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Authors: Justin Cronin

El pasaje (16 page)

¿Quieres jugar otra vez?

«Ya lo creo que quiero.»

Porque el juego era el estado natural del mundo. Porque el juego era la guerra, siempre lo era, ¿y cuándo no había una guerra en marcha, en algún sitio, para mantener empleados a hombres como Richards? Los últimos veinte años habían sido amables con él, una estupenda partida sobre la mesa con sólo buenas noticias de las cartas. Sarajevo, Albania y Chechenia. Afganistán, Iraq e Irán. Siria, Pakistán, Sierra Leona, Chad. Filipinas, Indonesia. Nicaragua y Perú.

Richards recordaba el día (aquel glorioso y terrible día) en que vio los aviones estrellarse contra las torres, la imagen repetida en interminables bucles. Las bolas de fuego, los cuerpos que caían, la licuefacción de miles de millones de toneladas de acero y hormigón, las nubes de polvo gigantescas. La inyección de dinero del nuevo milenio, el
reality show
definitivo, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Richards estaba en Yakarta cuando sucedió, ni siquiera podía recordar por qué. Había pensado en aquel mismo momento..., no, lo había sentido en los huesos. Había sido una certeza pura, inquebrantable. Había que dar a los militares algo con lo que entretenerse, o empezarían a dispararse entre ellos. Pero a partir de aquel día, la antigua forma de hacer las cosas terminó. La guerra (la guerra real, la que se libraba desde hacía miles de años y seguiría durante otros miles de años más), la guerra entre Nosotros y Ellos, entre los Poseedores y los Desposeídos, entre mis Dioses y tus Dioses, fueran quienes fueran, la librarían hombres como Richards, hombres en cuyos rostros no te fijabas y de quienes luego te olvidabas, vestidos de camareros, taxistas o carteros, con silenciadores ocultos en la manga. La librarían madres jóvenes empujando cinco kilos de C-4 en cochecitos de bebé y colegialas que subirían al metro con frascos de gas sarín ocultos en sus mochilas de Hello Kitty. Se libraría desde el suelo de camionetas de reparto, habitaciones de hoteles anónimos cercanos a aeropuertos, y desde cuevas de las montañas en medio de ninguna parte. Se libraría en andenes de tren y cruceros, en centros comerciales, cines y mezquitas, en el campo y en la urbe, en la oscuridad y a plena luz del día. Se libraría en nombre de Alá, o del nacionalismo kurdo o los judíos, por Jesucristo o por los Yankees de Nueva York. (Los motivos no habían cambiado, y nunca cambiarían, pues todo se reducía, una vez eliminabas las chorradas, a los beneficios trimestrales de alguien y a quién debía sentarse dónde.) Pero ahora la guerra estaba por todas partes, hacía metástasis como un millón de células maníacas que corrían como locas por todo el planeta, y todo el mundo participaba en ella.

Por eso Noé poseía cierta lógica en sus comienzos. Richards había participado en el proyecto desde el principio, desde el primer comunicado de Cole, que en paz descansase, pedazo de mierda. Supo que se trataba de algo importante cuando Cole fue a verlo a Ankara, de eso hacía cinco años. Richards estaba sentado a una mesa junto a la ventana cuando Cole entró, con un maletín que no debía de contener más que un móvil y un pasaporte diplomático. También llevaba una camisa hawaiana debajo del traje caqui, un estupendo detalle, como salido de una novela de Graham Greene. Richards estuvo a punto de echarse a reír. Pidieron una cafetera y Cole empezó a hablar, su cara animada por el entusiasmo. Cole procedía de una pequeña ciudad de Georgia, pero todos aquellos años en Princeton y Andover le habían tensado los músculos de la mandíbula, gracias a lo cual hablaba como si Bobby Kennedy estuviera imitando a Robert E. Lee. El tipo tenía unos dientes estupendos, además, dientes de la Ivy League, rectos como una verja y tan blancos que podías leer a su luz en una habitación a oscuras.

—Pues bien —empezó Cole—, piensa en la bomba atómica, en cómo lo cambió todo por el mero hecho de
tenerla
. Hasta que los rusos consiguieron la suya en 1949, el mundo era nuestro y podíamos hacer lo que nos diera la gana. Durante cuatro años reinó la
Pax-Americana
, chincha y rabia. Ahora, por supuesto, todo dios está fabricando una en el sótano, y al menos un centenar de ojivas oxidadas de la era soviética deambulan de un lado a otro en el mercado libre, y sólo sabemos de la existencia de ésas, y claro, India y Pakistán han hecho estallar las respectivas con todas las chorradas de rigor, un millón de gracias, tíos, habéis hecho incinerar a cien mil personas por un quítame allá esas pajas, un día como otro cualquiera en el despacho del subsecretario de la Guerra en Terra.

—Pero esto... —dijo Cole, y bebió café—. Nadie más puede hacer
esto
. Es el nuevo proyecto Manhattan. Es más grande que aquello. No puedo entrar en detalles, todavía no, pero, por ejemplo, piensa en la mismísima forma humana utilizada como arma. Piensa en el estilo de vida americano como algo absolutamente duradero. Permanente, para ser exactos.

Por eso Cole había ido a verlo. Necesitaba a alguien como Richards, explicó, alguien al margen de las normas, pero no sólo eso. Alguien práctico, con aptitudes prácticas. Aptitudes con la gente, diría él. Tal vez no justo entonces, pero sí en los meses venideros, cuando las piezas empezasen a conformar un todo. La seguridad era fundamental. La seguridad ocupaba el primer lugar en la lista de Cole. Por eso había viajado desde tan lejos con aquella ridícula camisa hawaiana. Para conseguir el sí. Para colocar en su sitio esa pieza del rompecabezas.

Todo habría salido a pedir de boca si las cosas hubieran ido de acuerdo con su plan, pero no fue así, ni por asomo, empezando con el hecho de que Cole estaba muerto. Muchas personas habían muerto, en realidad, y algunas... Bien, costaba saber dónde estaban. Sólo tres personas habían salido vivas de la selva, sin contar a Fanning, quien ya iba camino de estar..., bien, ¿qué? Más de lo que Cole había esperado, de eso estaba seguro. Podrían haber rescatado más supervivientes, pero la orden de Armas Especiales era clara: quien no consiguiera llegar al helicóptero de evacuación medicalizado era hombre muerto. El misil que silbó sobre las montañas se encargó de eso. Richards se preguntó qué habría dicho Cole de haber sabido que no se contaría entre de ellos.

Para entonces, para cuando Fanning estuvo a buen recaudo, Lear en Colorado, y todo lo ocurrido en Sudamérica borrado del sistema, Richards había averiguado de qué iba el rollo. EML, de Envejecimiento Muy Lento. Richards tenía que reconocer el mérito a quien lo había inventado. EML, de Estúpida Manía [de poner] Letras [iniciales]. Un virus, o mejor dicho, una familia de virus, ocultos en el mundo, en aves, monos o en el asiento sucio de un retrete. Un virus capaz, con las mejoras adecuadas, de devolver el pleno funcionamiento al timo. Richards había leído los primeros escritos de Lear, los que habían llamado la atención de Cole, el primero en
Science
y el segundo en
Journal of Paleovirology
, en el que lanzaba la hipótesis de la existencia de «un agente capaz de alargar de manera significativa la vida humana y aumentar el vigor físico, como ha sucedido en momentos trascendentales de la historia humana». Richards no necesitaba un doctorado en microbiología para saber que se trataba de un rollo peligroso: un rollo de vampiros, aunque nadie había utilizado jamás esa palabra en Armas Especiales. Si no lo hubiera escrito un científico de la talla de Lear, un microbiólogo de Harvard, nada menos, todo habría sonado como salido de las páginas de
Noticias del Mundo
. Pero de todos modos, el pensar en ello te tocaba la fibra. De niño, Richards había leído historias de ese tipo, no sólo en tebeos (
Tales from the Crypt
,
Dark Shadows
y toda la pesca), sino el original de Bram Stoker, y también había visto películas. Un montón de estupideces y sexo deficiente, incluso entonces se había dado cuenta, y sin embargo, ¿no tocaban cierta fibra sensible, o despertaban recuerdos? Los dientes, el ansia de sangre, la unión inmortal con la oscuridad... ¿Y si no eran fantasías, sino recuerdos, incluso un instinto, la sensación, grabada desde hacía eones en el ADN humano, de algún oscuro poder que residía en el animal humano? Tal vez un poder que podía ser reactivado, mejorado y controlado.

Eso era lo que Lear había creído, y Cole también. Una fe que los había conducido a la selva boliviana, en busca de un puñado de turistas muertos. Tal y como descubrieron, un puñado de turistas no muertos (a Richards no le gustaba la expresión, pero tampoco se le ocurría una mejor, pues, al fin y al cabo, «no muerto» era una descripción bastante acertada del estado en que se encontraban) que habían matado (descuartizado, en realidad) a lo que quedaba del equipo de investigadores, a todos salvo a Lear, Fanning, uno de los soldados y un joven estudiante graduado llamado Fortes. De no haber sido por Fanning, todo aquello se habría echado a perder.

Lear. Había que compadecer al tipo. Era probable que todavía pensara que estaba intentando salvar al mundo, pero había tirado por la ventana aquel sueño en el momento en que se había acostado con Cole y Armas Especiales. Y para ser sincero, era difícil saber lo que Lear pensaba últimamente. El tipo nunca salía del nivel 4, dormía en su laboratorio, en un catre sudado, y se preparaba las comidas en un calientaplatos. Era probable que no hubiera visto el sol desde hacía un año. Al principio, Richards había escarbado un poco y desenterrado cierto número de datos interesantes. El «Objeto 1» había sido la necrológica de la esposa de Lear en el
Boston Globe
, con fecha de seis meses antes de que Cole fuera a verlo a Ankara, un año antes del desastre de Bolivia. Elizabeth Macomb Lear, de cuarenta y un años, graduada en Smith, licenciada en Berkeley, y doctorada en Chicago. Profesora de inglés en el Boston College, editora asociada de
Renaissance Quarterly
, autora de
Los monstruos de Shakespeare: Transformación bestial y el primitivo momento moderno
(Cambridge University Press, 2009). Una larga batalla contra el linfoma, etcétera. También había una foto. Richards no habría dicho que Elizabeth Lear fuera un bombonazo, pero sí era bastante bonita, aunque un poco anoréxica. Una mujer seria, de ideas serias. Al menos, no había críos de por medio. Era probable que la radio y la quimio lo hubieran descartado.

Por lo tanto, y en esencia, ¿hasta qué punto el Proyecto Noé se podía reducir a la historia de un hombre abatido que se encierra en un sótano e intenta reparar la muerte de su esposa?

Cinco años después y quién sabía cuántos cientos de millones tirados por la ventana, todo cuanto podían exhibir a cambio de sus problemas eran unos trescientos monos muertos, un número indeterminado de perros y monos, media docena de sin techo muertos y once antiguos inquilinos del corredor de la muerte que brillaban en la oscuridad y acojonaban a todo el mundo. Al igual que los monos, los primeros sujetos humanos habían muerto al cabo de pocas horas, ardiendo de fiebre y sangrando como bocas de riego reventadas. Pero después, el primer presidiario, Babcock, había sobrevivido. (Giles Babcock era un chiflado como pocos. Todo el mundo en el nivel 4 lo llamaba el Charlatán, porque el tipo era incapaz de cerrar la boca un segundo, ni antes ni después.) A Babcock lo siguieron Morrison, Chávez, Baffes y el resto, y cada perfeccionamiento debilitaba más el virus, de manera que los cuerpos de los presidiarios podían combatirlo. Once vampiros (¿por qué no utilizar la palabra?) que no servían de nada a nadie, en opinión de Richards. Sykes había confesado que no estaba seguro de poder
matarlos
, a menos que les lanzaran una granada propulsada en la garganta. EML, de Eh, Murciélago, Laméntate. El virus había transformado su piel en una especie de exoesqueleto con base de proteínas, tan duro que el Kevlar parecía mantequilla. Ese material sólo se podía perforar por encima del esternón, una zona de unos siete centímetros cuadrados. Pero incluso eso era teoría.

Y los fluorescentes rebosaban de virus. Seis meses antes, un técnico se había contagiado. Nadie pudo explicar cómo. Pero en un momento dado se encontraba bien, y al siguiente estaba vomitando sobre su protector facial y contorsionándose en el suelo. Y si Richards no lo hubiera visto en el monitor y aislado el nivel, quién sabe lo que habría podido pasar. Sólo tuvo que esterilizar la cámara y contemplar la muerte del hombre, y después llamar para que limpiaran. Creía que el técnico se llamaba Samuels, o Samuelson. Daba igual. Los limpias salieron libres de virus, y después de setenta y dos horas de cuarentena, Richards había abierto el nivel.

No dudaba ni por un momento de que desenchufaría cuando llegara el momento, si llegaba. El Protocolo Elizabeth. Richards reconocía el mérito de la persona que había elegido el nombre, si aquélla era su idea de una broma. El nombre era Cole en estado puro, cosecha de Cole, se podía decir, puesto que Cole ya no era Cole. Bajo aquel exterior de club de campo atildado siempre había latido el corazón de un auténtico discípulo de Maquiavelo.
Elizabeth
, por el amor de Dios. Sólo Cole habría podido ponerle el nombre de la esposa fallecida del tipo.

Richards presentía que todo iba a la deriva. Parte del problema residía en lo mortalmente aburrido que resultaba todo. No podías dejar caer a ochenta hombres en el interior de una montaña sin nada que hacer salvo contar pieles de conejo, y encima pedirles que se estuvieran quietos y mantuvieran la boca cerrada para siempre.

Y, además, estaban los sueños.

Richards también los tenía, o al menos eso creía. Nunca se acordaba bien. Pero a veces despertaba con la sensación de que había pasado algo extraño por la noche, como si se hubiera ido inopinadamente de viaje y acabara de regresar. Era lo que había pasado con los dos reclusos que habían desertado. Lo de los
castrati
había sido idea de Richards, y durante un tiempo había funcionado a pedir de boca. Nunca se había topado con un puñado de tipos tal dóciles, todos ellos dulces como Buda, y cuando la partida acabara por fin, nadie los iba a echar en falta. Los dos barrenderos, Jack y Sam, habían huido del recinto escondidos dentro de un par de cubos de basura. Cuando Richards los localizó a la mañana siguiente, ocultos en un motel de la cadena Red Roof que estaba contiguo a la carretera interestatal, a treinta kilómetros de distancia, a la espera de ser capturados, sólo podían hablar de eso, de los sueños. La luz anaranjada, los dientes, y las voces que los llamaban por sus nombres desde el viento. Estaban como putas cabras. Durante un rato se quedó sentado en el borde de la cama y los dejó hablar: eran dos delincuentes sexuales de edad madura, con la piel suave como la cachemira y los testículos del tamaño de uvas, que se sonaban con la mano y farfullaban como críos. En cierto modo era conmovedor, pero sólo podías escuchar algo semejante durante un tiempo limitado. «Es hora de marchar, muchachos —dijo Richards—. No pasa nada, nadie está enfadado con vosotros», y los condujo a un lugar que conocía, un bonito paraje con la vista de un río, con el fin de enseñarles el mundo que estaban a punto de abandonar, y les pegó sendos tiros en la frente.

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