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Authors: Justin Cronin

El pasaje (14 page)

Dos días después —y sólo entonces se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaban el hombre y la mujer, y ni siquiera se acordaba de su aspecto—, iba en un avión camino de Cheyenne. Le habían explicado lo del dinero y lo de que no podría salir en un año, lo cual le convenía, y le dejaron claro que no debía decir a nadie adónde iba, cosa que, de hecho, no podía hacer: no lo sabía. En el aeropuerto de Cheyenne lo recibió un hombre con un chándal negro, a quien más tarde conocería como Richards, un tipo nervudo, que no mediría más de 1,72, con una permanente expresión malhumorada en el rostro. Richards lo acompañó hasta el bordillo. Dos hombres más, que debían de haber llegado en vuelos diferentes, estaban esperando junto a una furgoneta. Richards abrió la puerta del conductor y regresó con una bolsa de tela del tamaño de una funda de almohada. La mantuvo abierta como una boca.

—Carteras, móviles, objetos personales, fotografías, cualquier anotación, hasta el bolígrafo que les regaló el banco —les dijo—. Me da igual que sea una puta galleta de la fortuna. Todo dentro.

Vaciaron sus bolsillos, subieron sus petates a la rejilla del equipaje y entraron por el lado. Sólo cuando Richards cerró la puerta tras de sí se dio cuenta Grey de que las ventanillas estaban tintadas. Por fuera, el vehículo parecía una furgoneta normal, pero por dentro la historia era muy diferente. El compartimento del conductor estaba aislado, y el del pasajero no era más que una caja metálica con asientos de vinilo atornillados al suelo. Richards había dicho que podían presentarse por el nombre, y punto. Los otros dos hombres eran Jack y Sam. Se parecían tanto a Grey que casi era como mirarse en un espejo: tipos blancos de edad madura con el pelo rapado, manos encarnadas rollizas y bronceadas de camionero. El nombre de pila de Grey era Lawrence, pero casi nunca lo utilizaba. Se le antojó extraño pronunciarlo. En cuanto lo dijo, estrechó la mano del que se llamaba Sam y se sintió diferente, como si hubiera subido al avión de Dallas y aterrizado en Cheyenne convertido en una persona diferente.

En la oscura furgoneta era imposible decir adónde iban, y un poco mareante. Por lo que Grey sabía, podían estar dando vueltas alrededor del aeropuerto. Como no había nada que hacer o ver, todos se durmieron al cabo de poco. Cuando Grey despertó, había perdido el sentido del tiempo. También tenía unas ganas de mear espantosas. Eso era por culpa del Depo. Se levantó del asiento y golpeó con los nudillos el panel deslizante que había en la parte frontal del compartimento.

—Eh, tenemos que parar —dijo.

Richards abrió la ventanilla, lo cual permitió a Grey ver el parabrisas. El sol se había puesto. La carretera asfaltada de dos carriles estaba oscura y desierta. A lo lejos vislumbró una línea de luz purpúrea, donde el cielo se encontraba con una cordillera.

—Necesito mear —explicó Grey—. Lo siento.

Sus dos acompañantes se estaban despertando. Richards bajó la mano al suelo y pasó a Grey una botella de plástico transparente de boca ancha.

—¿Tengo que mear en esto?

—Ésa es la idea.

Richards cerró la ventanilla sin añadir nada más. Grey se sentó de nuevo en el banco y examinó la botella que sostenía. Supuso que era lo bastante grande. Pero la idea de sacarse el aparato en la furgoneta, delante de los demás hombres como si tal cosa, consiguió que todos los músculos que rodeaban su vejiga se cerraran como un nudo corredizo.

—No pienso utilizar esto —dijo el hombre llamado Sam. Tenía los ojos cerrados. Estaba sentado con las manos enlazadas sobre el regazo. Su rostro expresaba una intensa concentración—. Voy a aguantarme.

Continuaron un rato más. Grey intentó pensar en algo capaz de apartar su mente de la vejiga a punto de estallar, pero no hizo más que empeorar la situación. Experimentaba lo mismo que si un mar se meciera en su interior. Rebotaron en un bache, y el mar se estrelló contra la costa. Se oyó un gemido.

—¡Eh! —dijo, y volvió a golpear la ventanilla—. ¡Escuche! ¡Esto es una emergencia!

Richards abrió el panel.

—¿Qué pasa ahora?

—Escuche —dijo Grey, y asomó la cabeza por el estrecho espacio. Bajó la voz para que los demás no le oyeran—. No puedo. Se lo digo en serio, no puedo utilizar la botella. Haga el favor de frenar.

—Haga usted el favor de aguantarse, joder.

—Hablo en serio. Se lo suplico. No puedo... No puedo seguir así. Estoy enfermo.

Richards suspiró irritado. Sus ojos se encontraron un momento en el retrovisor, y Grey se preguntó si lo sabía.

—Quédese donde pueda verlo y no mire a su alrededor. Se lo digo muy en serio.

Frenó en la cuneta. Grey mascullaba para sus adentros.

—Vamos, vamos...

La puerta se abrió, y él bajó y se alejó corriendo de la luz de la furgoneta. Bajó dando tumbos el terraplén, mientras cada segundo hacía tictac como una bomba entre sus muslos. Grey se encontraba en una especie de prado. Un gajo de luna iluminaba el cielo, bañaba el extremo de la hierba con un resplandor gélido. Tendría que alejarse quince metros, como mínimo, o tal vez más, para que no hubiera problemas. Llegó a una cerca y, pese a sus rodillas y la presión de la vejiga, la salvó de un salto. Oyó los gritos de Richards detrás de él: «Pare de una puta vez, maldita sea», y luego repitió lo mismo a los otros dos hombres. La hierba rozaba las perneras de los pantalones de Grey y mojaba las puntas de sus botas. Un punto rojo estaba peinando el campo delante de él, pero ¿quién sabía lo que era? Percibió el olor de vacas, sintió su presencia alrededor, en algún lugar del campo. Una oleada de pánico lo invadió. ¿Y si estaban mirando?

Pero ya era demasiado tarde, tenía que hacerlo, no podía esperar ni un segundo más. Paró donde estaba, se bajó la cremallera y meó con tal intensidad hacia la oscuridad que exhaló un gemido de alivio. Nada de tibio arco dorado: el líquido salió disparado de su interior como el contenido de una boca de incendios que acabase de reventar. Meó y meó y meó un poco más. Por Dios bendito, aquélla era la sensación más maravillosa del mundo, mear así, como si le hubieran quitado un gran tapón. Casi se alegró de haber esperado tanto.

Después, todo acabó. Sus depósitos se vaciaron. Se quedó inmóvil un momento, sintió el aire frío de la noche sobre su piel expuesta. Una inmensa calma se apoderó de él, un bienestar casi celestial. El campo se extendía a su alrededor como una alfombra inmensa, y los grillos chirriaban. Sacó un Parliament del paquete que llevaba en el bolsillo del pecho, y mientras el humo llenaba sus pulmones alzó la cabeza hacia el horizonte. Apenas se había fijado antes en la luna, un gajo de luz, como un dedo recortado, suspendido sobre las montañas. El cielo estaba tachonado de estrellas.

Entonces volvió la vista en la dirección por donde había venido. Vio los faros de la furgoneta donde estaba aparcada, en la cuneta de la carretera, y a Richards esperando en chándal, con algo brillante y reluciente en la mano. Grey saltó la cerca a tiempo de ver que Jack salía también del campo, y después vio a Sam cruzar la carretera desde el otro lado. Todos llegaron a la furgoneta al mismo tiempo.

Richards estaba parado en el chorro cónico de los faros, con los brazos en jarras. Ya no tenía en la mano lo que había sostenido antes.

—Gracias —dijo Grey por encima del sonido del motor. Terminó el cigarrillo y lo tiró al pavimento—. No podía más.

—Que le den por el culo —dijo Richards—. No tiene ni idea. —Jack y Sam tenían la vista clavada en el suelo. Richards ladeó la cabeza hacia la puerta abierta de la furgoneta—. Arriba todos. Y ni una puta palabra más.

Tomaron asiento en un silencio sepulcral. Richards puso en marcha el motor y salió a la carretera. Fue entonces cuando Grey cayó en la cuenta. No tuvo que mirarlos para saberlo. Los otros dos, Jack y Sam, eran como él. Y algo más. El objeto que Richards había sujetado, que Grey suponía ahora oculto en el cinto de su chándal o en la guantera, aquella diminuta luz danzarina en la hierba, como una mota de sangre.

Grey supo que, si hubiera dado un solo paso más, Richards le habría disparado.

Una vez al mes, Grey se atizaba un chute de Depo-Povera, y cada mañana una pastilla, en forma de estrella, de espironolactona. Gray seguía ese régimen desde hacía algo más de seis años. Era una condición más de su puesta en libertad.

Y lo cierto era que le daba igual. No tenía que afeitarse tanto, por ejemplo. La espironolactona, un antiandrogénico, disminuyó el tamaño de sus testículos. Desde que empezó a tomarlo se afeitaba cada dos o tres días, y su vello era más fino y menos grueso, como cuando era pequeño. Su piel era más clara y suave, pese a que era fumador. Y, por supuesto, estaban los «beneficios psicológicos», como los había llamado el loquero de la cárcel. Ya no experimentaba aquella sensación de antes, cuando le reconcomía durante días seguidos, como si se hubiera tragado un fragmento de cristal. Dormía como un tronco y nunca recordaba lo que había soñado. Fuera lo que fuera lo que aquel día le había obligado a frenar la camioneta, quince años antes (el día en que había empezado todo), había desaparecido. Siempre que proyectaba su mente hacia aquel período de su vida, y todo lo que llegó después, aún se sentía mal. Pero incluso ese sentimiento era vago, como una foto desenfocada. Era como sentirse triste en un día de lluvia, algo que nadie podría haber evitado.

El Depo, no obstante, le producía problemas en la vejiga, porque era un esteroide. En cuanto a lo de no querer que nadie lo viera, suponía que se debía a la forma en que funcionaba su mente. El loquero se lo había dicho, y como todo lo demás, había sucedido exactamente como él había dicho. Los inconvenientes eran leves, pero Grey pasaba parte del tiempo sin mirar las cosas. Los chicos, por ejemplo, y por eso le había gustado tanto trabajar en las plataformas petrolíferas. Mujeres embarazadas. Áreas de descanso de las autopistas. Casi todo lo que echaban en la televisión, programas que veía antes sin pensárselo dos veces, no sólo cosas sexis, sino cosas como el boxeo o los telediarios. No podía acercarse a menos de doscientos metros de escuelas o ambulatorios, cosa que le convenía. Si podía evitarlo, nunca conducía entre las tres y las cuatro, y podía desviarse varias manzanas de su ruta para evitar un autobús escolar. Ni siquiera le gustaba el color amarillo. Todo era un poco raro, y no se lo podía explicar a nadie, pero le ahorraba ir a la cárcel. Más aún, le ahorraba su forma de vivir anterior, siempre con la sensación de que era una bomba a punto de estallar.

«Si mi viejo pudiera verme ahora», pensó. Tal como se sentía con los medicamentos, Grey hasta habría podido empezar a perdonarlo por lo que había hecho. El loquero de la cárcel, el doctor Wilder, había hablado mucho de perdón. «Perdón», ésa era su palabra favorita. El perdón, explicaba Wilder, era el primer paso de un largo camino, el largo camino de la recuperación. Era un camino, pero a veces era una puerta, y sólo si atravesabas esta puerta podías reconciliarte con tu pasado y hacer frente al demonio interior, el «tú malo» que hay dentro del «tú bueno». Wilder utilizaba un montón los dedos cuando hablaba, y dibujaba pequeñas comillas en el aire. Grey creía que Wilder era un saco de mierda. Debía de decir las mismas chorradas a todo el mundo. Pero Grey debía admitir que Wilder tenía razón con el rollo del «tú malo». El Grey malo era bastante real, y durante un tiempo (la mayor parte de su vida, de hecho), el Grey malo era el único que había existido. Eso era lo mejor de los medicamentos, y el motivo por el que pensaba seguir tomándolos mientras viviera, incluso después de que se cumplieran los diez años que había marcado la orden judicial: no tenía el menor deseo de volver a encontrarse con el Grey malo.

Grey avanzó con dificultad sobre la nieve hacia los barracones y cenó un plato de tacos en la cantina antes de volver a su habitación. El martes era la Noche del Bingo, pero a Grey no le entusiasmaba. Había jugado un par de veces y perdido al menos veinte dólares, y los soldados siempre ganaban, lo cual le hacía pensar que estaba trucado. De todos modos, era un juego estúpido, una simple excusa para fumar, cosa que podía hacer gratis en su habitación. Se tendió en la cama, apiló un par de almohadas debajo de la cabeza, apoyó un cenicero sobre el estómago y encendió la televisión. Muchos canales estaban bloqueados (la CNN, MSNBC, GOVTV, MTV o E!), aunque ya no los veía, y durante los anuncios la pantalla se quedaba en azul uno o dos minutos hasta que el programa se reanudaba. Zapeó hasta encontrar algo interesante, un programa en el Canal Guerra sobre la invasión aliada de Francia. A Grey siempre le había gustado la historia, había sacado muy buenas notas en el colegio. Era bueno con las fechas y los nombres, y daba la impresión de que, si te los grababas en la memoria, lo demás era coser y cantar. Estirado en la cama, todavía vestido con el mono, Grey vio la tele y fumó. En la pantalla, los soldados estaban invadiendo las playas en botes, disparaban, esquivaban obuses y lanzaban granadas. Detrás, en alta mar, enormes cañones vomitaban fuego sobre los acantilados de la Francia ocupada por los nazis. Eso sí que era una guerra, pensó Grey. Las imágenes saltaban y se veían desenfocadas la mitad del tiempo, pero en una toma Grey vio con claridad un brazo, un brazo nazi, surgiendo de la ranura de un búnker, que un simpático muchacho estadounidense acababa de rociar con un lanzallamas. El brazo estaba todo quemado y desprendía humo como una alita de pollo olvidada en la parrilla de una barbacoa. El padre de Grey había trabajado dos años como médico en Vietnam, y se preguntó qué habría dicho de algo como eso. A veces, Grey olvidaba que su padre era médico. Cuando Grey era pequeño, el tipo ni siquiera le había puesto una tirita en la rodilla, ni una sola vez.

Fumó un último Parliament y apagó la televisión. Hacía dos días, el llamado Jack y el llamado Sam se habían levantado y marchado, sin decir nada a nadie, de manera que Grey había accedido a doblar su turno. Eso le devolvería al nivel 4 a las seis de la mañana. Era una vergüenza que aquellos tipos se hubieran largado de aquella manera. Si no trabajabas todo el año, perdías el dinero. Richards había dejado claro, con palabras muy precisas, que aquel incidente no le hacía nada feliz, y que si alguien más tenía intención de abrirse, sería mejor que se lo pensara largo y tendido, muy largo y muy tendido, había dicho, mientras paseaba la vista muy despacio por la sala, como un profesor de gimnasia cabreado. Pronunció aquel pequeño discurso en el comedor durante el desayuno, y Grey mantuvo clavada la vista en sus huevos revueltos todo el rato. Suponía que lo ocurrido a Sam y Jack no era asunto suyo, y en cualquier caso la advertencia no iba dirigida a él. No iba a ir a ningún sitio, y tampoco había sido amigo de aquellos tipos. Habían hablado de esto y aquello, pero sólo para pasar el rato, y su partida significaba más dinero para Grey. Un turno de más significaba quinientos pavos extra. Si lo hacías tres veces en una semana, conseguías cien de bonificación. Mientras el dinero siguiera entrando en su cuenta corriente, con todos aquellos ceros alineados como huevos en una huevera, Grey seguiría sentado en la cima de la montaña hasta que llegara el momento de partir.

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