Authors: Justin Cronin
—¿Qué me traes?
—Guiso de conejo. Pero temo que no es para ti.
El rostro del hombre se llenó de asombro.
—Que me aspen.¿Dónde lo has cazado?
—En el Campo de Arriba.
El hombre lanzó un silbido y meneó la cabeza. Sara leyó hambre en su cara.
—No sabes cuánto echo de menos el guiso de conejo. ¿Puedo olerlo?
Ella apartó el trapo y abrió la tapa. Hollis se inclinó sobre la olla e inhaló por la nariz.
—¿No podría convencerte de que lo dejaras aquí conmigo mientras tú entras?
—Olvídalo, Hollis. Es para Elton.
Un encogimiento de hombros airoso. La insinuación no iba en serio.
—Bien, al menos lo he intentado —dijo Hollis—. Bien, dame tu cuchillo.
Ella desenvainó la hoja y se la entregó. Sólo los centinelas tenían permiso para entrar con armas en el Asilo, y hasta ellos debían evitar que los niños las vieran.
—No sé si te has enterado —dijo Hollis, al tiempo que lo ceñía en el cinto—. Tenemos una nueva residente.
—He estado con el rebaño todo el día. ¿Quién es?
—Maus Patal. Supongo que no es sorprendente. —Hollis indicó el sendero con su ballesta—. Galen acaba de marcharse. Me sorprende que no le hayas visto.
Había estado perdida en sus pensamientos. Si Galen se hubiera cruzado con ella, no lo habría visto. Y Maus, embarazada. ¿Por qué se sorprendía?
—Bien. —Forzó una sonrisa, mientras se preguntaba qué sentía. ¿Era envidia?—. Una gran noticia.
—Hazme un favor y díselo a ella. Tendrías que haberlos oído discutir. Es probable que hayan despertado a la mitad de los Pequeños.
—¿No está contenta?
—Se oía más a Galen, creo. No lo sé. Tú eres una chica, Sara. Dímelo a mí.
—Con halagos no conseguirás nada, Hollis.
El hombre lanzó una carcajada irónica. A Sara le gustaba Hollis, era fácil llevarse con él.
—Sólo estaba pasando el rato —dijo el hombre, e indicó la puerta con la cabeza—. Si Dora está despierta, dile hola de parte del tío Hollis.
—¿Cómo le va a Leigh, ahora que Arlo se ha ido?
—Leigh ya ha pasado por esto. Le he dicho que hay montones de motivos para que no vuelvan hoy.
Sara dejó el guiso en la oficina desierta y fue a la Sala Grande donde dormían los Pequeños. En otro tiempo había sido el gimnasio de la escuela. En la parte delantera de la sala había un escenario, pero las sillas habían sido sustituidas por catres y cunas, ordenados en filas espaciadas con regularidad. Casi todas las camas estaban vacías. Habían transcurrido muchos años desde que el Asilo comenzara a funcionar hasta que alcanzó algo similar al límite de su capacidad. Las cortinas estaban corridas sobre las altas ventanas de la sala. La única iluminación procedía de los estrechos gajos de luz que caían sobre las formas dormidas de los niños. La sala olía a leche, sudor y cabello entibiado por el sol: el olor de los niños al terminar el día. Sara pasó de puntillas entre dos filas de camas y cunas. Kat Curtis, Bart Fisher y Abe Phillips, Fanny Chou y sus hermanas Wanda y Susan, Timothy Molyneau y Beau Greenberg, a quien todo el mundo llamaba «Bobou», una deformación de su nombre que había echado raíces. Las tres jotas, Juliet Strauss, June Levine y Jane Ramírez, la hija menor de Rey.
Sara paró ante una cuna que había al final de la última fila: Dora Wilson, la hija de Leigh y Arlo. Leigh estaba sentada en una silla de enfermería a su lado. Las madres que acababan de parir tenían permiso para quedarse en el Asilo un año, como máximo. Leigh aún estaba algo gorda debido al embarazo. A la pálida luz de la sala, su cara ancha parecía casi transparente, la piel pálida por haber pasado tantos meses encerrada. Sobre el regazo descansaba una gruesa madeja de hilo y un par de agujas. Levantó los ojos de la labor cuando Sara se acercó.
—Hola —dijo en voz baja.
Sara respondió asintiendo en silencio y se inclinó sobre la cuna. Dora, en pañales, estaba dormida de espaldas, con los labios abiertos que dibujaban una delicada O. Roncaba un poco. El suave viento húmedo de su respiración acarició las mejillas de Sara como un beso. «Cuando miras a un bebé dormido, casi puedes olvidarte de en qué mundo vives», pensó.
—No te preocupes, no la despertarás. —Leigh reprimió un bostezo con la mano y prosiguió su labor—. Duerme como un tronco.
Sara decidió no buscar a Mausami. Lo que estuviera ocurriendo entre ella y Galen no era asunto suyo. En cierto modo, sentía pena por Gale. Siempre había sentido debilidad por Maus (era como una enfermedad de la que no podía curarse), y todo el mundo decía que cuando pidió a Maus que se emparejara con él, ella aceptó sólo porque Theo la había rechazado siempre. Eso, o que Theo nunca se lo había pedido, y Maus estaba intentando animarlo. No era la primera mujer que cometía dicha equivocación.
Pero mientras bajaba por el sendero, Sara se preguntó por qué algunas cosas no podían ser más fáciles. Porque eso era lo que pasaba con Peter y ella. Sara lo quería, siempre lo había querido, incluso cuando eran pequeños y estaban en el Asilo. No había forma de explicarlo. Desde que tenía memoria había sentido ese amor, como si los atara un invisible hilo dorado. Era algo más que atracción física: lo que más le gustaba era aquello que albergaba en su interior y que se había roto, el lugar inalcanzable donde albergaba su tristeza. Porque eso era lo que nadie sabía de Peter Jaxon, salvo ella, debido a que lo amaba así: su terrible tristeza. Y no sólo en el devenir cotidiano, la tristeza normal que sentía todo el mundo por las cosas y personas que habían perdido. La de él era algo más. Si pudiera encontrar esa tristeza, creía Sara, y arrancársela, él podría amarla.
Por ese motivo había elegido la profesión de enfermera. Si no podía ser centinela (cosa imposible), el Hospital, cuyo director era Prudence Jaxon, era el siguiente destino favorito. Cerca de cien veces había estado a punto de preguntarle a la mujer qué podía hacer. ¿Qué podía hacer para que su hijo la amase? Pero al final, Sara había guardado silencio. Se había dedicado a aprender su oficio lo mejor posible y esperado a Peter, con la esperanza de que él se daría cuenta de lo que le estaba ofreciendo, sólo por estar en aquella habitación.
Peter la había besado una vez. O quizá fuera Sara quien lo había besado. La cuestión de quién había besado a quién exactamente parecía carente de importancia con relación al hecho. Se habían besado. Era Primera Noche, avanzada y fresca. Todos habían estado bebiendo brillo, escuchando la guitarra de Arlo bajo las luces, y el grupo se dispersó en las horas previas al amanecer. Sara se había encontrado paseando sola con Peter. Estaba un poco mareada a causa del brillo, pero no creía estar borracha, ni tampoco que lo estuviera él. Un silencio nervioso cayó sobre ellos mientras avanzaban por el sendero, no una ausencia de sonido o conversación, sino algo palpable y electrizante, como los espacios que había entre las notas de la guitarra de Arlo. Dentro de esta burbuja de expectación habían paseado juntos bajo las luces, sin tocarse pero comunicados, y cuando llegaron a casa de Sara, sin que ninguno de ambos hubiera reconocido que aquél era su destino (el silencio era una burbuja, pero también un río, que les arrastraba en su corriente), dio la impresión de que nada iba a impedir lo que sucedería a continuación. Ella era feliz, muy feliz. Estaban apoyados contra la pared de la casa, protegidos por las sombras, primero su boca y después el resto de su cuerpo apretados contra ella. No era como los besuqueos que todos habían intercambiado en el Asilo, o los primeros toqueteos torpes de la pubertad (no se desalentaba el sexo, podías abordar a cualquiera que te interesara mínimamente; la regla no escrita era, esto y nada más, todo, al final, semejaba una especie de ensayo), sino algo más profundo, henchido de promesas. Se sintió envuelta en una calidez que casi no reconoció: la calidez del contacto humano, de estar con otra persona, de no estar ya sola. Se le habría entregado en aquel mismo momento, le habría dado lo que él hubiera pedido.
Pero todo terminó. De repente, él se apartó. «Lo siento», murmuró, como si creyera que ella no deseaba el beso, aunque éste tendría que haber disipado sus dudas. Pero algo había cambiado en el ambiente, la burbuja había estallado, y los dos estaban demasiado avergonzados, demasiado nerviosos como para decir algo más. Él la dejó ante la puerta de su casa y ahí acabó todo. No habían estado juntos a solas desde aquella noche. Apenas se habían dirigido la palabra.
Porque ella sabía (lo supo cuando él la besó, y después, y cada vez más a medida que transcurrían los días) que Peter no era de ella, nunca podría serlo, porque había otra. La había sentido como un fantasma entre ambos, en su beso. Todo adquiría lógica, una sensación de desesperación. Mientras lo esperaba en el Hospital, demostrándole lo que era, él había estado en la muralla con Alicia Donadio todo el tiempo.
Ahora, camino del Faro con el guiso, Sara se acordó de Gabe Curtis y decidió parar en el Hospital. Pobre Gabe, sólo tenía cuarenta años y ya había contraído cáncer. No se podía hacer gran cosa por él. Sara supuso que había empezado en el estómago, o tal vez en el hígado. Daba igual. El Hospital, situado al otro lado del Solárium, frente al Asilo, era un pequeño edificio en la parte de la Colonia que llamaban la Ciudad Vieja, una manzana de media docena de edificios que en otro tiempo habían albergado diversos almacenes y tiendas. El edificio que hacía las veces de hospital había sido una tienda de ultramarinos. Cuando el sol de la tarde caía sobre los ventanales de delante de la forma adecuada, todavía se podía distinguir el nombre (MOUNTAIN TOP PROVISION CO., FINE FOODS AND SPIRITS, FUNDADO EN 1996») grabado en el cristal esmerilado.
Un solo farol iluminaba la sala exterior, donde Sandy Chou (a quien todo el mundo la llamaba Otra Sandy, puesto que habían existido dos Sandy Chou, la primera de ellas la esposa de Ben Chou, fallecida al dar a luz) estaba inclinada sobre el escritorio de la enfermera, triturando semillas de diente de león con mano y almirez. El aire estaba impregnado de humedad. Detrás del escritorio, una tetera colocada sobre la estufa estaba proyectando una nube de vapor. Sara dejó a un lado el guiso y apartó la tetera del calor, para luego depositarla sobre un salvamanteles. Volvió al escritorio e inclinó la cabeza hacia el diente de león, que Sandy estaba metiendo en un colador.
—¿Eso es para Gabe?
Sandy asintió. Se creía que el diente de león era un analgésico, aunque lo utilizaban para tratar diversas enfermedades, como resfriados, diarrea y artritis. Sara no podía afirmar que lograra nada, pero Gabe decía que le ayudaba a calmar el dolor, y era lo único que admitía.
—¿Cómo está?
Sandy estaba pasando agua por el colador, que caía en una taza de cerámica, de bordes rotos y desportillados. Llevaba grabadas las palabras FELICIDADES, PAPÁ, con letras escritas con la imagen de imperdibles.
—Estaba dormido hace un rato. La ictericia ha empeorado. Su hijo acaba de marcharse, y Mar está con él ahora.
—Le llevaré té.
Sara cogió la taza y atravesó la cortina. En el pabellón había seis catres, pero sólo uno estaba ocupado. Mar estaba sentada en una silla al lado del catre en que yacía su marido, cubierto por una manta. Delgada, casi como un pajarito, Mar cargaba con el cuidado de Gabe durante los meses de enfermedad, y la carga se hacía patente en las ojeras de insomnio que se acumulaban bajo sus ojos. Tenían un hijo, Jacob, de unos dieciséis años, que trabajaba en la lechería con su madre, un chico voluminoso y corpulento con una perpetua expresión de dulzura ausente, que no sabía leer ni escribir, ni nunca aprendería, y era capaz de llevar a cabo tareas básicas siempre que alguien le dirigiera, una vida dura y desdichada, y ahora aquello. Con más de cuarenta años, y teniendo que cuidar de Jacob, era improbable que Mar volviera a casarse.
Cuando Sara se acercó, Mar alzó la vista y se llevó un dedo a los labios. Sara asintió y se sentó en otra silla a su lado. Sandy tenía razón: la ictericia había empeorado. Antes de caer enfermo, Gabe había sido un hombre grande (tan grande como menuda era su esposa), de anchos hombros nudosos y abultados antebrazos hechos para trabajar, además de un vientre redondo que colgaba sobre su cinturón como un saco de comida: un hombre útil a quien Sara no había visto ni una vez en el Hospital, hasta el día en que llegó quejándose de dolor en la espalda e indigestión, disculpándose por ello como si fuera un signo de debilidad, un defecto de carácter antes que la aparición de una enfermedad grave (cuando Sara le palpó el hígado, las yemas de sus dedos registraron al instante la presencia que estaba creciendo en su interior, y comprendió que habría sufrido atroces dolores).
Ahora, medio año después, el hombre que antes era Gabe Curtis había desaparecido, y en su lugar había un cascarón que se aferraba a la vida por pura fuerza de voluntad. Su rostro, antes rutilante, del color de una manzana madura, se había reducido a una colección de líneas y ángulos, como un bosquejo efectuado a toda prisa. Mar le había cortado la barba y las uñas. Sus labios agrietados brillaban a causa de la pomada que le aplicaban, procedente de un pote de boca ancha que descansaba sobre el carrito situado al lado de la cama; era un pequeño consuelo, pequeño e inútil como el té.
Estuvo sentada un rato con Mar, sin que ninguna de las dos hablara. Era posible, pensó Sara, que una vida se prolongara demasiado, como también era posible que terminara demasiado pronto. Tal vez era su temor a dejar sola a Mar lo que mantenía vivo a Gabe.
Por fin, Sara se levantó y dejó la taza sobre el carrito.
—Si se despierta, encárgate de que beba esto —dijo.
De las comisuras de los ojos de Mar colgaban lágrimas de agotamiento.
—Le he dicho que no pasaba nada, y que ya podía marcharse.
Sara tardó un momento en contestar.
—Me alegro de que lo hicieras. A veces es lo que la gente necesita escuchar.
—Es por Jacob. No quiere dejar a Jacob. Le dije que no nos pasaría nada y que podía partir. Eso le dije.
—Sé que saldréis adelante, Mar. —Sus palabras se le antojaron huecas—. Él también lo sabe.
—Es tan tozudo... ¿Has oído eso, Gabe? ¿Por qué tienes que ser siempre tan tozudo?
Después, dejó caer la cabeza sobre las manos y lloró.
Sara esperó un tiempo respetuoso, sabiendo que no podía hacer nada para aliviar el dolor de la mujer. Sara sabía que el dolor era un lugar adonde la gente debía ir sola. Era como una habitación sin puertas, y lo que sucedía en esa habitación, toda la ira y el dolor que sentías, se quedaría allí, y era asunto tuyo exclusivamente y de nadie más.