El pasaje (10 page)

Read El pasaje Online

Authors: Justin Cronin

—Necesito tiempo... para comprender —dijo con suavidad—. Lo que pasó. Con la señora.

«El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años...»

—Yo puedo concederte ese tiempo, Anthony —dijo Wolgast—. Todo el tiempo del mundo. Un océano de tiempo.

Transcurrió otro momento. Después, Carter asintió.

—¿Qué tengo que hacer?

Wolgast y Doyle llegaron al aeropuerto intercontinental George Bush poco después de las siete. El tráfico era horroroso, pero aun así llegaron con hora y media de adelanto. Devolvieron el coche de alquiler y tomaron la lanzadera hasta la terminal de Continental, enseñaron sus credenciales para saltarse seguridad, y se abrieron paso entre las masas hasta la puerta situada al final de la explanada.

Doyle se excusó para ir en busca de algo que comer. Wolgast no tenía hambre, aunque sabía que tal vez se arrepentiría de su decisión más tarde, sobre todo si el vuelo se retrasaba. Consultó su PDA. No había recibido ningún mensaje de Sykes. Se alegró. Lo único que quería era largarse de Texas. Unos cuantos pasajeros estaban esperando en la puerta: un par de familias, unos estudiantes conectados con blu-rays o iPods, un puñado de hombres trajeados que hablaban por los móviles o tecleaban en sus ordenadores portátiles. Wolgast consultó su reloj: eran las ocho menos cinco. Pensó que, a esas alturas, Anthony Carter debía de estar en la parte posterior de una furgoneta camino de El Reno, dejando atrás una lluvia de documentos triturados y un tenue recuerdo de que alguna vez había existido. Al terminar el día, hasta su número de identificación federal habría desaparecido. El hombre llamado Anthony Carter no sería más que un rumor, una vaga alteración no mayor que una ola en la superficie del mundo.

Wolgast se reclinó en su asiento y se dio cuenta de lo agotado que estaba. Siempre le sucedía igual, como un puño al abrirse de repente. Estos viajes le dejaban física y emocionalmente vacío, y con la conciencia intranquila, que siempre debía aplacar con cierto esfuerzo. Era demasiado bueno para esto, demasiado bueno para descubrir el gesto, las palabras exactas. Un hombre encerrado en una caja de cemento el tiempo suficiente, pensando en su muerte, hervía hasta convertirse en polvo lechoso, como agua en una tetera olvidada sobre un fogón. Para comprenderlo tenías que descubrir de qué estaba hecho el polvo, qué quedaba de él después de que el resto de su vida, pasada y futura, se hubiera transformado en vapor. Por lo general, era algo simple: ira, tristeza o vergüenza, o tan sólo la necesidad de recibir perdón. Algunos no deseaban nada. Lo único que perduraba era una rabia sorda animal contra el mundo y su funcionamiento. Anthony era diferente. Wolgast había tardado un rato en descubrirlo. Anthony era como un signo de interrogación humano, la viva imagen de la confusión en estado puro. De hecho, no sabía por qué estaba en Terrell. Tampoco comprendía su sentencia. Eso estaba claro, y lo había aceptado, como hacían casi todos, porque era necesario. Bastaba con leer las últimas palabras de los condenados para saberlo. «Digan a toda la gente a la que quiero que lo siento. Está bien, alcaide, allá vamos.» Siempre palabras por el estilo, que te causaban escalofríos cuando las leías, como Wolgast había hecho demasiadas veces. Pero Anthony Carter aún tenía que encontrar una pieza del rompecabezas. Wolgast lo había comprendido cuando Carter tocó el lado del cristal, o antes incluso, cuando había preguntado por el marido de Rachel Wood y afirmado que lo sentía sin decirlo. Wolgast no estaba seguro de si Carter recordaba lo que había sucedido aquel día en el patio de los Wood, ni si conseguía hacer encajar sus acciones con el hombre que creía ser. En cualquier caso, Anthony Carter necesitaba encontrar aquella pieza de sí mismo antes de morir.

Desde su asiento, Wolgast tenía una buena panorámica del aeródromo a través de los ventanales de la terminal. El sol se estaba poniendo, sus últimos rayos caían nítidos sobre los fuselajes de los aviones aparcados. El vuelo de vuelta a casa siempre le sentaba bien. Unas pocas horas en el aire, persiguiendo el ocaso, y se sentía como nuevo. Nunca bebía, leía ni dormía, sino que se quedaba sentado muy quieto, respirando el aire embotellado del avión con los ojos clavados en la ventanilla, mientras la tierra desaparecía en la oscuridad. En cierta ocasión, cuando volvía desde Tallahassee, el avión de Wolgast había rodeado una tormenta tan enorme que parecía una cordillera aérea, con su seno iluminado como una guardería a causa de los rayos. Sucedió una noche de septiembre. Estaban sobrevolando Oklahoma, le parecía, o tal vez Kansas; en todo caso, un lugar llano y desierto. Podría haber sido más al oeste. La cabina estaba a oscuras. Casi todo el mundo estaba durmiendo, y también Doyle, que estaba sentado a su lado con una almohada apretada contra la mejilla sin afeitar. Durante veinte minutos, el avión había seguido la periferia de la tormenta sin apenas moverse. Nunca antes había visto Wolgast nada semejante, nunca había sentido de una manera tan abrumadora la presencia de la inmensidad de la naturaleza, de aquella potencia del tamaño de un planeta. El aire del interior de la tormenta era un cataclismo de puro voltaje atmosférico. Pero allí estaba él, encerrado en el silencio, surcando el firmamento con nada más que nueve mil metros de aire vacío debajo, mirándolo todo como si fuera una película proyectada sobre una pantalla, una película muda. Esperó a que la voz del piloto se oyera en los altavoces y comentara algo acerca del tiempo, para que los demás pasajeros gozaran del espectáculo, pero eso no llegó a suceder, y cuando aterrizaron en Denver, con cuarenta minutos de retraso, Wolgast no se lo contó a nadie, ni siquiera a Doyle.

Pensó que le gustaría llamar a Lila para contárselo. La sensación fue tan intensa y definida que tardó un momento en darse cuenta de que era una locura, que sólo estaba hablando la máquina del tiempo. La máquina del tiempo: ése era el nombre que le había puesto la consejera. Era una amiga de Lila del hospital, a la que habían ido a ver un par de veces, una mujer de treinta y pico años de pelo largo, prematuramente gris, y ojos grandes, siempre húmedos de compasión. Le gustaba quitarse los zapatos al empezar cada sesión y sentarse con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, como una asesora de campamento de vacaciones a punto de dirigirles en una canción, y hablaba tan bajo que Wolgast tuvo que inclinarse hacia adelante desde el sofá para oírla. De vez en cuando, explicó con su voz casi inaudible, la mente les gastaba malas pasadas. No era una advertencia, por su forma de decirlo. Sólo estaba manifestando un hecho. Lila y él podían hacer o ver algo, y entonces el pasado se manifestaba con intensidad. Por ejemplo, podían encontrarse en la cola de la caja del supermercado con un paquete de pañales en el carrito, o pasar de puntillas ante la habitación de Eva, como si estuviera dormida. Aquéllos serían los momentos más duros, explicó la mujer, porque tendrían que revivir su pérdida una vez más. Pero a medida que transcurrieran los meses, les aseguró, eso sucedería cada vez con menos frecuencia.

El problema consistía en que aquellos momentos no eran duros para Wolgast. Todavía le sucedía de vez en cuando, incluso tres años después de los hechos, y cuando sucedía, le daba igual. Eran regalos inesperados de su mente. Pero sabía que, para Lila, aquello era diferente.

—¿Agente Wolgast?

Se volvió en su silla. El traje gris vulgar, los zapatos baratos pero cómodos y la corbata olvidable, todo en él era como si Wolgast se estuviera mirando en un espejo. Pero la cara le resultaba nueva.

Se levantó y llevó la mano al bolsillo para extraer su identificación.

—Soy yo.

—Agente especial Williams, oficina de campo de Houston. —Se dieron un apretón de manos—. Me temo que no va a tomar este vuelo. Hay un coche fuera esperándolos.

—¿Hay algún mensaje?

Williams sacó un sobre del bolsillo.

—Creo que esto es lo que busca.

Wolgast aceptó el sobre. Dentro había un fax impreso. Se sentó y lo leyó, y después volvió a leerlo. Aún seguía leyendo cuando regresó Doyle, bebiendo de una pajita y cargado con una bolsa de Taco Bell.

Wolgast miró a Williams.

—¿Nos concede un segundo, por favor?

William se alejó por la explanada.

—¿Qué pasa? —preguntó Doyle en voz baja—. ¿Algo va mal?

Wolgast sacudió la cabeza. Pasó el fax a Doyle.

—Por el amor de Dios, Phil. Es una civil.

4

La hermana Lacey Antoinette Kudoto no sabía cuáles eran los deseos de Dios. Pero sabía que deseaba algo.

Hasta donde podía recordar, el mundo le había hablado así, en murmullos y susurros: en el susurro de las hojas de palmera que movía el viento del mar sobre el pueblo donde creció; en el sonido del agua fría que corría sobre las piedras en el arroyo de detrás de su casa, e incluso en los sonidos de los hombres cuando trabajaban, en los motores y las máquinas y las voces del mundo humano. Sólo era una niña, apenas seis o siete años, cuando había preguntado a la hermana Margaret, quien dirigía la escuela del convento de Port Loko, qué estaba oyendo, y la hermana rió.

—Lacey Antoinette, me sorprendes. ¿No lo sabes? —Bajó la voz y acercó la cara a la de Lacey—. Es nada más y nada menos que la voz de Dios.

Pero lo sabía. En cuanto lo dijo la hermana comprendió que siempre lo había sabido. Nunca habló a nadie más de la voz. A juzgar por la forma en que le había hablado la hermana, era como si sólo ellas dos lo supieran, pues le dijo que lo que oía en el viento y las hojas, en el mismo hilo de la existencia, era algo privado entre ambas. Había temporadas, que a veces duraban semanas o incluso un mes, en que la sensación disminuía y el mundo volvía a convertirse en un lugar corriente, hecho de cosas corrientes. Ella creía que así percibía el mundo la mayoría de la gente, incluso las personas más cercanas a ella, sus padres, hermanas y amigas del colegio. Vivían toda la vida en una prisión de monótono silencio, un mundo sin voz. Esa certeza la entristeció hasta tal punto que fue incapaz de dejar de llorar durante días seguidos, y sus padres la llevaron a un médico, un francés de largas patillas que chupaba caramelos con olor a alcanfor, el cual la palpó, examinó y tocó arriba y abajo con el disco frío como el hielo de su estetoscopio, pero no descubrió nada malo. «Es terrible, es terrible vivir así, siempre solo», pensó ella. Pero un día iba camino del colegio a través de campos de cocoteros, o estaba cenando con sus hermanas, o no hacía nada en absoluto sino que se limitaba a mirar una piedra del suelo o yacía despierta en la cama, y la oía de nuevo: la voz que no era una voz exactamente, que llegaba de su interior y también de todas partes, un susurro que daba la impresión de no estar hecho de sonido, sino de luz, que se movía con tanta suavidad como la brisa sobre el agua. Cuando cumplió dieciocho años e ingresó en la congregación, supo qué era aquello que la llamaba por el nombre.

—Lacey —le dijo el mundo—. Lacey: escucha.

Y entonces la oyó, tantos años después y a un océano de distancia, sentada en la cocina del convento de las Hermanas de la Misericordia de Memphis, en Tennessee.

Había encontrado la nota en la mochila de la niña poco después de que madre se marchara. Algo había inquietado a Lacey, y cuando miró a la niña comprendió lo que era: la mujer no le había dicho cómo se llamaba la niña. No cabía duda de que era su hija: el mismo pelo oscuro, la misma piel pálida y las largas pestañas que se curvaban hacia arriba en los extremos, como si una leve brisa las elevara. Era bonita, pero resultaba imprescindible peinarle el pelo (tenía marañas gruesas como las de un perro), y había dejado la chaqueta sobre la mesa, como si estuviera acostumbrada a salir pitando de los sitios. Parecía sana, aunque un poco delgada. Los pantalones eran demasiado cortos, y estaban acartonados a causa de la tierra. Cuando la niña terminó de comer, hasta la última miga, Lacey se sentó a su lado. Le preguntó si llevaba algo en la mochila con lo que quisiera jugar, o un libro que pudieran leer juntas, pero la niña, que no había dicho ni una palabra, se limitó a asentir y se la entregó. Lacey examinó la mochila, que era de color rosa y tenía unos personajes de dibujos animados pegados en la superficie (sus enormes ojos negros le recordaron los de la niña), y recordó lo que la mujer le había dicho, que llevaba a su hija al colegio.

Abrió la cremallera de la mochila y encontró dentro un conejo de peluche, un par de bragas y calcetines, además de un cepillo de dientes en un estuche, y una caja de barras de cereales con sabor a fresa, medio vacía. No había nada más en la mochila, pero entonces reparó en el bolsillo de fuera. Lacey comprendió que era demasiado tarde para ir al colegio. La niña no llevaba comida ni libros. Contuvo el aliento y abrió la cremallera del bolsillo. Encontró la hoja de papel doblada. «Lo siento. Se llama Amy. Tiene seis años.»

Lacey la contempló durante largo rato. No las palabras, que eran muy claras. Lo que miraba era el espacio que rodeaba las palabras, una página sin nada. Tres breves frases eran todo cuanto la niña tenía para explicar quién era. Tres frases y los pocos objetos que había en la bolsa. Era casi lo más triste que Lacey Antoinette Kudoto había visto en su vida, de manera que ni siquiera pudo llorar.

Era absurdo perseguir a la mujer. A esas alturas, ya debía de estar muy lejos. Además, ¿qué haría Lacey si la encontraba? ¿Qué le diría? «Creo que ha olvidado algo.» «Creo que ha cometido un error.» Pero no había error posible. La mujer había hecho exactamente lo que se había propuesto, Lacey lo tenía muy claro.

Dobló la nota y la guardó en el bolsillo profundo de su falda.

—Amy —dijo, y como la hermana Margaret había hecho tantos años antes en el patio del colegio de Port Loko, acercó su cara a la de la niña y sonrió—. ¿Te llamas Amy? Es un nombre muy bonito.

La niña paseó la mirada a su alrededor con rapidez, casi de una manera furtiva.

—¿Puedo coger a Peter?

Lacey pensó un momento. ¿Un hermano? ¿El padre de la niña?

—Por supuesto —respondió—. ¿Quién es Peter, Amy?

—Está en la bolsa —dijo la niña.

Lacey se sintió aliviada. La primera petición que le hacía la niña era sencilla y fácil de satisfacer. Sacó el conejo de la mochila. Era de felpa aterciopelada, con algunas peladuras, un conejito de ojos negros y brillantes y orejas rígidas gracias a un alambre. Lacey lo entregó a Amy, quien lo depositó sobre su regazo sin grandes contemplaciones.

Other books

Crashing Heaven by Al Robertson
Budding Prospects by T.C. Boyle
The 100 Most Influential Writers of All Time by Britannica Educational Publishing
Escape by Scott, Jasper
Chasing Destiny by J.D. Rivera
A Dog With a Destiny by Isabel George
Los reyes heréticos by Paul Kearney