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Authors: Justin Cronin

El pasaje (111 page)

—¿Por qué estoy al mando? No quiero decidir por todos.

—No he dicho que fueras el jefe. Pero esto es lo que hay, Peter. Si aún no lo sabes, no lo sabes. Será así hasta que la lluvia amaine.

Peter sintió una punzada de culpa. Desde que habían llegado a la guarnición, nunca había encontrado el momento de decirle a Hollis que sabía lo de él y Sara. Ahora que Alicia se había ido, en parte no quería afrontar el hecho de que la fuerza que los había mantenido unidos se estaba disolviendo. Los tres hombres se alojaban en una tienda contigua a la de Sara y Amy, donde jugaban a las cartas y esperaban a que la lluvia amainara. Durante dos noches seguidas, Peter había despertado y descubierto que el camastro de Hollis estaba vacío. Pero siempre lo veía por la mañana, roncando. Peter se preguntó si Hollis y Sara estaban montando esa comedia en su honor, o en el de Michael, quien, al fin y al cabo, era su hermano. En cuanto a Amy, tras un período de tiempo, uno o dos días, durante los cuales había parecido nerviosa, e incluso un poco asustada de los soldados que les llevaban las comidas y las acompañaban a las letrinas, daba la impresión de que se hallaba en un estado de espera optimista, incluso jovial, contenta de la situación pero al mismo tiempo impaciente por el desenlace.

—¿Nos iremos pronto? —había preguntado a Peter en tono perentorio—. Porque me gustaría ver la nieve.

A lo que Peter había contestado:

—No lo sé, Amy. Ya veremos, cuando pare la lluvia.

La verdad era que, incluso mientras las pronunciaba, las palabras le habían sabido a mentira.

Hollis ladeó la cabeza hacia el plato de Peter.

—Deberías comer.

Peter empujó a un lado la bandeja.

—No tengo hambre.

Michael se sumó a ellos. Llegó a la mesa cubierto con un poncho mojado de lluvia y una bandeja llena de comida. Era el único que había sabido aprovechar el tiempo: Vorhees lo había destinado al parque móvil, para que colaborara en la puesta a punto de los vehículos en vistas del viaje al sur. Dejó la bandeja sobre la mesa delante de él y comió con avidez, utilizando un trozo de pan de maíz para llevarse las judías a la boca con las manos manchadas de aceite.

—¿Qué pasa? —preguntó cuando levantó la vista. Tragó un bocado de pan con judías—. Los dos me miráis como si se hubiera muerto alguien.

Uno de los soldados pasó junto a su mesa con una bandeja. Era un soldado con orejas de soplillo, en cuya cabeza calva brillaba un principio de pelusa.

—Eh, Lugnut
[4]
—dijo a Michael.

Michael sonrió.

—Sancho. ¿Qué hay de nuevo?

—Nada. Escucha, mis amigos y yo estábamos hablando, y creímos que tal vez te gustaría reunirte con nosotros más tarde.

Michael sonrió alrededor de un bocado de judías.

—Claro.

—A las siete en el comedor. —El soldado miró a Peter y Hollis, como si reparara en ellos por primera vez—. Vosotros también podéis venir si queréis, «rezas».

Peter todavía no se había acostumbrado a aquel término. Siempre transmitía una nota de rechifla.

—¿Ir adónde?

—Gracias, Sancho —dijo Michael—. Ya habré terminado para entonces.

Cuando el soldado siguió su camino, Peter miró a Michael con los ojos entornados.

—¿Lugnut?

Michael había continuado comiendo.

—Se inventan muchos nombres así. Me gusta más que Circuito. —Trasegó las últimas judías del plato—. No es mala gente, Peter.

—Yo no he dicho que lo fueran.

—¿Qué pasa esta noche? —preguntó Hollis al cabo de un momento.

—Ah, eso. —Michael se encogió de hombros, como avergonzado—. Me sorprende que nadie os lo haya dicho. Esta noche hay cine.

A las seis y media habían sacado las mesas del comedor y formado filas con los bancos. La caída de la noche había traído consigo una bajada de temperaturas, y el aire se notaba más seco. El viento se había llevado la lluvia. Todos los soldados se habían congregado fuera, y hablaban a grito pelado entre ellos de una forma que Peter no había visto nunca. Reían, bromeaban y se pasaban botellas de brillo. Se sentó con Hollis en la parte posterior del comedor, de cara a la pantalla, una hoja de contrachapado cubierta de cal. Michael estaba más adelante, entre sus nuevos amigos del parque móvil.

Michael se había esforzado por explicarles en qué consistiría la proyección de la película, pero Peter aún no sabía qué esperar, y consideraba la idea vagamente preocupante, ajena a ninguna lógica física que él comprendiera. El proyector, que descansaba sobre una mesa alta detrás de ellos, lanzaría una corriente de imágenes en movimiento sobre la pantalla. Pero si eso era cierto, ¿de dónde procedían aquellas imágenes? Si eran reflejos, ¿qué reflejaban? Un largo cable eléctrico corría desde el proyector, salía por la puerta del comedor y se conectaba con uno de los generadores. Peter no pudo por menos que pensar en el desperdicio de valioso combustible para el simple propósito de divertir al personal. Pero cuando el comandante Greer avanzó hacia las carcajadas de sesenta hombres, Peter la sintió también: era impaciencia en estado puro, una emoción casi infantil.

Greer levantó una mano para acallar a los hombres, lo cual sólo consiguió que aullaran con más fuerza.

—¡Cerrad el pico, sacos de sangre!

—¡Traed al conde! —gritó alguien.

Más gritos y aullidos. De pie delante de la pantalla, Greer exhibía una sonrisa apenas disimulada. Por un momento, había permitido que apareciera una grieta en el duro caparazón de la disciplina militar. Peter había pasado tiempo suficiente en compañía de Greer como para saber que no era accidental.

Greer dejó que el entusiasmo se calmara por sí solo, carraspeó y habló.

—Muy bien, chicos, basta ya. Primero, un anuncio. Sé que habéis disfrutado de vuestra estancia en estos bosques del norte...

—¡Y una mierda!

Greer miró con el ceño fruncido al hombre que había hablado.

—Si me vuelves a interrumpir, Muncey, te chuparás las letrinas durante un mes.

—¡Sólo decía lo contento que estoy aquí, señor, persiguiendo dragones!

Más carcajadas. Greer hizo oídos sordos.

—Como estaba diciendo, con el cambio de tiempo han llegado noticias. ¿General?

Vorhees apareció por un lado del cine improvisado.

—Gracias, comandante. Buenas noches, Segundo Batallón.

Un coro de gritos:

—¡Buenas noches, señor!

—Parece que el tiempo nos ha dado un respiro, de modo que vamos a aprovecharlo. A las cinco de la mañana, preséntense a sus jefes de pelotón después del desayuno. Queremos que todo esté preparado cuando amanezca. Cuando vuelva el pelotón azul, nos encaminaremos hacia el sur. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué vamos a hacer con los vehículos pesados, señor? No podrán avanzar en el barro.

—Se ha tomado la decisión de dejarlos aquí. Viajaremos ligeros de equipaje. Vuestros jefes de pelotón lo comentarán con vosotros. ¿Alguien más?

Silencio entre la multitud.

—Muy bien. Disfruten del espectáculo.

Se apagaron los faroles. Al fondo de la sala, las ruedas del proyector empezaron a girar. «Ya está», pensó Peter: había llegado el momento de decidir. De pronto, una semana de tiempo se había convertido en nada. Peter notó que alguien se sentaba a su lado en el banco: era Sara. Junto a ella estaba Amy, con una manta de lana oscura sobre los hombros para protegerse del frío.

—No deberíais estar aquí —susurró Peter.

—A la mierda —dijo Sara en voz baja—. ¿Creías que me iba a perder esto?

La pantalla se iluminó. Números rodeados de un círculo, que iban en descenso. 5, 4, 3, 2, 1. Después:

CARL LAEMMLE

PRESENTA

«DRÁCULA»

DE BRAM STOKER

SEGÚN LA OBRA ADAPTADA POR

HAMILTON DEANE Y JOHN L. BALDERSTON

UNA PELÍCULA DE TOD BROWNING

Un coro de vítores se elevó de los bancos cuando, aunque pareciera increíble, la pantalla se llenó con la imagen en movimiento de un carruaje tirado por caballos, que corría por una carretera de montaña. La fotografía estaba desprovista de todo color, compuesta por tonos del gris, la paleta de un sueño a medio recordar.

—Dragones —dijo Hollis. Se volvió hacia Peter con el ceño fruncido—. ¿Drácula?

—¡No se oye! —bramó un soldado, seguido por otros—. ¡No se oye, no se oye!

El soldado que se ocupaba del proyector estaba comprobando frenéticamente las conexiones, girando botones. Corrió hacia adelante y se arrodilló junto a una caja situada debajo de la pantalla.

—Esperad, creo que es...

Un estruendo de estática. Peter, hipnotizado por la imagen en movimiento de la pantalla (el carruaje estaba entrando ahora en un pueblo y la gente corría a su encuentro), pegó un bote en la silla. Pero entonces comprendió lo que había ocurrido, qué era la caja situada bajo la pantalla. Los cascos de los caballos, el crujido del carruaje sobre sus muelles y las voces de los aldeanos, que hablaban entre sí en un idioma extraño que nunca había oído. Las imágenes eran más que fotos, más que luz. Eran como algo vivo, vivo y que respiraba de forma sonora.

En la pantalla, un hombre con un sombrero blanco estaba agitando un bastón en dirección al hombre del carruaje. Cuando abrió la boca para hablar, todos los soldados le hicieron coro:

—No baje mi equipaje. ¡Esta noche voy al paso de Borgo!

Una explosión de hilaridad general. Peter miró de reojo a Hollis, pero los ojos de su amigo, en los que se reflejaba la luz, estaban concentrados en las imágenes móviles que desfilaban ante ellos. Se volvió hacia Sara y Amy. Les pasaba lo mismo.

En la pantalla, un hombre corpulento estaba hablando al conductor del carruaje, una burbuja de sonidos carentes de significado. Se volvió hacia el primer sujeto, el del sombrero, y el recitado a gritos de los hombres amplificó sus palabras.

—El conductor... tiene miedo. Es un buen hombre. Quiere que le pregunte si puede esperar, para ir después del amanecer.

El primer hombre agitó su bastón con arrogancia para mostrar su desacuerdo.

—Bien, lo siento, pero un carruaje me espera a medianoche en el paso de Borgo.

—¿El paso de Borgo? ¿De quién es el carruaje?

—Del conde Drácula.

Los ojos del hombre bigotudo se desorbitaron a causa del terror.

—¿El conde... Drácula?

—¡No lo hagas, Renfield! —gritó uno de los soldados, y todo el mundo rió.

Era un cuento, comprendió Peter. Una historia, como los libros antiguos del Asilo, los que Profesora les había leído, sentados en círculo, hacía muchos años. Daba la impresión de que la gente de la pantalla estaba fingiendo, porque así era. Sus movimientos y expresiones exagerados recordaban la forma en que Profesora imitaba las voces de los personajes de los libros que leía. El hombre corpulento del bigote sabía algo que el hombre del sombrero ignoraba. El peligro le acechaba. Pese a su advertencia, el viajero reanudaba su viaje, coreado por los gritos burlones de los soldados. En la oscuridad, el carruaje ascendía una carretera de montaña y se acercaba a un enorme edificio erizado de torrecillas y murallas, bañado por una luz de luna siniestra. Lo que aguardaba era evidente: el hombre del bigote lo había explicado a grandes rasgos. Vampiros. Un mundo antiguo, pero que Peter conocía. Esperó a que aparecieran los virales, a que cayeran sobre el carruaje e hicieran trizas al viajero, pero no sucedió así. El carruaje atravesó la puerta. El hombre, Renfield, bajó y descubrió que estaba solo, pues el conductor se había ido. Una puerta que crujía al abrirse, que se abría motu proprio, lo invitaba a entrar, y el viajero se encontraba en una gran sala cavernosa casi en ruinas. Renfield, ignorante, de una inocencia casi risible, retrocedía hacia un inmenso tramo de escaleras que bajaba una figura con una capa oscura y que sostenía una sola vela. Cuando la figura de la capa llegó al pie, Renfield se volvió, y los blancos de sus ojos se dilataron a causa de un terror enorme, como si hubiera caído entre un grupo de pitillos, en lugar de enfrentarse a un solo hombre con capa.

—Yo soy...
Drrrrác-ulaaaa
.

Otro estallido de silbidos, alaridos y vítores. Uno de los soldados de la primera fila se levantó como impulsado por un resorte.

—¡Eh, conde, chúpate ésta!

Un destello del acero al girar en el chorro de luz procedente del proyector: la punta de la hoja hizo impacto en la pantalla con un golpe sordo y se hundió en el pecho del hombre de la capa, quien no pareció darse cuenta de lo que había sucedido.

—¡Joder, Muncey! —gritó el operador.

—¡Tu cuchillo estorba! —gritó otro.

Pero las voces no eran airadas. Todo el mundo pensaba que hacía gracia. Bajo una lluvia de silbidos, Muncey saltó hacia la pantalla, mientras las imágenes se derramaban sobre él, para recuperar el cuchillo. Se volvió, sonrió e hizo una reverencia.

Pese a todo (las caóticas interrupciones, las risas y los recitados burlones de los soldados, quienes se sabían los diálogos de memoria), Peter no tardó en zambullirse en la historia. Intuyó que faltaban algunos fragmentos de la película: la narración avanzaba a trompicones, un barco en el mar seguía a continuación del castillo, y después un lugar llamado Londres. Una ciudad, comprendió. Una ciudad del Tiempo de Antes. El conde (una especie de viral, aunque no lo parecía) mataba mujeres. Primero a una niña que vendía flores en la calle, después a una joven dormida en su cama, con grandes rizos y una cara tan serena que parecía una muñeca. Los movimientos del conde eran de una lentitud cómica, al igual que los de su víctima. Todos los personajes de la película parecían atrapados en un sueño en el que no podían desplazarse más deprisa. El propio Drácula tenía una cara pálida, casi femenina, con los labios pintados para que parecieran arqueados como las alas de un murciélago. Siempre que estaba a punto de morder a alguien, la pantalla se demoraba un buen rato en sus ojos, iluminados desde abajo, para que brillaran como llamas gemelas de velas.

En parte, Peter sabía que era una superchería, nada que pudiera tomarse en serio, y no obstante, a medida que la historia continuaba, se sintió preocupado por la chica, Mina, la hija del médico (el doctor Sewell, propietario del manicomio, fuera lo que fuera eso), y cuyo marido, el poco afectuoso Harker, no parecía tener ni idea de cómo ayudarla, siempre holgazaneando con las manos en los bolsillos, con aspecto impotente y perdido. Ninguno de ellos sabía qué hacer, excepto Van Helsing, el cazador de vampiros. No se parecía a ningún cazador a quien Peter hubiera visto: era un anciano, con gafas gruesas, proclive a larguísimas declaraciones aterradoras que eran objeto del sarcasmo de los soldados: «¡Caballeros, nos enfrentamos a algo impensable!» y «¡Las supersticiones de mañana pueden convertirse en la realidad científica de hoy!». Los silbidos se desataban en cada ocasión, aunque casi todo lo que Van Helsing decía le parecía cierto a Peter, sobre todo aquello de que un vampiro era «un ser cuya vida se ha prolongado de forma anormal». Si eso no describía a un pitillo, a ver qué podía hacerlo. Se preguntó si el truco de Van Helsing con el espejo del joyero no era una versión de lo que había sucedido en Las Vegas con las sartenes, y si, como afirmaba Van Helsing, un vampiro «ha de dormir todas las noches en su suelo natal». ¿No era ése el motivo por el que los afectados siempre acababan volviendo a casa? En algunos momentos, la película casi parecía ser una especie de manual. Peter se preguntó si, en lugar de ser una historia ficticia, no sería la narración de un hecho real.

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