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Authors: Justin Cronin

El pasaje (79 page)

«Sólo un par de minutos», pensó Galen. Cogió su ballesta y empezó a avanzar por la pasarela.

En el mismo momento, escondidos en el antiguo remolque de la FEMA, Peter y Alicia estaban jugando a las cartas. Como sólo contaban con la luz de los focos para verse, la partida poseía una cualidad difusa, pero ya hacía mucho tiempo que habían dejado de preocuparse por quién ganaba, si es que alguna vez les había importado. Peter estaba intentando decidir si debía contarle a Alicia lo que había sucedido en el Hospital, la voz que había oído en su mente, pero a cada minuto que pasaba le resultaba más difícil imaginarse haciendo eso, pues no sabía cómo explicarse. Había oído palabras en su cabeza. Su madre lo echaba de menos. «Debo de estar soñando», se dijo, sin darse cuenta de la ironía, y cuando Alicia interrumpió sus pensamientos, levantando con impaciencia las cartas, se limitó a sacudir la cabeza.

—No es nada —dijo—. Juega tu mano.

También despierto a esa hora, la 01:15 en el registro de la Guardia, estaba Sam Chou. Sam no deseaba otra cosa que la comodidad de su cama, rodeado por los afectuosos brazos de su esposa. Pero como Sandy dormía en el Asilo (se había presentado voluntaria para sustituir a April hasta que encontraran a otra persona), había padecido la interrupción de estos ritos rutinarios, de forma que estaba tumbado con la vista clavada en el techo. También le preocupaba una sensación que, a medida que el día iba avanzando hacia la noche, reconoció como vergüenza. Aquel incidente tan curioso en la cárcel... No podía explicarlo. En el nerviosismo del momento, había creído a pies juntillas que debían hacer algo. Pero durante las horas posteriores, y después de ir al Asilo para ver a sus hijos (que no parecían muy afectados), Sam había descubierto que sus opiniones sobre el asunto de Caleb se habían moderado de manera sustancial. Al fin y al cabo, Caleb no era más que un crío, y Sam comprendía que expulsar al chico no solucionaría nada. Se sentía un poco culpable por haber manipulado a Belle (con Rey en la central, la mujer debía estar loca de preocupación), y si bien no se llevaba nada bien con Alicia, tan pagada de sí misma, Sam tenía que admitir que, dadas las circunstancias, con el idiota de Milo azuzándolo, era mejor que ella hubiera intervenido. Quién sabía qué habría podido ocurrir en caso contrario. Cuando Sam habló con Milo más tarde, tras las conversaciones del día, en las que se había debatido la necesidad de expulsar al chico si el Hogar no lo hacía, sugirió que quizá deberían reconsiderar la situación, y ver cómo pintaban las cosas por la mañana después de una buena noche de descanso. Milo había reaccionado con una expresión de alivio indisimulado.

—Sí, claro —dijo Milo Darrell—. Puede que tengas razón. Vamos a ver qué opinamos por la mañana.

De modo que Sam se sentía arrepentido de todo el asunto, arrepentido y algo confuso, porque no era propio de él enfurecerse hasta tal extremo. No era nada propio. Por un segundo, allí delante de la cárcel, se lo había creído: alguien tenía que pagar. No parecía importar el que fuera un chico indefenso, convencido de que alguien le había ordenado desde la pasarela que abriera la puerta. Y lo más extraordinario era que en todo ese tiempo Sam no había pensado en la chica, la caminante, que era el motivo de que todo aquello hubiera sucedido. Mientras contemplaba el juego de las luces de los focos sobre el alero, se preguntó por qué. Por Dios, pensó Sam, después de tantos años, una caminante. Y no sólo una caminante, sino una chica joven. Sam no era de los que creían que el ejército volvería algún día (tenías que ser muy estúpido para creer eso después de tantos años), pero una chica así significaba algo. Significaba que alguien seguía con vida allí fuera. Tal vez un montón de álguienes. Y cuando pensaba en esto, la idea le incomodaba de una manera extraña. No podía decir por qué, salvo que la idea de esta chica, la Chica de Ninguna Parte, era como una pieza que no encajara. ¿Y si estos menganitos aparecían de la nada? ¿Y si eran el principio de una nueva oleada de caminantes, que buscaban seguridad bajo las luces? Iban justos de comida y combustible. Sí, en los viejos tiempos habría parecido cruel rechazar a los Caminantes. Pero ¿acaso la situación no era algo diferente ahora, después de tantos años? ¿No habían alcanzado una especie de equilibrio? Porque la verdad era que a Sam Chou le gustaba su vida. Él no era de los que se preocupaban o sufrían. Conocía a gente así, como Milo, y no lo entendía. Podían ocurrir cosas espantosas, sin duda, pero eso siempre era cierto, y en el ínterin, tenía su cama, su casa, su esposa y sus hijos. ¿No era suficiente? Y cuanto más pensaba Sam en ello, más le parecía que no era de Caleb de quien debían preocuparse. Era de la chica. Así que, por la mañana, le diría eso a Milo. Había que hacer algo con la Chica de Ninguna Parte.

Michael Fisher también estaba despierto. En general, Michael consideraba que dormir era una pérdida de tiempo. Era justo otro caso de exigencias irrazonables del cuerpo sobre la mente, y todos sus sueños, cuando le daba por recordarlos, parecían versiones poco alteradas de su estado de vigilia, llenos de circuitos, diferenciales y relés, mil problemas que solucionar, y despertaba sintiéndose menos descansado que propulsado hacia el futuro, sin ningún éxito logrado durante aquellas horas perdidas.

Pero ése no era el caso aquella noche. Michael Fisher no había estado nunca tan despierto como aquella noche, y estaba ocupado en algo. El contenido del chip, que se había descargado en abundancia en el ordenador central (un verdadero torrente de datos) era nada menos que una reescritura del mundo. Esa nueva información era lo que había impulsado a Michael a correr el riesgo que arrostraba ahora, montar una antena en lo alto de la muralla. Había empezado en el tejado del Faro, donde conectó un carrete de veinte metros de cable de cobre no aislado de ocho válvulas con la antena que habían instalado en lo alto de la chimenea meses antes. Dos carretes más lo habían llevado hasta la base de la muralla. Fue todo el cobre del que pudo disponer. Para el resto había decidido utilizar un cable de alto voltaje aislado que debería pelar a mano. Lo difícil sería llegar a lo alto de la muralla sin que lo vieran los centinelas. Tras haber recogido dos carretes más en el cobertizo, se paró al amparo de las sombras bajo uno de los puntales de apoyo y sopesó sus opciones. La escalera más próxima, veinte metros a su izquierda, conducía a la plataforma de tiro 9. Era imposible subirla sin que le vieran. Había una segunda escalera situada entre las plataformas 8 y 7, la cual sería ideal, salvo por los corredores, quienes a veces la utilizaban como atajo entre siete y diez, y soportaba muy poco tráfico, pero carecía de suficiente cable para llegar hasta ella.

Sólo quedaba una opción. Llevar un carrete a la escalera más alejada, avanzar por la pasarela hasta situarse encima del saliente, tirarlo al suelo y bajar de nuevo para conectar el segundo cable con el primero. Todo ello, además, sin que lo viera nadie.

Michael se arrodilló en la tierra, extrajo sus cortaalambres de la vieja mochila de lona que utilizaba como bolsa de herramientas y se puso a trabajar. Sacó el cable del carrete y peló el conducto de plástico. Al mismo tiempo, prestaba atención al ruido de pasos sobre su cabeza, lo cual significaría que un corredor estaba pasando. Cuando el cable estuvo pelado y rebobinado, oyó a los corredores moverse dos veces. Estaba bastante seguro de que contaría con unos cuantos minutos antes de que llegara el siguiente. Lo metió todo en la mochila, corrió hacia las escaleras, respiró hondo y empezó a subir.

Las alturas siempre habían constituido un problema para Michael (no le gustaba ni tan siquiera subirse a una silla), un hecho que, resuelto como estaba a realizar aquella tarea, no había entrado en sus cálculos, y cuando llegó a lo alto de las escaleras, una ascensión de veinte metros que a él se le antojó diez veces más larga, estaba empezando a dudar de que aquella empresa fuera una idea sensata. Su corazón martilleaba de pánico. Sus miembros se habían convertido en gelatina. Caminar sobre la pasarela, una rejilla abierta suspendida sobre un abismo de espacio, exigiría toda su fuerza de voluntad. El sudor irritaba sus ojos cuando se izó desde el último escalón y cayó de estómago sobre la rejilla. Bajo el resplandor de las luces, y sin los habituales puntos de referencia del suelo y el cielo que lo orientaran, todo parecía más grande y cercano, y poseía una intensidad voluminosa. Pero al menos nadie se había fijado en él. Levantó la cara con precaución: cien metros a su izquierda, la plataforma de tiro 8 parecía estar desierta, sin ningún centinela en su puesto. Michael ignoraba el motivo, pero lo tomó como una señal alentadora. Si actuaba con rapidez, podría volver al Faro antes de que nadie se enterara.

Empezó a avanzar por la plataforma, y cuando llegó al punto elegido, ya había empezado a sentirse mejor, mucho mejor. Su miedo se había aplacado, sustituido por la estimulante sensación de que podría llevar a cabo sus propósitos. Eso iba a funcionar. La plataforma de tiro 8 seguía desierta. A quien estuviera de guardia se le iba a caer el pelo, pero su ausencia proporcionaba a Michael la oportunidad que necesitaba. Se arrodilló en la plataforma y sacó el rollo de cable de la mochila. La pasarela, construida de aleación de titanio, haría las veces de conductor, y sumaría sus atractivas propiedades electromagnéticas a las del cable. En esencia, Michael estaba convirtiendo todo el perímetro en una gigantesca antena. Arrancó uno de los pernos que sujetaban la pasarela a su armazón, introdujo el cable pelado en el hueco y volvió a sujetar el perno para inmovilizar el cable. Después dejó caer el carrete al suelo y escuchó el golpe sordo de su impacto.

«Amy», pensó. ¿Quién habría pensado que la Chica de Ninguna Parte tendría un nombre como Amy?

Lo que Michael ignoraba era que la plataforma de tiro 8 estaba desierta porque el centinela de la central, Dana Curtis, de las Primeras Familias y el Hogar, ya estaba muerta en la base de la muralla. Jimmy la había matado justo después de asesinar a Soo Ramírez, a quien no había querido matar. Sólo quería decirle algo. «¿Adiós?» «¿Lo siento?» «¿Siempre te he querido?» Pero una cosa había llevado a la otra de la manera extrañamente inevitable en que se produjeron los acontecimientos de aquella noche, la Noche de Cuchillos y Estrellas, y ahora ninguno de los tres existía ya.

Galen Strauss, que se acercaba desde la dirección contraria, fue testigo de estos acontecimientos como desde el extremo ancho de un telescopio: una mancha lejana de color y movimiento, fuera del alcance de su vista. Si alguien más hubiera estado en la plataforma aquella noche, alguien con mejor vista, que no se estuviera quedando ciego a causa de un glaucoma agudo como Galen Strauss, se habría formado una imagen más clara de dichos acontecimientos. Pero lo ocurrido en la plataforma de tiro 9 sólo sería conocido por sus principales protagonistas, quienes ni siquiera lo comprendieron.

Lo que pasó fue lo siguiente:

La centinela Soo Ramírez, con sus pensamientos todavía flotando en la corriente de
La bella del baile
, y en particular en una escena ambientada en un carruaje en movimiento durante una tormenta, descrita con tal realismo que podía recordarla palabra por palabra («Cuando los cielos se abrieron, Talbot aferró a Charlene entre sus poderosos brazos, su boca cayó sobre la de ella con una fuerza abrasadora, los dedos encontraron la curva sedosa de su seno, mientras oleadas de pasión estremecían el cuerpo de la muchacha...»), se volvió y vio que Jimmy estaba subiendo a la plataforma. Su primera impresión, que se abrió paso entre sus sentimientos de irritación contradictoria (lamentaba la interrupción; el hombre llegaba tarde), fue que algo no iba bien. «Eso no es propio de él —pensó—. Éste no es el Jimmy que yo conozco.»Jimmy se quedó un momento inmóvil, el cuerpo relajado de una manera extraña, los ojos escudriñando las luces con perplejidad. Parecía un hombre que había venido para anunciar algo y se había olvidado de qué. Soo pensó que quizá sabía cuál era el acuerdo tácito. Durante un tiempo había sospechado que Jimmy creía que los dos podían ser algo más que amigos, y en circunstancias diferentes, tal vez le habría alegrado que se lo dijera. Pero en esa ocasión no. Esa noche, en la plataforma de tiro 9, no.

—Son sus ojos —dijo Jimmy por fin. Parecía estar hablando para sí mismo—. Al menos, creía que eran sus ojos.

Soo avanzó hacia él. Tenía la cabeza vuelta, como si no se decidiera a mirarla.

—¿Los ojos de quién, Jimmy?

Pero él no contestó. Bajó una mano hacia el dobladillo de su jersey y empezó a darle tirones, como un niño nervioso que manoseara su ropa.

—¿No te das cuenta, Soo?

—Jimmy, ¿de qué estás hablando?

Había empezado a parpadear. Gruesas lágrimas estaban rodando sobre sus mejillas.

—Están todos tan tristes, joder.

Soo sabía que le estaba pasando algo, algo malo. En un estallido de movimientos, se pasó el jersey sobre la cabeza y lo tiró por encima de la plataforma. Su pecho estaba cubierto de sudor, que brillaba a la luz.

—Es esta ropa —gruñó—. No puedo soportar esta ropa.

Soo había dejado la ballesta apoyada contra la muralla. Se volvió para apoderarse de ella, pero había esperado demasiado. Jimmy la atrapó por detrás, deslizó las manos por debajo de sus axilas, y luego se cerraron en torno a su nuca y, con un repentino movimiento, algo se rompió en la base de su garganta. Y al instante siguiente, su cuerpo había desaparecido, su cuerpo se había alejado a la deriva, su cuerpo ya no existía. Intentó gritar, pero no emitió ningún sonido. En su campo de visión flotaban puntos de luz, como astillas plateadas. («Oh, Talbot —gimió Charlene mientras él se refregaba contra ella, su virilidad una dulce invasión que ya no podía rechazar—, oh, Talbot, sí, terminemos con este juego absurdo...») Fue consciente de que alguien más se estaba acercando. Oyó el sonido de pasos en la pasarela, donde estaba tendida indefensa, y después oyó el disparo de una ballesta y un grito ahogado. Estaba en el aire, y Jimmy la estaba levantando. Iba a tirarla por encima de la muralla. Ojalá su vida hubiera sido diferente, pero no había otra, y no quería abandonarla todavía, y después empezó a caer, caer y caer.

Aún estaba viva cuando tocó el suelo. El tiempo había aminorado su velocidad, retrocedido, vuelto a empezar. Los focos brillaban en sus ojos. En su boca, sabor a sangre. Encima de ella vio a Jimmy parado en el borde de las redes, desnudo y reluciente, y después, él desapareció también.

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