Authors: Justin Cronin
—¿Que quiere decir? —preguntó Peter.
Vorhees enarcó las cejas.
—Quiero decir «vacía». Ni un alma, ni cuerpos. Todo limpio como una patena, los platos de la cena puestos en la mesa. Ni rastro tampoco del pelotón que habíamos dejado.
Peter tuvo que admitir que era desconcertante, pero no entendía qué relación podía tener aquello con el Refugio.
—Tal vez decidieron ir a un sitio más seguro —dijo.
—Quizá. Puede que los dragones los exterminaran con tal celeridad que no tuvieron ni tiempo de lavar los platos. Me está preguntando algo cuya respuesta desconozco. Pero le diré esto: hace treinta años, cuando Kerrville envió al Primero de Expedicionarios, no podías andar cien metros sin tropezar con un dragón. El Primero perdió media docena de hombres en un solo día, y cuando la unidad de Coffee desapareció, la gente pensó que todo había terminado. O sea, el tipo era una leyenda. El Cuerpo de Expedicionarios se disolvió más o menos por entonces. Pero ahora, aquí están ustedes, que han llegado desde California. En aquellos tiempos no habrían podido dar ni veinte pasos hasta las letrinas.
Peter miró a Greer, quien reconoció esa verdad con un cabeceo, y después miró atrás, a Vorhees.
—¿Me está diciendo que se están extinguiendo?
—Oh, hay muchos, créame. Basta con saber por dónde buscar. Lo que le estoy diciendo es algo diferente. Las cosas han cambiado. Durante los últimos sesenta meses hemos llevado dos líneas de abastecimientos desde Kerrville, una hasta Hutchinson, en Kansas, y otra a través de Nuevo México hasta Colorado. Lo que hemos visto es que ahora suelen encontrarse en grupos numerosos. Se están escondiendo en lugares más profundos, y utilizan minas y cuevas, lugares como esa montaña que ustedes descubrieron. A veces están tan apelotonados que hace falta una palanca para abrirse paso. Las ciudades todavía están plagadas, con todos esos edificios vacíos, pero puedes recorrer la campiña durante días sin ver ninguno.
—¿Por qué es tan seguro Kerrville?
El general frunció el ceño.
—Bien, no lo es. Al menos al cien por cien. A decir verdad, la mayor parte de Texas es peligrosa. Laredo es un lugar adonde no hay que ir, así como Dallas. Houston, o lo que queda, es como un pantano de putos chupasangres. El lugar está tan contaminado de productos petroquímicos que no sé cómo sobreviven allí, pero lo hacen. San Antonio y Austin fueron casi destruidas durante la primera guerra, y El Paso también. El puto gobierno federal, que intentaba exterminar a los dragones. Eso fue lo que dio pie a la Declaración, al mismo tiempo que California se segregaba.
—¿Se segregaba? —preguntó Peter.
Vorhees asintió.
—De la Unión. Declaró la independencia. Lo de California fue un verdadero baño de sangre, una guerra abierta durante un tiempo, como si no hubiera nada más de lo que preocuparse. Pero, en medio de la confusión, se olvidaron de Texas. Tal vez los federales no querían luchar en dos frentes a la vez. El gobernador se apoderó de todos los recursos militares, lo cual no fue difícil, puesto que el ejército se encontraba en desbandada y todo se estaba yendo al carajo. Trasladaron la capital a Kerrville y se atrincheraron allí. La amurallaron, como su Colonia, pero la diferencia estriba en que nosotros teníamos petróleo, a montones. Cerca de Freeport hay quinientos millones de barriles esperando en bóvedas salinas subterráneas, la antigua Reserva Estratégica de Petróleo. Si tienes petróleo, tienes electricidad. Y si tienes electricidad, tienes luces. Tenemos más de treinta mil almas intramuros, además de unas doce mil hectáreas en irrigación y una línea de abastecimiento fortificada que llega hasta una refinería de la costa.
—La costa —repitió Peter. Sintió el peso de aquella palabra en su boca—. ¿Se refiere al mar?
—El golfo de México, en cualquier caso. —Vorhees se encogió de hombros—. Llamarlo mar es un cumplido. Se trata más bien de una marea negra. Todas esas plataformas marinas siguen bombeando mierda, por no hablar de los vertidos de Nueva Orleans. Las corrientes marinas empujaron montañas de detritos hacia ese punto. Buques cisterna..., cargueros..., de todo. En algunos puntos podías cruzar sin mojarte los pies.
—Pero podrían marcharse si tuvieran barcos —sugirió Peter.
—En teoría. Pero yo no lo recomendaría. El problema es superar la barrera.
—Minas —explicó Greer.
Vorhees asintió.
—A montones. Durante los últimos días de la guerra, la OTAN, nuestros supuestos amigos, llevó a cabo un último esfuerzo por contener la infección. Bombardearon las costas a base de bien, y no lo hicieron sólo con explosivos convencionales. Volaron todo lo que había en el agua. Aún se ven los restos en Corpus. Después pusieron minas, sólo para cerrar la puerta a cal y canto.
Peter recordó las historias que su padre le había contado. Las historias del mar, y la Playa Larga. Las costillas oxidadas de los grandes barcos, que se extendían hasta perderse de vista. Nunca se había preguntado cómo había llegado a suceder. Había vivido en un mundo sin historia, sin causa, un mundo en que las cosas eran como eran, y punto. Hablar con Vorhees y Greer era como mirar las líneas de una página y ver de repente las palabras escritas.
—¿Y más al este? —preguntó—. ¿Han enviado a alguien?
Vorhees negó con la cabeza.
—Hace años que no lo hacemos. El Primero de Expedicionarios envió dos batallones en esa dirección, uno al norte, a Luisiana, a través de Shreveport, y otro a través de Misuri hasta San Luis. No volvieron. —Se encogió de hombros—. Quizá lo hagan algún día. De momento, lo que tenemos es Texas.
—Me gustaría verla —dijo Peter al cabo de un momento—. La ciudad. Kerrville.
—Y lo hará, Peter. —Vorhees se permitió una de sus escasas sonrisas—. Si se une a ese convoy.
Aún tenían que dar una respuesta a Vorhees, y Peter se debatía entre ambas posibilidades. Tenían seguridad, tenían luces, y al fin y al cabo habían encontrado al ejército. Quizá no sería hasta abril, pero Peter estaba convencido de que Vorhees enviaría una expedición a la Colonia y traería a los demás. En otras palabras, habían encontrado lo que habían ido a buscar, y más que eso. Pedir a sus amigos que continuaran se le antojaba un riesgo innecesario. Y sin Alicia, una parte de él deseaba aceptar, sólo para acabar con aquello de una vez por todas.
Pero cada vez que pensaba en ello, su siguiente pensamiento era para Amy. Alicia tenía razón: llegar tan cerca para dar media vuelta era algo de lo que quizá se arrepentirían durante el resto de sus vidas. Michael había intentado localizar la señal de radio en la tienda del general, pero su equipo de radio era de corto alcance, inútil en las montañas. Al final, Vorhees dijo que no existían motivos para dudar de la historia, pero ¿quién sabía lo que significaba la señal?
—Los militares dejaron todo tipo de mierda detrás. Los civiles también. Créame, ya hemos pasado por eso. No podemos ir persiguiendo todos los ruiditos. —Hablaba con el desánimo de un hombre que ha visto muchas cosas, demasiadas—. Esa chica de ustedes, Amy. Tal vez tenga cien años, como afirma usted, y tal vez no. No tengo motivos para dudar de su palabra, salvo por el hecho de que aparenta quince y tiene pinta de estar acojonada todo el rato. Estas cosas no siempre pueden explicarse. Imagino que es una pobre alma traumatizada, que logró sobrevivir y apareció en su campamento por un golpe de suerte.
—¿Y el transmisor injertado en el cuello?
—Bien, ¿qué tiene eso de raro? —El tono de Vorhees no era burlón, sino práctico—. Joder, puede que sea rusa, o china. Hemos estado esperando a que esa gente apareciera, dando por sentado que todavía queda alguien vivo ahí fuera.
—¿Y queda alguien?
Vorhees hizo una pausa. Greer y él intercambiaron una mirada cautelosa.
—Bien, la verdad es que no lo sabemos. Algunos dicen que la cuarentena funcionó, y que el resto del mundo se las está arreglando de coña sin nosotros. Esto nos lleva a la cuestión de por qué no hemos captado nada por las ondas, pero creo posible que montaran una especie de barricada electrónica, además de las minas. Según otros, y creo que el comandante y yo compartimos esa opinión, todo el mundo ha muerto. Todo esto son conjeturas, no lo olvide, pero se dice que la cuarentena no fue tan estricta como pensaba la gente. Cinco años después del brote, Estados Unidos continental estaba prácticamente despoblado, a punto de caramelo para el saqueo. Los depósitos de oro de Fort Knox. La cámara acorazada de la Reserva Federal de Nueva York. Todos los museos, joyerías y bancos, hasta la caja de ahorros de la esquina, todos esperando sin que nadie vigilara la tienda. Pero el auténtico botín eran todas las armas militares diseminadas, entre ellas diez mil cabezas nucleares, cualquiera de las cuales podía alterar el equilibrio del poder en un mundo desprovisto de los cuidados paternales de Estados Unidos. La verdad, creo que la pregunta no es si desembarcó alguien, sino cuántos y quiénes. Es probable que se llevaran el virus con ellos.
Peter se concedió un momento para asimilar toda esa información. Vorhees le estaba diciendo que el mundo era un lugar desierto.
—No creo que Amy haya venido a robar nada —dijo por fin.
—Si le sirve de ayuda, yo tampoco lo creo. No es más que una cría, Peter. Es un misterio cómo logró sobrevivir. Tal vez descubrirá una forma de contárselo.
—Creo que ya lo ha hecho.
—Eso cree usted, y no pienso llevarle la contraria. Pero le diré algo más: conocí a una mujer, una vieja loca que vivía en una cabaña detrás de nuestra sección de alojamiento, un antro que se caía a pedazos. Estaba arrugada como una pasa, tenía unos cien gatos, y toda la casa olía a meados de gato. Esa mujer afirmaba que podía oír los pensamientos de los dragones. Los chicos le tomábamos el pelo sin parar, aunque no había para tanto. Son esas cosas que luego te saben mal, pero no en aquel momento. Era lo que ustedes llaman una caminante, que apareció un día delante de las puertas. —Vorhees concluyó con un encogimiento de hombros—. De vez en cuando escuchas historias como ésa. Sobre todo de viejos, de místicos medio chiflados, nunca de gente joven como esa chica. Pero no es ninguna novedad.
Greer se inclinó hacia adelante, De repente parecía interesado.
—¿Qué fue de ella?
—¿De la mujer? —El general se masajeó la barbilla mientras rebuscaba en la memoria—. Si no recuerdo mal, se marchó de viaje. Se ahorcó en la casa que olía a pis de gato. —Como ni Peter ni Greer dijeron nada, el general continuó—. No hay que dar muchas vueltas a estas cosas. Nosotros no podemos, al menos. Estoy seguro de que el comandante estará de acuerdo conmigo. Hemos venido a eliminar la mayor cantidad de dragones posible, aprovisionarnos, encontrar sus escondites y quemarlos. Quizá algún día todo esto sirva para algo. Pero estoy seguro de que no viviré para verlo.
El general se apartó de la mesa, y Greer también. La hora de hablar había terminado, al menos aquel día.
—Entretanto, piense en mi oferta, Jaxon. La vuelta a casa. Se la ha ganado.
Cuando Peter llegó a la puerta, Greer y Vorhees ya estaban inclinados sobre la mesa, donde habían desenrollado un mapa grande. Vorhees alzó la vista, frunciendo el ceño.
—¿Algo más?
—Es que... —¿Qué quería decir?—. Me estaba preguntando cómo le va a Alicia.
—Está bien, Peter. No sé cómo Coffee lo consiguió, pero fue un buen maestro. Ni siquiera la reconocería.
Se sintió herido.
—Me gustaría verla.
—Lo sé, pero en este momento no es una buena idea. —Como Peter no se movió de la puerta, Vorhees prosiguió con impaciencia disimulada—. ¿Eso es todo?
Peter negó con la cabeza.
—Dígale que he preguntado por ella.
—Lo haré, hijo.
Peter salió a la tarde. Comenzaba a oscurecer. La lluvia había cesado, pero el aire estaba saturado de una humedad que calaba los huesos. Al otro lado de los muros de la guarnición, un espeso banco de niebla se estaba alzando sobre la loma. Todo estaba sembrado de barro. Se ciñó la chaqueta alrededor del cuerpo cuando cruzó el espacio abierto que había entre la tienda de Vorhees y el comedor. Allí vio a Hollis, que estaba sentado a una de las largas mesas y comía judías de una bandeja de plástico baqueteada. Había más soldados diseminados por la sala, que hablaban en voz baja. Peter fue a buscar una bandeja de una pila, se sirvió de la olla y se acercó a Hollis.
—¿Está ocupado este asiento?
—Todos están ocupados —dijo Hollis en tono lúgubre—. Me han dejado ocupar éste.
Peter se sentó en el banco. Sabía a qué se refería Hollis. Allí eran miembros sobrantes, y no tenían nada que hacer, ningún papel que jugar. Sara y Amy habían sido relegadas a su tienda. Pese a su relativa libertad de movimientos, Peter se sentía atrapado. Y ningún soldado quería relacionarse con ellos. Daban por sentado que no tenían nada valioso que decir, y que de todos modos pronto se marcharían.
Puso a Hollis al corriente de todo lo que había averiguado, y después hizo la pregunta que en realidad le interesaba.
—¿La has visto?
—La vi partir esta mañana, con el pelotón de Raimey.
La unidad de Raimey, compuesta de seis miembros, estaba realizando breves patrullas hacia el sudeste. Cuando Peter preguntó a Vorhees cuánto tiempo estarían ausentes, su respuesta fue enigmática.
—El que haga falta.
—¿Qué aspecto tenía?
—El que tienen ellos. —Hollis hizo una pausa—. La saludé, pero creo que ni siquiera me vio. ¿Sabes cómo la llaman?
Peter negó con la cabeza.
—La Última Expedicionaria. —Hollis frunció el ceño—. Una grosería, si quieres saber mi opinión.
Guardaron silencio, pues no había nada más que decir. Si ellos eran miembros sobrantes, Alicia se le antojaba a Peter un miembro amputado. Seguía buscándola en su recuerdo, pensaba en dónde podría encontrarse. Creía que nunca se iba a acostumbrar a la idea.
—Me parece que no se creen lo de Amy —dijo Peter.
—¿Y tú?
Peter meneó la cabeza, como si reconociera que tenía razón.
—Supongo que no.
Se hizo otro silencio.
—¿Y tú qué opinas? —preguntó Hollis—. De la evacuación.
Con tanta lluvia, la partida del batallón se había retrasado otra semana.
—Vorhees sigue animándonos a ir con ellos. Puede que tenga razón.
—Pero tú no lo crees así. —Como Peter vacilara, Hollis dejó el tenedor encima de la mesa y miró a aquél a los ojos—. Ya me conoces, Peter. Haré lo que tú quieras.