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Authors: Justin Cronin

El pasaje (107 page)

—¿Están juntos? —Contuvo una carcajada—. Y yo que pensaba que no te habías dado cuenta. Deberías decirles que lo sabes. Si quieres saber mi opinión, le quitarás un peso de encima a todo el mundo.

Peter se quedó estupefacto.

—¿Lo sabe todo el mundo?

—Peter. —Alicia lo miró a los ojos con aire de desaprobación—. De eso estoy hablando, precisamente. Es estupendo salvar a la raza humana. Podríamos decir que estoy a favor. Pero deberías prestar un poco más de atención a lo que tienes delante de las narices.

—Pensaba que ya lo hacía.

—Lo
pensabas
. Sólo somos personas. No sé qué hay en la montaña, pero algo sí que sé: vivimos y morimos. En algún momento del trayecto, si tenemos suerte, encontramos a alguien que nos hace menos pesada la carga. Deberías darles tu bendición. Lo están esperando.

Todavía se sentía confuso por lo mucho que había tardado en detectar lo que ocurría entre Sara y Hollis. Tal vez, pensó, se trataba de algo que no deseaba ver. Miró a Alicia, cuyo pelo brillaba bajo el sol de la mañana, y recordó la noche que habían pasado juntos en el tejado de la central eléctrica, los dos hablando de emparejarse, de tener Pequeños. Aquella extraña y asombrosa noche, cuando Alicia le había dado el regalo de las estrellas. En aquel momento, la idea de vivir una existencia normal, o de algo similar, se le antojó tan distante e imposible como las mismísimas estrellas. Y allí estaban entonces, a más de mil kilómetros de casa (un hogar que quizá nunca más volverían a ver), las mismas personas que habían sido siempre, pero ya no eran las mismas, porque había sucedido algo. El amor había nacido en su seno.

Era Alicia quien lo estaba verbalizando ahora. Era lo que había intentado decirle aquella noche, en el tejado de la central eléctrica, en la última hora tranquila antes de que sucediera todo. Que lo que hacían, lo hacían por amor. No sólo Sara y Hollis. Todos ellos.

—Lish... —empezó.

Pero ella negó con la cabeza y le interrumpió. Parecía confusa de repente. Detrás de ella, Sara y Hollis estaban saliendo del refugio al amanecer.

—Como ya he dicho, todos estamos aquí por ti —dijo Alicia—. Yo más que nadie. Bien, ¿vas a despertar a Circuito o tendré que hacerlo yo?

Levantaron el campamento. Cuando se pusieron a caminar río abajo, el sol se alzó sobre la cresta del valle, y bañó las ramas de los árboles con una luz vaporosa.

Era casi mediodía cuando Alicia, que encabezaba el grupo, hizo un alto en el camino sin avisarlos. Levantó una mano para silenciar a todo el mundo.

—Lish —gritó Michael desde la retaguardia—, ¿por qué nos paramos?

—Silencio.

Estaba olfateando el aire. Peter percibió el olor también, un hedor potente y extraño que le irritaba las fosas nasales.

—¿Qué es eso? —susurró Sara detrás de él.

Hollis apuntó el rifle hacia arriba.

—Mirad...

Vieron, suspendidas de las ramas de los árboles, docenas de ristras largas de las que colgaban pequeños objetos blancos, apiñados como frutas.

—¿Qué coño es eso?

Pero Alicia estaba mirando el suelo, escudriñando ansiosa la alfombra que pisaban. Hincó una rodilla y apartó a un lado la capa de hojas muertas.

—Oh, mierda.

Peter oyó el lamento del peso que caía. Antes de poder hablar, la red les había engullido. Estaban alzándose en el aire, todos ellos gritando y dando tumbos, los cuerpos atrapados en la malla. Llegó a la cumbre de su ascensión, todo suspendido durante un instante ingrávido, y después descendieron, una fuerte caída, los cuerpos entrelazados mientras las cuerdas los comprimían hasta formar una masa cautiva que se retorcía.

Peter estaba cabeza abajo. Alguien, Hollis, se encontraba encima de él. Hollis, y también Sara y una zapatilla deportiva, cerca de la cara, que reconoció como la de Amy. Era imposible decir dónde terminaba un cuerpo y dónde empezaba el siguiente. Estaban girando como una peonza. La presión que sentía sobre el pecho era tan enorme que apenas podía respirar. La piel de la mejilla estaba apretada contra las cuerdas, hechas de un bramante grueso y fibroso. La tierra daba vueltas debajo de él, una mancha de color indiferenciada.

—¡Lish!

—¡No puedo moverme!

—¿Alguien puede?

—¡Creo que voy a vomitar! —gritó Michael.

—¡Ni te atrevas, Michael! —replicó Sara con la voz chillona a causa del pánico.

Peter no podía alcanzar su cuchillo. Aun de haber podido hacerlo, si hubieran cortado las cuerdas los habría enviado de cabeza al suelo. El movimiento giratorio aminoró la velocidad, se detuvo, volvió a empezar, y la velocidad aumentó cuando salieron lanzados en dirección opuesta. Oyó encima de él que Michael vomitaba.

Giraron, giraron y giraron sin cesar. Fue a la sexta rotación cuando Peter detectó, por el rabillo del ojo, un movimiento trémulo en la hierba. Como si el bosque se moviera y cobrara vida. Pero estaba demasiado desorientado como para hablar. En parte, sentía miedo, pero el resto de su ser no parecía encontrar esa parte.

—¡Hostia puta! —dijo una voz debajo de ellos—, son milicos.

Y entonces, Peter los vio: eran soldados.

58

Durante los primeros días, Mausami durmió, dieciséis, dieciocho e incluso veinte horas de una tirada. Theo había expulsado los ratones del dormitorio de arriba, gracias a una escoba y grandes cantidades de gritos. En un armario habían encontrado, dobladas con peculiar cuidado, con olor a tiempo y polvo, una pila de sábanas y mantas, incluso un par de almohadas, una para la cabeza y una segunda que doblaron entre las rodillas de Mausami para que pudiera estirar la espalda. Unas corrientes eléctricas aleatorias, exquisitamente dolorosas, habían empezado a afectar a una de sus piernas: era el niño, que comprimía su columna vertebral. Lo tomó como una señal de que el niño estaba haciendo lo que debía, abrirse espacio en la habitación angosta de su cuerpo. Theo iba y venía, cuidándola como una enfermera, le llevaba las comidas y agua. Dormía por las tardes, abajo, en un viejo sofá combado, y cuando anochecía, arrastraba una silla hasta el porche, donde pasaba toda la noche, con una escopeta sobre el regazo, la vista clavada en la oscuridad.

Entonces, una mañana despertó con un nuevo vigor en el cuerpo. La falta de energía había terminado. Los días de descanso habían obrado efecto. Se sentó y vio el sol que brillaba a través de la ventana. El aire era frío y seco, empujaba una leve brisa que movía las cortinas. No recordaba haber abierto la ventana, pero quizá Theo lo había hecho en algún momento de la noche.

El niño estaba acomodado sobre su vejiga. Theo le había dejado un orinal, pero no quiso utilizarlo, pues ya no lo necesitaba. Recorrería la larga distancia que había hasta el váter, para demostrar a Theo que había despertado por fin.

Detectó movimientos en la planta baja. Se levantó, se puso un jersey sobre la camisa de faldones largos (de repente, su cuerpo era demasiado grande para los pantalones que tenía), y bajó la escalera. Daba la impresión de que su centro de gravedad se había desplazado de la noche a la mañana. El bulto del vientre logró que se sintiera pesada y torpe. Supuso que debería acostumbrarse a la nueva situación. Ni siquiera de seis meses, y allí estaba, enorme.

Entró en una habitación que apenas recordaba. Tardó un momento en asimilar el hecho de que muchas cosas habían cambiado. El sofá y las sillas, que antes estaban empujados contra las paredes, ahora se encontraban en mitad de la estancia, en ángulo recto con relación a la chimenea, las unas frente al otro. Entre ellos había una pequeña mesa de madera, y debajo, una alfombra de lana raída. El suelo que pisaban sus pies descalzos estaba limpio y reluciente. Theo había extendido más mantas sobre el sofá, y remetido los bordes para cubrir los lugares donde estaba roto y manchado.

Pero lo que le llamó la atención fueron las imágenes. Una serie de fotografías amarillentas, las mismas personas pero con diferentes edades y configuraciones, todas posando ante la misma casa en la que vivían ahora. Un hombre, su mujer y tres hijos, un chico y dos chicas. La madre era una mujer de aspecto cansado, con unas gafas oscuras apoyadas sobre la cabeza. Daba la impresión de que habían tomado las fotos a intervalos de un año. Los niños crecían de una foto para otra. El más pequeño, que en la primera fotografía era un bebé a quien su madre sostenía en brazos, era, en la imagen final, un niño de cinco o seis años. Estaba de pie delante de sus hermanas mayores, y sonreía con avidez a la cámara, exhibiendo el hueco del diente que se le había caído. Su camiseta rezaba algo incomprensible: UTAH J AZZ.

—Son impresionantes, ¿verdad?

Mausami se volvió y descubrió que Theo la estaba observando desde la puerta de la cocina.

—¿Dónde las has encontrado?

Theo se acercó a la repisa y levantó la última fotografía, la del niño sonriente.

—Estaban en un hueco debajo de la escalera. ¿Ves esto? —Dio unos golpecitos en el cristal para enseñárselo. Al fondo, en el borde de la foto, un automóvil, cargado hasta los topes, con más cosas atadas con cuerdas al techo—. Es el mismo coche que encontramos en el establo.

Mausami siguió contemplando las fotos. Qué felices parecían todos. No sólo el niño sonriente, sino también los padres y las hermanas.

—¿Crees que vivían aquí?

Theo asintió, y devolvió la foto a la repisa con las demás.

—Yo diría que se mudaron aquí antes de la epidemia y se quedaron aislados. O bien que decidieron quedarse. No te olvides de las tres tumbas de la parte de atrás.

Mausami pensó un momento. Estaba a punto de señalar que no había tres tumbas, sino cuatro. Pero entonces cayó en la cuenta de su error. La cuarta tumba habría sido cavada por el último superviviente, que no podía enterrarse a sí mismo.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Theo.

Mausami se pasó una mano por el pelo sucio.

—Lo que de veras me apetece es un baño.

—Ya me lo imaginaba. —Theo exhibió una sonrisa irónica—. Ven.

La condujo al patio. Una gran olla de hierro forjado colgaba de una cadena sobre un montón de brasas encendidas. Al lado había un abrevadero, lo bastante largo y profundo como para que una persona se sentara dentro. Utilizó un cubo de plástico para llenar el abrevadero con agua de la bomba, y después aferró el mango con una tela gruesa, levantó la olla metálica y vertió su contenido humeante en el abrevadero.

—Adelante, entra —la animó Theo.

Ella se sintió repentinamente avergonzada.

—Tranquila —dijo él, riendo con educación—, no miraré.

A fin de cuentas, parecía una idiotez que ella sintiera tal recato por exhibir su cuerpo. Pero así era. Cuando Theo apartó la mirada, ella se quitó la ropa a toda prisa y se quedó un momento desnuda bajo el sol de otoño. Sintió el aire frío sobre la piel tensa de su vientre redondo. Se metió en el agua, que se elevó hasta cubrir su estómago y los pechos hinchados, recorridos por un nimbo de venas azules.

—¿Puedo volverme?

—Me siento enorme, Theo. No puedo creer que quieras verme así.

—Te harás más grande y después te harás más pequeña. Deberías ir acostumbrándote.

¿De qué tenía miedo? Iban a tener un hijo, ¿y no lo dejaba verla desnuda? Hacía días que no se tocaban. Se dio cuenta de que había esperado ese momento, cuando él cruzaría la barrera que los separaba, ahora que estaban solos.

—De acuerdo, puedes volverte.

Por un momento, las cejas de Theo se arquearon cuando la vio. Pero sólo duró un momento. Vio que él sostenía una sartén ennegrecida, llena de una sustancia dura y reluciente. La dejó en el suelo al lado del abrevadero y se arrodilló para cortar un trozo con su cuchillo.

—Dios mío, Theo. ¿Has fabricado jabón?

—A veces lo hacía con mi madre. De todos modos, no sé si he utilizado suficiente ceniza. La grasa procede de un antílope que cacé ayer por la mañana. Son unos hijos de puta escurridizos, pero conseguí la suficiente como para fabricar una pastilla.

—¿Disparaste a un antílope?

Él asintió.

—Me costó lo indecible arrastrarlo hasta aquí —dijo—. Al menos cinco clics. Y también hay montones de peces en el río. Creo que podremos almacenar comida suficiente para pasar el invierno sin problemas. —Se levantó y se sacudió el polvo de las manos en los pantalones—. Termina mientras voy a preparar el desayuno.

Cuando terminó, el agua estaba opaca a causa de la tierra, y recubierta de una película de grasa procedente del jabón. Se levantó y utilizó el resto del agua caliente para enjuagarse, desnuda de pie para dejar que el sol la secara, y sintió que la humedad se evaporaba de su piel por obra del aire seco. No recordaba otra ocasión en que se hubiera sentido tan limpia.

Se vistió, sintió la ropa sucia sobre el cuerpo (tendría que hacer la colada de inmediato) y volvió a entrar en la casa. Había más sorpresas procedentes del sótano. Él había puesto la mesa, con vajilla de verdad, cubiertos y vasos, y el cristal turbio debido a la edad. Theo estaba friendo en la sartén una especie de filete, con rodajas translúcidas de cebolla. En la habitación reinaba el calor de la cocina, alimentada con troncos procedentes de una pila amontonada en la puerta.

—Lo que quedaba del antílope —explicó Theo—. El resto es para ahumar. —Dio la vuelta a los filetes, se volvió hacia él y se secó las manos con un trapo—. Es un poco fibroso, pero no está mal. Hay cebollas río abajo, y zarzas que deben de ser de moras, aunque tendremos que esperar a la primavera.

—Caray, Theo, ¿y qué más?

La pregunta no iba en serio. Estaba asombrada de todo lo que había hecho.

—Patatas.

—¿Patatas?

—Ahora no son más que semillas, pero podremos utilizar alguna. He trasladado un montón a los contenedores del sótano. —Pinchó los filetes con un tenedor largo y los depositó en los platos—. No nos moriremos de hambre. Hay montones.

Después de desayunar, Theo lavó los platos en el fregadero mientras ella miraba. Quería ayudar, pero él insistió en que no hiciera nada.

—¿Te apetece ir a dar un paseo? —preguntó Theo.

Desapareció en el establo y regresó con un cubo y un par cañas de pescar, y todavía estaban provistas de un monofilamento de plástico. Dio a Mausami una pequeña pala y la escopeta, así como un puñado de conchas. Cuando llegaron al río, el sol estaba alto en el cielo. Se encontraban en un punto donde el río aminoraba la velocidad y se ensanchaba hasta formar un recodo amplio y poco profundo. Las orillas estaban invadidas de vegetación, altas hierbas doradas de colores otoñales. Theo no tenía anzuelos, pero había descubierto, oculto en un cajón de la cocina, un equipo de costura, que contenía una caja de imperdibles. Mientras Maus buscaba gusanos en la tierra, Theo los sujetaba a los extremos de los sedales.

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