—Llámeme simplemente Lukyan —me dijo—. O si lo prefiere, Luke. Aquí no le damos importancia a los títulos.
—Usted es el Padre Lukyan Mo, nacido aquí, en Arion, educado en el seminario de Cathaday, un ex-sacerdote de la Única y Verdadera Iglesia Católica Interestelar de la Tierra y los Mil Mundos —respondí—: me dirigiré a usted tal y como corresponde a su rango, Padre. Espero que usted haga lo mismo. ¿Está claro?
—Oh, sí —me contestó amablemente.
—Tengo poderes para despojarlo de su derecho a administrar los sacramentos, para exilarlo y excomulgarlo por esta herejía que ha formulado. En ciertos mundos hasta podría ordenar su muerte.
—Pero no en Arion —dijo Lukyan con rapidez—. Aquí somos muy tolerantes. Además, los sobrepasamos en número. —Sonrió—. En cuanto al resto, bueno, ya no cumplo demasiado con los sacramentos, ya sabe. No lo he hecho en años. Ahora soy Primer Académico. Un maestro, un pensador. Señalo el camino a otros, les ayudo a encontrar la fe. Excomúlgueme, si eso lo hace feliz, Padre Damián. La felicidad es lo que todos buscamos.
—¿Entonces ha renunciado a su fe, Padre Lukyan? —Dije, mientras depositaba mi copia de
El Camino de la Cruz y el Dragón
sobre el escritorio—. Sin embargo, veo que ha hallado una nueva. —Sonreí entonces, pero era todo hielo, amenaza, burla—. Todavía no he visto un credo más ridículo que éste. ¿Supongo que me dirá que ha hablado con Dios, que El le ha confiado esta nueva revelación para que usted pudiera limpiar el buen nombre, si puede llamársele así, de San Judas?
La sonrisa de Lukyan se hizo mucho más amplia. Levantó el libro y me miró con ojos brillantes.
—Oh, no —me dijo—. No. Yo mismo lo inventé todo.
Eso me paró en seco.
—¿Qué?
—Lo inventé todo —repitió. Sopesó el libro con aprecio—. Lo extraje de diversas fuentes. Por supuesto, principalmente de la Biblia; pero considero que la mayor parte de
La Cruz y el Dragón
es trabajo original mío. Es bastante bueno, ¿no cree? Por supuesto, yo no podía ponerle mi nombre, aunque estoy muy orgulloso de él, pero sí incluí mi imprimátur. ¿No lo ha notado? Es lo máximo que me atreví a hacer, ya que no podía reconocer mi autoría.
Me quedé sin habla sólo por un instante; luego hice una mueca de disgusto. —Me sorprende —admití—. Esperaba hallar a un loco original, un pobre tonto firmemente convencido de que había hablado con Dios. Ya me he enfrentado antes con ese tipo de fanáticos. En cambio, me encuentro con un alegre cínico que ha inventado una religión para su provecho personal. Creo que prefiero a los fanáticos. Es usted despreciable, Padre Lukyan. Arderá en el Infierno por toda la eternidad.
—Lo dudo —dijo Lukyan—, pero en realidad se equivoca, Padre Damián. No soy un cínico, ni tampoco me beneficio con mi pobre San Judas. En serio, vivía con mucho más confort cuando era sacerdote de su Iglesia. Hago esto porque es mi vocación.
Me senté.
—Estoy confundido —le dije—. Explíqueme.
—Ahora voy a contarle la verdad —me dijo. Lo dijo de un modo extraño, como si recitara una letanía—. Soy un Mentiroso —agregó.
—Quiere usted confundirme con paradojas infantiles —repliqué, impaciente.
—No, no —sonrió—. Un Mentiroso. Con mayúscula. Es una organización, Padre Damián. Una religión, si prefiere llamarla así. Una fe grande y poderosa. Yo soy sólo la más pequeña de sus partes.
—No conozco tal iglesia —dije.
—Oh, no. Por supuesto que no. Es secreta. Tiene que serlo. Puede entenderlo, ¿no es cierto? A la gente no le gusta que se le mienta.
—No me gusta que me mientan —dije.
Lukyan me miró dolorido.
—Le dije que le contaría la verdad, ¿no es así? Cuando un Mentiroso asegura que dice la verdad, hay que creerle. De lo contrario, ¿cómo podríamos confiar los unos en los otros?
—Hay muchos como usted —dije. Empezaba a creer que Lukyan era un loco, después de todo, tan fanático como cualquier hereje, pero de un modo complejo. Aquí había herejías adentro de las herejías; sin embargo, mi deber estaba claro: descubrir la verdad y exponerla al mundo.
—Muchos de nosotros —sonrió Lukyan—. Lo sorprendería, Padre Damián, realmente lo sorprendería. Pero aún hay otras cosas que no me atrevo a contarle.
—Dígame cuanto pueda, entonces.
—Con placer —dijo Lukyan Judasson—. Nosotros, los Mentirosos, como todas las demás religiones, poseemos varias verdades que aceptamos como dogmas de fe. La fe es siempre necesaria. Hay muchas cosas que no pueden probarse. Creemos que la vida vale la pena de ser vivida. Eso es un dogma de fe. El propósito de la vida es vivir, resistir a la muerte, quizás desafiar la entropía.
—Continúe —le dije, sintiéndome cada vez más interesado a pesar de mi mismo.
—También creemos que la felicidad es buena, algo que debe buscarse.
—La Iglesia no se opone a la felicidad —dije con frialdad.
—¿Está seguro? Pero no quiero discutir. Cualquiera que sea la posición de la Iglesia con respecto a la felicidad. Ella predica la creencia en la vida después de la muerte, en un ser superior, y un complejo código moral. —Es verdad.
—Los Mentirosos no creen en la vida después de la muerte, ni en Dios. Vemos el universo tal como es, Padre Damián, y estas verdades desnudas son muy crueles.
Nosotros, que creemos en la vida y la apreciamos, estamos condenados a morir.
Después no habrá nada, el vacío eterno, la oscuridad, la no existencia. En nuestra vida no hay propósito, ni poesía, ni sentido. Tampoco nuestras muertes poseen estas cualidades. Cuando nos hayamos ido, el universo no nos recordará, y será como si jamás hubiésemos existido. Nuestros mundos y nuestro universo tampoco durarán mucho. Tarde o temprano la entropía lo consumirá todo y nuestros míseros esfuerzos no pueden impedir ese horrible final. Habrá desaparecido. Nunca habrá existido. Ya no importará. El universo mismo está condenado a la transitoriedad y por cierto que no le importa para nada.
Me dejé caer hacia atrás en la silla, y sentí un escalofrío al escuchar las sombrías palabras del pobre Lukyan. Me encontré acariciando mi crucifijo. —Una helada filosofía —dije—, además de falsa. Yo también he tenido más de una vez esa terrible visión. Creo que a todos nos ha pasado alguna vez. Pero no es verdad, Padre. Mi fe me sostiene contra tal nihilismo. La fe es un escudo contra la desesperanza.
—Oh, ya lo sé, mi amigo, mi Caballero Inquisidor —dijo Lukyan—. Me alegra que lo comprenda tan bien. Ya casi es uno de nosotros.
Fruncí el ceño.
—Ha llegado al meollo del asunto —continuó Lukyan—. Las verdades, las grandes verdades —y la mayoría de las pequeñas también— son insoportables para la mayoría de los hombres. Hallamos nuestro escudo en la fe. Su fe, mi fe, cualquier fe. No importa, siempre que creamos, real y verdaderamente creamos en cualquier mentira a la que nos aferremos. —Se tironeó los bordes desiguales de su gran barba rubia—. Nuestros psicólogos han probado que los únicos seres felices son los creyentes, ya sabe. Pueden creer en Cristo, o en Buda, o en Erika Stormjones, en la reencarnación, la inmortalidad o la naturaleza, en el poder del amor o en la fuerza de determinada facción política, pero todo es lo mismo: creen; son felices. Los que han visto la verdad son los que desesperan y se matan. Las verdades son tan vastas, los credos tan pequeños, tan pobres, tan plagados de errores y contradicciones. Podemos ver con facilidad a través de ellos, y entonces sentimos el peso de la oscuridad, de la nada, y ya no podemos ser felices.
No soy un hombre lento. Para ese entonces, ya sabía hacia dónde se encaminaba Lukyan.
—Ustedes, los Mentirosos, inventan religiones.
Sonrió. —De todas clases. Y no sólo religiones. Piénselo. Reconocemos que la verdad es un cruel instrumento. La belleza es infinitamente preferible a la verdad. Inventamos belleza. Religiones, movimientos políticos, altos ideales, las creencias en el amor y la amistad. Todas son mentiras. Decimos esas mentiras, y otras, miles de otras.
Mejoramos la historia y los mitos y la religión; los volvemos más hermosos, mejores, más fáciles de creer. Nuestras mentiras no son perfectas, por supuesto. Las verdades son demasiado grandes. Pero tal vez algún día hallaremos la Gran Mentira que toda la humanidad pueda aceptar. Hasta ese entonces, nos conformamos con miles de pequeñas mentiras.
—Creo que no me agradan los Mentirosos, para nada —dije con helado fervor—. Toda mi vida ha sido una perenne búsqueda de la verdad.
Lukyan me miró con indulgencia.
—Padre Damián Har Veris, Caballero Inquisidor, lo conozco mucho mejor de lo que usted cree. Usted mismo es un Mentiroso. Su trabajo es bueno. Viaja de mundo en mundo y en cada uno destruye a los tontos, a los rebeldes, a los que cuestionan, aquellos que podrían derribar el edificio de la vasta mentira a la que usted rinde servicio.
—Si mi mentira es tan admirable —dije—, ¿por qué la ha abandonado?
—Una religión debe adecuarse a la cultura y a la sociedad de su época; trabajar con ellas y no contra ellas. Si hay conflicto y contradicciones, entonces la mentira se resquebraja y la fe tambalea. Su Iglesia sirve para muchos mundos, Padre, pero no para Arion. La vida aquí es demasiado dulce, y su fe muy severa. Amamos la belleza y su fe nos ofrece muy poca. Así que la hemos mejorado. Estudiamos este mundo largo tiempo. Conocemos su perfil psicológico. San Judas prosperará aquí. Ofrece drama, color y mucha belleza —los principios estéticos en los que se basa son admirables. La suya es una tragedia con final feliz, y a Arion le encantan tales historias. Y los dragones son un bello detalle. Creo que su Iglesia tendría que pensar en la posibilidad de incorporar dragones a su credo. Son criaturas maravillosas.
—Míticas —dije.
—Lo dudo —replicó—. Investíguelo. —Me sonrió—. Ya lo ve, prácticamente todo descansa en la fe. ¿Puede acaso saberse qué ocurrió verdaderamente hace tres mil años? Usted tiene a un Judas, yo a otro. Ambos tenemos libros. ¿Son verdaderos los suyos? ¿Es que acaso puede creerlo? He sido admitido tan sólo en el primer círculo de la orden de los Mentirosos; así que no conozco todos nuestros secretos, pero si sé que son muy antiguos. No me sorprendería saber que los Evangelios fueron escritos por hombres muy parecidos a mí; tal vez ni siquiera existió un Judas. O un Jesús.
—Tengo fe en que no es así —dije.
Hay cien personas en este edificio que creen profunda y sinceramente en San Judas y
El Camino de la Cruz y el Dragón
—dijo Lukyan—. La fe es muy buena. ¿Sabe que el promedio de suicidios en Arion ha descendido en casi un tercio desde que se fundó la Orden de San Judas?
Recuerdo que me puse lentamente de pie.
—Usted es tan fanático como cualquier otro hereje con el que me haya enfrentado, Lukyan Judasson —le dije—. Le tengo lástima porque ha perdido su fe.
Lukyan se levantó conmigo.
—Tenga lástima de usted mismo, Damián Har Veris —me dijo—. Yo he encontrado una nueva fe y una nueva causa, y soy un hombre feliz. Usted, mi estimado amigo, se siente miserable y atormentado.
—¡Eso es una mentira! —Temo haber gritado cuando dije esto.
—Venga conmigo —dijo Lukyan—. Tocó un panel de la pared y la gran pintura de Judas llorando sobre sus dragones se deslizó hacia arriba hasta desaparecer, dejando ver en su lugar una escalera que se perdía en el suelo. —Sígame —dijo.
En el sótano había una inmensa jarra de vidrio llena de un pálido fluido verde con una cosa flotando en su interior —una cosa muy parecida a un embrión envejecido, anciano e infantil al mismo tiempo, desnudo, con una enorme cabeza y un diminuto cuerpo atrofiado. De sus brazos, piernas y genitales surgían tubos flexibles que lo unían a la maquinaria que lo mantenía con vida.
Cuando Lukyan encendió las luces, abrió los ojos. Eran grandes y oscuros, y parecían ver dentro de mi propia alma.
—Este es mi colega —dijo Lukyan, dando un golpecito a la pared del tanque—. Jon Azure Cruz, un Mentiroso del cuarto círculo.
Y un telépata —dije con enfermiza certeza—. En otros mundos había organizado el exterminio de telépatas, especialmente niños. La Iglesia enseña que los poderes psíquicos son una trampa de Satanás; no se los menciona en la Biblia. Nunca me había sentido satisfecho con esas matanzas.
—Jon leyó su mente en el mismo momento en que entró a la casa —dijo Lukyan—, y me lo notificó. Sólo unos pocos saben que está aquí. Nos ayuda a mentir con mayor eficiencia. Sabe cuándo la fe es real o fingida.
Tengo un comunicador implantado en la cabeza y Jon puede hablarme todo el tiempo.
Fue él quien inicialmente me reclutó para los Mentirosos. Sabía que mi fe estaba vacía; sintió la profundidad de mi desesperación. Entonces habló la cosa del tanque, con una voz metálica que surgía de los micrófonos en la base de la maquinaria que lo nutría.
—Y puedo sentir la tuya, Damián Har Veris, sacerdote vacío. Inquisidor, has hecho demasiadas preguntas. Tu alma está enferma, cansada y ya no crees. Únete a nosotros, Damián. ¡Has sido un Mentiroso por largos, largos años! Por un momento vacilé, miré en el fondo de mi alma y me pregunté en qué creía. Traté de hallar mi fe, esa fe que me había sostenido hacia tanto tiempo: la certeza de las enseñanzas de la Iglesia, la presencia de Cristo dentro de mí. Y no encontré nada, nada. Estaba vacío por dentro, quemado, lleno de dudas y angustia. Pero justo cuando iba a responder a Jon Azure Cruz y al sonriente Lukyan Judasson, por fin encontré algo, algo en lo que sí creía, algo en lo que siempre habla creído. La verdad. Creía en la verdad aunque doliera.
—Lo hemos perdido —dijo el telépata que llevaba el irónico nombre de Cruz. La sonrisa de Lukyan se desvaneció.
—¿De veras? Tenía la esperanza de que se convirtiera en uno de nosotros, Damián.
Parecía estar preparado.
De pronto tuve miedo, y pensé en lanzarme escaleras arriba hacia la hermana Judith.
Lukyan me había contado tanto y yo ahora los rechazaba. El telépata sintió mi temor.
—No puedes dañarnos, Damián —me dijo—. Vete en paz. Lukyan no te ha contado nada.
Lukyan estaba frunciendo el ceño.
—Le he contado bastante, Jon —dijo.
—Es verdad. Pero, ¿puede acaso creer en la palabra de un Mentiroso como tú? —La pequeña boca deforme de la cosa en el tanque se retorció en una sonrisa y los grandes ojos se cerraron. Lukyan suspiró y me llevó escaleras arriba.