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Authors: Justin Cronin

El pasaje (80 page)

Y en el último instante, antes de que sus pensamientos la abandonaran, oyó la voz del corredor, Kip Darrell, que gritaba desde la muralla.

—¡Señales, tenemos señales! ¡Hostia puta, están por todas partes!

Pero dijo esas palabras a la oscuridad. Todas las luces se habían apagado.

36

La asamblea se convocó a mediodía, bajo un cielo lúgubre preñado de lluvia que no caía. Todas las almas se habían reunido en el Solárium, adonde habían trasladado la larga mesa del Asilo. Sentados ante la asamblea sólo había dos hombres: Walter Fisher e Ian Patal. Walter presentaba el aspecto desaliñado de costumbre, un desastre de pelo grasiento, ojos legañosos y ropa manchada que habría utilizado durante toda la estación. El que ahora ostentara el cargo de jefe del Hogar, o lo que quedaba de él, pensó Peter, era uno de los datos menos prometedores del día. Ian tenía mucho mejor aspecto, pero incluso él, después de los acontecimientos de la noche anterior, parecía vacilante e inseguro, y le resultaba difícil mantener el orden. Para Peter, no estaba claro cuál era su papel (¿estaba sentado como Patal, o como comandante?), pero esa preocupación parecía insignificante, demasiado técnica como para darle vueltas en la cabeza. De momento, Ian estaba al mando.

Peter, a cuyo lado estaba Alicia, paseó la vista por la multitud. No vio a Tía, cosa que no le sorprendió. Hacía muchos años que no acudía a las asambleas del Hogar. Entre las caras ausentes que buscaba estaban Michael, que había vuelto al Faro, y Sara, que continuaba en el hospital. Vio a Gloria, cerca de la primera fila, pero no a Sanjay, cuyo paradero, junto con el de Old Chou, era motivo de muchas habladurías, un murmullo de preocupación de gente que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Y hasta el momento, sólo era preocupación lo que detectaba. El pánico aún no había estallado, pero Peter sabía que era cuestión de tiempo: la noche regresaría.

Las otras caras que vio, en contra de sus deseos, eran de aquellos que habían perdido a alguien, esposo, hijo o padres, durante el ataque. Entre este grupo se contaban Cort Ramírez y Russell Curtis, el marido de Dana, acompañado de sus hijas, Ellie y Kat, con el rostro destrozado por el dolor; Milo y Penny Darrell, cuyo hijo Kip, un corredor, acababa de cumplir quince años, la víctima más joven; Hodd y Lisa Greenburg, los padres de Sunny; Addy Phillips y Tracey Strauss, quien daba la impresión de haber envejecido diez años de la noche a la mañana y estaba desprovista de toda vitalidad; Constante Chou, la joven esposa de Old Chou, que no soltaba a su hija Darla, como si también se la pudieran arrebatar. Cuando la muchedumbre enmudeció lo bastante como para que se restableciera el orden, Ian habló. Daba la impresión de que se dirigían a ese grupo de supervivientes que estaba de duelo; en efecto, parecían una única entidad, pues la magnitud de su pérdida había establecido un vínculo entre ellos, al tiempo que los había separado de los demás, como una fuerza magnética que atrajera y repeliera al mismo tiempo.

Ian empezó resumiendo los hechos, que Peter ya conocía, o casi todos. Poco después de medianoche, por motivos inexplicables, las luces se habían apagado. Por lo visto, la causa había sido una subida de tensión, que había activado el disyuntor principal. La única persona que estaba en el Faro en el momento del incidente era Elton, que dormía en la parte de atrás. El ingeniero de servicio, Michael Fisher, había salido para reajustar manualmente uno de los conductos de ventilación del acumulador, con lo que dejó el panel desatendido. Michael no tenía la culpa de eso, aseguró Ian a la multitud. Abandonar el Faro para ventilar el conducto de ventilación era adecuado. Era imposible que Michael pudiera prever la subida de tensión que activó el disyuntor. En conjunto, las luces habían estado apagadas durante menos de tres minutos (el tiempo que había tardado Michael en volver al Faro, corriendo a oscuras, y reactivar el sistema), pero durante ese breve intervalo habían abierto una brecha en la muralla. El último informe hablaba de un grupo numeroso apostado ante el cortafuegos. Cuando volvió la luz, se habían apoderado de tres almas: Jimmy Molyneau, Soo Ramírez y Dana Jaxon. Los habían avistado en la base de la muralla, cuando se llevaban sus cuerpos.

Ésa fue la primera oleada del ataque. Era evidente que a Ian le costó mantener la compostura cuando relató lo que ocurrió a continuación. Si bien el primer grupo numeroso se había dispersado, un segundo grupo de tres se había aproximado desde el sur y atacó la muralla cerca de la plataforma 6, la misma donde, hacía dieciséis días, Arlo Wilson había matado a la hembra voluminosa que tenía una característica mata de pelo. La juntura partida que le había permitido subir ya había sido reparada. Los tres no habían encontrado asidero, pero al parecer no era ésa su intención. En aquellos momentos, reinaba la confusión en la muralla, y todas las fuerzas se dirigían hacia la plataforma 6. Bajo una lluvia de flechas y proyectiles, los tres virales habían intentado subir una vez más. Entretanto, un tercer grupo (tal vez parte de un segundo que se había dividido en dos, tal vez un grupo diferente por completo) había conseguido saltar la muralla en la plataforma 9, que se había quedado desierta.

Habían invadido la pasarela.

Se produjo un tumulto. No había otra palabra para definirlo. Habían muerto otros tres centinelas antes de que se pudiera repeler al grupo: Gar Phillips, Aiden Strauss y Kip Darrell, el corredor que había informado de la presencia del grupo grande congregado ante el cortafuegos. A un cuarto, Sunny Greenberg, quien había abandonado su puesto en la cárcel para sumarse a la batalla, lo daban por desaparecido. Entre los desaparecidos (Ian hizo una pausa con expresión de profunda preocupación) se encontraba Old Chou. Constance había despertado a primera hora de la mañana y descubierto que había desaparecido. Nadie lo había visto desde entonces. Parecía probable, aunque no existían pruebas concretas, que hubiera salido de casa en plena noche para acudir a la muralla, donde lo habrían capturado junto con los otros. No habían matado a ningún viral.

—Eso es todo —dijo Ian—. Eso es lo que sabemos.

Estaba pasando algo, pensó Peter. La multitud también lo percibía. Nadie había presenciado jamás un ataque como ése, con semejante táctica. Lo más parecido era la Noche Oscura, pero incluso entonces, los virales no habían dado muestras de presentar un ataque organizado. Cuando las luces se apagaron, Peter había corrido con Alicia desde el aparcamiento de remolques hasta la muralla, para combatir con todos los demás, pero Ian había ordenado a ambos que fueran al Asilo, que con la confusión del momento se había quedado sin defensores. Por tanto, lo que habían visto y oído había quedado atenuado por la distancia, y empeorado también por dicha causa. Sabía que tendría que haber estado en la muralla.

Una voz se elevó entre los murmullos de la muchedumbre.

—¿Y la central eléctrica?

—Quien hablaba era Milo Darrell. Sostenía a su esposa Penny.

—Por lo que sabemos, todavía está a buen recaudo, Milo —dijo Ian—. Michael dice que todavía queda corriente.

—¡Pero has dicho que se produjo una subida de tensión! Alguien debería ir allí a echar un vistazo. ¿Dónde demonios está Sanjay?

Ian vaciló.

—A eso iba, Milo. Sanjay está enfermo. De momento, Walter es el que está al mando.

—¿Walter? No hablarás en serio.

Dio la impresión de que Walter se reanimaba. Se removió en su asiento y levantó su rostro abotargado hacia la asamblea.

—Espera un momento...

Pero Milo lo interrumpió.

—Walter es un borracho —dijo, alzando la voz, cada vez más osado—. Un borracho y un mentiroso. Todo el mundo lo sabe. ¿Quién manda aquí en realidad, Ian? ¿Eres tú? Porque por lo que yo sé, no manda nadie. Lo que digo es que abramos el Arsenal y dejemos subir a la muralla a todo aquel que lo desee. Y que alguien vaya a la central eléctrica ahora mismo.

Murmullos de aprobación recorrieron la multitud. «¿Qué está intentando hacer Milo? —pensó Peter—. ¿Iniciar un motín?» Miró a Alicia. Tenía la vista clavada en Milo, el cuerpo como a punto de saltar, los brazos caídos a los costados. Ojo avizor.

—¿Lamento lo de tu chico —dijo Ian—, pero no es el momento de perder los estribos. Deja que la Guardia se encargue de esto.

Milo no le prestó atención. Recorrió con la mirada a todos los miembros de la asamblea.

—Ya lo habéis oído. Ian dice que estaban organizados. Bien, puede que nosotros debamos organizarnos también. Si la Guardia no hace nada al respecto, deberíamos hacerlo nosotros.

—¡Por lo que más quieras, Milo! Cálmate. La gente está asustada, y tú no haces nada por calmarla.

Fue Sam Chou quien habló a continuación.

—No me extraña que esté asustada. Caleb dejó entrar a la chica, y ya hay once personas muertas. ¡Ella es el motivo de que hayan venido!

—Eso no lo sabemos, Sam.

—Yo sí lo sé. Como todo el mundo. Todo empezó con Caleb y esa chica. Yo digo que también terminemos con ellos.

Peter oyó entonces voces que se elevaban: «La chica, la chica. Tiene razón. Ha sido la chica».

—¿Y qué quieres que hagamos?

—¿Qué quiero que hagáis? —replicó Sam—. Lo que ya tendría que haberse hecho. Deberíamos expulsarlos. —Dio media vuelta y se puso de cara a la muchedumbre—. ¡Escuchadme todos! La Guardia no quiere decirlo, pero yo sí. Las ballestas no pueden protegernos, contra esto no. ¡Expulsémoslos ya!

Dicho eso, se oyó la primera voz que lo respaldó, luego otra y otra, hasta formar un coro:

—¡Expulsarlos! ¡Expulsarlos! ¡Expulsarlos!

Peter pensó que aquello era como si de repente hubiera quedado al descubierto toda una vida de preocupaciones. Ian agitaba los brazos, pidiendo silencio a gritos. La multitud parecía estar al borde de la violencia, de cometer algún acto terrible. Nada podía detenerla. Había desaparecido toda pretensión de orden.

Supo entonces que tenía que mantener a la chica lejos de allí. Y también a Caleb, cuyo destino estaba unido al de ella. Pero ¿adónde irían? ¿Qué lugar sería seguro?

Se volvió, pero Alicia había desaparecido.

Entonces, Peter la vio. Se había abierto paso entre la masa agitada de gente. Se subió a la mesa con un ágil salto y se volvió de cara a la asamblea.

—¡Escuchadme todos! —bramó.

Peter notó que la multitud se ponía tensa a su alrededor. Un nuevo temor corrió por sus venas.

«Lish, ¿qué estás haciendo?», pensó.

—Ella no es el motivo de que estén aquí —anunció Alicia—. Soy yo.

Sam alzó la voz hacia ella.

—¡Baja, Lish! ¡Esto no es asunto tuyo!

—Escuchad todos. Yo tengo la culpa. No quieren a la chica, sino a mí. Fui yo quien prendió fuego a la biblioteca. Eso fue el comienzo de todo. Era un nido, y yo los conduje hasta aquí. Si vais a expulsar a alguien, debería ser a mí. Soy el motivo de que esa gente haya muerto.

Milo Darrell fue el primero que se movió; saltó hacia la mesa. No quedó claro si su objetivo era golpear a Alicia, a Ian, o incluso a Walter, pero con esa provocación se desató la violencia, la multitud empezó a empujarse y dar codazos, una masa vagamente coordinada que avanzaba como dotada de voluntad propia. Volcaron la mesa. Peter vio que Alicia caía hacia atrás, rodeada por la turba. La gente gritaba y chillaba. Los que iban con niños intentaban alejarse, mientras otros sólo querían llegar a la primera fila. El único pensamiento de Peter era llegar hasta Alicia, pero también quedó atrapado entre los cuerpos que se revolvían. Notó un estorbo bajo los pies (sospechó que estaba pisoteando a alguien), y cuando avanzó dando tumbos vio que era Jacob Curtis. El muchacho había caído de rodillas y se protegía la cabeza con las manos. Se estrellaron el uno contra el otro, ambos gimieron, y Peter saltó sobre la ancha espalda del chico. Cayó de rodillas y se lanzó adelante de nuevo, entre una masa de brazos y piernas, como un nadador entre un mar de gente, apartando cuerpos. Algo lo golpeó entonces (un impacto en la cabeza que pareció un puñetazo deliberado), se volvió y conectó un directo en la cara barbuda de pobladas cejas que sólo más tarde se dio cuenta de que pertenecía a Hodd Greenberg, el padre de Sunny. Casi había llegado a la primera fila de la muchedumbre. Alicia estaba en el suelo, apenas visible entre la turba que la rodeaba. Como Jacob, se protegía las manos con la cabeza, con el cuerpo acurrucado bajo la tormenta de manos y pies que caían sobre ella.

Ni se lo planteó. Peter desenvainó el cuchillo.

Nunca supo qué habría podido ocurrir a continuación. Desde la puerta llegó una segunda oleada de figuras: la Guardia. Ben y Galen, armados de ballestas. Dale Levine, Vivian Chou, Hollis Wilson y los demás. Con las armas cargadas, formaron una rápida línea divisoria entre la mesa y la multitud, y su presencia logró que todo el mundo retrocediera.

—¡Volved a vuestras casas! —gritó Ian. Tenía el pelo empapado de sangre, que rodaba sobre un lado de su cara hasta desaparecer debajo del cuello jersey. Tenía las mejillas inflamadas de furia, y brotaba saliva de sus labios cuando hablaba. Barrió a la multitud con su ballesta, como si no acabara de decidir a quién debía disparar primero.

»¡El Hogar queda suspendido! ¡Declaro la ley marcial! ¡Entra en efecto de inmediato el toque de queda!

Toda la turba se había alejado de Alicia, quien había quedado a su suerte. Cuando Peter se arrodilló a su lado, volvió la cara manchada de tierra hacia él, con una mirada perentoria y el blanco de los ojos enorme.

Movió la boca en silencio para dirigirle una única palabra:

—Vete.

Se levantó y se perdió entre la turba. Había gente de pie, y otra tirada en el suelo, y los primeros ayudaban a algunos a levantarse. Todo el mundo estaba cubierto de polvo. Peter cayó en la cuenta de que tenía la boca seca a causa del que había tragado. Walter Fisher estaba sentado al lado de la mesa volcada, aferrándose la cabeza. Sam y Milo habían desaparecido. Como Peter, se habían esfumado.

Un par de centinelas, Galen y Hollis, levantaron a Alicia, quien no ofreció resistencia cuando Ian la despojó de sus cuchillos. Peter sabía que estaba herida, pero no hasta qué punto. Su cuerpo parecía flácido y rígido al mismo tiempo, como si estuviera conteniendo el dolor. Tenía una mancha de sangre en la mejilla, otra en el codo. Su trenza se había soltado. Su jersey tenía un desgarrón en la manga, que colgaba de unos hilos. Ian y Galen la sujetaban, uno a cada lado, como si fuera una prisionera. Con que se trataba de eso, comprendió Peter. Al atraer sobre ella la furia de la multitud, la había desviado de la chica, lo cual les proporcionaba algo de tiempo. Aunque sólo fuera para controlar a la muchedumbre, Ian tendría que encerrarla en la cárcel. «Prepárate», le había dicho con la mirada.

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