Read El pasaje Online

Authors: Justin Cronin

El pasaje (21 page)

—¡Bu!

Paulson dio una palmada sobre el volante y estalló en carcajadas, como si hubiera contado el mejor chiste de su vida. Después cerró la ventanilla de golpe.

Wolgast y Doyle estaban en algún lugar del sur de Memphis, saliendo de la periferia de la ciudad a través de un laberinto de calles residenciales. Todo había ido mal desde el comienzo. Wolgast no tenía ni idea de qué había ocurrido en el zoo, pues el lugar se había puesto patas arriba. Después de eso la mujer, la monja vieja, Arnette, había ordenado a la otra, Lacey, que soltara a la niña.

La niña. Amy SAC. No debía de tener más de seis años.

Wolgast había estado a punto de dejarlo correr, pero la vieja entregó la niña a Doyle, quien la llevó al coche antes de que Wolgast pudiera decir una palabra más. Después de eso, lo único que pudieron hacer fue salir a toda velocidad, antes de que la policía local apareciera y empezara a hacer preguntas. Quién sabía cuántos testigos lo habían presenciado todo. Los acontecimientos se habían precipitado.

Tenían que abandonar el coche. Tenía que llamar a Sykes. Tenían que salir de Tennessee. Tenían que hacerlo todo en ese orden, y tenían que hacerlo ya. Amy estaba tumbada en el asiento posterior, con la cara girada, aferrando el conejo de peluche que había sacado de la mochila. Dios santo, ¿qué había hecho? ¡Una niña de seis años!

En un tétrico barrio de apartamentos y calles comerciales, Wolgast paró en una gasolinera y apagó el motor. Se volvió hacia Doyle. Ninguno de los dos había hablado desde el zoo.

—¿Qué coño te pasa?

—Escucha, Brad...

—¿Estás loco? Mírala. Es una cría.

—Pasó y ya está. —Doyle sacudió la cabeza—. Todo era una locura. De acuerdo, puede que la haya cagado, lo admito, pero ¿qué debía hacer?

Wolgast respiró hondo y trató de calmarse.

—Espera aquí.

Bajó del coche y tecleó el código de la línea de seguridad de Sykes.

—Tenemos un problema.

—¿La tenéis?

—Sí, la tenemos. Es una niña. No te jode.

—Agente, sé que estás enfadado...

—Ya lo creo que estoy enfadado. Había cincuenta testigos, empezando con las monjas. Tengo ganas de dejarla en la comisaría más próxima.

Sykes guardó silencio un momento.

—Necesito que te concentres, agente. Vamos a sacaros del estado. Después, ya pensaremos en lo que haremos a continuación.

—No vamos a hacer nada a continuación. Yo no firmé para esto.

—Ya noto que estás enfadado. Tienes todo el derecho. ¿Dónde estáis?

Wolgast respiró hondo y controló su ira.

—En una gasolinera. Al sur de Memphis.

—¿La niña está bien?

—Físicamente, sí.

—No cometas ninguna estupidez.

—¿Me estás amenazando?

En el mismo momento en que pronunció las palabras, Wolgast comprendió cuál era la situación, con repentina y gélida claridad. El momento de romper filas había pasado, en el zoo. Ahora, todos eran fugitivos.

—No tengo por qué —dijo Sykes—. Espera mi llamada.

Wolgast cerró el teléfono y entró en la tienda. El empleado, un indio delgado con turbante, estaba sentado detrás de un cristal a prueba de balas, viendo un programa religioso en la televisión. La niña debía de estar hambrienta. Wolgast compró galletitas saladas de mantequilla de cacahuete y leche chocolatada, y lo llevó al mostrador. Estaba mirando las cámaras cuando sonó su PDA. Pagó a toda prisa y salió.

—Puedo arreglarlo todo para que un coche os saque de Little Rock —dijo Sykes—. Alguien de la oficina de campo se encontrará con vosotros, si me dais la dirección.

Little Rock se encontraba a dos horas de distancia, como mínimo. Demasiado tiempo. Dos hombres trajeados, una niña y un sedán negro tan discreto que no podría ser más llamativo. Era muy probable que las monjas hubieran anotado el número de matrícula. No podrían burlar el escáner del puente. Si la niña había sido catalogada como víctima de un secuestro, se activaría el sistema de alerta ámbar.

Wolgast echó un vistazo a su alrededor. Al otro lado de la avenida vio un concesionario de coches de segunda mano, y arriba ondeaban banderas multi coloreadas. La mayoría de los coches eran chatarra, coches grandes que consumían mucha gasolina y que, por lo tanto, ya nadie podía permitirse. Un Chevy Tahoe anticuado, sin duda de más de diez años, estaba aparcado de cara a la calle. En el parabrisas había unas palabras dibujadas: FINANCIACIÓN FÁCIL.

Wolgast contó a Sykes cuáles eran sus intenciones. Dio a Doyle las galletas saladas y la leche para Amy, y después cruzó la calle corriendo. Un hombre de enormes gafas, con el escaso pelo peinado de través, bajó del remolque cuando Wolgast se acercó al Tahoe.

—Una belleza, ¿verdad?

Consiguió que el hombre se lo dejara por seis de los grandes, que era casi todo el dinero en metálico que le quedaba. Sykes también tendría que solucionar el problema del dinero. Porque era sábado, y los papeles del Tahoe no llegarían a los ordenadores del Departamento de Vehículos de Motor (DMV) hasta el lunes por la mañana. Para entonces ya estarían muy lejos.

Doyle le siguió hasta un complejo de apartamentos que se hallaba a un kilómetro y medio de distancia. Doyle aparcó el coche detrás, lejos de la carretera, y cargó con Amy hasta el Tahoe. No era perfecto, pero mientras Sykes se encargara de que alguien hiciera desaparecer el coche al acabar el día, no podrían seguirle el rastro. El interior del Tahoe olía demasiado a ambientador con aroma a limón, pero por lo demás estaba limpio y era cómodo, y el kilometraje que marcaba el cuentakilómetros no era excesivo, poco más de 135.000.

—¿Cuánto dinero te queda? —preguntó a Doyle.

Juntaron el dinero. Tenían algo más de trescientos dólares. Llenar el depósito les costaría doscientos pavos, como mínimo, pero podrían llegar hasta el oeste de Arkansas, tal vez a Oklahoma. Alguien provisto de dinero, y de un coche nuevo, se encontraría con ellos.

Entraron en Misisipi y se desviaron al oeste, en dirección al río. El día estaba despejado. Tan sólo se veían unas escasas nubes en el cielo. En el asiento trasero, Amy continuaba inmóvil como una piedra. No había tocado la comida. Era una criaja. Un bebé. Todo el asunto estaba asqueando a Wolgast. El Tahoe era una escena del crimen ambulante. Pero de momento tenían que salir del estado. Lo que ocurriera después, eso Wolgast ya no lo sabía.

Era casi la una cuando se acercaron al puente.

—¿Crees que habrá algún problema?

Wolgast mantuvo la mirada en la carretera.

—Ahora lo sabremos.

Las puertas estaban abiertas, y no había nadie en la caseta. Pasaron con facilidad, cruzaron el amplio río fangoso, alimentado por el deshielo primaveral. Por debajo de ellos, una larga hilera de barcazas se dirigía hacia el norte, luchando contra la corriente crecida. El escáner identificaría la firma de su vehículo, pero el coche aún estaría a nombre del concesionario. Tardarían días en descubrir la compra, examinar los vídeos y relacionarlos con la niña y el coche. Al otro lado, la carretera se reclinaba hacia los campos de la planicie de aluvión occidental, empapada de humedad. Wolgast había reflexionado acerca de la ruta. No llegarían a una ciudad de cierto tamaño hasta que estuvieran acercándose a Little Rock. Fijó la velocidad de crucero a ochenta kilómetros por hora, el límite establecido, y se dirigió de nuevo hacia el norte, mientras se preguntaba cómo había sabido Sykes lo que se disponía a hacer.

Cuando la furgoneta que transportaba a Anthony Carter entró en el recinto, Richards estaba dormido en su despacho, con la cabeza apoyada sobre el escritorio. El zumbido de su comunicador lo despertó. Era la caseta de guardia, informando de que Paulson y Davis esperaban fuera.

Se frotó los ojos para despejarse.

—Hazlos entrar.

Decidió que dejaría dormir a Sykes. Se levantó y estiró los miembros, llamó a un miembro del personal médico y a un destacamento de seguridad para que lo acompañaran, se puso la chaqueta y subió a la planta baja. El área de carga y descarga se encontraba en la parte posterior del edificio, en el lado sur, encarada al bosque y, al otro lado, la garganta del río. El recinto había sido en tiempos una especie de colegio profesional, un retiro para ejecutivos de multinacionales y funcionarios del gobierno. A Richards le daba pereza la historia. El lugar había estado clausurado durante diez años, como mínimo, hasta que lo ocupó Armas Especiales. Cole había ordenado que desmontaran el Chalé pieza a pieza para excavar los niveles inferiores y construir la central eléctrica. Después habían reconstruido el exterior casi exactamente como era antes.

Richards salió al frío y la oscuridad. Un amplio tejado estaba suspendido sobre la plataforma de hormigón, con el fin de mantener la superficie despejada de nieve y oculta a la vista del resto del recinto. Consultó su reloj: eran las 7:12. A esas alturas, supuso, Anthony Carter tendría los nervios destrozados. A los demás sujetos se les había concedido tiempo para adaptarse, pero a Carter lo habían arrancado del corredor de la muerte y conducido allí en menos de un día. Su mente estaría dando vueltas como una secadora. Durante las dos horas siguientes, lo más importante sería mantenerlo sereno.

El espacio se ensanchó a causa de las luces de la furgoneta que se acercaba. Richards descendió los peldaños mientras el destacamento de seguridad, dos soldados armados con pistolas, llegaban corriendo de la nieve. Richards les ordenó que mantuvieran las distancias y dejaran sus armas enfundadas. Había leído el expediente de Carter y dudaba de que fuera violento. El tipo era, en esencia, manso como un cordero.

Paulson apagó el motor y bajó de la furgoneta. Había un teclado en la puerta deslizante de la furgoneta. Pulsó los números y Richards vio que se abría poco a poco.

Carter estaba sentado en el banco delantero. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante, pero Richards vio que sus ojos estaban abiertos. Las manos, esposadas, estaban enlazadas sobre el regazo. Richards vio una bolsa arrugada de McDonald’s en el suelo, a sus pies. Por lo menos le habían dado de comer. La ventanilla que separaba los compartimentos estaba cerrada.

—¿Anthony Carter?

No hubo respuesta. Richards repitió su nombre. Nada, ni un movimiento. Carter parecía en estado catatónico.

Richards se apartó de la puerta y llevó a Paulson a un lado.

—De acuerdo, cuéntamelo —dijo—. ¿Qué pasa aquí?

Paulson se encogió de hombros con un gesto teatral.

—A mí que me registren. Estará cabreado, o yo qué sé.

—No me vengas con chorradas, hijo. —Richards desvió su atención hacia el otro, el pelirrojo. Davis. Sostenía un fajo de tebeos en la mano. Tebeos, por el amor de Dios. Richard pensó, por enésima vez, que eran unos
críos
.

—¿Y tú qué me dices, soldado? —preguntó a Davis.

—¿Señor?

—No te hagas el estúpido. ¿Tienes algo que decir?

Davis lanzó una mirada asesina a Paulson, y después otra a Richards.

—No, señor.

Ya se ocuparía de aquellos dos más tarde. Richards se acercó a la furgoneta. Carter no había movido un músculo. Richards vio que moqueaba. Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas.

—Anthony, me llamo Richards. Soy el jefe de seguridad de esta instalación. Estos dos chicos no volverán a molestarte nunca más, ¿me has oído?

—No hemos hecho nada —gimoteó Paulson—. Sólo fue una broma. Eh, Anthony, ¿no puedes aguantar una broma?

Richards se volvió hacia ellos al instante.

—¿Sabes?, ¿esa vocecita en tu cabeza, la que dice que tienes que cerrar la puta boca? Es la voz a la que deberías hacer caso en este momento.

—Oh, venga —se quejó Paulson—. Ese tipo está chalado o algo por el estilo. Cualquiera puede verlo.

Richards notó que se le agotaba el último átomo de paciencia, como las últimas gotas de agua de un cubo agujereado. A la mierda. Sin decir palabra, desenfundó la pistola que llevaba oculta en la base de la columna vertebral. Una Springfield del.45 de corredera larga que utilizaba sobre todo para presumir: una pistola enorme, una pistola divertidísima. Pese a su tamaño, resultaba muy cómoda, y a la luz previa del amanecer del área de carga y descarga, su revestimiento de titanio proyectaba la amenaza de su eficacia mecánica perfecta. Con un solo movimiento, Richards liberó el seguro con el pulgar y cargó una bala, agarró a Paulson por la hebilla del cinturón para acercarlo más y hundió el cañón en la V de carne blanda que tenía debajo de la barbilla.

—¿No te das cuenta de que soy capaz de dispararte ahora mismo con tal de conseguir que ese hombre sonría? —dijo en voz baja Richards.

El cuerpo de Paulson se había quedado rígido. Estaba intentando desviar la mirada hacia Davis, o quizá hacia el destacamento de seguridad, pero se equivocaba de dirección.

—¿Qué coño? —masculló, con los músculos de la garganta tensos. Tragó saliva, y su nuez de Adán se agitó contra el cañón de la pistola—. Soy guay, soy guay.

—Anthony —dijo Richards, con la mirada clavada en Paulson—. Tú decides, amigo mío. Dímelo tú. ¿Es guay?

En la furgoneta se produjo un largo silencio. Después:

—Es guay.

—¿Lo has oído? —dijo Richards a Paulson. Soltó el cinturón del soldado y guardó el arma—. El hombre dice que eres guay.

Paulson tenía pinta de ir a ponerse a llorar y llamar a su mamá. En la plataforma de carga y descarga, el destacamento de seguridad estalló en carcajadas.

—La llave —dijo Richards.

Paulson introdujo la mano en el cinturón y la pasó a Richards. Sus manos temblaban. El aliento le olía a vómito.

—Vete —dijo Richards. Lanzó una mirada a Davis, que sostenía su pila de tebeos—. Tú también, hijo. Salid cagando leches de aquí, los dos.

Se alejaron por la nieve. Durante los escasos minutos transcurridos desde que la furgoneta había frenado, el sol había salido de detrás de las montañas, y dotado al aire de un pálido resplandor. Richards entró en la furgoneta y quitó las esposas a Carter.

—¿Te encuentras bien? ¿Esos chicos te han hecho daño?

Carter se frotó su cara mojada.

—No tenían mala intención. —Bajó con movimientos rígidos al suelo. Parpadeó y paseó la vista a su alrededor—. ¿Se han ido ya?

Richards dijo que sí.

—¿Qué es este sitio?

—Buena pregunta. —Richards cabeceó—. Todo a su tiempo. ¿Tienes hambre, Anthony?

—Me dieron de comer. McDonald’s. —Los ojos de Carter descubrieron al destacamento de seguridad, de pie en la plataforma encima de ellos. Su expresión no reveló nada a Richards—. ¿Y ésos? —preguntó.

Other books

Ray of Sunlight by Brynn Stein
Every Perfect Gift by Dorothy Love
The Last Kolovsky Playboy by Carol Marinelli
Sexing the Cherry by Jeanette Winterson
La cruz y el dragón by George R. R. Martin