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Authors: Justin Cronin

El pasaje (114 page)

Sobre la mesa había una pila de papeles. Encima había una sola hoja con la imagen de tres figuras, una mujer y dos niñas. La imagen estaba plasmada con tal precisión que Peter pensó al principio que estaba mirando una fotografía, algo procedente del Tiempo de Antes. Pero después se dio cuenta de que era un dibujo realizado a carboncillo. Un retrato, de la cintura hacia arriba. La parte inferior parecía diluirse en la nada. La mujer sostenía a la niña pequeña, que no debía de contar más de tres años, con sus mejillas de bebé, en el regazo. La otra, tan sólo un par de años mayor que su hermana, se alzaba detrás de ellas, sobre el hombro izquierdo de la mujer. Greer sacó más hojas de la pila: las mismas tres figuras en idéntica pose.

—¿Los hizo Vorhees?

Greer asintió.

—Curt no era un soldado profesional, como la mayoría de nosotros. Tenía otra vida antes del Cuerpo de Expedicionarios, una esposa y dos hijas pequeñas. Era granjero, aunque no se lo crea.

—¿Qué les pasó?

Greer contestó con un encogimiento de hombros.

—Lo que siempre sucede, cuando sucede.

Peter se inclinó para volver a examinar los dibujos. Percibió el meticuloso esmero del acto creativo, la fuerza de concentración detrás de cada detalle. La sonrisa irónica de la mujer; los ojos de la niña más pequeña, grandes y expresivos como los de su madre; el movimiento del pelo de la mayor, sacudido por una brisa repentina. Una pizca de polvo gris flotaba todavía sobre la superficie del papel, como cenizas, empujadas por este viento recordado.

—Supongo que hizo todos estos dibujos para no olvidarlas —dijo Greer.

Peter experimentó una vergüenza repentina. Con independencia de lo que aquellas imágenes significaran para el general, Peter sabía que eran privadas.

—Si no le importa que se lo pregunte, comandante, ¿por qué me los enseña?

Greer las guardó con cuidado en una carpeta de cartón y las dejó en el baúl que había a sus pies.

—Alguien me dijo en cierta ocasión que una parte de nosotros vive mientras alguien nos recuerda. Ahora, usted también las recordará. —Cerró el baúl con una llave que colgaba alrededor de su cuello y se reclinó en la silla—. Pero no ha venido a verme para eso, ¿verdad? Ha tomado una decisión.

—Sí, señor. Me iré por la mañana.

—Bien. —Un cabeceo pensativo, como ante algo esperado—. ¿Los cinco, o sólo usted?

—Hollis y Sara irán con el convoy. Michael también, aunque no lo sabe todavía.

—Entonces, sólo los dos. Usted y la chica misteriosa.

—Amy.

Greer asintió de nuevo.

—Amy. —Peter esperaba que Greer intentara disuadirlo, pero no lo hizo—. Tome mi montura. Es un buen caballo, no lo dejará tirado. Ordenaré a la puerta que los dejen pasar. ¿Necesita armas?

—Las que me pueda dar.

—Me ocuparé también de eso.

—Se lo agradezco, señor. Gracias por todo.

—Creo que es lo mínimo que puedo hacer. —Greer contempló sus manos enlazadas sobre el regazo—. Sabe que es casi un suicidio, ¿verdad? Subir a la montaña solo. Me veo en la obligación de decírselo.

—Tal vez lo sea. Pero es lo mejor que se me ha ocurrido.

Un momento de silencioso agradecimiento pasó entre ellos. Peter pensó que echaría de menos a Greer, su presencia serena y firme.

—Bien, así que esto es la despedida. —Greer se levantó y extendió la mano a Peter—. Si alguna vez va a Kerrville, búsqueme. Quiero saber cómo termina.

—¿Cómo termina qué?

El comandante sonrió, con su manaza rodeando todavía la de Peter.

—El sueño, Peter.

Había una luz encendida en los barracones. Peter oyó murmullos detrás de las paredes de lona. No había puerta, ni forma de llamar con los nudillos. Pero cuando se acercó, un soldado apareció por la abertura, envuelto en su parka. El que se llamaba Wilco, uno de los engrasadores.

—Jaxon. —Lo miró sobresaltado—. Si estás buscando a Lugnut, está con los demás, extrayendo el combustible del camión cisterna. Yo voy hacia allí.

—Estoy buscando a Lish. —Como Wilco le miró sin comprender, Peter rectificó—. La teniente Donadio.

—No estoy seguro...

—Dile que estoy aquí.

Wilco se encogió de hombros y volvió a entrar en la tienda. Peter aguzó los oídos para escuchar lo que se decía dentro, pero todas las voces habían enmudecido de repente. Esperó, lo suficiente para preguntarse si Alicia se negaría a salir. Pero entonces apareció en la puerta.

Peter pensó que afirmar que
parecía
cambiada era un error:
había
cambiado. La mujer que se erguía ante él ahora era la misma Alicia que siempre había conocido y, al mismo tiempo, una persona diferente por completo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Sobre el torso no llevaba nada más que una camiseta, pese al frío. Le había crecido un poco el pelo, una pelusa fantasmal que se aferraba a su cráneo como una gorra brillante bajo las luces. Pero no fue nada de esto lo que confirió extrañeza al momento. Fue su forma de mantenerse alejada de él.

—Me he enterado de tu ascenso —dijo—. Felicidades.

Alicia no dijo nada.

—Lish...

—No deberías estar aquí, Peter. Yo no debería hablar contigo.

—Sólo he venido a decirte que lo entiendo. No pude durante unos días. Pero ahora sí.

—Bien. —Ella hizo una pausa y se rodeó el cuerpo con los brazos para protegerse del frío—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Peter no sabía muy bien qué decir. De golpe, todo lo que había querido decirle se había esfumado de su mente. La muerte de Muncey estaba relacionada con ello, y su padre, y Amy. Pero él no encontraba las palabras para expresar el verdadero motivo.

Dijo lo único que se le ocurrió.

—La guitarra de Hollis.

Alicia lo miró sin comprender.

—¿Hollis tiene una guitarra?

—Un soldado se la regaló. —Peter calló. No había forma de explicarlo—. Lo siento. No hago más que decir tonterías.

Peter experimentó la sensación de que se había abierto un espacio en su pecho, y se dio cuenta de qué era: el dolor de echar de menos a alguien que aún no se había marchado.

—Bien, gracias por decírmelo, pero la verdad es que debo volver dentro.

—Espera, Lish.

Alicia se volvió para mirarlo de nuevo, con las cejas arqueadas.

—¿Por qué no me lo contaste nunca? Lo del Coronel.

—¿Para eso has venido? ¿Para interrogarme acerca del Coronel? —Suspiró y apartó la mirada. No quería hablar del asunto—. Porque no quería que nadie supiera quién era.

—Pero ¿por qué?

—¿Qué habría dicho, Peter? Llegó solo. Había perdido a sus hombres. Él consideraba que habría debido morir con ellos.

Hizo una pausa para respirar.

—En cuanto al resto, creo que me crió de la única manera que sabía. Durante mucho tiempo pensé que era divertido, si quieres que te diga la verdad. Historias de hombres valientes que cruzaban las Tierras Oscuras para luchar y morir. Prestar juramento. Un galimatías que no significaba nada para mí. Sólo eran palabras. Después me enfadé. Tenía ocho años, Peter. Ocho años, y me llevó extramuros, bajo la línea eléctrica, y me dejó tirada allí. Toda la noche, sin nada, ni siquiera un cuchillo. Eso no lo sabías.

—¿Qué pasó?

—Nada. Si hubiera pasado, estaría muerta. Me quedé sentada bajo un árbol y lloré toda la noche. A día de hoy, aún no sé si estaba poniendo a prueba mi valentía o mi suerte.

—Seguro que te perdiste parte de la historia. Él no andaría lejos. Estaría vigilándote.

—Quizá. —Alicia miró hacia un lado, hacia el cielo invernal—. A veces creo que sí, y otras que no. Tú no lo conocías como yo. Lo odié después de eso, durante mucho tiempo. Lo odié con todas mis fuerzas. Pero sólo se puede odiar a alguien por un tiempo limitado. —Respiró de nuevo, un suspiro profundo y resignado—. Espero que sea cierto en tu caso, Peter. Que algún día consigas perdonarme. —Sorbió por la nariz y se secó los ojos—. Eso es todo. Ya he hablado demasiado. Me alegro de haber estado contigo todo este tiempo.

Él la miró con rostro compungido, y entonces lo supo.

El Coronel no era el verdadero secreto. Lo era él. Él era el secreto que ella había ocultado. Que se habían ocultado mutuamente, incluso a ellos mismos.

Extendió la mano.

—Escucha, Alicia...

—No lo hagas. No.

Pero no retrocedió.

—Esos últimos tres días, cuando pensé que ibas a morir y yo no iba a estar contigo. —Un nudo del tamaño de un puño se había formado en su garganta—. Siempre pensé que estaría contigo.

—Maldita sea, Peter. —Estaba temblando. Peter intuyó la magnitud de su lucha—. No puedes hacerme esto ahora. Es demasiado tarde, Peter. Es demasiado tarde.

—Lo sé.

—No lo digas. Por favor. Dijiste que lo habías entendido.

Sí, lo entendía. Todo aquello que parecía contenido en aquel sencillo dato. No sintió sorpresa, ni siquiera arrepentimiento, sino una repentina y profunda gratitud, acompañada de una gran lucidez que le atravesó como una ráfaga de aire invernal. Se preguntó cuál era aquel sentimiento, y entonces lo supo: estaba renunciando a ella.

Ella dejó que la rodeara entre sus brazos, atrayéndola hacia su pecho. La retuvo, tal como ella lo había retenido en la tienda de Vorhees, tantos días antes. Era el mismo adiós, pero al revés. Notó que se tensaba, y después se relajaba, contra él, y sentía como si encogiera entre sus brazos.

—Te vas —dijo Alicia.

—Necesito que me prometas algo. Mantén a salvo a los demás. Llévalos a Roswell.

Sintió un leve pero perceptible asentimiento contra su pecho.

—¿Y tú?

Cómo la amaba. Y sin embargo, no podía pronunciar las palabras. Cerró los ojos y trató de grabar en la memoria los sentimientos que ella le inspiraba, para poder llevárselos.

—Creo que ya me has cuidado bastante tiempo, ¿verdad? —La apartó para ver su cara por última vez—. Esto es todo —dijo—. Sólo quería darte las gracias.

Dio media vuelta y se fue dejándola sola en el viento gélido, delante de los silenciosos barracones.

Se esforzó por dormir, dio vueltas sin cesar toda la noche, y en la última hora antes del amanecer, cuando ya no pudo esperar más, se levantó y recogió a toda prisa sus pertenencias. Estaba pensando en el frío. Necesitarían mantas, calcetines de sobra, y cualquier cosa que pudiera mantenerlos calientes y secos. Sacos de dormir, ponchos y una lona con una cuerda robusta. La noche anterior, cuando volvía de los barracones, entró en la tienda de suministros y robó una pala y un hacha, además de un par de parkas gruesas. Hollis estaba roncando en su camastro, la cabeza sepultada en las mantas, ajeno a todo. Cuando despertara, Peter ya se habría marchado.

Se colgó la mochila al hombro y salió a un frío tan intenso que lo sorprendió, pues le arrebató el aire de los pulmones. La guarnición se encontraba en silencio, y sólo deambulaban algunos hombres en las cercanías. Los olores de humo de leña y comida caliente le llegaron desde el comedor, y le rugió el estómago. Pero no había tiempo para eso. En la tienda de las mujeres encontró a Amy sentada en su jergón, con su pequeña mochila sobre el regazo. No le había dicho nada. Estaba sola. Sara seguía con Sancho y los demás, en el hospital.

—¿Es la hora? —preguntó la chica. Tenía los ojos muy brillantes.

—Sí, es la hora.

Cruzaron juntos el prado. El caballo de Greer, un potro negro de gran tamaño, estaba pastando con los demás, la nariz alzada hacia el viento. Peter cogió unas riendas del cobertizo y lo condujo hasta la valla. Ojalá pudiera utilizar la silla, pero no iría bien para los dos. Ató sus mochilas juntas y las dejó caer sobre las ancas del animal. Ya tenía los dedos entumecidos a causa del frío. Levantó a Amy, y después utilizó la valla para izarse delante de ella. Cabalgaron por el lindero del prado hacia las sombras, bajo los piquetes, en dirección a la puerta. Estaba amaneciendo, un tenue resplandor gris, como si la oscuridad no se estuviera alzando, sino disolviéndose. Había empezado a caer una nieve pálida, casi invisible, copos que parecían materializarse en el aire delante de sus caras.

Un solo centinela salió a su encuentro. Era Eustace, el teniente que había alertado a Peter del regreso de la partida.

—El comandante ha dicho que los deje pasar. También me pidió que les entregara esto. —Eustace sacó a rastras un saco de lona de la garita del centinela y lo dejó en el suelo delante del caballo—. Dice que cojan lo que necesiten.

Peter bajó y se arrodilló para abrirlo. Había rifles, cargadores, un par de pistolas y un cinturón de granadas. Peter lo examinó todo, mientras decidía qué hacer.

—Gracias de todos modos —dijo, al tiempo que se enderezaba. Extrajo el cuchillo del cinto y lo extendió hacia Eustace—. Tome. Un regalo para el comandante.

Eustace frunció el ceño.

—No lo entiendo. ¿Quiere darle su cuchillo?

Peter lo empujó hacia él.

—Cójalo —dijo.

Eustace aceptó la hoja a regañadientes. La miró un momento, como si se tratara de un artefacto extraño que hubiera encontrado en el bosque.

—Déselo al comandante Greer —dijo Peter—. Creo que él lo entenderá.

Se volvió y vio a Amy sentada en el caballo. Había alzado la barbilla hacia la nieve que caía.

—¿Preparada?

La chica asintió. Una leve sonrisa brillaba en su cara. Habían caído copos sobre sus pestañas, en su pelo, como polvo de joyas. Eustace ayudó a Peter a montar. La puerta se abrió ante ellos. Se permitió una última mirada hacia los barracones, pero todo estaba en silencio, nada había cambiado. «Adiós —pensó—, adiós.»

Entonces, espoleó a su montura y se alejaron mientras amanecía.

X
El ángel de la montaña
62

A mediodía habían vuelto a encontrar el río. Cabalgaron en silencio bajo la nieve, que ahora caía sin parar y llenaba los bosques de una luz blanca y amortiguada. El río había empezado a helarse en los bordes, y las aguas negras corrían en libertad por su estrecho canal, ajenas a todo. Amy, que yacía contra la espalda de Peter, las pálidas muñecas caídas sobre el regazo del jinete, se había dormido. Peter notaba el calor de su cuerpo, el suave roce de su aliento en el cuello, su pecho que subía y bajaba contra él. Nubes de vapor tibio brotaban de los ollares del caballo, con olor a hierba y tierra. Había pájaros en los árboles, pájaros negros. Se llamaban entre ellos desde las ramas, sus voces apagadas por la nieve sofocante.

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