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Authors: Justin Cronin

El pasaje (78 page)

Fue entonces cuando a Jane se le ocurrió que lo que había presenciado era una muestra de amor. No podía ser otra cosa que la fuerza del amor lo que había propulsado a Profesora en el aire, a los brazos ansiosos del refulgente hombre-oso, cuya luz era el resplandor de la realeza. Era un príncipe-oso que había venido para llevársela a su castillo del bosque. Tal vez era ahí donde había ido Profesora, y el motivo de que todos los Pequeños hubieran subido al piso de arriba: para esperarla. Cuando regresara con ellos, su legítima identidad de reina del bosque revelada, los bajaría a la Sala Grande, para darles la bienvenida y celebrar con ellos una gran fiesta.

Ésas eran las historias que Jane se contaba mientras se dormía en una sala con otros quince Pequeños, todos ellos soñando sus diversos sueños. En el sueño de Jane, dado que empezaba como una reescritura de los acontecimientos de la noche anterior, estaba dando saltitos sobre su cama de la Sala Grande cuando vio entrar al oso. En esa ocasión no entró por la ventana, sino por la puerta, que parecía pequeña y muy lejana, y era diferente del que había estado allí la noche anterior: era gordo y peludo como los osos de los libros, y avanzaba hacia ella a cuatro patas con su estilo sabio y cordial. Cuando llegó al pie de la cama de Jane se sentó en cuclillas y fue levantándose poco a poco, revelando la alfombra lanuda de su gran vientre liso, su enorme cabeza de oso, los húmedos ojos de oso y las enormes manos acolchadas. Era algo maravilloso de ver, extraño pero esperado al mismo tiempo, como un regalo que Jane siempre había creído que llegaría, y su corazón de cuatro años experimentó una oleada de admiración por aquel gran y noble ser. Estuvo erguido de aquella guisa un momento, mientras la examinaba con expresión pensativa, y después le dijo a Jane, que continuaba sus alegres saltos, con el tono profundo y masculino de su hogar de los bosques: «Hola, pequeña Jane. Soy el señor Oso. He venido a comerte».

Eso resultó divertido (Jane notó un cosquilleo en el estómago que era como el preludio de una carcajada), pero el oso no reaccionó, y cuando el momento se prolongó, la niña reparó en otros aspectos de su persona, aspectos inquietantes: sus garras, que surgían en curvas blancas de sus patas similares a mitones; sus anchas y poderosas mandíbulas; sus ojos, que ya no parecían sabios y cordiales, sino oscuros, preñados de intenciones desconocidas. ¿Dónde estaban los demás Pequeños? ¿Por qué estaba Jane sola en la Sala Grande? Pero no estaba sola: Profesora también había aparecido en el sueño, parada al lado de la cama. Tenía el aspecto de siempre, aunque había algo vago en las facciones de su cara, como si llevara una máscara de tela vaporosa.

—Vamos, Jane —la apremió Profesora—. Ya se ha comido a todos los demás Pequeños. Sé buena y deja de dar saltitos, para que el señor Oso pueda devorarte.

—No-quie-ro —replicó Jane, sin dejar de saltar, porque no quería que la devoraran, una petición que se le antojaba más tonta que aterradora, pero aun así—. No-quie-ro.

—Hablo en serio —advirtió Profesora, al tiempo que alzaba la voz—. Te lo estoy pidiendo bien, pequeña Jane. Voy a contar hasta tres.

—No-quie-ro —repitió Jane, aplicando el máximo vigor posible a sus saltos desafiantes—. No-quie-ro.

—¿Lo ves? —dijo Profesora al oso, que continuaba al acecho, erguido al pie de la cama. Levantó los pálidos brazos exasperada—. ¿Lo ves ahora? Esto es lo que tengo que aguantar, todo el santo día. Es suficiente para que una persona pierda la razón. De acuerdo, Jane, si quieres que sea así, no digas que no te advertí.

Los sueños abarcaban una amplia gama de preocupaciones, influencias, gustos. Había tantos sueños como soñadores. Gloria Patal soñaba con un enorme enjambre de abejas que le cubría el cuerpo. En parte, comprendía que las abejas eran simbólicas. Cada abeja que se arrastraba sobre su piel era una de las preocupaciones que cargaba en la vida. Pequeñas preocupaciones, como si llovería o no un día que había pensado trabajar al aire libre, o si Mimi, la viuda de Raj, su única amiga real, se había enfadado con ella un día que no fue a verla. Pero también preocupaciones más grandes. Preocupaciones por Sanjay y por Mausami. La preocupación de que el dolor en la parte inferior de la espalda y la tos que a veces tenía fueran heraldos de algo peor. Incluido en este catálogo de aprensiones estaba el amor lleno de preocupación que sentía por cada uno de los hijos que no había logrado dar a luz, y el nudo de temor que se enroscaba dentro de ella cada noche cuando sonaba el toque vespertino, y la preocupación más generalizada de que ella, de que todos, era como si ya estuvieran muertos, si se tenían en cuenta las probabilidades. Eso eran las abejas, preocupaciones grandes y pequeñas, y en el sueño se movían sobre todo su cuerpo, brazos, piernas, cara y ojos, incluso dentro de las orejas. El escenario del sueño era contiguo al último momento de conciencia de Gloria. Tras haber intentado sin éxito despertar a su marido, y tras haber soslayado las preguntas de Jimmy, Ian, Ben y los demás que habían acudido en busca de consejo (había que decidir todavía el problema del muchacho, Caleb), Gloria se había dormido sobre la mesa de la cocina en contra de su voluntad, la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta, y suaves ronquidos surgían de sus fosas nasales. Todo esto era cierto en su sueño (el sonido de sus ronquidos era el sonido de las abejas), con el singular añadido del enjambre, que por motivos todavía incomprensibles para ella había entrado en la cocina para luego posarse sobre ella como una masa única, como una gran manta trémula. Ahora parecía evidente que ése era el comportamiento típico de las abejas. ¿Por qué no se había protegido de tal eventualidad? Gloria sentía el roce de sus patitas sobre la piel, el aleteo de sus alas. Sabía que moverse, incluso respirar, provocaría una furia letal de picotazos simultáneos. Se encontraba en esta situación insoportable (era un sueño en que no podía moverse), cuando oyó el sonido de los pasos de Sanjay al bajar la escalera, y sintió su presencia en la habitación, seguida de su partida silenciosa y el golpe de la puerta mosquitera cuando salió de la casa, y entonces la mente de Gloria se iluminó con un chillido silencioso que la precipitó a la conciencia, al tiempo que borraba cualquier recuerdo de lo sucedido: despertó habiendo olvidado no sólo lo de las abejas, sino lo de Sanjay.

Al otro lado de la Colonia, tendido en su catre en una nube formada por su propio olor, el hombre conocido como Elton, un inventor de fantasías acerca de lances eróticos espléndidamente adornados, estaba teniendo un buen sueño. Este sueño (el sueño del heno) era el favorito de Elton, porque era verdadero, tomado de la vida real. Aunque Michael no le creía (y la verdad, debía admitir Elton, ¿por qué iba a creerle?), hubo un tiempo, muchos años antes, en que Elton, un hombre de unos veinte años, había gozado de los favores de una mujer desconocida que lo había elegido, o eso parecía, porque la ceguera garantizaba su silencio. Si no sabía quién era esa mujer (y ella nunca le habló), nunca podría decir nada, lo cual implicaba que estaba casada. Tal vez quería tener un hijo con un hombre que no podía, o había deseado algo más en su vida (en momentos de autocompasión, Elton se preguntaba si lo habría hecho por despecho). En realidad, daba igual. Agradecía esas visitas, que siempre eran de noche. A veces, despertaba en plena experiencia a sus sensaciones concretas, como si la realidad hubiera sido inspirada por un sueño, al cual regresaba entonces para alimentar las noches vacías posteriores. En otras ocasiones, la mujer acudía a él, le tomaba en silencio de la mano y le conducía a otra parte. Ésa era la circunstancia del sueño del heno, que tenía lugar en el establo, rodeado por los relinchos de los caballos y el olor dulce y seco de la hierba recién cortada del campo. La mujer no hablaba. Los únicos sonidos que emitía eran los sonidos del amor. Y terminaba con demasiada brusquedad, con una última exhalación estremecida y un montículo de pelo que le rozaba las mejillas, cuando la mujer se apartaba y levantaba sin decir palabra. Siempre soñaba con estos acontecimientos tal como habían ocurrido, con todo su sentido del tacto, hasta el momento en que, tendido a solas en el suelo del establo, con el único deseo de haber visto a la mujer, o de haberla oído pronunciar su nombre, notaba el sabor de la sal en sus labios y se daba cuenta de que estaba llorando.

Pero esa noche no. Esa noche, justo cuando estaba terminando, ella acercó su cara a la de él y le susurró al oído:

—Hay alguien en el Faro, Elton.

En el Hospital, Sara Fisher no estaba soñando, pero daba la impresión de que la chica sí. Sentada en uno de los catres vacíos, con una sensación casi dolorosa de estar despierta, Sara observó que los ojos de la chica se movían detrás de sus párpados, como si volaran sobre un paisaje invisible. Sara había logrado convencer a Dale de que mantuviera la boca cerrada, con la promesa de que ella lo contaría al Hogar por la mañana. De momento, la chica necesitaba dormir. Como para apoyar su afirmación, eso era precisamente lo que la chica había hecho, acurrucada en el catre de aquella forma auto protectora tan peculiar de ella, mientras Sara la observaba y se preguntaba qué era aquella cosa que había llevado en el cuello, qué descubriría Michael, y por qué, contemplando a la chica, Sara creía que estaba soñando con la nieve.

Había otros, unos cuantos, que tampoco podían dormir. La noche estaba viva de almas en vela. Galen Strauss, para empezar. En su puesto de la muralla septentrional (la plataforma de tiro 10), con la mirada clavada en el resplandor de las luces, Galen se estaba diciendo por enésima vez aquel día que no era un completo idiota. Esta necesidad de decirlo (se había sorprendido mascullando las palabras por lo bajo) significaba que sí lo era, por supuesto. Hasta él lo sabía. Era un idiota. Era un idiota por pensar que podría lograr que Mausami lo quisiera como él la quería a ella. Era un idiota porque se había casado con ella, cuando todo el mundo sabía que estaba enamorada de Theo Jaxon. Era un idiota porque cuando ella le habló del niño, y le lanzó una estúpida mentira acerca de los meses que llevaba de embarazo, se había tragado el orgullo y trazado una sonrisa idiota en la cara. Tan sólo había dicho:

—Un niño. Caramba. Qué te parece.

Sabía muy bien de quién era el niño. Uno de sus mecánicos, Finn Darrell, había hablado a Galen de la noche en la central eléctrica. Finn se había levantado para ir a mear, y al oír ruido en una de los trasteros, había ido a mirar. La puerta estaba cerrada, explicó Finn, pero no era necesario abrirla para saber lo que estaba pasando al otro lado. Finn era la clase de tipo que se lo pasaba en grande dándote noticias que, en su opinión, necesitabas saber. Por lo que le contó, Galen supuso que se había quedado delante de la puerta mucho más tiempo del necesario.

—¡Ay, la leche! —había dicho Finn—, ¿siempre hace esos ruidos?

Que le dieran por el culo a Finn Darrell. Que le dieran por el culo a Theo Jaxon.

Y no obstante, durante un momento de esperanza, Galen había acariciado la idea de que el niño pudiera salvar su relación. Una idea tonta, pero se le había ocurrido. Naturalmente, el niño sólo logró que se pelearan todavía más. Si Theo hubiera vuelto de aquella marcha, era probable que se lo hubieran dicho entonces. Galen ya se imaginaba la escena: «Lo sentimos, Galen. Tendríamos que habértelo dicho. Sucedió... sin querer». Humillante, pero al menos ya habría terminado. Tal como estaban las cosas, Maus y él tendrían que vivir con esa mentira hasta el fin de sus días. Era probable que acabaran despreciándose el uno al otro, si no se despreciaban ya.

Estaba pensando en estas cosas, mientras que al mismo tiempo le asustaba lo que iba a ocurrir a la mañana siguiente, cuando fuera a la central eléctrica. La orden procedía de Ian, aunque Galen sospechaba que no era idea de él, sino de otra persona. Jimmy, o quizá Sanjay. Podía llevarse un corredor, pero eso era todo. No podían desperdiciar personal.

—Enciérrate a cal y canto y aguarda a la siguiente partida de reemplazo —había dicho Ian—, tres días como máximo. ¿De acuerdo, Galen? ¿Podrás ocuparte de esto?

Y él había dicho que sí, que por supuesto, que ningún problema. Hasta se había sentido un poco halagado. Pero a medida que transcurrían las horas, se iba arrepintiendo cada vez más de lo rápido que había aceptado. Había salido de la montaña sólo unas cuantas veces, y era espantoso (todos aquellos edificios vacíos y los flacuchos calcinados en sus coches), pero ése no era el verdadero problema. El problema era que Galen tenía miedo. Tenía miedo siempre, y el miedo iba en aumento a medida que pasaban los días y el mundo que lo rodeaba continuaba su lenta y brumosa disolución. La gente no sabía lo mal que estaba de la vista, ni siquiera Maus. Sabían que estaba mal, pero en realidad no sabían hasta qué punto, y daba la impresión de que empeoraba por días. Tal como estaban las cosas, su campo de visión se había reducido a menos de dos metros. Todo lo que había más allá se transformaba enseguida en un vacío gaseoso, formas indefinibles, colores sin forma y halos de luz. Había probado varias gafas del almacén, pero nada parecía serle útil, lo único que había recibido a cambio de sus problemas fueron dolores de cabeza, como si alguien le estuviera hurgando la sien con un cuchillo, de modo que había tirado la toalla hacía mucho tiempo. Era muy bueno con las voces, era capaz de girar la cabeza en la dirección correcta, pero se perdía un montón de cosas, y sabía que eso conseguía que pareciera lento y estúpido, cosa que no era. Sólo se estaba volviendo ciego.

Y ahora le tocaba a él, capitán de la Guardia, bajar la montaña al amanecer para ir a proteger la central eléctrica. Un viaje que, teniendo en cuenta lo que había sucedido a Zander y Arlo, a Galen Strauss se le antojaba un suicidio. Esperaba encontrar una oportunidad para hablar con Jimmy al respecto, y hacerle entrar en razón, pero hasta el momento no había surgido.

Y ahora que lo pensaba, ¿dónde estaba Jimmy? Soo estaba por ahí, y también Dana Curtis. Ahora que Arlo y Theo habían muerto, y habían expulsado a Alicia de la Guardia, Dana había salido de los pozos para vigilar en la muralla, como todos los demás. Galen se llevaba bien con Dana, y el hecho de que ahora fuera jefe del Hogar, pensó, tal vez influiría en Jimmy. Quizá los dos deberían hablar de ese asunto de ir a la central. Soo estaba en la plataforma de tiro 9, y Dana en la 8. Si se daba prisa, Galen podría regresar a su puesto en cuestión de pocos minutos. Y de hecho, ¿aquello que estaba oyendo, un sonido de voces cercanas, aunque los ruidos se propagaban bien de noche, no era Soo Ramírez? ¿Y la otra voz no era la de Jimmy? Si Galen podía reclutar también a Dana, quizá bastarían unas cuantas palabras para conseguir que Jimmy entrara en razón. Conseguir que Soo o Dana dijeran, bien, claro, yo puedo ir a la central, no entiendo por qué ha de ir Galen.

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