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Authors: Justin Cronin

El pasaje (20 page)

«¿Qué soy? ¿Qué soy? ¿Qué soy?».

7

Carter estaba en un sitio frío. Eso fue lo primero que se le ocurrió. Primero lo bajaron del avión. Carter nunca había subido a un avión, y le habría gustado tener un asiento de ventanilla, pero le habían embutido en la parte de atrás con todos los petates, la muñeca izquierda encadenada a una tubería y vigilado por dos soldados, y cuando bajó por la escalerilla hacia la pista, el frío le golpeó en los pulmones como una bofetada. Carter había tenido frío en otras ocasiones, no podías dormir bajo una autovía de Houston en enero sin saber lo que era el frío, pero el frío de allí era diferente, tan seco que los labios se le cortaron. También se le habían tapado los oídos. Era tarde, quién sabía qué hora era, pero la pista estaba iluminada como el patio de una cárcel. Desde lo alto de la escalerilla, Carter contó una docena de aviones, grandes y gordos con enormes puertas que se abrían en la parte posterior como el pijama de un crío, y carretillas elevadoras que iban de un lado a otro de la pista, cargando palés cubiertos de tela de camuflaje. Se preguntó si con ello iba a convertirse en una especie de soldado, si había canjeado su vida a cambio de eso.

Wolgast. Se acordaba del nombre. Era curioso que cayera en la cuenta de que confiaba en aquel hombre. Hacía mucho tiempo que Carter no confiaba en nadie, pero algo en Wolgast le impelía a pensar que el hombre conocía el terreno que pisaba.

Carter llevaba los pies y las manos encadenados, y bajó las escaleras con cautela, con cuidado de no perder el equilibrio, con un soldado delante y otro detrás. Ninguno de los dos le había dirigido la palabra, ni tampoco habían hablado entre sí, que Carter supiera. Llevaba una parka encima del mono, pero la cremallera no estaba subida a causa de las cadenas, y el viento lo dejaba helado con facilidad. Lo guiaron a través del campo hasta un hangar bien iluminado, donde aguardaba una furgoneta. La puerta se deslizó a un lado cuando se acercaron.

El primer soldado le empujó con el rifle.

—Adentro.

Carter obedeció, y después oyó el zumbido de un pequeño motor cuando la puerta se cerró a su espalda. Al menos, los asientos eran cómodos, no como el banco duro del avión. La única luz provenía de una pequeña luz situada en el techo. Oyó dos golpes en la puerta y la furgoneta arrancó.

Se había adormecido en el avión, y no estaba lo bastante cansado para dormir más. Sin ventanillas ni modo de saber la hora, no tenía sentido de la distancia ni la orientación. Pero había estado sentado inmóvil durante meses enteros de su vida. No importaban unas cuantas horas más. Dejó su mente en blanco un rato. El tiempo pasó, y después notó que la furgoneta disminuía la velocidad. Desde el otro lado de la pared que lo aislaba del compartimento del conductor llegó el sonido apagado de voces, pero Carter no supo de qué estaban hablando. La furgoneta dio un salto adelante y volvió a pararse.

La puerta se abrió y reveló a dos soldados que estaban dando patadas en el suelo para calentarse, chicos blancos con parkas sobre el traje de faena. Detrás de los soldados, el oasis iluminado de un McDonald’s latía en la oscuridad. Carter oyó el ruido del tráfico y supuso que debían de estar en una autopista. Aunque todavía estaba oscuro, el cielo presagiaba el amanecer. Tenía las piernas y los brazos entumecidos de estar sentado.

—Toma —dijo uno de los guardias, y le tiró una bolsa. Entonces reparó en que el otro guardia estaba terminando un bocadillo—. Desayuno.

Carter abrió la bolsa, que contenía un Egg McMuffin y una tortita de patata envuelta en papel, además de un vaso de plástico con zumo. Tenía la garganta seca a causa del frío, y deseó que el zumo fuera más abundante, o incluso que le dieran agua. Lo engulló a toda prisa. Estaba tan azucarado que le dio dentera.

—Gracias.

El soldado reprimió un bostezo con la mano. Carter se preguntó por qué eran tan amables. No se parecían a Pincher y a los demás. Portaban armas, pero no actuaban como si eso fuera importante.

—Aún nos quedan un par de horas —dijo el soldado, mientras Carter terminaba de comer—. ¿Necesitas parar a mear?

Carter no había meado desde el avión, pero estaba tan reseco que no creía ir muy cargado. Siempre había sido así, podía aguantar durante horas y horas. Pero pensó en el McDonald’s, en la gente de dentro, en el olor a comida y las luces brillantes, y supo que quería verlo.

—Supongo que sí.

El soldado subió a la furgoneta, y sus pesadas botas resonaron sobre el suelo metálico. Se acuclilló en el diminuto espacio, extrajo una llave reluciente de una bolsa sujeta al cinturón y abrió los grilletes. Anthony vio su cara de cerca. Tenía el pelo rojo y no debía de tener más de veinte años.

—Tonterías, las justas, ¿entendido? —dijo a Anthony—. En teoría, no deberíamos hacer esto.

—No, señor.

—Súbete la cremallera de la chaqueta. Hace un frío de cojones.

Lo guiaron a través del aparcamiento, uno a cada lado pero sin tocarlo. Carter no recordaba cuándo había ido a alguna parte sin que alguien le pusiera la mano encima. Casi todos los coches llevaban matrícula de Colorado. El aire olía a limpio, como a Ajax Pino, y notó la presencia opresiva de montañas a su alrededor. Había nieve en el suelo, amontonada contra los bordes del aparcamiento e incrustada de hielo. Sólo había visto la nieve una o dos veces en su vida.

Los soldados llamaron a la puerta del cuarto de baño, y como no contestó nadie dejaron pasar a Carter. Uno entró y el otro vigiló la puerta. Había dos urinarios, y Carter eligió uno. El soldado que lo acompañaba utilizó el otro.

—Las manos donde pueda verlas —dijo el soldado, y rió—. Es broma.

Carter terminó y se acercó al lavabo para lavarse las manos. Los McDonald’s que recordaba de Houston eran muy sucios, sobre todo los lavabos. Cuando vivía en la calle, iba de vez en cuando a uno de Montrose para lavarse, hasta que el encargado lo pilló y lo puso de patitas en la calle. Pero ése era bonito y limpio, con un jabón que olía a flores y una maceta con una pequeña planta al lado del lavabo. Se lavó las manos con parsimonia, dejando que el agua tibia resbalara sobre su piel.

—¿Desde cuándo hay plantas en los McDonald’s? —preguntó al soldado.

El soldado le miró desconcertado, y después estalló en carcajadas.

—¿Cuánto tiempo llevabas en chirona?

Carter no sabía qué era tan divertido.

—Casi toda la vida —dijo.

Cuando salieron del cuarto de baño, el primer soldado estaba haciendo cola, de modo que los tres esperaron juntos. Nadie le había puesto la mano encima. Carter paseó poco a poco la mirada por la sala: había un par de hombres sentados solos, una o dos familias, y una mujer con un adolescente que estaba jugando con la consola. Todos eran blancos.

Llegaron al mostrador y el soldado pidió café.

—¿Quieres algo más? —preguntó a Carter.

Carter pensó un momento.

—¿Tienen té helado?

—¿Tenéis té helado? —preguntó el soldado a la chica del mostrador.

La chica se encogió de hombros. Mascaba chicle ruidosamente.

—Té caliente.

El soldado miró a Carter, quien negó con un movimiento de cabeza.

—Sólo el café.

Los soldados eran Paulson y Davis. Se presentaron cuando volvieron a la furgoneta. Uno era de Connecticut, y el otro de Nuevo México, aunque Carter los confundió, y supuso que la diferencia no era tan grande, puesto que nunca había estado en ninguno de los dos sitios. Davis era el pelirrojo. Durante el resto del trayecto dejaron abierta la ventanilla que comunicaba los dos compartimentos de la furgoneta. Tampoco le pusieron los grilletes. Estaban en Colorado, tal como él había supuesto, pero siempre que llegaban a una señal de tráfico los soldados le decían que se tapara los ojos, y se reían como si fuera el mejor chiste del mundo.

Al cabo de un rato salieron de la interestatal y tomaron una carretera rural que se pegaba a las montañas. Carter, sentado en el banco delantero del compartimento de pasajeros, vio fragmentos del mundo que desfilaba a través del parabrisas. La nieve estaba apilada contra las cunetas. No había ciudades. Sólo de vez en cuando se cruzaban con algún coche, una llamarada de luz seguida del chapoteo de la nieve fundida cuando pasaba a su lado. Nunca había estado en un lugar como ése, tan despoblado. El reloj del salpicadero indicaba que eran poco más de las seis de la mañana.

—Hace frío aquí —dijo Carter.

Paulson conducía. El otro, Davis, estaba leyendo un tebeo.

—Ya lo creo —dijo Paulson—. Esto está más frío que el corsé de Beth Pope.

—¿Quién es Beth Pope?

Paulson se encogió de hombros y miró por encima del volante.

—Una chica a la que conocí en el instituto. Tenía..., ¿cómo se llama eso?..., escoliosis.

Carter tampoco sabía lo que era eso. Pero Paulson y Davis pensaban que era divertido. Si el trabajo que Wolgast le reservaba significaba que iba a trabajar con aquellos dos, se alegraría de hacerlo.

—¿Ése es Aquaman? —preguntó Carter a Davis.

Davis le pasó un par de tebeos de una pila, uno de la Liga de la Justicia y otro de la Patrulla X. Estaba demasiado oscuro para leer los bocadillos, pero a Carter le gustaba mirar las viñetas, que de todos modos contaban la historia. Ese tal Lobezno era una caña. A Carter siempre le había caído bien, aunque también sentía pena por él. No podía ser divertido tener todo ese metal en los huesos, y todos aquellos a quienes quería acababan siempre muriendo o asesinados.

Al cabo de otra hora o así, Paulson detuvo la furgoneta.

—Lo siento, tío —dijo a Carter—. Tenemos que volver a encadenarte.

—De acuerdo —dijo Carter, y asintió—. Agradezco el descanso.

Davis bajó del asiento del pasajero y dio la vuelta. La puerta se abrió y penetró una ráfaga de aire frío. Davis le puso los grilletes y guardó la llave.

—¿Estás cómodo?

Carter asintió.

—¿Cuánto falta?

—No mucho.

Continuaron el viaje. Carter comprobó que estaban subiendo. No veía el cielo, pero imaginó que no tardaría en amanecer. Mientras disminuían la velocidad para cruzar un puente, el viento azotó la furgoneta.

Habían llegado al otro lado cuando Paulson lo miró por el retrovisor.

—No pareces como los demás —dijo—. ¿Qué hiciste? Si no te importa que lo pregunte, claro está.

—¿Quiénes son los demás?

—Ya sabes, otros tíos como tú. Presidiarios. —Volvió la cabeza hacia Davis—. ¿Te acuerdas de aquel tipo, Babcock? —Sacudió la cabeza y rió—. Estaba como una regadera. —Miró a Carter de nuevo—. Aquel tipo no era como tú. Y me doy cuenta de que eres diferente.

—No estoy loco —dijo Carter—. Lo dijo el juez.

—Pero te cargaste a alguien, ¿verdad? De lo contrario, no estarías aquí ahora.

Carter se preguntó si debía hablar así, si entraba en el trato.

—Dicen que asesiné a una señora. Pero yo no tenía intención de hacerlo.

—¿Quién era? ¿Tu esposa, tu novia o algo por el estilo?

Paulson aún le sonreía por el retrovisor, y le brillaban los ojos del interés.

—No. —Carter tragó saliva—. Cortaba el césped de la señora.

Paulson rió y volvió a mirar a Davis.

—Escucha esto. Cortaba el césped de la señora. —Miró a Carter de nuevo por el retrovisor—. ¿Cómo lo hiciste, siendo tan pequeño?

Carter no supo qué decir. Tenía un mal presentimiento, como si sólo hubiera sido amable con él para liarlo.

—Vamos, Anthony. Te hemos comprado un McMuffin, ¿o no? Y te hemos llevado al baño. Nos lo puedes decir.

—Joder —dijo Davis a Paulson—. Cierra el pico. Ya casi hemos llegado. ¿A qué viene esto?

—La cuestión es —dijo Paulson, y respiró hondo— que quiero saber qué hizo este tipo. Todos hicieron algo. Vamos, Anthony, ¿cuál es tu historia? ¿La violaste antes de matarla? ¿Fue eso?

Carter sintió que la cara le ardía de vergüenza.

—Yo nunca haría eso —logró articular.

Davis se volvió hacia Carter.

—No escuches a este subnormal. No tienes por qué decir nada.

—Venga, este tío es un retrasado mental. ¿Es que no lo ves? —Paulson miró a Carter de nuevo por el retrovisor—. Apuesto a que eso fue lo que pasó, ¿eh? Apuesto a que te follaste a esa encantadora señora blanca cuyo césped estabas cortando, ¿verdad, Anthony?

Carter sintió que el aire se agolpaba en su garganta.

—No... diré... nada más.

—¿Sabes qué van a hacer contigo? —preguntó Paulson—. ¿Pensabas que todo esto te iba a salir gratis?

—Cierra la boca, maldita sea —dijo Davis—. Richards pedirá nuestro culo por esto.

—Sí, que le den por culo a él también —dijo Paulson.

—El hombre... dijo que me daría un trabajo —logró articular Anthony—. Dijo que era importante. Dijo que yo... era especial.

—Especial —se burló Paulson—. Ya lo creo que eres especial.

Continuaron adelante en silencio. Carter clavó la vista en el suelo de la furgoneta, mareado y con el estómago revuelto. Ojalá no hubiera comido el McMuffin. Se había puesto a llorar. No recordaba cuándo lo había hecho por última vez. Nadie había dicho en ningún momento nada acerca de violar a la mujer, al menos que él recordara. Habían preguntado por la niña, pero él siempre había dicho que no, lo cual era la verdad, lo juraba. La criatura no tendría más de cinco años. Había intentado enseñarle un sapo que había encontrado en la hierba. Pensó que le gustaría ver algo así, algo diminuto, como ella. Ésa había sido su intención, ser amable. Nadie había hecho eso por él cuando era pequeño. «Ven aquí, cariño. Quiero enseñarte algo. Una cosita pequeña, como tú.»

Por lo menos había sabido lo que era Terrell, y qué iba a pasarle allí. Nadie había dicho nada de que él hubiera violado a la mujer, la señora Wood. Aquel día, en el patio, se había enfadado mucho con él, le había chillado y pegado, le había dicho a la niña que huyera, y él no tenía la culpa de que ella se hubiera caído en la piscina. Él sólo había intentado calmarla, decirle que no había pasado nada, que se marcharía y que no volvería nunca, si era eso lo que ella quería. Había aceptado todo lo que vino a continuación, pero entonces apareció Wolgast y le dijo que no tenía que ir a la inyección, había vuelto la mente de Carter en otra dirección, y mira dónde estaba ahora. Era absurdo. Aquello lo asqueaba y hacía estremecerse hasta lo más profundo.

Levantó la cabeza y vio que Paulson le sonreía. El blanco de sus ojos se ensanchó.

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