Authors: Justin Cronin
Se quitó el mono y apagó la luz. Los copos de nieve se estrellaban contra su ventana, y hacían un sonido similar al de la arena cuando se agita en una bolsa de papel. Cada veinte segundos, las persianas se iluminaban cuando el foco del perímetro oeste barría el cristal. A veces, los fármacos ponían nervioso a Grey, o le provocaban rampas en las piernas, pero un par de ibuprofenos remediaban la situación. A veces se levantaba en plena noche para fumar o para mear, pero por lo general dormía de un tirón. Intentó calmar sus pensamientos, pero se descubrió pensando otra vez en Cero. Tal vez era el brazo quemado del nazi, pero no lograba expulsar de su mente la imagen de Cero. Sus modales en la mesa no eran para tirar cohetes, y no era nada agradable presenciar su comportamiento con los conejos. Hasta la comida era la comida, y Cero no aceptaba ninguna. Se limitaba a seguir colgado como si estuviera durmiendo, aunque Grey creía que no lo estaba. El chip que le habían implantado a Cero en el cuello transmitía todo tipo de datos a la consola. Grey comprendía algunos, y otros no. Pero sabía qué aspecto debía tener alguien dormido, y éste era diferente de cuando estabas despierto. La frecuencia cardíaca de Cero siempre era la misma, 102 latidos por minuto, latido más latido menos. Los técnicos que entraban en la sala de control para leer los datos nunca decían nada al respecto, se limitaban a asentir y marcar las casillas de sus PDA. Pero esos 102 latidos le decían a Grey que Cero estaba despierto.
Y lo otro era que Cero
parecía
estar despierto. Grey se puso a pensar una vez más en las sensaciones que le provocaba Cero, lo cual era absurdo, pero no podía evitarlo. A Grey nunca le habían gustado mucho los gatos, pero era el mismo tipo de rollo. Un gato dormido sobre un escalón no estaba durmiendo en realidad. Un gato dormido sobre un escalón era un muelle enroscado, a la espera de que apareciese un ratón sobre el que abalanzarse. ¿Qué estaba esperando Cero? Quizá, pensó Grey, se había cansado de los conejos. Quizá quería galletas de chocolate, sándwiches mixtos o pasta gratinada. Por lo que Grey sabía, el tipo podría comer trozos de madera. Con dientudos como ése, había muchas cosas que no podía descifrar.
«Puaj, los dientes», pensó Grey con un estremecimiento, y entonces se dio cuenta de que debía hacer algo para dormir, además de estar tumbado, sumido en sus pensamientos. Ya era medianoche. Las seis de la mañana se le echarían encima como el muñeco a resorte de una caja de sorpresas, antes de que se diera cuenta. Se levantó y tomó un par de ibuprofenos, fumó un cigarrillo y vació de nuevo la vejiga por si acaso, para luego deslizarse entre las sábanas. Los focos barrieron las ventanas una, dos, tres veces. Se esforzó por cerrar los ojos e imaginar la escalera mecánica. Era un truco que Wilder le había enseñado. Grey era lo que Wilder llamaba «sugestionable», lo cual significaba que era fácil hipnotizarlo, y la escalera mecánica era lo que Wilder había utilizado para hacer eso. Tenías que imaginarte que estabas en una escalera mecánica, que bajaba poco a poco. Daba igual dónde estuviera la escalera mecánica, en un aeropuerto, un centro comercial o donde fuera, y la escalera mecánica de Grey no estaba en ningún sitio en particular. La cuestión era que se trataba de una escalera mecánica, y estaba solo, y la escalera mecánica bajaba y bajaba y bajaba, en dirección al fondo, que no era un fondo en el sentido más usado del término, ser el final de algo, sino que era un lugar iluminado por una fría luz azul. A veces era una sola escalera mecánica, en otras una serie de escaleras mecánicas más cortas que descendían de planta en planta con giros en medio. Aquella noche sólo había una. El mecanismo crujía un poco bajo sus pies. La barandilla de goma era suave y fría al tacto. Mientras bajaba por las escaleras, Grey presintió el azul que le esperaba abajo, pero no desvió la mirada para verlo, porque no era algo que se viera: salía de tu interior. Cuando te llenaba y se apoderaba de ti, sabías que te habías dormido.
«Grey.»
La luz ya lo había inundado, pero lo curioso era que no se trataba de una luz azul. La luz era de un color naranja cálido, y latía como un corazón. Parte de su cerebro dijo: «Estás dormido, Grey, estás dormido y soñando». Pero otra parte, la que habitaba en el sueño, hizo caso omiso. Avanzó bajo la luz anaranjada pulsátil.
«Grey. Estoy aquí.»
La luz era diferente ahora, dorada. Grey estaba en el establo, en la paja. Ese sueño era un recuerdo, aunque no exactamente. Estaba cubierto de paja, ya que había rodado sobre ella, se le pegaba a los brazos, la cara y el pelo, y el otro chico estaba con él, su primo Roy, que no era su primo de verdad, pero él lo llamaba así, y Roy también estaba cubierto y reía. Habían estado revolcándose, como si hubieran peleado, y después la sensación cambió, de la manera en que cambia una canción. Percibía el olor de la paja, y de su sudor mezclado con el de Roy, y todo ello se combinaba en sus sentidos para crear el olor de una tarde de verano cuando era pequeño. Roy le decía en voz baja: «Tranquilo, quítate los vaqueros, yo también me quitaré los míos, no vendrá nadie. Haz lo mismo que yo, yo te enseñaré cómo se hace, no hay nada igual en el mundo». Grey se arrodilló a su lado en la paja.
«Grey. Grey.»
Y Roy tenía razón: no había nada igual. Era como trepar por una cuerda en clase de gimnasia, pero mejor, como un gran estornudo acumulado en su interior, que empezaba desde abajo y subía atravesando todos los pasillos, callejones y canales de su interior. Cerró los ojos y dejó que la sensación se hiciera más intensa.
«Sí. Sí. Escucha, Grey. Me voy a correr.»
Pero Roy ya no estaba con él. Grey oyó el rugido y después los pasos en la escalerilla, como si la canción cambiara de nuevo. Vio a Roy por última vez por el rabillo del ojo, y estaba todo quemado y echaba humo. Su padre estaba utilizando el cinturón, el negro grueso, no necesitaba verlo para saberlo, y sepultó la cara en la paja mientras el cinturón caía sobre su espalda desnuda, golpeando y desgarrando la carne, una y otra vez. Y después, algo más, más profundo, que lo desgarraba por dentro.
«Te gusta esto, es esto lo que te gusta, yo te enseñaré, ahora cállate y recibe.»
Ese hombre... no era su padre. Grey lo recordó entonces. Y no sólo por el cinturón que estaba utilizando, pues quien lo utilizaba no era su padre: éste había sido reemplazado por ese hombre, «el hombre llamado Kurt que será tu padre a partir de ahora», y por la sensación de que le destrozaban por dentro, tal como su auténtico padre se había destrozado a sí mismo en el asiento delantero de su camioneta la mañana en que cayó la nevada. Grey no debía de tener más de seis años cuando ocurrió. Despertó una mañana, antes que los demás, la luz de su cuarto flotaba con una ingravidez refulgente, y enseguida supo lo que lo había arrancado del sueño, la nieve que había caído por la noche. Apartó la manta y descorrió las cortinas de su ventana, y parpadeó al ver el suave brillo del mundo. ¡Nieve! Nunca nevaba; no en Texas. A veces helaba, pero no era lo mismo, no era como la nieve que veía en los libros y en la tele, esa maravillosa manta blanca, la nieve de patinar y esquiar, de ángeles de nieve, castillos de nieve y hombres de nieve. Su corazón saltó maravillado en su pecho, a causa de las posibilidades y la novedad, este gozoso regalo imposible que se presentaba detrás de su ventana. Tocó el cristal y sintió que el frío se pegaba a las yemas de sus dedos, una repentina intensidad, como una corriente eléctrica.
Se alejó a toda prisa de la ventana y se puso los vaqueros, embutió sus pies descalzos en las zapatillas de deporte, sin tan siquiera molestarse en atar los cordones. Si había nieve fuera, tenía que salir enseguida. Bajó por las escaleras hasta la sala de estar. Era domingo por la mañana. Se había celebrado una fiesta la noche anterior, había habido gente por toda la casa, conversaciones y voces que él había oído desde su habitación, y el olor de los cigarrillos que todavía impregnaba el aire como una nube grasienta. Arriba, sus padres dormirían durante horas.
Abrió la puerta principal y salió al porche. La atmósfera era fría y silenciosa, y olía como a colada limpia. Aspiró el aroma.
«Grey. Mira.»
Fue entonces cuando vio la camioneta de su padre. Estaba aparcada como siempre en el camino de entrada, pero había algo diferente. Grey vio una mancha de color rojo oscuro, como un chorro pulverizado de pintura, en la ventanilla del conductor, que estaba más oscura y más roja debido a la nieve. Reflexionó sobre lo que estaba viendo. Podía ser una especie de broma que su padre le hubiera gastado para tomarle el pelo, en plan juguetón, para que viera algo raro y gracioso cuando se levantara por la mañana, antes de que se despertaran los demás. Bajó las escaleras del porche y cruzó el patio. La nieve inundó sus zapatillas, pero mantuvo los ojos clavados en la camioneta, pues ahora se sentía preocupado, como si no fuera la nieve lo que le hubiera arrancado del sueño, sino otra cosa. La camioneta estaba en marcha, y arrojaba una mancha gris de gases de escape sobre el camino nevado. El parabrisas estaba cubierto de calor y humedad. Vio una forma oscura apretada contra la ventanilla, donde estaba la mancha roja. Sus manos eran pequeñas y carentes de fuerza, pero lo había conseguido, había abierto la puerta de la camioneta. Y cuando lo hizo, su padre se desplomó sobre la nieve.
«Grey. Mira. Mírame.»
El cuerpo había aterrizado boca arriba. Un ojo miraba a Grey, aunque en realidad no veía nada. Grey lo supo al instante. El otro ojo había desaparecido. También lo había hecho todo el lado de la cara, como si lo hubieran puesto del revés. Grey sabía lo que era la muerte. Había visto animales (marsupiales, mapaches, y a veces gatos e incluso perros) aplastados en la cuneta de la carretera, y eso era así. Un asunto concluido. La pistola todavía estaba en la mano de su padre, con el dedo engarfiado a través del pequeño hueco, tal como le había enseñado un día a Grey en el porche. «¿Notas lo pesada que es? Nunca apuntes con una pistola a nadie.» Había sangre por todas partes, mezclada con otras cosas, como fragmentos de carne y trozos blancos de algo triturado, sobre la cara y la chaqueta de su padre, el asiento de la camioneta y la parte interior de la puerta, y Grey percibió el olor, tan intenso que tuvo la impresión de que permeaba el interior de su boca como una pastilla disuelta.
«Grey, Grey. Estoy aquí.»
La escena empezó a cambiar. Grey notó que algo se movía a su alrededor, como si la tierra se estuviera tensando. Había algo diferente en la nieve, la nieve había empezado a
moverse
, y cuando levantó la cara para mirar, ya no vio nieve, sino conejos: miles y miles de conejos blancos y suaves, todos los conejos del mundo, tan apretados entre sí que alguien podría atravesar el patio sin tocar el suelo. El patio estaba plagado de conejos. Y volvieron su dulce cara hacia él, lo miraron con sus ojos negros, porque lo conocían, y sabían lo que habían hecho, no a Roy, sino a los demás, a los niños que volvían andando a casa de la escuela con su mochila, los rezagados, los que iban solos. Y fue entonces cuando Grey supo que ya no era su papá quien yacía en el charco de sangre. Era Cero, y Cero estaba en todas partes, Cero estaba dentro de él, desgarrando y sajando, lo estaba destripando como a los conejos, y abrió la boca para chillar, pero no surgió ningún sonido.
«Grey Grey Grey Grey Grey Grey.»
En su despacho del nivel 2, Richards estaba sentado delante de su terminal, absorto en una partida de Carta Blanca. La mano número 36.592, debía admitirlo, le estaba planteando graves dificultades. Ya la había jugado una docena de veces, se había acercado bastante pero nunca había conseguido descubrir cómo construir sus columnas, cómo deshacerse de los ases cuando lo necesitaba, cómo liberar los ochos rojos. En ese sentido, le recordaba un poco la partida 14.172, que también dependía de los ochos rojos. Había tardado casi un día entero en ganarla.
Pero todas las partidas se podían ganar. En eso consistía la belleza de los solitarios de Carta Blanca. Las cartas estaban repartidas, y si las examinabas bien, si efectuabas los movimientos correctos, uno tras otro, tarde o temprano la partida era tuya. Un victorioso clic del ratón y todas las cartas se alineaban en columnas. Richards nunca se cansaba, lo cual era bueno, porque aún le quedaban 91.048 partidas por disputar, contando la que estaba jugando. Había un crío de doce años en el estado de Washington que afirmaba haber ganado todas las manos por orden, incluida la 64.523, en algo menos de cuatro años. Eso significaba 88 partidas al día, todos los días, incluidos Navidad, Año Nuevo y el Cuatro de Julio, de modo que, suponiendo que el crío se tomara un día libre de vez en cuando, para hacer cosas propias de críos o pillar una buena gripe, el número real debía de ascender a unas cien. Richards lo consideraba imposible. ¿No iba nunca al colegio? ¿No hacía los deberes? ¿Cuándo dormía el muy hijo de puta?
El despacho de Richards, como todos los espacios subterráneos del recinto, era poco más grande que una caja fluorescente, todo bombeado y filtrado. Hasta la luz parecía reciclada. Eran poco más de las dos y media de la mañana, pero Richards dormía menos de cuatro horas por noche, desde hacía años, de modo que no hizo caso. En la pared, encima de su mesa de trabajo, tres docenas de monitores con la hora sobreimpresa mostraban hasta el último rincón del recinto, desde los guardias que se estaban congelando el culo en la puerta principal hasta el comedor desierto, con sus mesas vacías y dispensadores de bebidas dormidos, pasando por las zonas de control de sujetos, dos pisos más abajo, con su cargamento luminoso y contagioso. Y más abajo, descendiendo otros quince metros de roca, las pilas nucleares que proporcionaban energía a toda la instalación y mantendrían las luces encendidas, la savia vital en movimiento, durante otros cien años, década más, década menos. Le gustaba tenerlo todo donde pudiera verlo de un vistazo, donde pudiera leerlo como las cartas. Entre las cinco y las seis de la mañana recibirían una entrega, y suponía que lo mejor sería que se quedase despierto hasta entonces. Se tardaba unas dos horas en tramitar un sujeto, a lo sumo. Si era necesario, ya dormitaría después ante su escritorio.
Entonces, en la pantalla del ordenador, vio la respuesta. Estaba debajo del seis: la reina negra que necesitaba para mover la jota y liberar el dos, y así sucesivamente. Un par de clics y todo acabó. Las cartas saltaron en la pantalla como los dedos de un pianista volando sobre los teclados.