Authors: Justin Cronin
—No te preocupes —dijo Michael—. No le pasará nada.
Su hermana no contestó. Se preguntó si le habría oído. No dijeron nada más hasta llegar a casa. Sara se lavó en la bomba de la cocina, mientras Michael encendía las velas. Ella salió al porche trasero y regresó un momento después, con un conejo de buen tamaño agarrado de las orejas.
—¡La leche! —exclamó Michael—. ¿De dónde la has sacado?
El humor de Sara había cambiado. Su rostro enarbolaba una sonrisa de orgullo. Michael vio la herida en el cuello del animal, donde le había alcanzado la flecha de Sara.
—En el Campo de Arriba, por encima de los pozos. Pasaba a caballo y la vi parada en la abertura.
¿Cuánto tiempo hacía que Michael no comía conejo? ¿Cuánto tiempo hacía desde que alguien había visto un conejo? Casi toda la fauna había desaparecido, salvo las ardillas, que parecían multiplicarse a más velocidad de la que los virales empleaban para exterminarlas, y los pájaros más pequeños, los gorriones y reyezuelos, que no querían o no podían cazar.
—¿Quieres limpiarlo? —preguntó Sara.
—No estoy seguro de recordar cómo se hacía —confesó Michael.
Sara compuso una expresión exasperada y extrajo el cuchillo del cinto.
—Estupendo, intenta ser útil y enciende el fuego.
Hicieron un guiso de conejo, con zanahorias y patatas del cubo del desván, y harina de maíz para espesar la salsa. Sara afirmó que era la receta de su padre, pero Michael se dio cuenta de que no estaba segura. Daba igual. La sabrosa carne guisada burbujeaba en el hogar de la cocina, e invadió la casa de un calor acogedor que Michael no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Sara había sacado la piel al patio para limpiarla, mientras Michael vigilaba la cocina, a la espera de su regreso. Ya había dispuesto cuencos y cucharas cuando ella volvió a entrar, secándose las manos con un trapo.
—Sé que no vas a hacerme caso, pero Elton y tú tenéis que iros con cuidado.
Sara sabía lo de la radio. Como siempre estaba entrando y saliendo del Faro, había sido imposible impedirlo. Pero Michael le había ocultado el resto.
—Sólo es un receptor, Sara. Ni siquiera estamos transmitiendo.
—¿Qué captáis, de todos modos?
Sentado a la mesa, Michael se encogió de hombros, con la esperanza de dar por concluida la conversación lo antes posible. ¿Qué podía decir? Estaban buscando al ejército. Pero el ejército estaba muerto. Todo el mundo estaba muerto, y las luces iban a apagarse.
—Sólo ruido, sobre todo.
Ella lo estaba mirando fijamente, con los brazos en jarras dando la espalda al fregadero, a la espera. Como Michael no añadió nada más, suspiró y sacudió la cabeza.
—Bien, no dejéis que os cojan —dijo su hermana.
Comieron sin hablar a la mesa de la cocina. La carne era un poco fibrosa, pero tan deliciosa que Michael no podía reprimir gemidos de placer mientras masticaba. Por lo general no se acostaba hasta después de amanecer, pero habría podido quedarse dormido encima de la mesa, con la cabeza apoyada sobre sus brazos enlazados. Comer guiso de conejo también transmitía algo familiar (no sólo familiar, sino también un poco triste). Solos los dos.
Alzó los ojos y vio que Sara lo estaba mirando.
—Lo sé —dijo ella—. Yo también los echo de menos.
Michael quiso decírselo en aquel momento. Lo de las baterías, y el diario, y su padre, lo que había descubierto. Y todo para que hubiera otra persona que cargara con el peso de aquella información. Pero era un deseo egoísta, y Michael lo sabía, algo que no podía permitirse.
Sara se levantó de la mesa y llevó los platos a la bomba. Cuando terminó de lavar, llenó una olla de barro con los restos del guiso y lo envolvió con un paño grueso para que retuviera el calor.
—¿Se lo llevarás a Walt? —preguntó Michael.
Walter era el hermano mayor de su padre. Como jefe del almacén, estaba a cargo de Comercio y Manufacturas, era miembro de la Junta de Oficios, y también del Hogar (el Fisher vivo más longevo), una tripleta de responsabilidades que lo convertían en uno de los ciudadanos más poderosos de la Colonia, superado tan sólo por Soo Ramírez y Sanjay Patal. Pero también era un viudo que vivía solo (su esposa Jean había muerto durante la Noche Oscura), le gustaba demasiado empinar el codo, y a veces se negaba a comer. Cuando Walt no estaba en el Almacén, se le podía encontrar trasteando con el alambique que guardaba en el cobertizo situado detrás de su casa, o inconsciente en el interior.
Sara negó con la cabeza.
—Creo que en este momento no me apetece ver a Walt. Se lo llevaré a Elton.
Michael escudriñó su rostro. Sabía que estaba pensando otra vez en Peter.
—Deberías descansar un poco. Estoy seguro de que se encuentran bien.
—Van con retraso.
—Sólo un día. Es lo habitual.
Su hermana no dijo nada. Era terrible, pensó Michael, lo que el amor podía hacer a una persona. Le parecía absurdo.
—Escucha, Lish va con ellos. Estoy seguro de que se encuentran sanos y salvos.
Sara frunció el ceño y apartó la mirada.
—Es Lish quien me preocupa.
Se dirigió primero al Asilo, como solía hacer cuando el sueño le era esquivo. Era la cuestión de ver a los niños metidos en sus camas. No sabía si lograba que se sintiera mejor o peor. Pero al menos le hacía sentir algo, además del dolor hueco de la preocupación.
Le gustaba recordar el tiempo que había pasado en aquel lugar cuando era una Pequeña, cuando el mundo se le antojaba un lugar seguro, incluso un lugar feliz, y su única preocupación era saber cuándo irían a verla sus padres, o si Profesora estaba de buen humor o no aquel día, y quién era amigo de quién. Casi no le había parecido extraño que su hermano y él vivieran en el Asilo y sus padres en otra parte (nunca había conocido una existencia diferente), y por la noche, cuando su madre, su padre, o los dos juntos, iban a decirles buenas noches a ella y a Michael, nunca pensaba en preguntarles adónde iban cuando terminaba la visita. «Tenemos que irnos», decían, cuando Profesora anunciaba que había llegado el momento, y aquella sola palabra, «irnos», describía la situación a los ojos de Sara, y seguramente también a los de Michael: los padres venían, se quedaban un rato, y después tenían que irse. Muchos de los mejores recuerdos de sus padres procedían de aquellas breves visitas, cuando les leían un cuento o los arrebujaban en sus catres.
Y entonces, una noche, lo estropeó todo sin querer. «¿Dónde duermes?», preguntó a su madre, cuando se estaba preparando para marchar. «Si no duermes aquí, con nosotros, ¿adónde vas?» Y cuando Sara preguntó eso, dio la impresión de que algo caía tras los ojos de su madre, como una cortina que se corre a toda prisa sobre una ventana. «Oh —dijo su madre con un fruncimiento que Sara detectó como una expresión impostada—, no duermo. El sueño es para ti, Sarita, y para tu hermano, Michael.» Y la expresión de su madre cuando dijo estas palabras, creía ahora Sara, consiguió que vislumbrara la terrible verdad.
Lo que decía todo el mundo era verdad: odiabas a Profesora cuando te lo decía. Cuánto había querido Sara a Profesora, hasta aquel día. Tanto como había querido a sus padres, o tal vez más. Se acercaba su octavo cumpleaños. Sabía que iba a suceder algo, algo maravilloso, y que los niños iban a un lugar especial cuando cumplían ocho años, pero nada más concreto que eso. Los que regresaban, para visitar a un hermano pequeño o para llevar a los pequeños recién nacidos, eran mayores, y después de tanto tiempo se habían convertido en personas diferentes por completo, y el dónde habían estado y a qué se dedicaban era un secreto insondable. El hecho de que fuera un secreto convertía en algo especial aquel nuevo lugar que la aguardaba más allá de las paredes del Asilo. Una oleada de impaciencia se abatió sobre ella a medida que se acercaba su cumpleaños. Su emoción era tan intensa que ni se le ocurrió pensar en qué sería de Michael sin ella. El día de su hermano también llegaría. Profesora te advertía de que nunca debías hablar de eso, pero los Pequeños lo hacían, por supuesto, cuando Profesora no estaba presente. En los aseos, en el comedor, o por la noche en la Sala Grande, los susurros se transmitían a través de la hilera de catres, siempre se hablaba de ser libres, y de quién sería el siguiente. ¿Cómo era el mundo fuera del Asilo? ¿Vivía la gente en castillos, como la gente de los libros? ¿Qué animales encontrarían? ¿Podrían hablar? (Los ratones que Profesora tenía enjaulados en el aula siempre mantenían un silencio descorazonador.) ¿Qué maravillosos platos comerían, y con qué maravillosos juguetes jugarían? Sara nunca se había sentido tan emocionada, a la espera del día glorioso en que saldría al mundo.
Despertó la mañana de su cumpleaños, llena de optimismo, como si estuviera flotando en una nube de felicidad. Y, no obstante, tendría que contener esta alegría hasta la hora del descanso. Sólo entonces, cuando los Pequeños estuvieran dormidos, Profesora la conduciría al lugar especial. Aunque nadie dijo ni mú, durante la comida de la mañana y la hora del círculo se dio cuenta de que todo el mundo estaba contento por ella, salvo Michael, quien no se esforzaba en disimular su envidia y se negaba a dirigirle la palabra. Si no podía sentirse contento por ella, no iba a permitir que le estropeara su día especial. Sólo después de comer, en el momento en que Profesora llamó a todo el mundo para despedirse, empezó a preguntarse si tal vez sabía algo que ella ignoraba. «¿Qué pasa, Michael? —preguntó Profesora—. ¿No puedes despedirte de tu hermana, no puedes sentirte contento por ella?» Y Michael la miró y dijo: «No es lo que crees, Sara», la abrazó y salió corriendo de la habitación antes de que ella pudiera decir una palabra.
Bien, eso fue extraño, pensó en aquel momento, y también se lo parecía ahora, todavía, después de tantos años. ¿Cómo lo había sabido Michael? Mucho tiempo después, cuando los dos estaban solos de nuevo, ella había recordado esa escena y le había preguntado al respecto.
—¿Cómo lo supiste?
Pero Michael se limitó a sacudir la cabeza.
—Lo sabía, y punto. Los detalles no, pero el tipo de cosa que era, sí. La forma en que papá y mamá nos hablaban por las noches, cuando nos arropaban. Se veía en sus ojos.
Pero aquella mañana de su liberación, cuando Michael salió corriendo y Profesora la tomó de la mano, no se había planteado muchos interrogantes. Michael era así. Los adioses finales, los abrazos, la sensación de que llegaba el momento. Estaban presentes Peter, Maus Patal, Ben Chou, Galen Strauss, Wendy Ramírez y todos los demás, la tocaban, y decían su nombre. «Acuérdate de nosotros», dijeron. Ella sostenía la bolsa con sus pertenencias, la ropa, las zapatillas y la muñeca de trapo llamada Florence que tenía desde que era pequeña (podías llevarte un juguete), y Profesora la tomó de la mano y salieron de la Sala Grande al pequeño patio bordeado de ventanas en que los niños jugaban cuando el sol estaba alto, con los columpios y balancines, y la pila de neumáticos viejos a los que trepaban, y entraron por otra puerta en una habitación que no había visto nunca. Como un aula, pero vacía, las estanterías desiertas, sin dibujos en las paredes.
Profesora cerró con llave la puerta que había dejado atrás. Una pausa curiosa y prematura. Sara había esperado más. Le hizo varias preguntas a Profesora. ¿Adónde iría? ¿El viaje sería largo? ¿Iría alguien a buscarla? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar en esa habitación? Pero dio la impresión de que Profesora no oía sus preguntas. Se acuclilló ante ella y acercó su cara grande y suave a la de Sara.
—Sarita —preguntó—, ¿qué crees que hay ahí fuera? Fuera de este edificio, al otro lado de las habitaciones en que vives ¿Quiénes crees que son los hombres que ves a veces, los que vienen y van de noche, vigilándote?
Profesora estaba sonriendo, pero había algo diferente en su sonrisa, pensó Sara, algo que le dio miedo. No quería contestar, pero Profesora la estaba mirando fijamente, con expresión expectante. Sara pensó en los ojos de su madre, la noche en que le preguntó dónde dormía.
—¿Un castillo? —dijo, porque fue lo único que se le ocurrió, acuciada por un nerviosismo repentino—. ¿Un castillo, con un foso?
—Un castillo —dijo Profesora—. Entiendo. ¿Y qué más, Sarita?
La sonrisa había desaparecido de pronto.
—No lo sé —dijo Sara.
—Bien —dijo Profesora, y carraspeó—. No es un castillo.
Y fue entonces cuando se lo contó.
Al principio, Sara no se lo creyó. Pero no fue exactamente así: fue como si su mente se hubiera partido en dos, y una mitad, la mitad ignorante, que creía que todavía era una Pequeña, sentada en el círculo, jugando en el patio, esperando a que sus padres acudieran a arroparla por la noche, estuviera despidiéndose de la mitad que siempre lo había sabido. Como si estuviera despidiéndose de ella misma. Se sintió mareada y con ganas de vomitar, y entonces se puso a llorar, y Profesora la tomó de la mano, la guió de nuevo por otro pasillo y salieron del Asilo, hasta donde sus padres la estaban esperando para llevarla a casa, la casa en la que Michael y Sara vivían todavía, y cuya existencia había desconocido hasta aquel día.
—No es verdad —estaba diciendo Sara entre lágrimas—, no es verdad.
Y su madre, quien también estaba llorando, la levantó y abrazó, mientras decía:
—Lo siento, lo siento, lo siento. Lo es, lo es, lo es.
Ése era el recuerdo que siempre se reproducía en su memoria cuando se acercaba al Asilo, que ahora le parecía mucho más pequeño que antes, mucho más vulgar. Una vieja escuela de ladrillo con el nombre ESCUELA DE ENSEÑANZA PRIMARIA F.D. ROOSEVELT grabado en piedra sobre la puerta. Desde el sendero vio la figura de un solitario centinela en lo alto de las escaleras principales: Hollis Wilson.
—Hola, Sara.
—Buenas noches, Hollis.
Hollis tenía una ballesta apoyada sobre la cadera. A Sara no le gustaban. Tenían mucha potencia, pero tardabas demasiado en volver a cargarlas, y encima pesaban mucho. Todo el mundo decía que era imposible distinguir a Hollis de su hermano hasta que se afeitó la barba, pero Sara no lo entendía. Incluso de Pequeños (los hermanos Wilson habían llegado tres años antes que ella), siempre había sabido distinguirlos. Lo sabía por pequeñas cosas, detalles en los que una persona tal vez no reparaba a primera vista, como el hecho de que Hollis fuera un poquito más alto, los ojos un poco más serios. Pero para ella estaba muy claro.
Mientras subía las escaleras, Hollis ladeó la cabeza hacia la olla que cargaba Sara, y sus labios se curvaron en una sonrisa.