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Authors: Justin Cronin

El pasaje (23 page)

Se quedó mirándolo un momento, como si lo estuviera evaluando. Los oídos de Wolgast se habían adaptado al silencio, y ahora estaba seguro de que oía música, el sonido distorsionado por la lejanía. En algún lugar de la carretera que habían tomado, alguien había puesto música.

—Soy Brad.

El nombre se le antojó pesado y blando.

La niña asintió.

—El otro hombre es Phil.

—Sé quiénes sois. Os oí hablar. —Se removió en su sitio—. Creías que no escuchaba, pero te equivocaste.

Era una niña aterradora. Y lista también. Lo percibió en su voz, se veía en la forma de evaluarlo con la mirada, utilizando el silencio para investigarlo, para examinarlo. Se sintió como si estuviera hablando con alguien mucho mayor que él, aunque no se trataba de eso exactamente. No podría decir en qué estribaba la diferencia.

—¿Qué hay en Colorado? Te oí decir que vamos ahí.

Wolgast no sabía cuánto podía revelar.

—Bien, hay un médico. Va a echarte un vistazo. Como un chequeo.

—No estoy enferma.

—Es por eso, creo. Yo no... En fin, la verdad es que no lo sé. —Se encogió por dentro cuando mintió—. No debes tener miedo.

—No vuelvas a repetir eso.

Se quedó tan anonadado por su franqueza que por un momento no dijo nada.

—Vale, de acuerdo. Me alegro de que no lo estés.

—Porque no tengo miedo —afirmó Amy, y empezó a caminar hacia las luces del coche—. Pero tú sí.

Unos kilómetros después, lo vieron delante de ellos. Era una zona similar a una cúpula de luz trémula y se transformó, al acercarse, en discretos puntos giratorios, como una familia de constelaciones que dieran vueltas a baja altura recortadas sobre el horizonte. Tal como Wolgast había imaginado, la carretera moría en un cruce. Encendió las luces de techo y echó un vistazo al GPS. Una hilera de coches y camionetas, más de los que había visto de unas horas a esa parte, estaban circulando por la autopista, todos en la misma dirección. Abrió la ventanilla al aire de la noche: ahora, el sonido de la música era inconfundible.

—¿Qué es eso? —preguntó Doyle.

Wolgast no dijo nada. Se desvió hacia el oeste y se adentró en el tráfico. En el suelo de la furgoneta que llevaban delante, un grupo de adolescentes, una media docena, iban sentados sobre balas de heno. Dejaron atrás un cartel que anunciaba: HOMER, OKLAHOMA, POB. 1.232.

—No tan cerca —dijo Doyle, en referencia a la camioneta—. No me gusta el aspecto que tiene esto.

Wolgast no le hizo caso. Una chica lo saludó cuando vio su rostro a través del parabrisas, y el viento le alborotó el pelo alrededor de la cara. Las luces de la feria se veían con más claridad, así como las señales de civilización: un depósito de aguas sobre pilares, una tienda de artículos de agricultura con las luces apagadas, un edificio moderno bajo que debía de ser una clínica o un centro geriátrico, apartado de la autopista. La camioneta frenó ante un Casey’s General Store, cuyo aparcamiento estaba abarrotado de coches y gente. Los chicos habían saltado de la camioneta antes de que ésta se detuviera, y corrían para encontrarse con sus amigos. El tráfico de la carretera disminuyó la velocidad al entrar en la pequeña ciudad. En el asiento trasero, Amy estaba sentada, mirando la escena por la ventana.

Doyle se volvió.

—Agáchate, Amy.

—No pasa nada. Deja que mire. —Wolgast alzó la voz para que Amy lo oyera—. No le hagas caso a Phil. Mira todo lo que quieras, cariño.

Doyle acercó la cabeza a Wolgast.

—¿Qué estás... haciendo?

Wolgast mantuvo la vista clavada en el frente.

—Relájate.

«Cariño.» ¿De qué iba aquello? Las calles bullían de gente, que iba en la misma dirección, cargada con mantas, neveras portátiles de plástico y sillas plegables. Muchas llevaban a niños pequeños de la mano o empujaban cochecitos: granjeros, rancheros, vestidos con pantalones vaqueros y monos, todo el mundo con botas, algunos hombres con Stetsons. Wolgast vio en algunos puntos grandes charcos de agua estancada, pero el cielo nocturno era fresco y seco. La lluvia había pasado. La feria iniciaba su andadura.

Wolgast siguió el tráfico hasta el instituto, donde un letrero tipo marquesina rezaba: BRANCH COUNTY CONSOLIDATED HS: ¡ÁNIMO, WILDCATS! FERIA DE LA PRIMAVERA, DEL 20 AL 22 DE MARZO. Un hombre con un chaleco naranja reflectante les indicó que entraran en el aparcamiento, donde un segundo hombre los dirigió hacia otro aparcamiento, situado en un barrizal. Wolgast apagó el motor y echó un vistazo a Amy por el retrovisor. Estaba mirando por la ventanilla, hacia las luces y ruidos de la feria.

Doyle carraspeó.

—Estás de broma, ¿no?

Wolgast se volvió en su asiento.

—Amy, Phil y yo vamos a bajar un segundo para hablar. ¿De acuerdo?

La niña asintió. De repente, los dos habían llegado a un acuerdo vedado a Doyle.

—Volveremos enseguida —añadió Wolgast.

Doyle se reunió con él detrás del Tahoe.

—No lo vamos a hacer —dijo.

—¿Qué tiene de malo?

Doyle bajó la voz.

—Tenemos suerte de que nadie nos haya reconocido todavía. Piensa en ello. Dos hombres trajeados y una niña. ¿Crees que no llamaremos la atención?

—Nos separaremos. Yo me llevaré a Amy. Nos cambiaremos en el coche. Ve a tomar una cerveza y diviértete.

—No piensas con lucidez, jefe. Es una prisionera.

—No, no lo es.

Doyle suspiró.

—Ya sabes a qué me refiero.

—¿Sí? Es una cría, Phil. Una niña pequeña.

Estaban muy cerca el uno del otro. Wolgast percibió el olor rancio de Doyle, producto de las horas que llevaban en el Tahoe. Un grupo de adolescentes pasó a su lado, y guardaron silencio un momento. El aparcamiento se estaba llenando.

—Escucha, no soy de piedra —dijo Doyle en voz baja—. ¿Crees que no sé lo jodido que es esto? Hago lo que puedo para no vomitar por la ventanilla.

—La verdad es que pareces muy relajado. Dormiste como un niño todo el rato desde Little Rock.

Doyle frunció el ceño, a la defensiva.

—Bien, dispárame. Estaba cansado. Pero no la vamos a llevar a las atracciones. Las atracciones no forman parte del plan.

—Una hora —dijo Wolgast—. No puedes tenerla encerrada todo el día dentro de un coche sin darle un respiro. Deja que se divierta un poco, que se relaje. Sykes no tiene por qué enterarse. Después continuaremos nuestro camino. Dormirá durante el resto del trayecto.

—¿Y si se escapa?

—No lo va a hacer.

—No sé cómo puedes estar tan seguro.

—Puedes seguirnos. Si algo pasa, somos dos.

Doyle frunció el ceño en señal de escepticismo.

—Mira, tú mandas. Tú decides. Pero no me gusta.

—Una hora —dijo Wolgast—. Y después nos iremos.

En el asiento delantero del Tahoe se pusieron camisas deportivas y pantalones vaqueros, mientras Amy esperaba. Después, Wolgast explicó a Amy lo que iban a hacer.

—Debes quedarte cerca —dijo—. No hables con nadie. ¿Me lo prometes?

—¿Por qué no puedo hablar con nadie?

—Es una norma. Si no me lo prometes, no podremos ir.

La niña pensó un momento, y después asintió.

—Lo prometo —dijo.

Doyle se rezagó mientras se encaminaban a la feria. El aire olía a fritanga. Una voz masculina, sosa como la llanura de Oklahoma, anunciaba por el sistema de megafonía los números de un bingo. «B... Siete. G... Treinta... Q... Dieciséis.»

—Escucha —dijo Wolgast a Amy, cuando estuvo seguro de que Doyle no podía oírlo—. Sé que puede parecer un poco extraño, pero quiero que finjas algo. ¿Lo harías por mí?

Se detuvieron en el sendero. Wolgast vio que el pelo de la niña estaba hecho un desastre. Se acuclilló ante ella y se esforzó por alisarlo con los dedos, apartándolo de su cara. Su camisa llevaba la palabra DESCARADA bordada, rodeada de una especie de lentejuelas. Le subió la cremallera de la sudadera otra vez para protegerla del relente.

—Finge que soy tu papá. No tu papá de verdad, sino sólo un papá de mentirijillas. Si alguien pregunta, ése soy yo, ¿de acuerdo?

—Pero se supone que no debo hablar con nadie. Tú lo has dicho.

—Sí, pero si pasara, eso es lo que debes decir.

Wolgast miró hacia atrás y vio que Doyle estaba esperando, con las manos en los bolsillos. Se había puesto una cazadora sobre el polo, con la cremallera subida hasta la barbilla. Wolgast sabía que aún iba armado, que llevaba la pistola en la funda bajo el brazo. Wolgast había dejado su arma en la guantera.

—Bien, vamos a intentarlo. ¿Quién es el simpático caballero que te acompaña, pequeña?

—¿Mi papá? —probó la niña.

—Pero en serio. Finge.

—Mi... papá.

Era una buena interpretación, pensó Wolgast. La niña debería dedicarse a la actuación.

—Bravo.

—¿Podemos subir al Pulpo?

—El Pulpo. ¿Cuál es el Pulpo, corazón?

«Cariño», «corazón». No podía evitarlo. Las palabras surgían con espontaneidad.

—Aquél.

Wolgast miró en la dirección que señalaba Amy. Detrás de la taquilla vio un enorme armatoste con discos giratorios en el extremo de cada brazo, con los clientes acomodados en cochecitos de alegres colores. El Pulpo.

—Claro que sí —dijo, y se descubrió sonriendo—. Haremos lo que te apetezca.

Pagó la entrada y avanzó con la cola hasta una segunda taquilla para comprar los billetes de las atracciones. Pensó que la niña tal vez querría comer algo, pero decidió esperar. A lo mejor se mareaba en las atracciones. Se dio cuenta de que le gustaba pensar de aquella manera, imaginar qué experimentaba ella, qué cosas la hacían feliz. Hasta podía sentirla, la emoción de la feria. Un montón de atracciones destartaladas, la mayoría más peligrosas que la hostia, probablemente, pero ¿acaso no se trataba de eso? ¿Por qué había dicho sólo una hora?

—¿Preparada?

La cola del Pulpo era larga, pero avanzaba con celeridad. Cuando les llegó el turno de subir, el operario los detuvo con la mano levantada.

—¿Cuántos años tiene?

El hombre los miró con escepticismo por encima del cigarrillo. Por sus brazos desnudos serpenteaban tatuajes de color púrpura. Antes de que Wolgast pudiera abrir la boca para contestar, Amy se le adelantó.

—Tengo ocho años.

Justo entonces, Wolgast vio el letrero, apoyado sobre una silla plegable: PROHIBIDA LA ENTRADA A MENORES DE SIETE AÑOS.

—No aparenta ocho años —dijo el hombre.

—Bien, pues los tiene —dijo Wolgast—. Va conmigo.

El operador miró a Amy de arriba abajo, y después se encogió de hombros.

—Es su problema —dijo.

Subieron al cochecito oscilante. El hombre de los tatuajes apretó la barra de seguridad contra su cintura. El coche ascendió en el aire con una sacudida y se detuvo con brusquedad, para que los demás clientes pudieran subir.

—¿Asustada?

Amy estaba apretada contra él, la sudadera subida alrededor de su cara para protegerse del frío, aferrando la barra con ambas manos. Tenía los ojos abiertos de par en par. Meneó la cabeza.

El coche subió y paró cuatro veces más. Desde lo alto de todo, la vista abarcaba toda la feria, el instituto y los aparcamientos, con la pequeña ciudad de Homer al otro lado y su cuadrícula de calles iluminadas. Seguía llegando tráfico desde la carretera rural. Desde tan arriba, daba la impresión de que los coches se movían con la lentitud de blancos en una galería de tiro. Wolgast estaba escudriñando el suelo en busca de Doyle, cuando notó que el coche se sacudía de nuevo.

—¡Agárrate!

Descendieron dando vueltas y a toda velocidad, con el cuerpo apretado contra la barra. Gritos de placer hendieron el aire. Wolgast cerró los ojos para protegerlos de la fuerza de la bajada. No había subido a una atracción de feria desde hacía años y años. La sensación de violencia era asombrosa. Sintió el peso de Amy contra su cuerpo, aplastada contra él debido a la aceleración del coche, mientras daban vueltas y caían. Cuando volvió a mirar, se estaban acercando al suelo, pasaron rozando el campo, y las luces de la feria giraron a su alrededor como una lluvia de estrellas fugaces. Después fueron lanzados al cielo una vez más. Seis, siete, ocho veces, y cada rotación subía y caía como una ola. Duró una eternidad y terminó en un instante.

Cuando iniciaron el brusco descenso antes de desembarcar, Wolgast miró la cara de Amy. Todavía tenía aquella expresión inquisitiva; no obstante detectó, detrás de la oscuridad de sus ojos, una cálida luz de felicidad. Una nueva sensación se abrió en su interior: nadie le había hecho jamás un regalo semejante.

—¿Cómo ha ido? —preguntó sonriente.

—Ha estado guay. —Amy levantó la cara al instante para mirarle a los ojos—. ¡Otra vez!

El operario los liberó de la barra. Volvieron a hacer cola. Delante de ellos iba una mujerona con un vestido floreado y su marido, un hombre curtido por la intemperie que llevaba pantalones y camiseta vaqueros, con una gruesa tableta de tabaco de mascar bajo el labio.

—Qué mona eres —anunció, y miró con ternura a Wolgast—. ¿Cuántos años tiene?

—Tengo ocho años —dijo Amy, al tiempo que enlazaba la mano con la de Wolgast—. Éste es mi papá.

La mujer rió, y sus cejas se arquearon como paracaídas hinchándose de aire. Se había aplicado colorete en las mejillas con torpeza.

—Pues claro que es tu papá, cariño. Salta a la vista. Se ve tan claro como la luz del día.

Dio un codazo a su marido en las costillas.

—¿No es mona, Earl?

El hombre asintió.

—Ya lo creo.

—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó la mujer.

—Amy.

La mujer desvió la vista hacia Wolgast.

—Tengo una sobrina de su edad, y no habla ni la mitad de bien. Debe de estar usted muy orgulloso.

Wolgast estaba demasiado asombrado para responder. Experimentaba la sensación de que Amy estaba todavía en la atracción, su mente y su cuerpo atrapados en una tremenda fuerza gravitatoria. Pensó en Doyle, y se preguntó si estaría contemplando la escena. Pero entonces supo que le daba igual. Que mirara.

—Vamos a Colorado —añadió Amy, y apretó la mano de Wolgast en un gesto de complicidad—. A ver a mi abuela.

—Ah, ¿sí? Bien, tu abuela es una mujer afortunada por tener a una nieta como tú.

—Está enferma. Hemos de llevarla al médico.

La cara de la mujer expresó pena.

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