Read El pasaje Online

Authors: Justin Cronin

El pasaje (81 page)

—Alicia Donadio —dijo Ian, en voz lo bastante alta para que todo el mundo le oyera—, estás detenida. Se te acusa de traición.

—¡Expulsa a esa zorra ahora! —gritó alguien.

—¡Silencio! —Pero la voz de Ian era débil, temblorosa—. Hablo en serio. Idos a vuestras casas ya. Las puertas se cerrarán hasta nueva orden. Cualquiera que sea visto deambulando podrá ser detenido por la Guardia. Dispararán contra cualquiera que porte armas. No penséis que no lo voy a hacer.

Y mientras Peter parecía desprotegido, en un mundo que había llegado a ser completamente extraño para él, entre gente a la que ya no reconocía, los centinelas se llevaron a Alicia.

37

Mausami Patal había tomado una decisión. Estaba en el Asilo, y había pasado una noche inquieta y una mañana todavía más inquieta en el aula del segundo piso, entre los Pequeños. La historia de los terribles acontecimientos de la noche le había llegado vía Otra Sandy, cuyo marido, Sam, había entrado nada más amanecer.

La idea se le había ocurrido de repente. Ni siquiera se había dado cuenta de que la estaba elaborando. Pero había despertado con la clara sensación de que algo había cambiado en su interior aquella noche. La decisión se había revelado con sencillez, casi de una manera aritmética. Iba a tener un hijo. El niño era de Theo Jaxon. Como el niño era de Theo Jaxon, cabía la posibilidad de que Theo no estuviera muerto.

Mausami iba a ir a su encuentro para contarle lo de su hijo.

El momento de partir sería justo antes del toque matutino, con el cambio de guardia. Eso le procuraría el amparo que necesitaba y la luz de pleno día para bajar a pie la montaña. Desde allí, ya decidiría adónde ir. El mejor sitio para salir sería por encima del reborde, con sus limitados ángulos de visión. Una vez Sandy y los demás se hubieran ido a dormir, se dirigiría al almacén para equiparse en vistas del viaje: una cuerda fuerte para bajar por la muralla, comida y agua, una ballesta y un cuchillo, un par de botas resistentes, una muda y una mochila para llevarlo todo.

Debido al toque de queda, no habría nadie en las calles. Llegaría al saliente amparada por las sombras y esperaría a que llegara la aurora.

Mientras el plan maduraba en su mente, adquiría forma y detalle, Mausami cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo: estaba organizando su propia muerte. Hacía días que se dedicaba a ello. Desde que regresó la partida de reemplazo, había exhibido todas las señales de padecer un trastorno: violaba el toque de queda, padecía un desánimo extremo y ponía de los nervios a todo el mundo, que estaba preocupado por su salud. No habría podido resultar más convincente ni a propósito. Incluso la emotiva escena en la puerta principal, cuando Lish la había obligado a bajar, jugaría un papel importante en la narración de los antecedentes que la gente recopilaría para explicar su decisión. «¿Cómo no lo vimos venir?», dirían, abatidos, mientras sacudían la cabeza. Exhibía todos los síntomas. Porque la mañana en que Otra Sandy despertara y descubriera el catre de Mausami vacío, y quizá esperara unas horas antes de caer en la cuenta de lo extraño que era aquello, pero al final informara, y otros fueran en su busca, descubrirían la cuerda por encima del reborde. Una cuerda con un único significado posible: una cuerda a ninguna parte y a nada. No habría otra conclusión posible: la centinela Mausami Patal Strauss, esposa de Galen Strauss, hija de Sanjay y Gloria Patal, Primera Familia, embarazada y atemorizada, había decidido tirar la toalla.

Y al final, había llegado el día. Estaba tejiendo las botitas en el Asilo (casi no había hecho progresos), escuchando la cháchara de Otra Sandy, que mantenía a los Pequeños ocupados con juegos, cuentos y canciones, la noticia de la muerte de Mausami como un hecho aplazado, como una flecha que, una vez disparada desde el arco, sólo tenía que clavarse en el blanco para revelar el significado de su propósito. Se sentía como un fantasma. Experimentaba la sensación de que ya no existía. Pensó en visitar a sus padres por última vez, pero ¿qué les diría? ¿Cómo podría despedirse sin las palabras adecuadas? Tenía que pensar en Galen, pero después de lo de la última noche no quería volver a verlo nunca más. Galen era lo último en lo que ella pensaba. Al fin y al cabo, no había ido a la central eléctrica, Otra Sandy se lo había dicho, pensando que era una buena noticia para ella. Galen se contaba entre los centinelas que habían detenido a Alicia. Mausami se preguntó si Galen sería el primero a quien se lo dirían, o el segundo, o el tercero. ¿Se entristecería? ¿Lloraría? ¿La imaginaría deslizándose por la muralla y sentiría alivio?

Sus manos se habían detenido sobre la labor. Se preguntó si estaría loca. Era probable. Había que estar loca para pensar que Theo no había muerto. Pero le daba igual.

Se excusó con Otra Sandy, quien movió una mano distraída (había despejado un espacio para que los Pequeños se sentaran en círculo y estaba intentando callarlos, para empezar la clase del día), y salió al pasillo, dejando atrás la puerta y las voces de los niños. Una ráfaga de silencio que parecía ruido. Se quedó parada un instante en el pasillo. En momentos así, era casi posible imaginar que el mundo no era el mundo. Que existía otro mundo en el que los virales no existían, del mismo modo que no existían para los Pequeños, que vivían en un sueño del pasado. Ésa debía de ser la razón de que hubieran construido el Asilo, para que existiera todavía un lugar así. Avanzó por el pasillo, sus zapatillas resonaron sobre el agrietado linóleo, dejó atrás las puertas de las aulas vacías y bajó las escaleras. El olor a alcohol aún se notaba en la Sala Grande, y tenía suficiente intensidad como para llenarle los ojos de lágrimas, y mientras Mausami se acomodaba con la labor, supo que se quedaría allí el resto del día. Se sentaría en el silencio y terminaría de tejer las botitas, para poder llevárselas.

38

Si le hubieran pedido que concretara cuál había sido el peor momento de su vida, Michael Fisher no habría dudado la respuesta: cuando las luces se apagaron.

Michael acababa de enrollar el carrete de la pasarela cuando sucedió: una zambullida en la oscuridad total, tan apabullante en su nada tridimensional que, por un instante aterrador, se preguntó si habría caído al suelo sin darse cuenta, y eso era la oscuridad de la muerte. Pero entonces oyó la voz de Kip Darrell («¡Señales! ¡Tenemos señales! ¡Hostia puta! ¡Están por todas partes!»), y en su cerebro penetró la información de que no sólo seguía vivo, sino de que las luces se habían apagado.

¡Las luces se habían apagado!

El que hubiera logrado bajar de la pasarela por las escaleras corriendo como un poseso en la oscuridad impenetrable era una hazaña que se le antojaba increíble. Había salvado los últimos metros de un salto, con la bolsa de las herramientas oscilando, las rodillas flexionadas para absorber el impacto, y corrido hacia el Faro.

—¡Elton! —gritó cuando dobló la esquina, subió al porche y atravesó la puerta como una exhalación—. ¡Elton, despierta!

Esperaba encontrar el sistema colgado, pero cuando llegó al panel, mientras Elton entraba cojeando en la habitación desde el otro lado como un gran caballo ciego, y vio el brillo de los tubos de rayos catódicos, con todos los contadores en verde, se quedó de piedra.

¿Por qué coño se habían apagado las luces?

Se precipitó hacia la caja, y fue allí donde vio el problema. El disyuntor principal estaba abierto. Lo único que debía hacer era cerrarlo, y las luces volverían a encenderse.

Michael presentó su informe a Ian en cuanto amaneció. La historia de la subida de tensión fue la mejor que se le ocurrió, con el fin de mantener a Ian alejado del Faro. Y supuso que una subida de tensión bastaría, aunque el sistema lo habría registrado, y no había nada en el archivo. El problema habría podido consistir en un cortocircuito, pero en caso de ser cierto, el disyuntor no hubiera aguantado. El circuito habría vuelto a fallar en cuanto activara el interruptor. Había dedicado la mañana a inspeccionar todas las conexiones, ventilando y volviendo a ventilar los puertos, cargando los condensadores. No fallaba nada. Parecía como si alguien conociera el disyuntor concreto para conseguirlo.

—¿Vino alguien? —preguntó—. ¿Oíste algo?

Pero Elton se limitó a sacudir la cabeza.

—Estaba durmiendo, Michael. Estaba dormido como un tronco en la parte de atrás. No oí nada hasta que entraste chillando.

Pasaba de mediodía cuando su estado de ánimo mejoró y volvió a trabajar en la radio. Con tanto nerviosismo, casi se había olvidado de ella, pero cuando salió del Faro en busca del carrete que había dejado caer la noche anterior lo encontró tirado en el polvo, con el largo cable ascendiendo hacia lo alto de la muralla, se quedó convencido una vez más de su importancia. Empalmó el cable a los filamentos de cobre que había dejado montados, regresó al Faro, bajó el cuaderno de anotaciones de la estantería para comprobar la frecuencia y se puso los auriculares.

Dos horas después, enloquecido por la adrenalina, el pelo y el jersey empapados de sudor, encontró a Peter en el barracón. Estaba sentado en un catre, dando vueltas a un cuchillo alrededor del dedo índice. No había nadie más en la sala. Al oír entrar a Michael, Peter lo miró sin gran interés. A juzgar por su aspecto, parecía que hubiera sucedido algo terrible, pensó Michael. Como si quisiera utilizar aquella hoja contra alguien, pero no acabara de decidir contra quién. Y por cierto, se preguntó Michael, ¿dónde estaba todo el mundo? ¿Acaso no reinaba un silencio inquietante? Nadie le había dicho nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter y continuó jugando melancólico con el cuchillo—. Porque sea lo que sea, espero que sea una buena noticia.

—Oh, Dios mío —exclamó Michael. No le salían las palabras—. Debes oír esto.

—Michael, ¿tienes idea de lo que está pasando? ¿Qué debo oír?

—Amy —dijo—. Debes saber lo de Amy.

39

En el Faro, Michael se sentó ante su terminal. El aparato que habían extraído del cuello de la chica estaba despiezado sobre un mantel de piel al lado del tubo de rayos catódicos de Michael.

—La fuente de energía —estaba diciendo Michael—, eso sí que es interesante. Muy interesante. —Levantó una diminuta cápsula metálica del interior del transmisor, con la ayuda de unas pinzas—. Una pila, pero no he visto nunca una igual. Teniendo en cuenta el tiempo que lleva en funcionamiento, yo diría que es nuclear.

Se sobresaltó.

—¿No es peligrosa?

—Para ella no, por lo visto. Y la ha llevado dentro durante mucho tiempo.

—¿Cuánto? —Peter miró a su amigo, cuyo rostro resplandecía de entusiasmo. Hasta el momento, sólo había contestado de manera vaga a las preguntas de Peter—. ¿Te refieres a un año? ¿Más tiempo?

—No sabes ni la mitad. Espera un momento. —Dirigió de nuevo la atención de Peter hacia el objeto de la mesa, y utilizó las pinzas para identificar las partes—. Bien, tenemos un transmisor, una pila, y después... el resto. Al principio, pensé que era un chip de memoria, pero era demasiado pequeño como para empalmarlo en cualquiera de los puertos del ordenador principal, de modo que tuve que soldarlo.

Después de un par de veloces pulsaciones en su teclado, una página de información apareció en la pantalla.

—La información del chip está dividida en dos particiones, una mucho más pequeña que la otra. Lo que estás viendo es la primera partición.

Peter vio una sola línea de texto, letras y números verdes sin espacios intermedios.

—No sé leerlos —reconoció.

—Porque han eliminado los espacios. Por algún motivo, una parte se ha transpuesto. Creo que es un sector dañado del chip. Tal vez le pasó algo cuando lo soldé al tablero. En cualquier caso, da la impresión de que ha desaparecido un montón de información. Pero lo que tenemos nos revela muchas cosas.

Michael abrió una segunda pantalla. Las mismas cifras, pero los números y las letras se habían reorganizado.

AMY SAC

SUJ 13

ASNTO NOÉ USAMRIID SWD

GFP: 22,72 kg

—Amy SAC. —Peter levantó los ojos de la pantalla—. ¿Amy?

Michael asintió.

—Ésa es nuestra chica. No sé bien qué quiere decir SAC, pero creo que es «sin apellido conocido». Iré al grano dentro de un momento, pero la última línea está muy clara. Género, femenino. Peso, 22,720 kilos. Es el de una niña de cinco o seis años. Supongo que tenía esa edad cuando le implantaron el transmisor.

Peter no tenía nada claro, pero Michael hablaba con tal seguridad que aceptó la palabra de su amigo.

—De modo que lo ha llevado dentro... ¿unos diez años?

—Bien —dijo Michael, todavía sonriendo—, no exactamente. Y no te adelantes, pues debo enseñarte muchas cosas. Será mejor que me dejes proceder paso a paso. Bien, eso es todo lo que he deducido de la primera partición, y no es gran cosa, pero no es el material más interesante ni de lejos. La segunda partición es una auténtica mina. Casi 16 terabytes. Eso es un billón de bytes de datos.

Pulsó otra tecla. Apretadas columnas de cifras empezaron a desfilar por la pantalla.

—Increíble, ¿verdad? Al principio pensé que era una especie de codificación, pero no lo es. Todo está aquí, pegado como en la primera partición. —Michael hizo algo que congeló el torrente de columnas, y dio un golpecito en el cristal con el dedo—. La clave era este número, el primero de la secuencia, repetido a lo largo de la columna.

Peter clavó la vista en la pantalla.

—¿Novecientos ochenta y seis?

—Casi. Noventa y ocho coma seis. ¿Te suena?

Peter sólo acertó a menear la cabeza.

—Pues no.

—Con noventa y ocho coma seis nos referimos a la temperatura normal del cuerpo humano, expresada en la antigua escala Fahrenheit. Mira el resto de la línea. El 72 debe de ser el ritmo cardíaco. Tienes la respiración y la tensión arterial. Supongo que el resto tiene que ver con la actividad cerebral, la función renal y todo eso. Sara lo entenderá mejor que yo. Pero lo más importante es que salen en grupos diferenciados. Es bastante evidente si buscas el primer número y miras dónde se reinicia la secuencia. Creo que este trasto es una especie de monitor corporal, diseñado para transmitir datos a un ordenador principal. Supongo que Amy era una paciente.

—¿Una paciente? ¿De un hospital? —Peter frunció el ceño—. Nadie podría hacer eso.

—Ahora no. Y aquí viene lo más interesante. En conjunto, hay 537.278 grupos en el chip. Dispusieron el transmisor para que se conectara cada noventa minutos. El resto fue pura aritmética. Dieciséis ciclos al día por trescientos sesenta y cinco días al año.

Other books

Creating Harmony by Viola Grace
An Uplifting Murder by Elaine Viets
Circus Wolf by Lynde Lakes
Cargo of Coffins by L. Ron Hubbard
Torture (Siren Book 2) by Katie de Long
Crash Pad by Whitley Gray
Shade's Children by Nix, Garth
Revival by Stephen King
Crystal by V. C. Andrews