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Authors: Justin Cronin

El pasaje (106 page)

«Si la habéis encontrado, traedla aquí. Si la habéis encontrado, traedla aquí.»

Había descubierto, desde la partida de la alquería, que no echaba de menos a Theo tanto como había creído que haría. Al igual que con respecto al Refugio, y todo lo sucedido antes (incluida la Colonia), daba la impresión de que había dejado de pensar en su hermano, subsumidos esos pensamientos como la carretera herbosa por el proyecto de continuar adelante. Al principio, la noche en que Maus y Theo los habían reunido para anunciar su decisión, Peter se había puesto hecho una furia. No lo había demostrado, o al menos eso esperaba. Incluso cuando la experimentaba, sabía que su rabia era irracional. Era evidente que Maus no podía seguir con ellos. En parte no quería que su hermano lo abandonara tan pronto. Pero la realidad estaba de parte de Theo, y al final, Peter sólo pudo mostrarse de acuerdo.

Pero también había comprendido, con el correr de los días, que tras la decisión de su hermano había una verdad más profunda oculta. Su camino y el de Theo estaban destinados a separarse de nuevo, porque su causa no era la misma. Theo no parecía dudar de la historia de Amy, o al menos no había dicho nada que hiciera pensar eso a Peter. Había asimilado la explicación de Peter, por fantástica que fuera, con el escepticismo que merecía. No obstante, Peter había detectado en la conformidad de su hermano una especie de indiferencia: Amy no significaba nada para él, o muy poco. En cualquier caso, ella parecía asustarlo un poco. Estaba claro que había llegado tan lejos sólo porque el grupo viajaba en esa dirección. Había tirado la toalla a la primera oportunidad, pues había tenido en cuenta el embarazo de Mausami. Peter habría deseado algo más, por puro egoísmo, aunque sólo fuera para que Theo expresara cierto pesar, por leve que fuera, acerca de su separación. Pero no lo había hecho. La mañana de la partida, cuando los seis se estaban alejando de la alquería, Peter se dio la vuelta y vio que su hermano y Mausami los estaban mirando. Poca cosa, pero a Peter le había parecido importante que Theo se quedara donde estaba, parado en el porche, hasta que los seis se perdieron de vista. Pero cuando Peter miró una vez más, su hermano se había ido. Sólo Mausami continuaba en su sitio.

Cuando el sol estuvo alto, se detuvieron a descansar. Ahora se veía con claridad la línea de montañas, un bulto escarpado que se recortaba hacia el este contra la línea del horizonte, los picos engalanados de blanco. Hacía más calor, lo bastante como para que sudaran, pero arriba, adonde iban, el invierno ya había llegado.

—Hay más nieve allí arriba —dijo Hollis.

Estaba sentado al lado de Peter sobre un tronco caído, la corteza podrida ennegrecida de humedad. Nadie había pronunciado palabra durante la última hora. Los demás se habían dispersado, excepto Alicia, quien se había adelantado para explorar el terreno. Hollis abrió una lata con un cuchillo y empezó a meterse el contenido en la boca con una cuchara. Era una especie de carne mechada. Un pedazo se le enredó en la maraña de la barba. Se lo quitó y engulló los restos con un largo sorbo de agua, al tiempo que pasaba la lata a Peter.

Peter aceptó la lata y comió. Sara, sentada frente a él con la espalda apoyada contra un árbol, estaba escribiendo en su libro. Hizo una pausa, con los ojos concentrados en lo que había escrito. Su lápiz se había quedado reducido a una minucia, casi demasiado corto para sujetarlo. Mientras Peter miraba, sacó el cuchillo del cinto, arañó la punta con él y reanudó su paciente tarea.

—¿Sobre qué escribes? —preguntó Peter al cabo de un momento.

Sara se encogió de hombros y se remetió un mechón de pelo tras la oreja.

—La nieve. Lo que comemos, dónde dormimos. —Alzó la vista hacia los árboles, y entornó los ojos debido a la luz del sol que descendía a través de las ramas empapadas—. Esto es muy bonito.

Peter se dio cuenta de que sonreía. ¿Cuánto hacía que no sonreía?

—Creo que sí, ¿verdad?

Daba la impresión de que un nuevo estado de ánimo se había apoderado de Sara desde que abandonaran la alquería, pensó Peter, una calma parsimoniosa. Era como si hubiera decidido algo, y al hacerlo se hubiera replegado más en sí misma, hasta alcanzar un estado que trascendía la preocupación o el miedo. Experimentó una punzada de arrepentimiento. Mientras la miraba, se dio cuenta de lo idiota que había sido. Llevaba el pelo largo y enmarañado, la cara y los brazos desnudos manchados de mugre. Tenía las uñas ennegrecidas de tierra. Y no obstante, nunca había estado más radiante. Como si hubiera integrado en su ser todo cuanto había visto, y le hubiera infundido una inmovilidad resplandeciente. No era poca cosa querer a una persona. Era el regalo que ella le había ofrecido. Siempre se lo había ofrecido. Y él lo había rechazado.

Sara lo miró a los ojos. Ladeó la cabeza, perpleja.

—¿Qué pasa?

Él sacudió la cabeza, avergonzado.

—Nada.

—Me estabas mirando.

Sara apartó la mirada hacia Hollis. Las comisuras de la boca se alzaron en una fugaz sonrisa. Sólo duró un momento, pero Peter notó la invisible comunicación que existía entre ambos. Por supuesto. ¿Cómo había podido estar tan ciego?

—No ha sido nada —balbució—. Sólo... Parecías feliz, ahí sentada. Me sorprendió.

Alicia salió de la maleza. Apoyó el rifle contra un árbol, cogió una lata de una pila de paquetes, la abrió con el cuchillo y contempló su contenido con el ceño fruncido.

—Melocotones —gruñó—. ¿Por qué me tocan siempre melocotones?

Se sentó en el tronco y empezó a embutirse en la boca la blanda fruta amarilla, directamente de la lata.

—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Peter.

Estaba resbalando zumo por la barbilla de Alicia. Señaló con su cuchillo en la dirección de la que había venido.

—A eso de medio clic hacia el este, el río se estrecha y vira al sur. Hay colinas a cada lado, mucha protección, montones de puntos elevados. —Una vez hubieron desaparecido los melocotones, vació el zumo de la lata en su boca y la tiró a un lado, mientras se secaba las manos en el regazo—. En pleno día como ahora, no hay peligro, pero no deberíamos demorarnos demasiado.

Michael estaba sentado a pocos metros de distancia, en el suelo mojado, la espalda apoyada contra un tronco. Los días de caminata lo habían adelgazado y endurecido. Su barbilla exhibía ahora una rala barba clara. Una escopeta descansaba sobre su regazo, con los dedos cerca del gatillo.

—Ni señal en, ¿cuánto? ¿Siete días?

Hablaba con los ojos cerrados, la cara alzada hacia el sol. Iba sólo en camiseta. Llevaba la chaqueta atada alrededor de la cintura.

—Ocho —corrigió Alicia—. Eso no significa que debamos bajar la guardia.

—Era hablar por hablar. —Abrió los ojos, se volvió hacia Alicia y se encogió de hombros—. Ese felino pudo haber muerto por montones de cosas. Tal vez muriera de viejo.

Alicia rió.

—Me parece estupendo —dijo.

Amy estaba parada al borde del claro. Siempre se mantenía apartada así. Durante un tiempo, esa costumbre había preocupado a Peter, pero nunca se alejaba mucho, y ahora todos se habían acostumbrado.

Se levantó y caminó hacia ella.

—Deberías comer algo, Amy. Pronto nos pondremos en marcha de nuevo.

Por un momento, la chica no dijo nada. Tenía la vista clavada en las montañas, que se alzaban a la luz del sol al otro lado del río y los campos llenos de hierba.

—Me acuerdo de la nieve —dijo—. Tenderme sobre ella. Qué fría estaba. —Lo miró y entornó los ojos—. Estamos cerca, ¿verdad?

Peter asintió.

—Unos cuantos días, me parece.

—Telluride —dijo Amy.

—Sí, Telluride.

Ella se volvió de nuevo. Peter vio que se estremecía, aunque el sol calentaba.

—¿Nevará otra vez? —preguntó Amy.

—Hollis cree que sí.

Amy asintió, satisfecha. Una luz cálida le iluminaba el rostro. El recuerdo era feliz.

—Me gustaría tumbarme sobre ella otra vez, y hacer ángeles de nieve.

Hablaba con frecuencia así, con vaguedades. Pero en esa ocasión Peter notó algo diferente. Era como si el pasado se estuviera materializando ante los ojos de Amy, como un ciervo que surgiera de la maleza. Hasta el movimiento más leve lo asustaría.

—¿Qué son los ángeles de nieve?

—Mueves los brazos y las piernas en la nieve —explicó Amy—. Como los del cielo. Como el fantasma, Jacob Marley.

Peter era consciente de que los demás estaban escuchando. El viento empujó un solo mechón de pelo sobre los ojos de Amy. Mientras la miraba, se sintió transportado a través de los meses hasta aquella noche en el hospital, cuando Amy le lavó la herida. Quiso preguntarle: «¿Cómo lo supiste, Amy? ¿Cómo supiste que mi madre me echa de menos, y cuánto la echo de menos yo? Porque yo nunca se lo dije, Amy. Estaba agonizando, y nunca le dije cuánto la echaría de menos cuando ya no estuviera».

—¿Quién es Jacob Marley? —preguntó.

Amy frunció el ceño, como si hubiera sido presa de una repentina pena.

—Cargaba con las cadenas que forjó en vida —dijo, y sacudió la cabeza—. Era una historia muy triste.

Siguieron el río hasta que atardeció. Estaban en la falda de la montaña, y ya habían dejado atrás la meseta. La tierra empezó a empinarse y poblarse de árboles, álamos desnudos y diminutos, pinos viejos, con troncos anchos como casas, que se alzaban sobre sus cabezas. Bajo sus inmensas copas, la tierra estaba despejada y sombreada, con pilas de agujas. El aire era frío debido a la humedad del río. Como siempre, caminaban sin hablar, mientras escudriñaban los árboles. Ojo avizor.

No existía Placerville. Era fácil deducir lo que había ocurrido. El valle estrecho, el río que lo atravesaba. En primavera, cuando el deshielo, se convertiría en un torrente embravecido. Al igual que Moab, las aguas se habían llevado la ciudad.

Pasaron la noche a la orilla del río, extendieron la lona entre un par de árboles a modo de techo, y dejaron sus sacos de dormir sobre la tierra blanda. A Peter le tocó la tercera guardia, junto con Michael. Ocuparon sus posiciones. La noche era silenciosa y fría, arrullada por el sonido del río. Peter pensaba en Sara, y en el sentimiento que había detectado entre Hollis y ella en aquella mirada cómplice, y se dio cuenta de que se sentía feliz por ellos dos. Él había gozado de su oportunidad, al fin y al cabo, y no cabía duda de que Hollis la amaba, tal como ella merecía que la amaran. Peter cayó en la cuenta de que Hollis se lo había revelado aquella noche en Milagro, cuando raptaron a Sara: «Peter, tú más que nadie sabes que debo ir». No fueron sólo las palabras, sino también su mirada, carente de todo temor. En aquel momento, él había renunciado. Había renunciado a Sara.

El cielo estaba palideciendo cuando Alicia salió del refugio y se acercó a él.

—Bien —dijo, y bostezó—. Todavía aquí.

Él asintió.

—Todavía aquí.

Cada noche que transcurría sin señales lo impulsaba a preguntarse durante cuánto tiempo más se prolongaría su suerte. Pero nunca lo pensaba mucho rato. Preguntarse por la buena suerte le parecía peligroso, como retar al destino.

—Date la vuelta, tengo que mear —dijo Alicia.

Obedeció y oyó que Alicia se bajaba los pantalones y se acuclillaba. Diez metros río arriba, Michael estaba descansando en el suelo, con la espalda apoyada contra un pedrusco. Peter comprendió que estaba dormido como un tronco.

—¿Qué deduces de todo eso? —preguntó Alicia—. Ángeles, fantasmas y toda la pesca.

—Sé tanto como tú.

—Peter —lo reprendió ella—, no me creo ni media palabra. —Transcurrió un momento—. Vale, ya puedes darte la vuelta.

Se volvió. Alicia se estaba abrochando el cinturón.

—Tú eres el motivo de que estemos aquí, al fin y al cabo —dijo ella.

—Pensaba que era Amy.

Alicia apartó la mirada hacia los árboles de la otra orilla del río. Dejó que pasara un momento.

—Somos amigos desde que tengo uso de razón. Nada podría cambiar eso. De modo que lo que voy a decirte quedará entre nosotros. ¿Entendido?

Peter asintió.

—La noche anterior a nuestra partida, los dos estábamos en el remolque, delante de la cárcel. Me preguntaste qué veía cuando miraba a Amy. Creo que ni siquiera te contesté, y es muy probable que en aquel momento no lo supiera. Pero ahora te voy a contestar. Te veo a ti, Peter.

Ella lo miraba con detenimiento, con una expresión casi dolorosa. Peter a duras penas pudo tartamudear las palabras.

—No te... en... entiendo.

—Sí que me entiendes. Tal vez no lo sepas, pero en el fondo sí. Nunca hablas de tu padre, ni de las largas marchas. Nunca te he insistido. Pero eso no significa que yo no sepa lo que suponen para ti. Llevas toda la vida esperando algo como Amy. Llámalo destino, si quieres, o hado. Tía lo llamaría la mano de Dios, seguramente. Créeme, ella también me ha dado discursos por el estilo. Creo que da igual como lo llames. Es lo que es. De modo que, si me preguntas por qué estamos aquí, te contestaré que es debido a Amy. Pero ella sólo es la mitad del motivo. Lo más curioso es que todo el mundo lo sabe, excepto tú.

Peter no supo qué decir. Desde que Amy había irrumpido en su vida, se había sentido atrapado en una corriente violenta, y que esa corriente lo arrastraba hacia algo, algo que debía descubrir. Cada paso que daba se lo decía. Pero, pese a esa sensación, sabía que cada uno de ellos había desempeñado un papel importante, y que la suerte había sido fundamental.

—No sé, Lish. Lo de aquel día en el centro comercial habría podido pasarle a cualquiera. Podrías haber sido tú. O Theo.

Ella desechó sus explicaciones con un ademán.

—Concedes demasiado mérito a tu hermano, pero siempre lo has hecho. ¿Dónde está ahora? No me malinterpretes, creo que hizo lo correcto. Maus no estaba en condiciones de viajar, y así lo dije desde el primer momento. Pero ésa no fue la única razón de que se quedara. —Se encogió de hombros—. Sólo lo digo porque creo que te conviene oírlo. Ésta es tu Larga Marcha, Peter. Haya lo que haya en las montañas, debes descubrir de qué se trata. Suceda lo que suceda, espero que goces de esa oportunidad.

Se hizo el silencio de nuevo. La forma de hablar de Alicia lo inquietaba. Era como si fueran sus últimas palabras. Como si se estuviera despidiendo.

—¿Crees que estarán bien? —preguntó—. Theo y Maus.

—No sabría decírtelo. Eso espero.

—¿Sabes una cosa? —Carraspeó—. Creo que Hollis y Sara...

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