mei, qué sorpresa! —el tío Chen mantuvo la puerta abierta y se apartó a un lado.

El recibidor era pequeño y estaba ocupado por una voluminosa lavadora. Había una cuerda de tender colgada con un clavo del marco de la puerta.

—Estamos comiendo —dijo el tío Chen—. ¿Tú has comido ya? ¿Quieres comer con nosotros?

—No, gracias, no tengo hambre —Mei sacudió la cabeza. Estaba nerviosa. Todos los gestos que hacía parecían falsos. Las sonrisas le salían forzadas y la voz insegura, y no sabía dónde poner las manos.

La tía Chen salió del salón con los palillos en la mano. Tenía la cara entera perlada de sudor.

—Mei, pobre niña —la tía Chen se dobló hacia ella como agobiada por el dolor; su insulsa cara había cobrado vida—. Aunque, desde luego, no hay que perder la esperanza. Tengo el presentimiento de que tu madre va a salir adelante. Todos rezamos por ella.

Condujo a Mei al salón.

Mei se sentó en el sofá y miró a su alrededor. El piso estaba decorado con mucho esfuerzo por alguien con medios limitados. Había una estantería atiborrada de fotos familiares, libros y bibelots. Pegada a una pared había una cama individual con una colcha verde y crema; era la de la tía Chen. En la pared de al lado, formando una ele, estaba la cama que correspondía al tío Chen. Unos pocos tiestos con flores, libros y utensilios domésticos variados se mezclaban en los alféizares. Prendidas de un alambre a cada lado de la ventana había unas cortinas de terciopelo dorado.

—Acabo enseguida —dijo el tío Chen, traspalándose a toda prisa la comida a la boca.

—¿Estás segura de que no quieres un poco de té? —preguntó la tía Chen.

—Estoy bien así, no te preocupes por mí —dijo Mei.

—Vale, ya he terminado —dijo el tío Chen, levantándose. Todavía estaba masticando—. Vámonos.

—¿Por qué os vais a marchar? Podéis charlar aquí. Yo me voy a lavar los platos a la cocina.

—Necesito volver pronto al trabajo. Mei y yo podemos hablar por el camino.

—¿Y qué pasa con tu siesta?

—Ya no estoy cansado —dijo el tío Chen, evitando la mirada de su mujer.

—Entonces espera un momento —la tía Chen fue rápidamente a la cocina y volvió al momento agitando una bolsa de red—. Compra algunos rábanos al volver a casa. Para la cena hay cazuela.

El tío Chen cogió la bolsa y asintió.

—Adiós, tía Chen —dijo Mei—. Ya hablaremos la próxima vez.

Ahora las calles estaban tranquilas. Era la hora de la siesta. La mayor parte de los vendedores había echado el cierre a sus puestos. Los conductores de carretas habían aparcado bajo los árboles y estaban acuclillados en círculo, comiéndose las meriendas que traían de casa. El tío Chen iba andando al lado de Mei, empujando su bicicleta.

—Lo siento, fuera hace calor y humedad. Pero ya conoces a la tía, es mejor que no oiga lo que decimos.

Había un banco de piedra bajo un roble y un cuerpo desplomado sobre él: alguien había encontrado una cama para la siguiente hora. Más adelante encontraron un banco que no estaba ocupado y se sentaron.

El cielo amenazaba lluvia.

—Tío Chen, has sido amigo de mi familia mucho tiempo. Me conoces desde que era pequeña. Así que te lo voy a decir sin rodeos: doy por sentado que tenías tus razones.

Mei había barajado varias alternativas, pero las palabras que le salieron no estaban ensayadas.

—Nunca fuiste a Luoyang, ¿verdad? Si no, sabrías lo que es el ojo de jade; o, más exactamente,
quién
es el ojo de jade. Fue a mi madre y a Song a quienes se les asignó ese trabajo, y fue mi madre quien te habló del sello de jade. Te topaste con el artículo sobre la vasija ritual por casualidad, y te hizo pensar. Quizá pensaste que tenías una ocasión de hacerte rico, o puede que tuvieras otros motivos. Pero ¿por qué mentirme a mí?

La cara del tío Chen se puso roja. Sacó un pañuelo arrugado y se secó el sudor del ceño.

—Yo nunca...

—Ahora sé por qué no querías que se lo contara a mi madre —Mei contempló al tío Chen. Su ira y su sentimiento de traición contenidos amenazaban desbordarse—. ¿Estás contento de que le diera el ataque? Ahora puede que ya nunca llegue a saber quién eres en realidad.

—Por favor, Mei, no me digas esas cosas tan hirientes. Tú no sabes lo mucho que ella ha significado para mí —el tío Chen aspiró boqueando como un insecto atrapado en la tela de una araña—. Mi debilidad ha sido querer siempre cosas: quería ser alguien, vivir bien. ¿No me lo merezco? Siempre he seguido las órdenes del Partido. He dado mi corazón y nunca he herido a nadie, al menos a propósito. Pero nunca he sido lo bastante bueno, ni para tu madre, ni para mi unidad de trabajo; ni siquiera para mi familia.

»Mira mi casa: cien metros cuadrados. ¿Es eso lo mejor que voy a tener? Cincuenta metros cuadrados para una familia de cuatro. La tía y yo llevamos tantos años durmiendo en el salón que ya ha llegado a ser costumbre. Dong Dong tiene que esperar a casarse para que su unidad de trabajo le tenga en cuenta al asignar viviendas. La unidad de trabajo de Jing no tiene vivienda de ninguna clase. Y ganan tan poco que no pueden permitirse comprar ni alquilar.

»Yo he acabado una carrera. Antes pensaba que podía destacar. Pero mira a Song: tiene trescientos metros cuadrados sólo para él y el delincuente de su hijo: ese cabroncete es un gusano, y Song lo sabe, pero una y otra vez le saca bajo fianza. ¿Por qué? ¡Porque puede! Tiene poder y contactos, y su hijo va por ahí persiguiendo mujeres en un coche con chófer.

»Mis hijos no toman drogas ni andan con delincuentes, pero no tienen nada, porque su padre no es nada. ¿Quién soy yo? Un don nadie, y tu madre lo sabe —dejó caer la cara entre las manos.

Mei no dijo nada. No era necesario.

—Lo siento, Mei —suspiró él—. Nunca pensé que lo fueras a descubrir. Recurrí a ti porque sabía que no ibas a dudar de mí.

—Sí, fui una estúpida al creerme tus mentiras. ¿En qué otras cosas me mentiste? ¿Enviaste tú a mi padre a la cárcel? ¿O fue Song Kaishan? ¿Cómo murió mi padre?

—Te he contado todo lo que sé, Mei. Ésa es la verdad. Acudí a ti porque quería que nuestras dos familias sacaran provecho del asunto. Pensé que compartiríamos el dinero.

—¿Qué dinero? —dijo Mei—. El sello de jade fue con toda probabilidad destruido hace mucho tiempo, y tú lo sabes. Así que me he estado preguntando por qué te has metido en esto. Creo que lo has hecho por venganza. Sabías que yo seguiría el rastro hasta llegar a Song. Viniste a mí porque era yo la persona que tenía que hacerlo: yo soy hija de mi madre. Ahora, para variar, soy yo quien va a hablar: consigúeme una entrevista con Song.

—No se puede entrar en el ministerio sin un permiso especial.

—Pero tú sí puedes. Dile que necesito hablar con él, y pronto.

De vuelta en su oficina, Mei se sentó junto al teléfono. Desde su ventana contempló cómo las nubes preparaban una tormenta.

Llamó a Lu y le dejó el recado al ayudante. Se preguntaba si el amigo médico de Lu habría averiguado algo de lo del hospital.

Gupin se fue a casa. Estaba oscureciendo. Por fin, el teléfono sonó.

—Te verá en el bar de Las Tres Banderas Rojas, en Houhai, dentro de una hora... —el tío Chen tenía la voz tirante y seca. Tuvo un instante de vacilación—. Mei, no vayas. Olvidémonos de todo el asunto.

—Me temo que ya es tarde para eso —dijo ella.

Capítulo 33

El cielo era como una inmensa tapa negra a punto de desplomarse. Los rayos llegaban en oleadas, perseguidos por los truenos. La lluvia caía sesgada.

Mei pisó el acelerador, dubitativa. No alcanzaba a ver la carretera ni el canal. Un muro de agua caía oblicuo sobre el parabrisas y ante los faros. En un relámpago (con su rodar de trueno) vio la oscura y arqueada forma de un puente de piedra. Luces rojas destellaban en la negrura ante ella a medida que muy poco a poco avanzaba hacia delante. Al siguiente relámpago giró por una calle y vio los bares de Houhai, iluminados como farolillos de papel en un mar de tempestad.

Mei dejó el coche junto al puente y salió. Se protegió la cabeza y adelantó el hombro contra la lluvia. De inmediato se le empaparon los zapatos, se le empaparon los vaqueros. El agua le chorreaba mangas adentro mientras trataba de mantener sujeto el impermeable.

Vio el Audi negro, pegado a la cuesta que bajaba hasta el canal. Siguió adelante. Algo o alguien se movía detrás de las ventanas amarillas, pero no lo veía con claridad: la lluvia lo velaba todo.

Cuando vio el bar Las Tres Banderas Rojas, cruzó la calle. No había nadie cerca, ni turistas, ni policías de servicio ni camareras que invitaran a entrar. Nadie ofrecía bebidas especiales ni horas felices.

Mei batalló contra el viento y la lluvia hasta la puerta. Cuando estaba a medio metro de ella hizo un último esfuerzo y alcanzó el picaporte.

Lo giró y al momento estuvo dentro del bar. El encargado se acercó corriendo a cerrar para que no entrara la tormenta.

Estaba tocando un grupo heavy. La cantante, en atuendo de mujer primitiva, saltaba y gritaba como si tuviera muelles por piernas. La guitarrista, con el pelo de pincho y vaqueros ajustados, estaba tranquila: tocaba como si le fuera indiferente, y probablemente así era. La batería era un remolino volante de pelo.

El encargado dijo algo que Mei no logró oír. Se estaba preguntando si no se habría equivocado de sitio. Se desenvainó del impermeable y se lo dio al encargado, que le tendió la chorreante prenda de plástico amarillo a una camarera de negro.

—¡He venido para ver al señor Song Kaishan! —gritó Mei lo más alto que pudo. Puso toda la fuerza en el nombre, con la esperanza de que él lo oyera.

El encargado abrió la boca. A Mei le pareció que estaba gritando una respuesta, pero lo que le estuviera diciendo no lo oyó.

Él le hizo gestos para que se alejaran de la banda. En el lateral había una puerta de palo de rosa de dos hojas, cada una de ellas decorada con intrincadas tallas de arriba abajo.

—Por aquí —le oyó decir, y le siguió a través de ella.

El pasillo era estrecho y con una sucesión de paneles de madera oscura. Al parecer habían rodeado la casa hacia la parte de atrás. Allí ya sólo se oía el sonido de la percusión.

—Por favor —el encargado abrió una puerta y le indicó a Mei que entrase—. Señor Song, ha llegado su invitada —dijo con voz nítida; y, con un chasquido del picaporte, desapareció.

Era un cuarto sin ventanas. Había una mesa baja negra en el centro, rodeada de blandos cojines. Luces de neón rosa brillaban en los vértices del techo.Song Kaishan estaba sentado en los cojines del otro lado de la mesa. Ante él había unas cuantas fuentecillas de huevos en salmuera, oreja de cerdo en adobo y cacahuetes tostados. Había también una botella de Wuliangye, con esos colores rojo y blanco de la etiqueta que atraían de inmediato la mirada, y un calentador de licores de porcelana blanca encendido a su lado.

—He llegado pronto. Espero que no te importe —señaló lo que había sobre la mesa.

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