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Authors: Justin Cronin

El pasaje (108 page)

—¿Cómo se hace para pescar? —preguntó Maus. Tenía las manos llenas de tierra hormigueante. El suelo bullía de vida.

—Mételos en el agua, a ver qué pasa.

Así lo hicieron. Al cabo de un rato, se les antojó una tontería. Podían ver los anzuelos a través de las aguas poco profundas.

—Tú quédate aquí —dijo Theo—. Voy a intentar lanzar el mío más lejos.

Levantó la caña sobre el hombro y lanzó el sedal hacia adelante. Describió un largo arco por encima del agua y desapareció en la corriente. Casi al instante, el extremo de la caña se dobló bruscamente.

—¡Mierda! —Sus ojos se dilataron a causa del pánico—. ¿Qué hago ahora?

—¡No dejes que se escape!

El pez rompió la superficie con estrépito. Theo empezó a cobrar hilo.

—¡Creo que es enorme!

Mientras Theo arrastraba el pez hacia el agua, Maus se internó en los bajíos (la frialdad del agua era asombrosa, se le metía en las botas) y se agachó para atraparlo. El pez salió disparado, y al cabo de unos momentos se enredó los tobillos con el sedal.

—¡Ayúdame, Theo!

Ambos se pusieron a reír. Theo se apoderó del pez y lo puso boca arriba, lo cual pareció obrar el efecto deseado. El pez dejó de debatirse. Maus consiguió desenredarse y recuperó el cubo de la orilla, mientras Theo sacaba el pez del río. Era una cosa larga y reluciente, como un pedazo de músculo moteado de colores brillantes, recubierto de cientos de diminutas joyas. El imperdible le había atravesado el labio inferior, con el gusano todavía clavado.

—¿Qué parte quieres comer? —preguntó Maus.

—Creo que eso dependerá del hambre que tengamos.

Entonces la besó. Ella sintió una oleada de felicidad. Aún seguía siendo Theo, su Theo. Lo notó en su beso. Lo que había pasado en la celda no le había arrebatado eso.

—Me toca —dijo ella. Le dio un empujón y cogió la caña para lanzar el hilo como él había hecho.

Llenaron el cubo de peces. La abundancia del río parecía casi excesiva, como un regalo extravagante. El inmenso cielo azul, el río bañado por el sol, la campiña olvidada y los dos juntos. Todo se le antojaba milagroso. Mientras volvían a casa, Maus se descubrió pensando otra vez en la familia de las fotos. La madre, el padre, las dos niñas y el niño con su victoriosa sonrisa desdentada. Habían vivido allí, y muerto allí. Pero sobre todo, estaba segura, habían vivido.

Limpió el pescado y dispuso la carne tierna sobre rejillas para ahumarlo. Al día siguiente los sacarían para que se secaran al sol. Habían reservado uno para comer, y lo cocinaron en la sartén con un poco de cebolla y una de las patatas.

Mientras el sol se ponía, Theo cogió la escopeta. Maus estaba guardando los platos en las estanterías. Se volvió y vio que había depositado tres cartuchos sobre la palma de la mano, y que estaba soplando sobre ellos con el fin de eliminar el polvo, para luego volver a introducirlos en el cargador. Después, sacó el cuchillo y lo limpió también en los pantalones.

—Bien. —Carraspeó—. Supongo que ha llegado el momento.

—No, Theo.

Dejó la bandeja que sostenía y se acercó a él. Le quitó el arma de las manos y la dejó sobre la mesa de la cocina.

—Aquí estamos a salvo, lo sé. —Mientras pronunciaba esas palabras, sintió lo ciertas que eran. Estaban a salvo porque ella creía que lo estaban—. No te vayas.

Él negó con la cabeza.

—No creo que sea una buena idea, Maus.

Ella acercó la cabeza y le besó de nuevo, un beso largo y lento, para que él se enterara: estaban a salvo. Dentro de ella, el niño había empezado a hipar.

—Ven a la cama, Theo —dijo Mausami—. Por favor. Quiero que vengas a la cama conmigo, ahora.

Era el sueño a lo que temía. Se lo dijo aquella noche, mientras yacían acurrucados. No podía dormir, lo sabía. No dormir no era como no comer, explicó, ni como no respirar. Era como contener el aliento en el pecho tanto como fuera posible, hasta que las motas de luz bailaban delante de tus ojos, y todo tu cuerpo pronunciaba una sola palabra: «Respira». Ésa había sido su experiencia en la celda, durante días, días y días.

Y ahora el sueño se había ido, pero no las sensaciones que había dejado en él. El miedo a cerrar los ojos y volver a encontrarse en el sueño. Porque, al final, de no ser por la chica, lo habría hecho. Ella habría entrado en el sueño y detenido su mano, pero habría sido demasiado tarde. Habría matado a la mujer, habría matado a quien fuera. Habría hecho lo que ellos le hubieran ordenado. Y una vez sabías eso, ya no podías dejar de saberlo. Ya no eras quien pensabas, sino una persona diferente por completo.

Ella lo mantuvo abrazado mientras hablaba, su voz tenue en la oscuridad, y después guardaron silencio durante un buen rato.

—¿Maus? ¿Estás despierta?

—Estoy aquí.

De todos modos, no era cierto; de hecho, se había dormido.

Se apretó contra ella, pasó la mano de Maus por encima de su pecho como una manta que lo mantuviera caliente.

—Quédate despierta por mí —dijo—. ¿Podrás hacerlo? Hasta que me duerma.

—Sí —dijo ella—. Sí, lo haré.

Estuvo callado un rato. En el escaso espacio que separaba sus cuerpos, el niño pataleaba y se agitaba.

—Aquí estamos a salvo, Theo —dijo ella—. Mientras permanezcamos juntos, estaremos a salvo.

Un largo silencio.

—Espero que sea verdad —dijo él.

—Sé que es verdad —dijo Mausami.

Pero cuando sintió que la respiración de Theo se calmaba contra ella, presa por fin del sueño, mantuvo los ojos abiertos, con la mirada clavada en la oscuridad.

«Es verdad —pensó—, porque así ha de ser.»

59

Cuando llegaron a la guarnición, era media tarde. Les habían devuelto las mochilas, pero no así las armas. No eran prisioneros, pero tampoco tan libres de ir y venir como habrían deseado. El término que el comandante había utilizado era «bajo protección». Desde el río habían marchado hacia el norte, atravesando la cordillera. Al pie del segundo valle habían llegado a una senda embarrada, sembrada de huellas de cascos de caballos y neumáticos. Que las hubieran confundido con las de ellos había sido una pura casualidad. Se habían formado nubes espesas hacia el oeste. El aire presagiaba lluvia. Cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer, Peter percibió el humo de leña en el viento.

El comandante Greer se puso a su lado. Era alto y corpulento, con una frente tan arrugada que parecía como si la hubiesen arado. Tendría unos cuarenta años. Iba vestido con uniforme de camuflaje holgado, con una mezcla de colores verde y marrón, ceñido en la cintura por un ancho cinturón y los bolsillos llenos de bártulos. Llevaba afeitada la cabeza, que estaba cubierta con una gorra de lana. Como todos sus hombres, un pelotón de quince soldados, se había pintado la cara con franjas de barro y carbón, lo cual dotaba a los blancos de sus ojos de una viveza sorprendente. Parecían lobos, animales de los bosques. Parecían el bosque. Una patrulla de largo alcance, llevaban semanas en el bosque.

Greer se detuvo en el sendero y se colgó el rifle al hombro. Portaba una pistola negra en el cinto. Tomó un largo sorbo de su cantimplora y movió la mano en dirección a la ladera. Ya estaban cerca. Peter lo notó en que los hombres de Greer habían apretado el paso. Una comida caliente, un catre donde dormir y un techo sobre la cabeza.

—Al otro lado de la siguiente loma —dijo Greer.

Durante las horas anteriores habían forjado algo que, en opinión de Peter, podía ser el principio de una amistad. Después de la confusión inicial de su captura, una situación complicada por el hecho de que ningún grupo quiso identificarse hasta que el otro desembuchara, fue Michael quien puso fin al punto muerto, cuando levantó su cara manchada de vómito de la tierra donde los había depositado la red, y anunció: «Joder, me rindo. Somos de California, ¿vale? Que alguien me pegue un tiro para que el suelo deje de dar vueltas».

Mientras Greer tapaba la cantimplora, Alicia los alcanzó. Desde el principio había guardado un silencio poco habitual en ella. No había protestado cuando Greer ordenó que viajaran desarmados, un hecho que a Peter se le antojó incompatible con su carácter. Pero debía de estar conmocionada, como todos los demás. Durante la marcha hacia el campamento no se había apartado del lado de Amy. Tal vez, pensó Peter, se sentía avergonzada por haberlos conducido a la trampa que les habían tendido los soldados. En cuanto a Amy, la muchacha parecía haber asimilado el nuevo giro de los acontecimientos como lo asimilaba todo, con un comportamiento neutro y vigilante.

—¿Cómo es? —preguntó Peter a Greer.

El comandante se encogió de hombros.

—Tal como sospechas. Una gran letrina. Es peor estar a merced de la lluvia.

Cuando subieron a lo alto de la colina, la guarnición apareció ante sus ojos: enclavada en un valle en forma de cuenco, estaba formada por un grupo de tiendas de lona y vehículos, rodeados por una valla de estacas puntiagudas, de unos quince metros de altura como mínimo. Peter vio entre los vehículos al menos media docena de Humvees, dos camiones cisterna y algunos camiones más pequeños, así como furgonetas y otros vehículos provistos de neumáticos gruesos y embarrados. En el perímetro había una docena de grandes focos situados en los extremos de unos postes altos. En un corral situado al fondo del recinto pastaban los caballos. Había más soldados moviéndose entre los edificios y en una pasarela situada en la parte superior de los muros. En el centro del recinto se alzaba una bandera que ondeaba al viento, bloques rojos, blancos y azules con una sola estrella blanca. En conjunto, el recinto no mediría más de medio kilómetro cuadrado; no obstante, cuando lo vio erigirse sobre la loma, Peter tuvo la impresión de estar contemplando una ciudad, el corazón de un mundo en el que siempre había creído, pero que jamás había conseguido imaginar.

—Tienen
luces
—dijo Michael. Estaba como hipnotizado. Unos hombres de la unidad de Greer los adelantaron y empezaron a bajar la colina.

—Joder, hijo —dijo uno llamado Muncey, un cabo, rapado como los demás, con una amplia sonrisa que mostraba una dentadura irregular. Casi todos los hombres de Greer guardaban un silencio marcial, y sólo hablaban cuando se les dirigía la palabra, pero Muncey no, pues hablaba por los codos. Su trabajo, que le iba como anillo al dedo, era el de operador de radio, la cual cargaba a la espalda, un aparato con un generador que funcionaba con una manivela que sobresalía de la parte inferior como una cola.

—Esto no es un ejército regular —explicó Greer—. Al menos, no es el Ejército de Estados Unidos. El Ejército de Estados Unidos ya no existe.

—Entonces, ¿cuál es su ejército? —había preguntado Peter.

Y entonces Greer les habló de Texas.

Cuando llegaron al pie de la colina, un grupo de hombres se congregaban allí. Pese al frío y la lluvia, un calabobos incesante, algunos iban con el pecho desnudo, de forma que exhibían su cintura estrecha y los protuberantes músculos de los hombros y el pecho. Todos iban bien afeitados, incluida la cabeza. Todo el mundo iba armado. Rifles y pistolas, e incluso algunas ballestas.

—La gente siente curiosidad —dijo en voz baja Greer—. Ya os acostumbraréis.

—¿Cuántos... «rezas» soléis acoger? —preguntó Peter. Greer le había contado que el término era el diminutivo de rezagados.

Greer frunció el ceño. Se estaban acercando a la puerta.

—Ninguno. Más hacia el este aún se encuentran algunos. En Oklahoma, el tercer batallón descubrió una vez toda una puta ciudad. Pero, lo que es por aquí, ni siquiera buscamos.

—Entonces, ¿para qué utilizar la red?

—Lo siento —dijo Greer—. Pensaba que lo habíais entendido. Es para los dragones. Lo que vosotros llamáis pitillos. —Giró un dedo en el aire—. Ese movimiento giratorio los marea. Se quedan como patos en un tonel.

Peter recordó algo que Caleb había dicho acerca de por qué los virales se mantenían alejados del campo de turbinas. «Zander siempre decía que el movimiento de las palas les daba por el saco.» Se lo contó a Greer.

—Parece lógico —admitió el comandante—. No les gusta dar vueltas. No sabía lo de las turbinas.

Michael caminaba a su lado.

—Pero entonces ¿qué eran aquellas cosas malolientes que colgaban de los árboles?

—Ajos. —Greer lanzó una breve carcajada—. El truco más viejo del manual. A los putos dragones les encanta.

La conversación se interrumpió cuando atravesaron la puerta y se internaron en un túnel de hombres expectantes. El pelotón de Greer se había dispersado entre la muchedumbre. Nadie hablaba. Cuando Peter pasó, vio que sus ojos lo examinaban de arriba abajo. Fue entonces cuando reparó en lo que estaban mirando los soldados: estaban mirando a las mujeres.

—Fir-mes.

Todo el mundo obedeció. Peter vio una figura que avanzaba a toda prisa hacia ellos desde una de las tiendas. A primera vista, no era lo que Peter habría esperado de un oficial militar de alto rango: era un hombre casi con forma de tonel, una cabeza más bajo que Greer. Las facciones de la cara parecían aplastadas, como si las hubieran colocado demasiado juntas bajo la cúpula de su cabeza rapada. Pero cuando se acercó, Peter sintió la fuerza de su autoridad, una energía misteriosa, como una zona de electricidad estática que flotara en el aire a su alrededor. Sus ojos, pequeños y oscuros, poseían una intensidad penetrante, aunque dieran la impresión de haber sido colocados en la cabeza equivocada.

Contempló a Peter durante un buen rato, con los brazos en jarras, y después fue mirando a los demás, y dedicó a cada uno la misma mirada calculadora.

—Que me aspen.

Su voz era sorprendentemente profunda. Hablaba con el mismo acento que tenían Greer y sus hombres.

—Descansen.

Todo el mundo se relajó. Peter no supo qué decir. Sería mejor escuchar al hombre antes, pensó.

—Hombres del Segundo —anunció, y alzó la voz en dirección a los soldados congregados—, se me ha llamado la atención sobre el hecho de que algunos de estos «rezas» son mujeres. No debéis mirar a estas mujeres. No debéis hablar con ellas, ni acercaros, ni abordarlas, ni pensar que tenéis algo que ver con ellas, o ellas con vosotros. No son vuestras novias ni vuestras esposas. No son vuestras madres ni vuestras hermanas. No son nada, no existen, no están aquí. ¿Me he expresado con claridad?

—¡Señor sí señor!

Peter miró a Alicia, que estaba parada al lado de Amy, pero no consiguió que ella desviara la vista hacia él. Hollis le dirigió una mirada escéptica. Estaba claro que tampoco sabía qué deducir de todo aquello.

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