Una de las indiscutibles nuevas luminarias de la ciencia ficción. Luego de la notable novela «Muerte de la luz», y de la interesante colección de relatos «Una canción para Lya», George R. R. Martin (1948) no ha parado de ganar premios. «La cruz y el dragón» se interna en la espesura de la especulación antropológica y se enfrenta al temible monstruo de la mutación religiosa.
Se trata de un relato preciosista en el que se nos describe un grupo de conspiradores encargados de inventarse religiones a lo largo y ancho de la historia y de la galaxia, con supuestas finalidades de estabilidad social y de la lucha de un Inquisidor neocatólico que se topa contra este hecho, cosa que le lleva a perder la fe.
George R. R. Martin
La cruz y el dragón
ePUB v1.0
Halfinito15.04.12
Título Original:
The Way of Cross and Dragon
Traducción: Norma Nélida Dangla
Año publicación: Agosto 1984
Tema: Ciencia ficción, Relato
—Es una herejía —me dijo—. Las aguas salobres de la piscina se agitaron suavemente.
—¿Otra más? —Respondí con cansancio—. Hay tantas hoy en día.
Mi Señor Comandante no se sintió complacido por el comentario. Cambió de posición pesadamente, agitando la superficie de la piscina. Una onda rompió contra el borde, bañando los azulejos de la cámara de recepción. Mis botas volvieron a empaparse. Lo acepté con filosofía; me había puesto mis peores botas, consciente de que el mojarme los pies era una de las consecuencias inevitables de visitar a Torgathon Nueve-Klariis Tûn, el mayor de los ka-Thane, y también Arzobispo de Vess, Santísimo Padre de los Cuatro Juramentos, Gran Inquisidor de la Orden Militante de los Caballeros de Jesucristo y consejero de Su Santidad el Papa Daryn XXI de Nueva Roma.
—Aunque existan tantas herejías como estrellas hay en los cielos, Padre, ninguna de ellas deja de ser peligrosa —dijo el arzobispo con solemnidad—. Como Caballeros de Cristo, nuestro sagrado deber es luchar contra todas y cada una. Y debo agregar que esta herejía es particularmente maligna.
—Sí, Señor Comandante —repliqué—. No pretendí desestimarla; le ofrezco mis disculpas. La misión a Finnegan fue agotadora. Había esperado tener una licencia; necesito descanso, un tiempo para meditar y recobrarme.
—¿Descanso? —El arzobispo volvió a moverse en la piscina, apenas un estremecimiento de su inmenso cuerpo, pero bastó para enviar una nueva ola de agua sobre el piso. Los ojos negros, sin pupila, parpadearon al mirarme—. No, Padre, me temo que eso está fuera de discusión. Su habilidad y experiencia son vitales para esta nueva misión. —La voz de bajo profundo se suavizó un poco—. No he tenido tiempo de revisar su informe sobre Finnegan —dijo—. ¿Cómo le fue?
—Muy mal —le dije— aunque creo que al fin prevaleceremos: la Iglesia es poderosa en Finnegan. Cuando nuestros intentos de reconciliación fueron rechazados, deposité unos cuantos estándards en las manos correctas y pudimos clausurar las imprentas y estaciones de radio de los herejes. Nuestros amigos también se aseguraron de que sus acciones legales no prosperaran.
—Eso no es mal —exclamó el arzobispo—. Ha ganado una victoria importante para el Señor y la Iglesia.
—Hubo revueltas, Señor Comandante —dijo—. Murieron más de cien herejes y una docena de los nuestros. Temo que haya más violencia antes de que todo termine. Si nuestros sacerdotes se atreven a entrar en la ciudad donde se desarrolló la herejía, los atacan. Los líderes arriesgan su vida si abandonan la ciudad. Había esperado evitar el odio y el derramamiento de sangre.
—Loable, pero poco realista —dijo el arzobispo Torgathon. Volvió a parpadear y recordé que el parpadear es un signo de impaciencia entre los de su raza—. A veces debe derramarse sangre de mártires, y de herejes también. ¿Qué importancia tiene que un ser pierda la vida si salva su alma?
—Es verdad —concordé—. A pesar de su impaciencia, Torgathon se pasaría toda una hora sermoneándome si se lo permitía. La posibilidad me horrorizó. La cámara de recepción no estaba diseñada para confort de los seres humanos y no quería permanecer allí más de lo necesario. Las paredes estaban mojadas y mohosas, el aire caliente, húmedo y cargado con el característico olor a manteca rancia propio de los ka-Thane. El collar de mi sotana me estaba despellejando la nuca, transpiraba como loco, tenía los pies empapados y se me empezaba a revolver el estómago.
Proseguí, pues, con el asunto principal. —¿Dice usted que esta nueva herejía es especialmente maligna, Señor Comandante?
—Lo es —respondió.
—¿Dónde comenzó?
—En Arion, un mundo a unas tres semanas de distancia de Vess. Un mundo enteramente humano. No puedo entender por qué ustedes, los humanos, se corrompen con tanta facilidad. Una vez que ka-Thane ha alcanzado la fe, jamás la abandonará.
—Eso es bien sabido —repliqué cortésmente—. No mencioné que el número de ka-Thane que alcanzaban la fe era insignificante. Eran unos seres lentos, solemnes y la gran mayoría no demostraba interés alguno en aprender otras costumbres que las propias o seguir un credo diferente de su antigua religión. Torgathon Nueve-Klariis Tûn era una anomalía. Figuró en los primeros conversos, casi dos siglos atrás, cuando el Papa Vidas L decretó que los no-humanos podían servir como religiosos. Dada su larga vida y la certeza de hierro de sus creencias, no era extraño que Torgathon hubiera alcanzado el puesto que ocupaba, a pesar del hecho de que menos de un millar de los de su raza lo había seguido a la Iglesia. Todavía le quedaba un siglo de vida. No me cabía duda de que algún día llegaría a ser Torgathon Cardenal Tûn, si aplastaba las suficientes herejías. Los tiempos lo permitían.
—Tenemos una mínima influencia sobre Arion —me estaba diciendo el arzobispo. Movía los brazos mientras hablaba, cuatro pesados garrotes de carne moteada gris-verdosa batiendo el agua, y las cilias blanquecinas que rodeaban el agujero de respiración vibraban con cada palabra—. Unos cuantos sacerdotes, unas cuantas iglesias, algunos creyentes, pero carecemos de poder. Los herejes ya nos han sobrepasado en número en ese mundo. Confío en su intelecto, en su astucia: transforme esta calamidad en una oportunidad. Esta herejía es tan evidentemente falsa que no será difícil desprestigiarla. En ese caso tal vez algunos de los engañados regresen al buen camino.
—Cierto —dije—. ¿Y cuál es la naturaleza de la herejía? ¿Qué debo desprestigiar? —Como triste indicación de mi poca fe, debo agregar que en realidad no me importaba. He tratado con tantas herejías, que sus creencias y dudas resuenan en mi cabeza y turban mis sueños. ¿Cómo puedo estar seguro de mi propia fe? El edicto que admitía a Torgathon en la Iglesia había provocado que media docena de mundos repudiaran al Obispo de Nueva Roma, y aquellos que habían elegido ese camino verían seguramente como una horrible herejía el creciente poder del macizo extraterrestre desnudo (excepto por su collar de clérigo), que flotaba ante mí y blandía la autoridad de la Iglesia con sus cuatro enormes manos palmeadas. —El Cristianismo es la religión humana más difundida, pero eso no significa demasiado. Los no cristianos nos sobrepasan cinco a uno y existen más de setecientas sectas cristianas, algunas casi tan populosas como la Única Verdadera Iglesia Católica Interestelar de la Tierra y los Mil Mundos. Incluso el mismo Daryn XXI, aunque poderoso, es sólo uno de los siete con derecho a reclamar el título de Papa. Mi propia fe había sido poderosa en otros tiempos, pero me he movido durante tanto tiempo entre herejes y no creyentes que ni siquiera las plegarias ahuyentan mis dudas. Así que no sentí horror sino más bien un súbito interés intelectual cuando el arzobispo me explicó la naturaleza de la herejía de Arion.
—Han hecho un Santo —me dijo—, de Judas Iscariote.
Como miembro más antiguo de los Caballeros Inquisidores, comando mi propio navío, al que he bautizado
La verdad de Cristo
. Antes de que la nave me fuera asignada, se llamaba Santo Tomás, por el apóstol; pero yo creí que un santo notorio por sus muchas dudas no era el patrono más apropiado para una espacionave enrolada en la lucha contra la herejía. Yo carecía de tareas a bordo de la Verdad, pues estaba tripulada por seis hermanos y hermanas de la Orden de San-Cristóbal-El-Que-Viaja-Lejos y capitaneada por una joven que contraté, arrebatándosela a un mercader.
Por lo tanto pude dedicar las tres semanas de viaje desde Vess a Arion a estudiar la Biblia herética, cuya copia me entregara el asesor administrativo del arzobispo. Era un hermoso volumen, grueso, pesado, forrado en cuero oscuro, con las páginas bordeadas de pátina dorada y espléndidas ilustraciones interiores a todo color con diseños holográficos. Un trabajo notable evidentemente realizado por alguien que amaba el arte casi olvidado de la edición artesanal. Los cuadros reproducidos en el interior —cuyos originales se hallaban en las paredes de la Casa de Judas en Arion, supongo— eran obras maestras, aunque blasfemos; con una calidad artística que no desmerecía la de los Tammerwens y RoHallidays que adornan la Gran Catedral de San Juan en Nueva Roma.
En la carátula, el imprimátur del libro indicaba que había sido aprobado por Lukyan Judasson, Primer Académico de la Orden de San Judas Iscariote.
Se llamaba
El Camino de la Cruz y el Dragón
.
Lo leí mientras
La Verdad de Cristo
se deslizaba entre las estrellas; al principio tomé abundantes notas para entender mejor la herejía que debía combatir, pero más tarde me dejé sencillamente absorber por la historia extraña, grotesca y retorcida que narraba. Las palabras del texto poseían pasión, fuerza y poesía.
Y así me encontré por primera vez con la figura sorprendente de San Judas Iscariote, un ser humano complejo, ambicioso, contradictorio y por encima de todo, extraordinario.
Nació de una prostituta en la vieja y fabulosa ciudad-estado de Babilonia el mismo día que el Salvador nació en Belén, y pasó su niñez entre callejones y albañales, vendiendo su cuerpo cuando fue necesario y viviendo de las prostitutas al hacerse mayor. De joven, comenzó a experimentar con la magia negra y antes de los veinte ya era un hábil nigromante. Fue entonces que se convirtió en Judas, el Domador de Dragones, el primer y único hombre que doblegó a su voluntad a la más terrible de las criaturas divinas: el enorme dragón alado de la Vieja Tierra. El libro tenía una maravillosa pintura de Judas en una inmensa y lóbrega caverna, con los ojos llameantes mientras blandía un látigo ardiente para mantener a distancia a un dragón verde-dorado del tamaño de una montaña; una canasta tejida le colgaba del brazo, y la tapa abierta a medias permitía apreciar las diminutas cabezas escamosas de tres pichones de dragón.
Un cuarto bebé dragón le trepaba por la manga. Ese fue el primer capítulo de su vida.
En el segundo, era Judas el Conquistador, Judas el Rey-Dragón, Judas de Babilonia, el Gran Usurpador. Montado en el mayor de sus dragones, con una corona de hierro en la cabeza y una espada en la mano, hizo de Babilonia la capital del imperio más grande que jamás conociera la Vieja Tierra, un reino que se extendía de España hasta la India.
Gobernaba desde un trono con forma de dragón rodeado por los Jardines Colgantes que había hecho construir, y allí se hallaba sentado cuando juzgó a Jesús de Nazareth, el problemático profeta que habían arrastrado a su presencia maniatado y sangrante.